Habían pasado horas en la silenciosa cripta. El cuerpo del científico licano, Singe, había experimentado ya el rigor mortis, pero su sangre inmortal seguía reptando lentamente por el suelo de mármol de la sala subterránea, en dirección a los intrincados diseños que contenían las sagradas tumbas de los Antiguos.
La marea de sangre pasó junto al vacío nicho de Viktor y luego junto al de Amelia. Y sin embargo, con perversa inevitabilidad, fue a detenerse sobre la placa de bronce lustroso que lucía la M esculpida.
De Marcus.
Un riachuelo de sangre licana se filtró por las rendijas de la losa y se introdujo en la sepulcral cavidad en la que Marcus, el último Antiguo superviviente, dormía cabeza abajo, como un murciélago. El vigorizante fluido se vertió sobre el cuerpo marchito de Marcus y resbaló sobre él hasta llegar a los finos y quebrados labios de un rostro semejante a una calavera.
Pasaron varios minutos hasta que un corazón adormecido empezó a latir con creciente fuerza. Un suspiro escapó de los agrietados labios rojizos y un par de ojos hambrientos se despertaron en el fondo de los hundidos nichos de las cavidades oculares.
Ojos negros como la brea, idénticos a los de la criatura en la que Michael Corvin se había convertido.
Ojos híbridos.