Capítulo 29

Desde abajo se veía que el pozo era el hueco de un viejo ascensor, con escalerillas de acero a ambos lados. Taylor y los demás licanos estaban subiendo por ellas para investigar. En teoría, había dos de camaradas en la boca del pozo, pero Taylor no albergaba muchas esperanzas. De haber sido ellos los que hubieran disparado, ya habrían llamado para pedir refuerzos.

¡Malditos sangrientos! Era muy propio de ellos lanzar un ataque sorpresa justo antes de que el plan maestro de Lucian diera sus frutos. Están acojonados, decidió, tratando de ver la situación desde un punto de vista positivo. Saben que sus días están contados.

Entonces la granada pasó a su lado.

Sus pequeños y brillantes ojos se abrieron como platos al ver que el explosivo de fragmentación cargado de plata rebotaba en los muros de hormigón y caía con un chapoteo en los charcos de agua mugrienta que había al fondo del pozo.

—¡Oh, mierda! —exclamó Pierce, que apenas estaba unos pocos escalones más arriba.

Como todos los demás licanos que estaban en la escalerilla, Taylor se pegó todo lo que pudo a los escalones, tratando de ofrecer un objetivo lo más pequeño posible.

El destello proveniente del fondo fue seguido un instante después por una detonación que levantó un chorro de barro por todo el pozo junto con una lluvia de metralla de plata al rojo blanco. Los tóxicos fragmentos destrozaron carne licana y ropa e hicieron jirones a Taylor y los demás. Su ropa de cuerpo quedó reducida a sanguinolento confetti. Gritó de agonía, soltó la escalera y cayó.

Taylor chocó con el suelo un segundo antes que Pierce, pero los dos estaban muertos antes de tocar el suelo.

Los aposentos de Lucian.

Una explosión sacudió el estrecho compartimiento. La gruesa mesa de acero se estremeció como un banquillo cojo, mientras las ventanas traqueteaban y los fluorescentes parpadeaban y se apagaban. El cráneo de la estantería, que en el pasado había pertenecido a un Ejecutor especialmente formidable, cayó de su estante y se hizo añicos contra el duro suelo de hormigón.

El rostro aristocrático de Kraven se cubrió de sudor.

—Viktor —murmuró con voz llena de temor, mientras Lucian esbozaba una sonrisa despectiva. El tiroteo y la explosión eran alarmantes, sí, pero Lucian conservó la calma sin grandes dificultades. Se había visto en apuros mucho más graves en el transcurso de los últimos seiscientos años.

Espero que Viktor esté aquí, pensó. Sus dedos acariciaron el preciado colgante que descansaba sobre su pecho. Tenemos viejas cuentas que saldar él y yo. El temible Antiguo era poderoso, pero pronto Lucian sería rival más que digno para él. Lo único que necesito es la sangre de Amelia.

Otra explosión sacudió el inframundo. Lucian escuchó el estridente chirrido del metal retorcido proveniente del exterior de sus aposentos y corrió a la ventana. Apretó la cara contra el mugriento cristal.

El compartimiento era contiguo a la enorme cavidad central del propio bunker. Pasarelas, escalerillas y rieles abandonados cubrían las enormes paredes de la colosal excavación como una enredadera metálica oxidada. Los ojos grises de Lucian se entornaron de preocupación al ver que, cerca de la parte superior del enorme bunker, se partía una tubería de grandes dimensiones y empezaba a arrojar un chorro de agua a presión sobre los niveles inferiores del santuario de su pueblo. Un diluvio artificial se abatió sobre el inframundo como una tormenta repentina.

Lucian se mordió el labio. Esto complica las cosas, admitió para sus adentros. Sólo esperaba que la inundación no impidiera regresar a Raze. Necesito la sangre de un Antiguo para alcanzar el próximo nivel de la evolución inmortal.

—¿Hay otra salida? —preguntó Kraven ansiosamente, como una rata preparada para abandonar el barco. El antiguo regente se frotaba las manos mientras recorría la habitación con la mirada, esperando acaso encontrar algún túnel secreto para escapar del bunker.

Lucian le dio la espalda a la ventana. Miró a su supuesto aliado con asco.

—Supongo que nunca se te ocurrió que tal vez tuvieras que sangrar un poco para llevar a cabo tu pequeño golpe de estado.

Sacó una pistola de munición ultravioleta y metió un cargador de brillantes balas. Al verlo, el vampiro se encogió y Lucian le dirigió una mirada amenazante.

—Ni se te ocurra marcharte.

El comandante licano se volvió hacia la puerta. Cuanto antes se reuniese con Raze, antes podría cobrarse una gloriosa venganza sobre Viktor y los parásitos chupasangres.

¡BLAM-BLAM-BLAM! Un impacto estremecedor lo golpeó repetidamente en la espalda. Cayó de bruces al suelo de hormigón, con una ardiente sensación de dolor en la columna vertebral. Plata, comprendió al instante. La atroz agonía resultaba inconfundible. ¡Me han disparado!

Con gran esfuerzo, levantó la cabeza del suelo y miró atrás. Kraven lo estaba observando, con una humeante pistola de diseño desconocido en la mano. El rastrero vampiro sonreía con satisfacción mientras contemplaba el resultado de su traición.

Pagarás por esto, juró Lucian, una vez que haya expulsado estas malditas balas de mi carne. Cerró los ojos, frunció el ceño y concentró todas sus fuerzas para librarse de la letal plata, tal como había hecho algunas noches antes. El tiempo era esencial. Tenía que expulsarlas antes de que el tóxico metal lo envenenara de manera irrevocable.

Sin embargo, para su asombro y su consternación, el ardiente veneno parecía estar atacando ya sus venas y sus arterias. Confundido, levantó una mano frente a sus ojos. Las venas superficiales que recorrían el dorso estaban hinchándose y perdiendo el color por segundos. Una tracería de color gris oscuro se extendía desde la muñeca a las yemas de los dedos, palpitando por debajo de la piel.

¿Qué funesta invención es ésta?, pensó con los ojos llenos de horror. Un gemido agónico escapó de sus labios.

—Nitrato de plata —le explicó Kraven. Se adelantó un paso y le arrebató la pistola al licano de la mano paralizada—. Apuesto algo a que no te lo esperabas.

La armería.

Más licanos entraron en tropel en el abarrotado bunker y empezaron a coger rifles y munición de los armeros de las paredes. Otros, que desdeñaban los modos de lucha de los humanos, se arrancaron la ropa para acelerar el Cambio. Brotaron garras de los dedos extendidos. Crecieron colmillos largos y afilados como cuchillos en hocicos alargados. La piel desnuda, con una tonalidad entre azulada y grisácea, se cubrió de negro y tupido pelaje. Morros arrugados olisquearon el aire. Resbaló espuma de fauces voraces.

Soldados armados hasta los dientes, hombro con hombro con peludas bestias bípedas. Las imprecaciones compitieron con los gruñidos caninos mientras la manada acudía a defender su guarida.

La batalla final había empezado.

La prisión.

Soren caminaba arriba y abajo de la falsa «sala de visita». Tenía los puños aprestados a ambos lados del cuerpo, los inconfundibles sonidos de la batalla les llegaban desde el exterior. Estar atrapados dentro de aquella jaula de oro, lejos de la lucha, lo enfurecía.

En el exterior sonaron más gritos y disparos. Frustrados, sus hombres se volvieron hacia él en busca de una solución. Sus oscuros ojos escudriñaron el interior de la camuflada prisión y se posaron sobre una tubería vertical de cromo de unos cinco centímetros de diámetro. Eso tendrá que servir, decidió.

Agarró la tubería con ambas manos y trató de arrancarla. Era más sólida de lo que pensaba, lo que resultaba mejor para sus propósitos. Tensó los músculos y por fin logró arrancarla a la altura de la base. Le dio una vuelta y a continuación la apuntó hacia la puerta como si fuera un ariete.

Varios licanos armados avanzaban sigilosamente por el pasillo de acceso lleno de basura que conducía a la entrada forzada. El pegajoso suelo estaba manchado con la sangre y los restos de sus camaradas asesinados. Todavía quedaban fragmentos de letal metralla de plata clavados en las paredes de ladrillo que los rodeaban.

Más hombres-lobo transformados por completo, llegados desde las madrigueras y las cámaras de descanso situadas un piso más abajo, se unieron a ellos. Sus cabezas monstruosas y enormes y sus orejas puntiagudas rozaban el techo manchado de hollín y sus enormes zarpas dejaban huellas dignas del Sasquatch en medio de la sangre y las vísceras. Las bestias tenían el vello erizado y sus negros y gomosos labios estaban retraídos y mostraban a la luz los serrados y amarillentos colmillos. Crueles ojos de color cobalto brillaban en la oscuridad.

Los licanos y hombres-lobo se acercaron con cautela al arco de piedra que conducía al túnel de entrada. Por todas partes podían verse espantosas evidencias de la devastadora explosión, en los ladrillos destrozados y en los residuos mezclados de sus compañeros de manada caídos. Ascendía humo por el matadero que era el hueco del ascensor y los olores intensos de la pólvora y los explosivos ofendían los aguzados olfatos de los hombres-lobo y hacían que les fuera más difícil localizar a sus presas. Un tenue sonido metálico llegó desde arriba y las bestias giraron sus orejas hacia allí.

¡Demasiado tarde! Desde lo alto del hueco del ascensor manchado de sangre se desató una lluvia de fuego y plata y los lobos y licanos se vieron obligados a retroceder.

Desafiando a la gravedad, Selene y los demás Ejecutores se dejaron caer en la columna de humo como ángeles de la muerte vestidos de cuero. Brillantes destellos blancos se encendieron en los cañones de sus armas automáticas mientras abatían la primera línea de defensores licanos. Las clamorosas detonaciones de las armas ahogaron los gritos y chillidos de hombres-lobo y licanos. Cuerpos humanos y no-humanos cayeron al suelo del túnel para sumarse a la espantosa aglomeración de barro, sangre y cadáveres reventados que abarrotaba el corredor.

Aunque cogidos por sorpresa, los licanos supervivientes se apresuraron a reagruparse y llevaron la batalla a terreno del enemigo. Se desató un infierno cuando los defensores empezaron a devolver el fuego. La plata al rojo vivo y las balas ultravioletas se cruzaban en medio del humo que separaba a los atacantes vampiros y los defensores licanos.

Selene apretaba con impaciencia el gatillo de sus dos Berettas. Vació por completo el cargador de una de ellas y la arrojó a un lado. Aquello estaba durando demasiado. Los licanos estaban oponiendo demasiada resistencia. No tenía tiempo para eso.

Tenía que encontrar a Michael.

La prisión.

Un fuerte sonido metálico reverberó por toda la celda cuando Soren golpeó la cerradura de la puerta con la barra de acero que había arrancado. La puerta se estremeció y los goznes reventaron. Cayó ni suelo del derruido pasillo de túneles que había al otro lado con un ruido sordo.

Soren fue el primero en salir, seguido rápidamente por el resto de equipo de seguridad. Su manos ansiaban el contacto de la P 7 que le habían arrebatado. Se sentía desnudo sin un arma en la mano.

Un fornido licano cuya camiseta lucía el grasiento residuo de una comida interrumpida, atraído sin duda por su ruidosa fuga de la celda, dobló la esquina y cargó contra ellos. Tenía un cuchillo de carnicero en una mano y una estaca de madera en la otra.

Soren empuñó la barra de metal como un bate de béisbol y golpeó al licano en el estómago. Las costillas se partieron con un gratificante crujido y el salvaje cayó al suelo, donde Soren le propinó varios golpes más en el cráneo, sólo para asegurarse.

Hubiera preferido que fuera Raze, admitió con el ceño fruncido. Pero ese salvaje asqueroso tendría que bastar por el momento.

Cuando estuvo bien seguro de que el pulverizado licano no iba a poder levantarse de nuevo, Soren se apartó un paso de él, le arrancó la estaca y el cuchillo y se los entregó a dos de sus hombres. Por desgracia, el licano no parecía llevar encima nada más contundente.

Muy bien, pensó. Sopesó su ensangrentado garrote. Él no necesitaba balas para matar licanos.

Sus ojos entornados registraron los sombríos túneles, tratando de recordar el camino de regreso a los aposentos de Lucian, donde había quedado Kraven con el traicionero líder de los licanos. Y, por cierto, ¿por qué tenían esos asquerosos animales que vivir en un laberinto como aquél?

Por ahí, decidió al cabo de un instante. Se volvió hacia los demás vampiros.

—¡Vamos, moveos!

Empuñando la tubería como si fuera un garrote, se alejó con sus hombres de la prisión.

Raze sujetaba con las dos manos la gran jeringuilla de cristal que contenía la sangre de la Antigua, mientras corría en busca de Lucian. Estaba claro que su guarida estaba siendo atacada, pero si conseguía encontrarlo a tiempo, el elixir escarlata de la jeringuilla, combinado con la sangre del mortal que Lucian se había inyectado ya, daría sin duda la victoria a la manada.

A esos arrogantes sangrientos les espera una buena sorpresa, se dijo mientras esbozaba una sonrisa lupina. Muy pronto Lucian sería invencible.

Llegó a los aposentos de Lucian al cabo de pocos minutos. Entró en la habitación sin llamar y con gran sorpresa por su parte se encontró con una figura que conocía tendida inmóvil en medio de un charco de sangre sobre el mugriento suelo de hormigón. Un colgante metálico brillaba alrededor del cuello del caído.

—¡Lucian! —El lugarteniente licano no daba crédito a sus ojos. Su comandante supremo estaba tirado de bruces en un charco de sangre. En la espalda de su guardapolvos marrón había varias heridas de bala ensangrentadas que supuraban un peculiar fluido metálico. Estaba meridianamente claro cómo había encontrado su fin el legendario inmortal.

¡Esos asquerosos sangrientos nos han traicionado!, se dijo para sus adentros, lleno de furia. Y al acabar con Lucian, habían acabado también con su última esperanza de vencer a los odiados vampiros. La desesperación y la sed de sangre forcejearon por el control del salvaje corazón del licano. ¡Nunca deberíamos haber confiado en esas sanguijuelas de sangre fría!

Unos pasos rápidos se aproximaban desde fuera. Raze apartó su mirada asesina del cadáver martirizado de Lucian y vio que Soren —¡Soren!— y sus hombres corrían por la cámara principal del bunker. Parecían perdidos. Una cascada de agua estaba cayendo desde una tubería rota que había en lo alto.

Raze se estremeció de furia, incapaz de contenerse. Por lo que él sabía, el detestable guardaespaldas de Kraven podía haber disparado las balas que habían acabado con la vida del que probablemente fuera el mayor licántropo de todos los tiempos. La jeringuilla llena de sangre cayó de su mano temblorosa y se hizo añicos sobre el suelo de cemento. Ni siquiera se percató de ello mientras se arrojaba como un maníaco contra la ventana y los vampiros que había al otro lado.

El cristal estalló hacia fuera y Raze cayó sobre Soren y le arrancó una barra de hierro de la mano. Rodaron gruñendo sobre el suelo irregular y empapado del bunker antes de separarse y ponerse en pie de un salto, a pocos metros el uno del otro.

Los hombres de Soren se adelantaron pero éste los contuvo con un gesto y esbozó una sonrisa sanguinaria. Llevaba tanto tiempo como Raze esperando esta batalla. Se quitó la chaqueta de cuero, debajo de la cual llevaba un par de látigos de plata enrollados con fuerza alrededor del torso. Tras dirigir una sonrisa despectiva a su némesis licana, desenrolló ambos látigos en sendos movimientos fluidos.

La enfermería.

Los gruñidos, disparos, gritos y explosiones estaban crispando los nervios de Michael mientras seguía intentando liberarse desesperadamente. Estaba solo en el asqueroso laboratorio mientras en el exterior de la sala, en alguna parte de la reconvertida estación de metro, tenía lugar lo que parecía una guerra a gran escala.

¡Tengo que salir de aquí!, pensó. Estaba aterrorizado. Sus venas se hincharon como cables de acero mientras trataba de romper las esposas que lo mantenían prisionero. Los fríos bordes metálicos de las esposas se le clavaron en las muñecas y pareció que le iban a cortar la circulación pero a pesar de ello no cejó en su empeño. Cualquier cosa era preferible a estar maniatado en medio de una zona de guerra, incapaz de defenderse.

En el fondo de su mente, un aullido escalofriante estaba alzándose de nuevo. Fuera lo que fuese lo que le habían inyectado los «policías», su efecto se estaba disipando. A pesar de encontrarse Dios sabe cuántos metros bajo tierra, Michael sentía de alguna manera cómo ascendía la luna en el distante cielo, llena y brillante sobre la ciudad que se extendía a su alrededor. Su celestial influencia penetró a través de gruesas capas de piedra y hormigón para desencadenar algo oscuro y primordial en el interior del alma de Michael. Se le puso la piel de gallina y hasta el último pelo de su cuerpo pareció ponerse firmes. Su corazón empezó a latir salvajemente y sus venas se llenaron de adrenalina y sangre renovada. Un intento más, pensó con testarudez, mientras tensaba casi al límite sus temblorosos músculos.

¡SNAP! La cadena que unía las dos esposas se partió y sus brazos quedaron libres. Acababa de partir una cadena de metal sólida…

—¡La hostia puta! —susurró.