Unos golpes en la puerta de la enfermería interrumpieron la tensa conversación de Michael y Lucian. El comandante licano le dio la espalda al norteamericano mientras Pierce y Taylor entraban en la reformada estación de metro. Los dos licanos se habían quitado los uniformes y volvían a vestir con sus ropas marrones de costumbre.
—Tenemos compañía —anunció Pierce.
Por supuesto, pensó Lucian. No tenía que preguntar para saber quiénes eran sus invitados. Sólo Kraven y sus sicarios conocían aquella guarida secreta.
Asintió y sacó la aguja de su brazo. Puso un dedo sobre la herida y aplicó presión. Las células de la peculiar sangre de Michael fluían ahora por sus venas; estaba un paso más cerca de la apoteosis que durante tanto tiempo había perseguido. Ahora lo único que necesitaba era la sangre de un Antiguo vampiro para completar el proceso y alcanzar la victoria que llevaba siglos anhelando.
Ahora que estaba tan cerca del triunfo, Kraven y sus matones eran un estorbo desagradable. Kraven debía de haber estropeado las cosas en la mansión si tenía que buscar refugio en la guarida subterránea de los licanos. El muy idiota, pensó Lucian con desdén. Muy pronto no necesitaría más de la engañosa cooperación de Kraven.
Se encaminó a la puerta, impaciente por culminar aquella noche histórica.
—¡Espera! —le gritó Michael mientras Lucian se alejaba parsimoniosamente. A decir verdad, el líder de los licanos casi se había olvidado de él—. ¿Qué hay de Selene? —preguntó el joven, lleno de ansiedad.
¿Esa zorra vampiresa?, recordó Lucian. ¿La que me llenó de plata hace unas pocas noches?
Perecería con el resto de su despreciable raza.
Los aposentos privados de Lucian, situados en lo más profundo del inframundo, no se parecían nada a las lujosas estancias a las que Kraven estaba acostumbrado. Oscuras y espartanas en grado sumo, reflejaban la obsesiva y sombría naturaleza de su ausente propietario. Las paredes de ladrillos derruidos estaban cubiertas por sencillas estanterías de metal llenas de mapas enrollados y cajas de munición ultravioleta y una fea mesa de acero ocupaba un rincón de la claustrofóbica estancia. Sobre la mesa había desplegado un detallado mapa de Ordoghaz, con sus defensas y su disposición interior, en el que la localización de la cripta de los Antiguos estaba marcada con un círculo rojo. Un cráneo amarillento, con unos inconfundibles colmillos de vampiro, descansaba sobre una estantería. Kraven no pudo evitar preguntarse de quién se trataría.
Las ventanas, manchadas de grasa, daban a la cavernosa cámara central del bunker, del tamaño de un hangar para aviones. En el exterior había demasiados licanos, al menos para gusto de Kraven, yendo de acá para allá en pasarelas elevadas y vías abandonadas como una hueste de apestosas y subhumanas hormigas obreras. La estruendosa atmósfera de la guarida apestaba a petróleo, deposiciones animales y pis de licano.
Kraven se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo de seda, pero no servía de mucho contra aquel tufo. ¿Cómo he llegado a esto?, se preguntó amargamente. Debería estar presidiendo un banquete en un palacio, no escondido bajo la tierra en una madriguera llena de animales asquerosos.
Soldados licanos rodeaban a Kraven y su exigua fuerza de seguridad. Los gruñentes hombres-bestia apuntaban con sus armas a los vampiros mientras esperaban a que a Lucian se le antojara hacer acto de presencia. Kraven confiaba en que ninguno de ellos tuviera un tic en el dedo.
Al cabo de varios minutos tensos, Lucian entró en la cámara. Miró a Kraven y a sus acompañantes con mal disimulada impaciencia.
—¡Creía que teníamos un trato! —lo acusó Kraven. ¡Cómo se atreve este presuntuoso canino a tratarme como a un intruso indeseable!
—Paciencia, Kraven —repuso Kraven. Su aparente educación ocultaba apenas un tono desdeñoso y burlón. El comandante licano señaló a los hombres de Kraven y se dirigió a los suyos—. Quiero hablar con Lord Kraven a solas. Escoltad al resto de nuestros invitados a la salita.
A Kraven le costaba creer que hubiera algo tan civilizado como una salita de invitados en aquella madriguera funesta y abismal. Sin embargo, asintió para dar su consentimiento. Al fin y al cabo, y aunque que las cosas se le estuvieran yendo rápidamente de las manos, era importante conservar una semblanza de autoridad.
Seiscientos años de planificación, reflexionó con amargura, ¡y todo se va al infierno en las últimas cuarenta y ocho horas!
A regañadientes, Soren y los demás abandonaron los aposentos de Lucian. Se volvió un instante para dirigir una mirada de enojo a Lord Kraven, pero entonces su amo y el licano desaparecieron de su vista. No le gustaba dejar a Kraven solo, no le gustaba nada de nada.
Una manada de escoria licana los escoltó a punta de pistola por un laberinto de catacumbas idénticas y serpenteantes. Dos de los salvajes subhumanos le resultaban conocidos. Los identificó como Pierce y Taylor. Lamentaba que Raze no estuviera con ellos.
Vampiros y licántropos marchaban en hosco silencio, intercambiando sólo miradas y sonrisas hostiles. El incómodo paseo terminó cerca de lo que parecía otro bunker abandonado, donde el licano del pelo largo, Pierce, exigió que los vampiros les entregaran las armas.
Superados en número y amenazados por varias armas, Soren ordenó a sus hombres que lo hicieran. Fulminó con la mirada a Taylor y Pierce mientras les entregaba su HK P7. Un licano impertinente lo cacheó por si llevaba armas escondidas pero la mirada colérica del vampiro y su actitud intimidante garantizaron que el registro fuera corto y superficial.
Satisfechos, los escoltas licanos se apartaron para dejar que Soren y sus hombres entraran en la cámara indicada.
El inmortal jenízaro enarcó una ceja al ver lo que había dentro. La sala de invitados tenía un aspecto sorprendentemente hospitalario. Una gruesa alfombra roja cubría el suelo de la alargada y estrecha estancia y los bancos que originalmente contenía habían sido arrancados y reemplazados con sillas y sillones acolchados. Gruesas cortinas de damasco cubrían las ventanas, y del techo colgaban lámparas de cristal amarillo que proyectaban una luz dorada sobre ellos. Había hasta una decente mesita de café de madera de arce, llena de revistas usadas. De naturaleza y caza, principalmente, y un poco atrasadas ya.
Si uno entornaba la mirada, casi podía imaginar que estaba otra vez en la mansión.
Casi.
Esto no me gusta, pensó Soren, escamado. ¿Para qué necesitaban los licanos, criaturas que vivían en las alcantarillas, un lugar así? ¿Recibían visitas muy a menudo?
Se volvió hacia la entrada. Pierce esbozó una sonrosa malvada mientras cerraba dando un portazo. Soren escuchó el ruido de unos gruesos cerrojos que se cerraban.
¡Maldición! Corrió gruñendo a la ventana más próxima y arrancó la cortina. Al otro lado había gruesas ventanas de plexiglás reforzadas con brillantes barras de titanio de al menos tres centímetros de grosor. Golpeó con fuerza el plástico irrompible. Sus peores temores se habían confirmado.
Aquello no era una sala de invitados. Era una trampa.
—¡Hijo de puta!
En los aposentos de Lucian, Kraven esperaba que el licano lo tratara con el respeto que se merecía.
En este asunto soy tu aliado, pensó, no una especie de peón que puedes descartar.
Visiblemente impaciente, Lucian inhaló para calmarse antes de dirigirse a Kraven con tono apaciguador.
—El Consejo ha sido destruido. Muy pronto, todo será tuyo. Los dos aquelarres y el tratado de paz con los licanos. —Esbozó una sonrisa de conspirador—. Cuando se repartan los despojos de la victoria, aquellos que se hayan hecho acreedores a mi confianza no serán olvidados.
Las seguridades de Lucian no bastaban para acallar los temores de Kraven.
—¿Y cómo esperas que me haga con el control? —exigió con tono irritado. El plan original, hacerse con el mando de los aquelarres en la confusión que seguiría al asesinato de los Antiguos, estaba hecho trizas—. Ahora que Viktor ha despertado, es imposible derrotarlo. ¡Se hace más fuerte a cada segundo que pasamos aquí hablando!
Esto no pareció preocupar a Lucian.
—Y por eso precisamente necesitaba a Michael Corvin.
Obsequió a Kraven una sonrisa críptica.
La armería.
Había media docena de licanos allí, cargando munición, limpiando armas y preparándose en general para llevar a cabo un asalto total contra la mansión de los vampiros. Hombres y mujeres de mirada resplandeciente, ataviados con ropa raída y monos militares, impacientes por llevar la antigua guerra hasta la puerta de sus enemigos.
El traqueteo repentino de unos disparos electrificó al instante a los soldados del interior del viejo bunker. Instintivamente, llevaron las manos a sus armas. ¿Habían lanzado los cobardes sangrientos un ataque preventivo?
La puerta se abrió de par en par y Pierce y Taylor asomaron la cabeza por la entrada. Los dos llevaban armas semiautomáticas de gran calibre.
—¡Túnel de entrada alfa! —gritó Pierce—. ¡Moveos!
Los aposentos de Lucian.
Kraven y Lucian intercambiaron una mirada de sorpresa mientras el inconfundible ruido de un tiroteo resonaba entre los sinuosos túneles. Por un instante, Kraven temió que Soren y sus hombres hubieran sido ejecutados sumariamente por las fuerzas de Lucian pero no, los disparos parecían venir de otra dirección… y eso que no era nada fácil orientarse en aquella madriguera de ratas.
Al cabo de unos segundos, una explicación aún peor lo golpeó con toda la fuerza de la certidumbre. ¡Ejecutores!, comprendió mientras empalidecía. Kahn y Selene y el resto de sus asesinos vestidos de cuero. Puede que hasta el propio Viktor.
Su corazón no-muerto se le encogió dentro del pecho.
¡Han venido a por mí!
La oxidada rejilla de metal estaba justo donde Selene recordaba, pero alguien la había arrancado y arrojado a un lado. Sólo quedaba un negro agujero en el suelo del túnel de drenaje. Se acordaba de que había corrido por su vida en aquel mismo túnel, perseguida por un enfurecido hombre-lobo.
¿De veras sólo habían pasado dos noches desde aquello? Era como si el mundo entero se hubiese dado la vuelta desde entonces. Antes sabía cuál era mi objetivo, donde estaban mis lealtades, se lamentó en silencio. Ahora no estoy tan segura.
Kahn y ella pasaron por encima de los cadáveres de un par de centinelas licanos. Cada uno de ellos tenía una bala de plata alojada en la frente. Los licanos muertos habían defendido la entrada a la guarida subterránea de sus hermanos, pero no durante mucho tiempo. Sin embargo, Selene tenía que asumir que el breve tiroteo había sido oído en las inexploradas catacumbas que se extendían más abajo.
Adiós al elemento sorpresa, pensó.
Kahn levantó la mano e hizo una seña a los Ejecutores que lo seguían. El equipo de asalto, compuesto por otros seis operativos, avanzó y tomó posiciones defensivas alrededor de aquel trecho ya seguro. Las prendas de lustroso cuero negro que llevaban les ayudaban a mezclarse con las sombras que los rodeaban. Sus rifles AK-47, cargados con munición de plata y equipados con miras infrarrojas, estaban preparados para entrar en acción.
Selene prefería sus viejas Berettas. Las mantuvo levantadas y preparadas mientras Kahn se aproximaba cautelosamente al agujero. Se asomó por encima de él y vio que la entrada al túnel estaba cubierta de malla metálica. Aparentemente, los licanos no querían recibir visitas.
Es una lástima, pensó con frialdad. De una manera o de otra, iba a encontrar a Michael.
Kahn cogió una granada de plata de su cinturón y le quitó la anilla. La arrojó en dirección al agujero y Selene contuvo el aliento mientras el explosivo avanzaba dando ruidosos saltitos sobre el suelo de cemento. Dio uno más y desapareció dentro del pozo.
Selene creyó oír algo que se movía allí abajo…