Michael abrió sus cansados ojos y volvió a encontrarse en la reconvertida estación de metro. Debo de haberme quedado dormido de nuevo, comprendió, y trató de evitar que los párpados volvieran a cerrársele. Intentó levantar la cabeza pero no lo consiguió y su cabeza chocó contra la dura superficie de la mesa de examen.
Una voz sin cuerpo visible habló desde las sombras de la improvisada enfermería.
—Te hemos dado una encima para frenar el Cambio. Estarás algún tiempo atontado.
Michael reconoció el seco acento británico del desconocido barbudo que lo había mordido en el ascensor dos noches atrás.
¡Tú!, pensó con un ataque de odio vengativo. Tú eres el que me ha hecho esto, el que me ha convertido en… lo que sea en que me esté convirtiendo.
Si hubiera estado libre, habría saltado de la mesa y lo habría atacado con las manos desnudas. Pero tenía las muñecas esposadas a la espalda y unas gruesas tiras de nylon inmovilizaban el resto de su cuerpo, como si fuera una momia egipcia preparada para la inhumación y no un licántropo a punto de nacer.
Uno de los dos policías licanos, cuyos uniformes eran probablemente tan falsos como su apariencia humana, se le acercó. Era el del pelo largo, Pierce, el que le había clavado la aguja hipodérmica en el coche patrulla cuando había enloquecido a causa de la transformación. Le enseño una jeringuilla de cristal vacía mientras su sonrisilla sádica revelaba que estaba impaciente por repetirlo.
No se molestó en preparar o desinfectar el lugar en el que iba a clavar la aguja. Se limitó a hundirla brutalmente en el brazo de Michael. El norteamericano se encogió de dolor y a continuación perdió los estribos del todo. ¡Joder!, pensó, furioso, ¡Estoy harto de que todo el mundo me trate como un animal!
Se debatió contra sus ataduras pero sus frenéticos esfuerzos sólo lograron que la aguja se partiera a la altura de la base. La jeringuilla cayó al suelo y se hizo mil pedazos. Un gruñido de impaciencia escapó del extraño que esperaba entre las sombras.
A Pierce no parecía gustarle que lo pusiera en evidencia delante del extraño británico. Con un gruñido de furia, dio un fuerte bofetón a Michael, tan fuerte que faltó poco para que perdiera el conocimiento. Su cabeza se inclinó a un lado y parpadeó repetidamente, incapaz de enfocar la mirada. El interior de su cráneo estaba repicando como las campanas de una catedral.
—¡Ya basta! —ladró el oculto desconocido. Aun aturdido como estaba, Michael se dio cuenta de que el británico tenía que esforzarse para contener su crispación. Habló con voz severa pero firmemente controlada—. Ve… ve a ver por qué se retrasa Raze, ¿quieres?
Pierce se apartó a regañadientes de Michael. Antes de marcharse arrastrando los pies de la enfermería, le lanzó una última mirada malhumorada al norteamericano. Michael empezó a gemir de miseria en cuanto el fornido policía no pudo oírlo. Sacudió la cabeza tratando de disipar las nieblas que oscurecían su mente.
El enigmático desconocido salió sigilosamente de las sombras.
—La verdad es que debo disculparme. Pierce necesita desesperadamente una lección de modales.
A medida que la visión de Michael empezaba a enfocar de nuevo, pudo confirmar que el que estaba hablando era el desconocido barbudo de la noche de la masacre en el metro, cuando había comenzado toda aquella locura. Reconoció las engañosamente gentiles facciones del hombre, así como el colgante en forma de luna creciente que llevaba alrededor del cuello. No parecía haberle quedado la menor secuela del golpe que le había propinado el Jaguar de Selene. ¿Quién demonios eres tú?, pensó Michael mientras miraba al británico con una mezcla de odio y temor. ¿Y qué es lo que quieres de mí?
—Hablando de modales… —dijo el hombre con voz desenvuelta—, ¿dónde están los míos? —Se acercó a la mesa de examen y se inclinó sobre Michael. Estaba tan cerca de él que hubiera podido morderle de nuevo de haberlo deseado—. Discúlpame. Soy Lucian.
El nombre no significaba nada para Michael.
—Tengo que irme —suplicó éste mientras se debatía contra sus ataduras—. Tengo que regresar.
Lucian suspiró y sacudió la cabeza.
—No puedes regresar, Michael. No tienes donde hacerlo. —Hablaba lenta y parsimoniosamente, como si se estuviera dirigiendo a un niño un poco torpe—. Los vampiros te matarán en cuanto te vean, sólo por ser lo que eres. Uno de nosotros. —Se inclinó un poco más y miró directamente los ojos de Michael—. Eres uno de nosotros.
¡No!, pensó Michael instintivamente. ¡Soy un ser humano, no un monstruo! Pero en el fondo de su corazón, sabía que Lucian estaba diciendo la verdad, igual que Selene en su momento. Siento el cambio que se está produciendo en mi interior.
Conmocionado por la ominosa afirmación de Lucian, Michael no advirtió que el barbudo licano había sacado una jeringuilla nueva hasta que de repente sintió que la aguja penetraba en su vena. Bajó la mirada, consternado, y observó cómo se llenaba el émbolo de sangre.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con aprensión.
Lucian no apartó la mirada de la jeringuilla mientras le sacaba sangre a Michael.
—Poner fin a este conflicto genocida.
—Tu guerra no tiene nada que ver conmigo —insistió Michael. Ni siquiera sabía en qué bando militaba, si en el de los hombres-lobo o en el de los vampiros. ¿Lucian o Selene?
—¿Mi guerra? —preguntó Lucian con voz severa y Michael se dio cuenta de que había puesto el dedo en la llaga. El barbudo licano sacó la jeringuilla, llena por completo de sangre, del brazo de Michael. La sangre manó con libertad del agujero que la aguja le había abierto en el brazo. Aparentemente allí no se usaban las tiritas.
La mano de Lucian se dirigió con lentitud al brillante colgante que llevaba sobre el pecho y la atención de Michael se vio atraída al misterioso talismán. La visión del colgante desencadenó una serie de insólitas imágenes en su mente. Sus ojos giraron en el interior de las órbitas y se pusieron en blanco mientras otra salva de imágenes y sonidos fantasmagóricos lo envolvía.
Su mano pasaba delicadamente sobre el borde de una repisa de baño, explorando con suavidad los peines, tocados y botellas de perfume. Levantó la mirada y se vio reflejado en el espejo de bronce que había sobre el baño.
Era el reflejo de Lucian.
—¿Lucian? —murmuró Michael débilmente mientras se sacudía espasmódicamente en la mesa de examen. Ahora comprendía, más o menos. Desde el principio, habían sido los recuerdos de Lucian.
1402 d.C. Lucian y tres de sus hermanos licanos caminaban por un pasillo oscuro de regreso a sus jergones en los aposentos de los criados. De las paredes manchadas de hollín colgaban portavelas con antorchas encendidas. En el exterior se había puesto el sol, así que ya no tenían que proteger el castillo de la hostilidad de los humanos. Una vez más, sus amos vampiros podían defenderse a sí mismos.
El sonido metálico de varias armaduras pesadas se acercaba por el pasillo. Un par de Ejecutores avanzaban hacia Lucian. Los aterradores vampiros llevaban magníficas armaduras de diseño italiano, muy diferentes a las anticuadas armaduras de cuero o de malla que utilizaban los demás licanos y él. Los petos de acero de las corazas de los vampiros, que podían repeler con facilidad las estacas de madera o las flechas de los mortales supersticiosos que moraban al otro lado de las murallas, tenían grabados símbolos heráldicos.
Detrás de los Ejecutores venía una procesión de regios nosferatu de sangre pura. Sus elegantes atavíos, mucho más delicados que la sencilla ropa de Lucian, estaban forrados de piel de animal y bordados con delicada hebra de oro. Vestidos y capas del satén, la seda, el damasco y el brocado más finos crujieron mientras se acercaban, seguidos por los dobladillos fluidos de los vestidos de las vampiresas como sombras de seda.
Lucian y sus hermanos se apartaron para dejarlos pasar e inclinaron la cabeza como muestra de reverencia. Sin embargo, a diferencia de los otros criados, él no pudo resistirse a lanzar una mirada de soslayo a los nobles no-muertos mientras pasaban a su lado.
¡Y allí estaba ella! Sonja, la hermosa vampiresa, objeto de sus más ardientes deseos. Su negro cabello caía sobre sus hombros como cae la noche y una tiara de oro descansaba delicadamente sobre su cabeza. Los ojos azul celeste miraban desde un rostro blanco como la nieve y dotado de una hermosura insuperable. Un resplandeciente colgante brillaba al final de una cadena sobre su garganta de cisne. El riquísimo ornamento reposaba sobre las laderas de marfil de su pecho, encima de un traje bordado de color borgoña.
Caminaba junto a Viktor, el amo indiscutible del castillo. Una capa de brocado de un dorado color metálico descansaba sobre sus hombros imperiosos y el collar recto se alzaba muy rígido detrás de la nuca. Un medallón de plata, bastante más elaborado que el colgante de Sonja, adornaba su pecho, y se ataba los pantalones de satén oscuro a la cintura con un vistoso cinturón de oro cuya hebilla luminosa tenía un diseño parecido al del medallón. Se ceñía al cinto sendas dagas de plata.
El rostro de Lucian se iluminó al ver a la princesa. Estaba hipnotizado y no podía apartar los ojos de ella. Consciente de su mirada, ella le volvió y le clavó la suya. Sintió un momento de agudo temor hasta que una sonrisa juguetona se dibujó en las radiantes facciones de la ella. Envalentonado por su respuesta, Lucian volvió a sonreír, lo que provocó una sonrisa aún más grande de la muchacha. Los ojos esmeralda de la dama despidieron un flirteo de chispas.
Por desgracia, el intercambio no escapó a la vista de Viktor. Un gesto ceñudo frunció levemente sus finos labios y su expresión se ensombreció, pero no dijo nada… por el momento.
El tiempo dio un salto hacia delante y partió el fluido continuado de los antiquísimos recuerdos.
Lucian volvía a mirar el espejo dorado, ajeno a la plata que había bajo el cristal. El reflejo de Sonja se unió al suyo mientras ella se deslizaba a su lado, apoyaba las suaves curvas de su cuerpo contra el de él, más tosco. Se besaron y ella le tomó de la mano y la apretó con suavidad contra su vientre. Bajo el vestido de satén, su vientre empezaba a hincharse con la deseada vida que había en su interior. Conteniendo el aliento de asombro, Lucian pudo sentir cómo se desperezaba el bebé en el interior de su princesa adorada, la nueva y preciada vida a la que el amor que compartían había dado ser.
Sonrió y volvió a besarla mientras sentía que la pasión volvía a alzarse. Pero antes de que pudiera decirle una vez más cuánto significaba para él, la puerta del boudoir se abrió de par en par. Viktor irrumpió en la antecámara. Su rostro era una máscara lívida de rabia…
Otra censura en los recuerdos. Otro salto adelante en el tiempo.
La cripta medieval era fría y húmeda. El chisporroteo de las antorchas proyectaba sombras retorcidas sobre los mohosos muros de piedra. Las ratas se escabullían por los rincones, alarmadas por la repentina actividad que se vivía en la cavernosa cámara. A cierta altura del suelo, oculto en el fondo de un nicho siniestro, un ventanuco negro admitía rayos de luz filtrada al interior de la fétida mazmorra.
Viktor y los demás miembros del Consejo estaban posados en altos pilares de piedra, como un tribunal de gárgolas malvadas, contemplando el suelo de la cripta. Sus lujosas túnicas de color escarlata contrastaban acusadamente con las tinieblas de la estancia. Estaban cuchicheando con aire sombrío mientras un trío de Ejecutores armados arrastraban a Lucian hasta el centro de la cripta.
Los ceñudos guerreros vampiros lo obligaron a arrodillarse. Su cuerpo, magullado y dolorido, fue encadenado al suelo. Las frías piedras provocaron un escalofrío por toda su columna vertebral y empezó a tiritar a pesar de sí mismo. Estaba cansado, hambriento y sediento, pues no le habían dado comida ni agua desde el comienzo de su cautiverio. Sin embargo, temía más por Sonja y por su bebé que por él mismo.
Un jadeo horrorizado se arrastró hasta sus oídos y al levantar la mirada, vio a Sonja a un paso de él, suspendida en un diabólico aparato de tortura. Su vestido antaño prístino colgaba hecho jirones de su esbelto cuerpo. Cadenas de cuero y hierro, cruelmente tirantes sobre su carne, la mantenían inmovilizada. Sus nivosos ojos de vampiresa estaban ahora inyectados en sangre y sus suaves y blancas mejillas habían sido mancilladas por un torrente de lágrimas carmesí. Lucian no pudo soportar verla así. Gruñendo como un perro rabioso, tiró con todas sus fuerzas de las pesadas cadenas. En vano.
Sin embargo, su princesa y él no eran los únicos prisioneros en aquel lugar maldito. Para su horror, vio que sus hermanos licántropos eran conducidos como un rebaño a una jaula de hierro por un una fuerza más numerosa de Ejecutores. Los confusos sirvientes aullaban y gemían lastimeramente mientras los soldados los encerraban tras una puerta de metal. Los barrotes de la jaula estaban hechos de una aleación de hierro y plata para garantizar que los licanos no pudieran escapar de ella.
El corazón se le encogió de temor por los suyos. No era justo que fueran castigados por su crimen, si es que de verdad era un crimen. Su cólera se encendió y apagó todo temor que pudiera sentir por su propia suerte.
Soren, el brutal capataz de Viktor, con una barba negra y larga que acabaría por quitarse con el paso de los siglos, dio un paso al frente.
Desenrolló un látigo de plata, cuyos resplandecientes eslabones exquisitamente trabajados eran réplicas idénticas de vértebras humanas.
Lucian apretó los dientes para recibir el golpe inevitable, pero nada hubiera podido prepararlo para el desgarrador dolor que recorrió su cuerpo mientras el látigo de plata mordía cruelmente su espalda desnuda una y otra vez. Las vértebras esculpidas hicieron jirones su piel y la desgarraron mientras se abrían camino por su carne indefensa hasta llegar al hueso. El dolor era insoportable…
En su prisión de hierro, Sonja se debatió contra sus grilletes y empezó a gritar desesperadamente a Viktor y sus espectrales camaradas:
—¡Nooooooo! ¡Dejadlo! —gritó, tratando de salvar a Lucian—. ¡Basta! ¡Basta!
Pero los latigazos no cesaron. A su espalda, por encima del estruendoso restallar del látigo, sus hermanos licanos enloquecieron de dolor y furia al ver a uno de ellos torturado de aquella manera. A pesar de que estaban enjaulados, se arrojaron contra los barrotes gruñendo como las bestias salvajes que llevaban dentro. Sin la luz liberadora de la luna, no podían abandonar sus disfraces humanos, pero a pesar de ello rugieron como criaturas del bosque, se arrancaron las toscas topas de lana e hicieron rechinar sus colmillos. Las maldiciones e imprecaciones dieron paso a los aullidos y rugidos lupinos mientras la manada daba voz a su primigenia furia contra sus antiguos amos y señores.
Nunca olvidaremos esta noche, se juró Lucian mientras el implacable látigo seguía desgarrándole la carne…
En la enfermería de los licanos, Lucian observaba con preocupación a Michael Corvin mientras éste se sacudía de dolor sobre la mesa de examen. Su cabeza se movía de un lado a otro y unos gemidos de angustia escapaban de sus quebrados y ensangrentados labios como si algún torturador invisible lo estuviera azotando.
¿Qué puede estarle pasando?, se preguntaba Lucian, no sin un atisbo de misericordia por el desgraciado americano. La encima que le habían inyectado no podía haber provocado aquella reacción. Era posible que fueran los síntomas iniciales de su primera transformación completa, pero lo dudaba. Lucian había presenciado el nacimiento de muchos licántropos vírgenes y aquellas convulsiones no se parecían a las violentas sacudidas de una transformación licantrópica. A pesar de la evidente agonía que estaba sufriendo, sus huesos y su piel seguían siendo totalmente humanos.
Ojalá Singe estuviera aquí, pensó Lucian y volvió a preguntarse qué habría sido del viejo científico austriaco al que había encargado que vigilase la mansión de los vampiros. Habían pasado varias horas desde la última vez que había tenido noticias de Singe y su contingente de soldados licanos y Michael parecía necesitar urgentemente atención médica. En teoría, Lucian le había extraído toda la sangre que necesitaba pero prefería mantenerlo con vida por si acaso. Al fin y al cabo, Michael era ahora un hermano licano.
El joven se retorcía y gemía sobre la mesa, perdido en una pesadilla infernal que Lucian no podía ni imaginar.
Una vez que su sed de sangre estuvo al fin satisfecha, Viktor y los miembros del Consejo salieron en silencio de la cripta. Bajaron sin el menor esfuerzo los pilares de granito y cruzaron un arco de piedra. Sus túnicas de seda crujieron como telarañas mientras se marchaban y una gruesa puerta de roble se cerró con fuerza tras ellos, dejando a Lucian atrapado en el interior de la tenebrosa cámara de tortura.
Ensangrentado y exhausto, se desplomó sobre el suelo, que ahora estaba pegajoso con su propia sangre. ¿Es éste el fin?, se preguntó y rezó para que el tormento hubiera terminado de una vez. Puede que Viktor se contentara con su destrucción y perdonara a Sonja y a los demás. Ni siquiera el altanero Antiguo podía condenar a la preciosa princesa para siempre y mucho menos a su hijo nonato.
El chillido de protesta del metal reverberó cerca de él, con un eco que resonó por toda la caverna. ¿Qué? Lucian alzó la cabeza y vio que dos Ejecutores de rostro sombrío estaban forcejeando con una rueda de acero de grandes dimensiones montada sobre una pared. Al principio la corroída rueda se negó a moverse pero la fuerza combinada de los dos vampiros consiguió finalmente que empezara a girar en el sentido de las agujas del reloj.
Como respuesta, unos engranajes metálicos desgastados por el tiempo empezaron a chirriar y crujir. El pánico embargó el rostro ceniciento de Lucian al comprender lo que estaban haciendo. Sonja también se dio cuenta. Sus ojos aterrorizados se clavaron en los de Lucian.
No, por favor, suplicó éste en silencio, pues tenía la garganta demasiado reseca como para hablar, pero los engranajes siguieron moviéndose. Sobre la cabeza de Sonja, un enorme portón de madera empezó a levantarse lentamente con un crujido. Había un sol tallado en la cara interior del portón y en el centro del orbe, la sonriente cabeza de una muerte.
Un trueno resonó ruidosamente por todo el castillo. La lluvia helada empezó a colarse por la rendija abierta del portón, junto con un letal rayo de luz de sol.
¡No, el sol no! ¡Sobre ella no! Lucian se adelantó lleno de desesperación, y las gruesas cadenas se tensaron y lo contuvieron. Los grilletes de acero se le clavaron salvajemente en la carne pero él apenas notaba el dolor. Tiró con todas sus fuerzas, hasta que su cuerpo entero estuvo bañado de sangre y sudor, pero no había nada en el mundo que pudiera hacer para salvar a la mujer que amaba.
No pudo hacer nada sino mirar cómo empezaban a aparecer las primeras irritaciones rojizas en la carne blanca y delicada de Sonja. El implacable sol brilló sobre su tez vulnerable, que empezó a fundirse y derretirse como si la estuvieran bañando en ácido.
—¡Noooooo! —gritó Lucian. Su áspero grito de lamento y desesperación se unió al de ella en un último y atroz momento de comunión…
Lucian observó con hipnotizada fascinación la lágrima solitaria que resbalaba por la mejilla de Michael. ¿Dónde está ahora?, se preguntó el comandante licano. ¿Qué está viendo? Sentía un inquietante e inexplicable vínculo con el torturado norteamericano. No se trata sólo de dolor corporal. Sufre como si se le estuviera partiendo el corazón.
Su mirada no se apartó de los ojos ciegos de Michael mientras éste seguía sufriendo las flechas y embates ilusorios de los demonios invisibles que estaban atormentando su mente.
Lucian temblaba de manera incontrolable en el suelo de la cripta medieval. Ya no le quedaban lágrimas ni emociones. Habían pasado varias horas y la sangre que manchaba el suelo se había secado hacía tiempo. El sol asesino se había puesto al fin y la pálida luz de las estrellas penetraba por el agujero del techo.
Sonja estaba muerta. Lo único que quedaba de su amada princesa era una estatua gris y sin vida hecha de huesos chamuscados y cenizas. Sus brazos de polvo estaban alzados sobre la cabeza en un fútil intento por contener la letal luz del sol. Una expresión de angustiado pesar, por ella y por su hijo nonato, había quedado grabada en los rasgos agonizantes de la estatua. Sólo un destello de metal añadía un toque de color a la figura gris: el colgante en forma de luna creciente de Sonja, que aún llevaba alrededor de la carbonizada garganta.
Las gruesas puertas de madera se abrieron de par en par y un viento aullante penetró en la cámara. La fuerte ráfaga se precipitó sobre los restos polvorientos de Sonja y los desintegró frente a los mismos ojos de Lucian. El licano sollozó violentamente mientras las cenizas se arremolinaban a su alrededor como hojas de otoño. En cuestión de segundos, no quedaba nada de su amada.
Entraron dos Ejecutores. El más grande de ellos empuñaba un hacha de grandes dimensiones. Colocaron un pesado bloque de piedra en el suelo y obligaron por la fuerza a Lucian a meter la cabeza sobre el surco, que despedía aún el funesto hedor de las muchas víctimas anteriores del verdugo. La muerte de Sonja no bastaba, comprendió. Viktor también exigía su vida.
No le extrañó.
El severo Antiguo entró tras los ejecutores, ataviado de sombrío luto. Con la cara larga y solemne, se dirigió al aparato de tortura ahora vacío que recientemente había contenido a la princesa. Sus lustrosas botas crujieron al pisar los trozos diminutos de hueso chamuscado, que era todo cuanto quedaba de la hermosa y adorable Sonja. Si aquellos sonidos resecos y crujientes lo perturbaron, su impasible rostro no dio muestra de ello.
Ignorando a Lucian por completo, se inclinó y recogió con gesto grave el brillante colgante de entre las cenizas. Sus ojos se humedecieron por un breve segundo y una expresión de genuino pesar se dibujó en sus facciones, pero pasó tan deprisa como había llegado y su aristocrático semblante volvió a adoptar una expresión fría y distante. Se incorporó y al fin se volvió hacia Lucian. En sus ojos ardían un gélido desdén y un odio sin límites.
Su cruel inhumanidad enfureció a Lucian y éste devolvió la mirada iracunda de Viktor con otra ardiente de pasión. La sangre se revolvió en sus venas.
—¡Bastardo!
Se abalanzó sobre Viktor como el lobo que era pero las cadenas implacables volvieron a contenerlo. Los Ejecutores cayeron al instante sobre él y le propinaron a su cuerpo maltrecho toda clase de golpes y patadas. Manos y pies embutidos en metal caían sobre él como una lluvia de meteoritos y al fin fue incapaz de soportarlo más y volvió a desplomarse, jadeando y respirando entrecortadamente.
Pero aunque su cuerpo yacía derrotado en el suelo, su furia invencible seguía ardiendo como las hogueras eternas del infierno.
—Te mataré —graznó con los labios agrietados e hinchados—. ¡Te mataré, demonio sanguinario!
Viktor se adelantó y lo cogió del pelo. Con un movimiento salvaje, tiró de su cabeza hacia atrás para poder mirar la cara hinchada y ensangrentada del licano. Su regio semblante lo contempló con repugnancia.
—Tu muerte será lenta. Eso te lo prometo. —Una mirada sádica reveló sus nefastas intenciones—. Olvidaos del hacha. Traedme cuchillos.
En aquel preciso momento, sobre el agujero del techo asomó la luna llena desde detrás de un banco de nubarrones de tormenta. Los vigorizantes rayos del celestial orbe lunar, dios y diosa para Lucian y su clan, incidieron sobre él y sintió que el Cambio empezaba a producirse. Sus ojos ensangrentados se dilataron acusadamente mientras perdía la noción de los colores, sustituida por la perspectiva imprecisa y en blanco y negro de un lobo. Fuerzas renovadas inundaron sus músculos mientras su cuerpo, en el espacio de una fracción de segundo, aumentaba de peso y tamaño. Un pelaje negro y tupido brotó por debajo de su piel. Sus sentidos del olfato y el oído aumentaron inconmensurablemente, tanto que casi pudo saborear la alarma y la sorpresa del Antiguo al comprender su error.
Nunca deberías haber dejado que la luz de la luna me encontrara, pensó Lucian, pasto de una voracidad vengativa. ¡Ahora vuelvo a tener todo mi poder!
La transformación se produjo en un mero instante y fue un hombre-lobo completo el que se abalanzó de nuevo sobre su carcelero. Esta vez, las cadenas de hierro cedieron frente a su fuerza inhumana, y se abalanzó sobre Viktor con las garras extendidas. Con un movimiento rápido del hirsuto brazo, le arrancó el brillante colgante de las manos.
Viktor se apartó de las garras del hombre-lobo y retrocedió trastabillando por la cripta. Tropezó con los barrotes de hierro de la celda, provocando un aullido de furia en su interior. El ruido bestial lo alertó sobre el peligro y se apartó de un salto un instante antes de que un brazo hirsuto tratase de alcanzarlo entre los rígidos barrotes.
Giró sobre sus talones y descubrió con sorpresa que hasta el último de los prisioneros licanos se había transformado en un hombre-lobo. La estrecha celda estaba ahora abarrotada de monstruos que gruñían y lanzaban dentelladas, como demonios impacientes por salir de detrás de los barrotes que los mantenían prisioneros. El denso olor de una docena de hombres-lobo inundó la atmósfera malsana y húmeda de la cámara de tortura.
Mientras Viktor pestañeaba, sorprendido, los dos Ejecutores cargaron contra Lucian desde el otro lado de la estancia. Las cadenas partidas colgaban de sus muñecas como serpentinas decorativas. Se revolvió con preternatural velocidad y sacudió las cadenas en el aire contra sus enemigos. Los eslabones de hierro golpearon con fuerza a los vampiros en el abdomen y les partieron las costillas.
Una sonrisa casi humana distorsionó el hocico lupino. Daba gusto encontrarse al otro lado del látigo…
Unos gritos acalorados llegaron desde el exterior de la cripta. Lucian corrió hacia las pesadas puertas de madera para cerrarlas pero ya era demasiado tarde. Un pelotón de Ejecutores, armados con espadas y picas de plata, entró en la cámara.
—¡A él! —gritó Viktor a sus soldados—. ¡Matad a ese perro traicionero!
Eran demasiados. Aun en forma lupina, Lucian no hubiera podido con todos, no con sus hermanos atrapados aún al otro lado de los odiosos barrotes. Sus ojos buscaron frenéticamente una ruta de escape y por fin fueron a posarse en la ventana de la vidriera oculta al final del oscuro nicho, a más de siete metros sobre el suelo. ¡Eureka!, pensó.
Era una gran altura, pero sus fuerzas tenían la fuerza suficiente para llegar hasta allí. Sin pensarlo dos veces echó a correr y de un solo salto se encaramó la estrecha repisa de piedra que había debajo del nicho. Por un momento, se detuvo allí, perfilado contra la oscura vidriera de la ventana. Dirigió la mirada al lugar en el que Sonja había encontrado su funesta muerte, cubierto todavía por sus cenizas, y cerró la mano alrededor de su pequeño colgante como si fuera el tesoro más precioso sobre la faz de la tierra.
A continuación se volvió con mirada asesina hacia el propio Viktor, que se había ocultado detrás de una horda de sus guerreros vampíricos. Algún día, prometieron los ojos llenos de odio del hombre-lobo al tiránico Antiguo, pagarás por lo que le has hecho a mi princesa y a los míos.
Ballestas cargadas con proyectiles de plata empezaron a apuntarlo y comprendió que no podía demorarse más. Le dio la espalda a la mazmorra y se arrojó de cabeza contra la vidriera. Los fragmentos de cristal roto, destellos oscuros a la luz de la luna, explotaron hacia el exterior mientras él caía en picado al suelo. Por suerte, la opresiva mazmorra se encontraba directamente junto a la muralla exterior del castillo. El bosque lo llamó con los brazos abiertos.
Llovieron fragmentos de cristal negro sobre el suelo rocoso que se extendía más allá de la fortaleza. Lucian cayó al suelo a cuatro patas y al instante se irguió como un hombre a pesar del hirsuto pelaje que le cubría el cuerpo. Saludó con un aullido triunfante a la luna que lo había salvado mientras brotaban gritos de furia y tumulto detrás de las siniestras murallas grises del castillo de los vampiros.
Tras él, la fortaleza se erguía ominosamente en medio de los Cárpatos. Delante de él, un impenetrable bosque de pinos de montaña ofrecía la promesa de seguridad y libertad. Echó a correr hacia allí.
La noche invernal se vio mancillada por los gritos de odio y los pasos pesados de una brigada de Ejecutores que salía en tropel de las puertas del castillo. Los iracundos guerreros vampiros marcharon en pos del hombre-lobo lanzando amenazas, maldiciones y órdenes que no fueron obedecidas. Se oían los ruidos metálicos de sus armaduras entre los colosales pinos. Los virotes de plata sisearon por el aire y fueron a clavarse en el grueso tronco de un abeto situado a escasos centímetros de la cabeza de Lucian.
Huyó corriendo de sus decididos perseguidores tan deprisa como sus doloridas piernas se lo permitieron. Con el colgante de Sonja en la peluda zarpa, escapó como alma que lleva el diablo de su ruinoso pasado en busca de un futuro todavía ignoto…
Las visiones de pesadilla dejaron al fin libre a Michael y sus ojos volvieron a contemplar el presente. Pestañeó varias veces, confundido, y aspiró entrecortadamente antes de levantar la mirada hacia Lucian. El barbudo licano lo miraba con curiosidad y preocupación evidentes. No sabía que Michael acababa de vivir los episodios más terribles de su propia vida.
Michael sentía náuseas. Ahora entiendo, se dijo, con la mente aún entumecida.
—Te obligaron a mirar cómo moría. Sonja. Así empezó esta guerra.
Lucian se quedó boquiabierto. Parecía como si el Jaguar de Selene acabara de atropellado otra vez. El colgante de la luna creciente —el colgante de Sonja— brillaba sobre su pecho.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con un susurro estupefacto.
—Los he visto —le confesó Michael—. Tus recuerdos. Como si estuviera allí. —Evidentemente, el mordisco de Lucian no sólo le había transmitido el virus que causaba la licantropía—. Pero ¿por qué? ¿Cómo pudieron hacerle eso?
Lucian contestó con voz amarga:
—Yo sólo era un esclavo, por supuesto, y ella… ella era la hija de Viktor.
¿Su hija? El cerebro de Michael trataba de encontrarle sentido a toda esta información nueva. Selene había hablado muy bien de Viktor y le había asegurado que le había salvado la vida después de que los hombres-lobo mataran a su familia. ¿Podía ser el mismo vampiro que había condenado a muerte a su propia hija?
—¿Los licanos eran sus esclavos?
Lucian asintió. Se apoyó en el borde del mostrador del laboratorio.
—Éramos sus guardianes durante el día, los cancerberos de un saber ancestral. En el pasado habíamos sido libres y los Ejecutores, temiendo que provocáramos el miedo de los mortales y éstos se volvieran contra las dos especies, nos persiguieron y cazaron sin misericordia. Pero hacia el siglo XV, cuando Sonja y yo nos atrevimos a enamorarnos, ya estábamos casi domesticados. Protegíamos a los vampiros durante el día y, a cambio, ellos nos acogían, nos alimentaban, nos vestían y nos encerraban durante las noches de luna llena, cuando nuestras depredaciones incontroladas podían ponernos a todos en peligro.
Suspiró mientras los recuerdos iban abriéndose camino en su interior.
—Fue una era de desconfianza y superstición. Por toda Europa, si alguien era sospechoso de licantropía, se le quemaba vivo, y los aterrados sacerdotes y campesinos clavaban estacas y decapitaban cadáveres inocentes… y otros que no lo eran tanto. Nos vimos obligados a trabajar juntos para sobrevivir, pero ellos se aprovecharon de la situación.
El venenoso rencor regresó a su voz, atizado por una furia inmortal que llevaba siglos existiendo.
—Nuestra unión estaba prohibida. Viktor temía la unión de las dos especies. La temía lo bastante para matar a su propia hoja. Quemada viva… por haberme amado.
Para sorpresa de Michael, Lucian se arremangó la camisa. Se apoyó en el ruinoso muro de la vieja estación de metro.
—Esta es su guerra. La de Viktor —dijo Lucian con fulgurante ira—. Ha pasado los últimos seiscientos años exterminando a nuestra especie.
Se clavó la aguja en el brazo y se inyectó la sangre de Michael en las venas.
—Y tu sangre, Michael, va a ponerle fin de una vez.
¿Mi sangre?, pensó Michael, confundido. Todavía no comprendía aquella parte. ¿Qué tengo de especial?