Con la caída de la noche, las persianas de metal se levantaron en las ventanas de Selene y le ofrecieron una visión de los jardines de la mansión. Había guardias armados —gente de Soren, no de Kahn— en el espacioso patio delantera, armados hasta los dientes cada uno de ellos, y otros dos guardias estaban emplazados debajo de su ventana. Estaba claro que Kraven no iba a permitir que escapara de nuevo.
¿Cuándo se ha convertido Ordoghaz en un estado policial?, pensó con amargura. ¿Y por qué se ha puesto Viktor en mi contra?
Su mirada abandonó el césped y se dirigió al cielo nocturno cuajado de estrellas. Las nubes de tormenta de las noches pasada se habían disipado al fin, así que nada oscurecía la espeluznante luminosidad plateada de la luna, que pendía enorme y llena sobre el horizonte.
La visión de la luna devolvió al instante sus pensamientos a Michael… y a la vil infección que lo estaba transformando desde dentro. Le he dejado la pistola, recordó con ánimo sombrío, y las balas de plata.
Pero ¿tendría Michael la sabiduría de usar la Beretta a tiempo?
Encadenado todavía a la silla de titanio, Michael dormitaba en el incómodo y desnudo suelo de madera, con la espalda apoyada en el inamovible asiento. Se agitaba y gemía en su sueño, asediado por recuerdos y pensamientos insólitos.
Corriendo como un loco por el denso bosque de los Cárpatos, mientras las flechas de plata de sus enemigos pasan volando por su cabeza como avispas enfurecidas…
Sintiendo el Cambio sobre sí, cobrando fuerza y vigor mientras envaina encantado su torpe forma humana. Crecen colmillos y garras para darle forma a la sanguinaria furia de su alma…
La luz de la luna caía sobre la forma inconsciente de Michael y hasta el último pelo de su cuerpo se erizaba como si estuviera electrificado.
El polvoriento armario estaba en un rincón poco frecuentado de Ordoghaz y su presencia era sólo conocida al personal de servidumbre de la mansión. Erika dudaba que Kraven fuera capaz de encontrarlo —y a la caja de fusibles que contenía— aunque su vida eterna dependiera de ello.
Algunas veces, estar en el último peldaño de la jerarquía tiene sus ventajas, pensó la criada. Unas lágrimas secas manchaban sus mejillas de alabastro y el dolor por la humillación que Kraven le había infligido seguía anidada en el fondo de su corazón roto. Si se cree que puede arrojarme así sin más por Selene… bueno, será mejor que se lo piense dos veces.
El armario estaba a oscuras y no tenía luces pero Erika veía bien en la oscuridad. Abrió un panel de metal, introdujo la mano y acercó uno de sus pequeños y blancos dedos a un interruptor. En el último segundo titubeó y contuvo el aliento mientras reconsideraba su temerario plan. ¿De veras iba a hacerlo?
¡Joder, sí!, se dijo indignada, y pulsó el botón.
En la cámara de recuperación, en lo más profundo de las entrañas de la mansión, Viktor estaba reclinado sobre una gran silla blanca cuyas dimensiones le otorgaban la apariencia de un trono. Permanecía inmóvil mientras su cuerpo famélico iba empapándose de una revitalizadora infusión de sangre humana fresca. El intrincado aparato de soporte vital zumbaba y gorgoteaba en el fondo del cuarto y las suaves luces alógenas exponían una figura cerúlea mucho menos cadavérica que antes.
Mientras la sangre lo iba nutriendo, Viktor reflexionaba sobre las inusuales circunstancias —de hecho, no conocían precedentes— que habían rodeado su prematura resurrección. La obscena traición de Selene ya era suficientemente decepcionante por sí sola pero además albergaba grandes dudas con respecto a Kraven. Estaba claro que Amelia y él tendrían mucho que discutir cuando la otra Antigua llegara aquella noche a la mansión.
Y entonces, resolvió en silencio, se harán algunos cambios.
De improviso, las luces se apagaron y su cadena de pensamientos se vio interrumpida. A pesar de que tenía los ojos cerrados, el cambio de luminosidad había sido demasiado acusado como para no percibirlo. Una sirena de emergencia que indicaba que se había producido una brecha de seguridad en la mansión empezó a aullar.
Viktor abrió los blancos e inhumanos ojos de inmediato.
Por el Ancestro, pensó lleno de furia, ¿Es que este caos no tiene fin?
Las luces se apagaron por toda la mansión, desde la cripta al dojo, donde, varios pisos por encima de la cámara de recuperación, Kahn levantó una mirada sorprendida al producirse el inesperado apagón. Los generadores de emergencia empezaron a funcionar, las rojas luces de seguridad se encendieron y la zona de entrenamiento quedó envuelta en una lúgubre atmósfera escarlata. Kahn vio que sus Ejecutores lanzaban miradas a su alrededor mientras la confusión cundía entre sus filas. Desde que el más viejo de sus moradores tenía uso de memoria, la mansión jamás había sido atacada.
¿Qué demonios?
La ensordecedora alarma continuó sonando mientras Selene regresaba corriendo a la ventana. Se asomó y vio que los guardias de Soren, con las armas preparadas, corrían hacia el otro lado de la mansión.
Su corazón muerto empezó a latir más deprisa. Ignoraba cuál era la causa de la perturbación pero sabía que aquélla era su oportunidad. Tal vez pudiera llegar junto a Michael antes de que empezara a cambiar.
Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, la puerta se abrió de par en par y Erika irrumpió en su habitación. Selene miró detrás de ella y vio que los centinelas de la puerta también habían desaparecido. Sin duda habían ido a ayudar a sus camaradas para investigar qué era lo que había hecho saltar la alarma. Mejor que mejor, pensó la Ejecutora, que no era de las que le miraban el diente a un caballo regalado.
Pero primero tenía que encargarse de Erika.
Sin una mera palabra a modo de explicación, la rubia vampiresa le arrojó a Selene una bolsa de nylon. La Ejecutora la abrió sin perder tiempo y descubrió con sorpresa que contenía un par de Berettas.
Confundida pero agradecida, lanzó a Erika una mirada intrigada. Hasta ahora, había creído que la criada estaba completamente sometida al influjo de Kraven.
—¿Por qué me estás ayudando?
Erika puso los ojos en blanco, como si le asombrara que Selene no la comprendiera.
—No lo hago —dijo enfáticamente—. Me estoy ayudando a mí misma.
Lo que tú digas, decidió Selene. Los asuntos personales de la criada eran la menor de sus preocupaciones. Esbozó una sonrisa agradecida cuando Erika le arrojó las llaves de un coche. Una extraña mezcla de júbilo y miedo contraía las facciones de la joven vampiresa.
Aún había un agujero en la ventana por la que Michael se había arrojado la noche pasada. Selene se acercó a él y saltó por encima del alféizar.
¡Aguanta, Michael!, pensó con ansiedad mientras las suelas de sus botas tocaban el húmedo césped. ¡Estoy de camino!
Singe casi se había quedado dormido tras el volante de la furgoneta cuando sus oídos captaron el sonido de las puertas de la mansión al abrirse. Levantó la mirada justo a tiempo de ver que el mismo sedán de antes salía disparado de la mansión y arrojaba tras de sí una nube de gravilla al incorporarse con un giro furioso a la carretera que llevaba a la ciudad. Una vampiresa morena a la que empezaba a conocer ocupaba el asiento del conductor.
Selene.
El científico licano se puso inmediatamente en marcha y encendió el motor de la adormecida furgoneta. Después de haber pasado un día entero agazapado junto a la entrada de la guarida de los vampiros, no iba a permitir que ahora se le escapara su presa. No había nadie más con Selene en el coche, al menos nadie que él pudiera ver, pero puede que fuera a buscar a Michael Corvin.
Sin mí no, de eso nada, decidió. Los soldados licanos de la parte trasera de la furgoneta soltaron un gruñido de protesta mientras la furgoneta realizaba un acusado giro de 180° grados y aceleraba para tomar la carretera por la que se había alejado el sedán gris.
El aullido de la alarma zumbaba en los oídos de Kraven crispándole los nervios mientras abandonaba la privacidad de sus aposentos y salía al salón. Kahn y varios Ejecutores de aspecto tenso se acercaban corriendo por el oscuro pasillo. Los haces incandescentes de sus linternas recorrían las paredes. Los guerreros vestidos de cuero parecían haber entrado en modo de pánico total. No era una buena señal.
—¿Qué está pasando? —exigió Kraven. Hasta donde él sabía, este tumulto no tenía nada que ver con sus planes que había hecho con Lucian para aquella noche, aunque también era posible que el astuto comandante licano lo hubiera engañado.
Un escalofrío gélido recorrió su espina dorsal al pensarlo.
Kahn respondió a su pregunta sin circunloquios.
—¡Alguien ha desactivado los sensores del perímetro! —le explicó. Llevaba un rifle automático en las manos—. ¡Estamos cerrando la mansión!
Pero es demasiado pronto, pensó Kraven, alarmado. Aún no he tenido tiempo de bajar nuestras defensas.
El plan consistía en permitir que Lucian y sus fuerzas realizaran una incursión «por sorpresa» en la mansión. Kraven emplazaría sus fuerzas en puntos clave, al tiempo que dirigía a Kahn y a sus hombres a lugares en los que no pudieran estorbar. Más tarde, una vez que Lucian hubiera acabado en persona con Viktor y Marcus, Kraven se adelantaría y tomaría el control de los aquelarres del Viejo y el Nuevo Mundo sin que nadie se atreviera a disputárselos. A continuación firmaría una histórica paz con Lucian que dejaría a Kraven cubierto de gloria… y libre para disolver el cuerpo de los Ejecutores de una vez y para siempre y reemplazarlos por el cuerpo de seguridad de Soren, cuya lealtad le pertenecía por completo.
¡Pero, claro, Selene tenía que complicar las cosas reviviendo a Viktor antes de tiempo! Ahora la crisis se le había adelantado y lo empujaba hacia una peligrosa confrontación que había tratado de evitar por todos los medios. ¿Podrá Lucian derrotar a Viktor, se preguntó el maquiavélico regente, ahora que el Antiguo ha recuperado gran parte de su legendaria fuerza?
Para contribuir aún más a la confusión, Erika venía corriendo detrás de Kahn y de su equipo de seguridad. Kraven sintió un acceso de irritación —¿Ahora qué quiere esta estúpida zorra?— hasta que el pánico de su rostro y su evidente estado de agitación llamaron su atención.
—¡Es Selene! —dijo con voz entrecortada—. Ha escapado para ir con él… con Michael.
Unos celos furiosos se llevaron los miedos de Kraven de su mente. Imaginar a Selene corriendo a los brazos peludos de su amante lo enfureció más allá de toda razón. Lanzó un grito furioso que alcanzó a todos cuantos podían oírlo:
—¡Quiero la cabeza de ese licano en una bandeja!
El sedán gris volaba por las calles de la ciudad en una loca carrera contra el destino y la insidiosa de la luna que estaba alzándose. Sentada al volante del vehículo, Selene entrevió el brillo de la luna entre los nubarrones apelotonados y se preguntó si sería ya demasiado tarde.
¿Habría Michael frenado la transformación disparándose una bala de plata o se habría convertido ya en una bestia incapaz de razonar? La mera idea de ver a Michael transformado en un hombre-lobo la angustiaba más de lo que se atrevía a admitir. Rezó para que el joven encontrara la fuerza con que resistir la infección hasta que ella llegara a su lado… aunque eso significara que tuviera que matarlo.
Dejó escapar un suspiro de alivio al ver que el edificio donde estaba el piso franco aparecía ante sus ojos. Había superado varias veces el límite de velocidad y casi la velocidad del sonido para llegar a Belgrado desde la mansión en menos de una hora. Sin embargo, ahora que había llegado a su destino se daba cuenta de que no tenía más plan que comprobar si Michael seguía siendo humano.
Y si es así, se preguntó, incapaz de seguir ignorándolo, ¿entonces qué?
No tenía la menor idea.
El sedán frenó con un chirrido y se detuvo en un callejón vacío junto al edificio. No se veía ninguna luz encendida tras las ventanas. El aquelarre mantenía el edificio desierto a propósito. Segundos más tarde, Selene corría por las escaleras de entrada y estaba abriendo la puerta principal. Entró en la desierta estructura tan silenciosa y veloz como un espectro.
En su apresuramiento, no advirtió la ominosa furgoneta negra que se había detenido al otro lado de la calle.
—¡Tras ella! ¡No dejéis que escape! —ladró Singe a sus soldados licanos. Sus ávidos ojos resplandecían con el deleite de la caza, una emoción vigorizante no muy distinta a la excitación densa del descubrimiento científico. Por lo que parecía, el esquivo Michael Corvin se encontraba sólo a unos metros de ellos, en algún lugar del interior del edificio de aspecto ruinoso en el que la vampiresa acababa de entrar.
Su corazón palpitaba furiosamente de impaciencia. Una vez que el espécimen estuviera en su poder, la última fase de su experimento podría comenzar. Sólo para asegurarse, llamó a Pierce y Taylor por teléfono móvil y los alertó de su localización.
—¡Recordad! —gritó a sus hombres segundos más tarde, mientras los soldados licanos salían en fila de la parte trasera de la furgoneta. Las armas semiautomáticas con su brillante munición ultravioleta resplandecieron a la luz de las farolas—. Hay que capturar al humano con vida… ¡a toda costa! —Fue tras ellos. No quería perderse la conclusión de su larga persecución. El sonido de sus pasos ascendió por las escaleras del edificio—. ¡La zorra vampiresa es prescindible!
Selene subía los escalones de dos en dos, temiendo lo que pudiera encontrar en el último piso del vacío edificio. Sin embargo, no estaba tan concentrada en llegar allí cuanto antes como para no reparar en los alarmantes sonidos de pasos que subían a toda prisa desde tres pisos más abajo. Alguien estaba persiguiéndola. A juzgar por el sonido, más de uno.
¿Quién?, se preguntó llena de inquietud. Se asomó por encima de la barandilla de hierro de la escalera. Casi esperaba ver aparecer un pelotón de resueltos Ejecutores pisándole los talones. No albergaba ninguna ilusión sobre el trato que le depararían sus antiguos camaradas después de lo que había ocurrido las últimas noches. En su lugar, yo tampoco confiaría en mí, reconoció.
Pero en lugar de un pelotón de élite de soldados no-muertos, se encontró con seis figuras fornidas con ropa marrón y raída. No eran vampiros, pues. Licanos.
Deben de haberme seguido, comprendió.
¡Y ella los había llevado directamente hasta Michael!
Los licanos corrían escaleras arriba tras ella. Superada ampliamente en número, Selene comprendió que sólo tenía unos instantes hasta que los hombres-bestia la alcanzaran. Desenfundó las Berettas y disparó a sus enemigos, quienes esquivaron sus balas pero siguieron subiendo las escaleras. Le dio la espalda a los intrusos y subió corriendo el último tramo de escaleras hasta el quinto piso y luego se precipitó como una loca hacia la habitación vacía en la que había visto por última vez a Michael.
¿Seguiría allí? ¿Conservaría todavía algo de su humanidad? Selene contuvo el aliento mientras corría, confiando contra toda esperanza en que quedara algún rastro del desgraciado norteamericano para rescatar.
Muerto para el mundo, Michael tenía la espalda apoyada en las frías patas de acero de la silla de interrogatorio. Una de sus manos tanteaba el aire vacío mientras unos recuerdos que no eran suyos llevaban su mente a un lugar y un tiempo muy diferentes.
Su mano se desliza delicadamente a lo largo del borde de un lavabo de mármol y explora una colección de peines y tocados ornamentales y botellas de perfume. Los hermosos objetos le son aún más preciados porque sabe que le pertenecen a ella.
Anhela volver a tocar a Sonja, del mismo modo y con la misma reverencia con los que ahora está tocando sus cosas…
Una erupción de fuego automático sacudió el edificio y arrancó a Michael de su enfebrecido delirio. Sus ojos inyectados en sangre se abrieron de repente y volvió a encontrarse en el piso franco, que de pronto no parecía demasiado franco. Los atronadores disparos parecían venir del otro lado de la puerta.
Michael seguía aturdido y desorientado cuando la puerta del apartamento se abrió y Selene entró corriendo en la habitación. Como de costumbre, vestía de cuero y llevaba una pistola humeante en la mano. Su felina gracia y su belleza impresionaron a Michael una vez más, a pesar de su estado enfebrecido, y se quedó sin aliento. Tras enfundar la pistola, la mujer sacó una llave del bolsillo de su gabardina y le abrió apresuradamente las esposas.
—Tenemos que irnos —dijo.
Libre al fin, Michael se apartó de la silla como si le diera asco.
—¿Qué pasa? —preguntó, alarmado y confundido. Se oía el ruido de varios pasos que subían por las escaleras del pasillo—. ¿Qué está ocurriendo?
Selene sacudió la cabeza. Estaba claro que no había tiempo para explicaciones. Desenfundó la pistola, apuntó a la pared que separaba la habitación del pasillo y descargó una lluvia de fuego contra la tenue barrera. El yeso estalló bajo la descarga de balas y llegaron varios gritos bestiales desde el pasillo. Michael oyó el sonido de unos cuerpos que caían al suelo mientras otras voces guturales proferían gritos de furia.
¿Eran esas voces las de enfurecidos hombres-lobo, se preguntó, o se trataba de los antiguos camaradas de Selene, que venían a por ellos? ¿Y cómo podía estar tan loco para preguntarse tales cosas?
La larga gabardina de Selene revoloteó alrededor de su cuerpo mientras se volvía y abría fuego contra la ventana más próxima. El cristal destrozado estalló hacia fuera y llovió sobre la calle. Selene se volvió hacia Michael y gritó.
—¡Vamos, vamos, vamos! —le ordenó—. ¡Salta!
Michael se acercó con paso tambaleante a la ventana destrozada y se encaramó al alféizar. Dirigió la mirada hacia el pavimento, a más de veinticinco metros de distancia, y a continuación se volvió hacia Selene con tal incredulidad en los ojos que pareció como si se le fueran a salir de las órbitas.
Antes de que pudiera decir nada, cuatro pistoleros vestidos de oscuro echaron la puerta abajo. Sus armas dispararon repetidas veces, como una ristra de petardos, y unas balas luminosas dibujaron una aureola de fuego alrededor del marco metálico de la ventana a la que Michael se había encaramado. Se apartó instintivamente de ellos y cayó.
El alféizar desapareció de debajo de sus pies, reemplazado únicamente por el aire y la gravedad. Un chillido de pánico escapó de sus pulmones mientras caía en picado hacia una muerte segura, sacudiendo salvajemente brazos y piernas. Meses de experiencia en la unidad de traumatología pintaron una vivida imagen de su cuerpo destrozado sobre la acera.
Se acabó, pensó. Voy a morir.
Puede que fuera lo mejor…
El frío aire de la noche azotaba su cuerpo mientras caía. Michael apretó los párpados y se preparó para el inevitable (y casi con toda certeza mortal) impacto. Sin embargo, en el último segundo, su cuerpo rodó de forma instintiva en el aire y cayó de pie sobre el pavimento, completamente ileso.
Con los ojos muy abiertos, asombrado, Michael miró a su alrededor y entonces echó la cabeza atrás para mirar la ventana rota, cinco pisos más arriba.
Uau, pensó.
Después de todo, puede que hubiera algo de verdad en la historia aquella de los hombres lobo.
Un cartucho vacío cayó al suelo. Rodó sobre los tablones de madera hasta detenerse junto a cuatro cuerpos llenos de balas de plata. Sendos charcos de sangre se expandían desde los cuerpos y cubrían el suelo con una película carmesí.
El último inmortal que permanecía en pie, Selene, hizo una pausa en medio de la carnicería con la pistola humeante. Contempló con satisfacción los cuerpos de los licanos caídos. La vieja munición de plata seguía siendo tan eficaz como siempre. El olor de tanta sangre derramada provocó que se le hiciera la boca agua.
Por poco, reconoció. Hubiera dado cualquier cosa por saber por qué querían los licanos a Michael con tanta desesperación. Aquí hay algo que todavía se me escapa.
El chirrido de unas ruedas sobre el pavimento de la calle atrajo su atención. Corrió hasta la ventana, se asomó y vio que un coche patrulla frenaba a menos de un metro de distancia de donde Michael se encontraba. Un par de agentes de policía salieron del coche, agarraron a Michael sin miramientos y lo metieron a la fuerza en el asiento trasero del coche. Michael trató de resistirse y propinó un puñetazo en la mandíbula a uno de ellos, pero en su debilitado estado era imposible que derrotara a los dos hombres.
Maldición, pensó Selene. No creyó por un solo segundo que los atacantes de Michael fueran auténticos policías. Había reconocido la ferocidad característica de los licanos disfrazados. Refuerzos, se dijo, seguramente pedidos por los hombres-bestia a los que acababa de liquidar.
Apunto con la Beretta, decidida a no permitir que estos nuevos licanos le arrebatasen a Michael y apretó el gatillo. Pero en vez de lanzar una salva de letales balas de plata, la pistola se limitó a emitir un chasquido de impotencia.
Se le había acabado la munición. ¡Maldita sea!
Sacó a toda prisa el cargador vacío pero ya era demasiado tarde. Antes de que hubiera tenido la oportunidad de recargar, el coche, aullando como si fuese tan lupino como sus ocupantes, se perdió en la noche. En cuestión de segundos había desparecido en las bulliciosas calles de Belgrado.
Se habían llevado a Michael.
Sus hombros se hundieron, el brazo del arma cayó fláccido a un lado de su cuerpo y se quedó inmóvil y en silencio en medio del destrozado apartamento, rodeada por los cuerpos sin vida de sus enemigos. Los charcos de sangre lamían los tacones de sus botas de cuero negro.
¿Y ahora qué hago?, se preguntó, embargada por la impotencia.
Un débil gemido invadió su desesperación. Selene le dio la espalda a la ventana y descubrió con sorpresa que uno de los licanos caídos seguía con vida: uno flaco y de mediana edad en apariencia, que se le antojó un poco menos brutal que sus compañeros. De hecho, con aquel pelo castaño cortado a cepillo y la frente llena de arrugas, parecía un profesor de escuela más que un soldado. Más viejo que el típico berserk licano, el intruso no parecía un candidato apropiado para un escuadrón de asalto. Se retorcía impotente en el suelo, incapaz de salir de un espeso charco de su propia sangre.
Interesante, pensó Selene.