Pierce y Taylor habían regresado a la enfermería con las manos vacías. Esto empieza a resultar aburrido, pensó Singe. ¿Cómo se suponía que iba a continuar con sus experimentos sin un suministro adecuado de especímenes? Lanzó una mirada al árbol genealógico de la pared. El tal Michael Corvin estaba demostrando ser más esquivo que todos los demás juntos.
El científico licano paseaba arriba y abajo de la sala mientras los dos cazadores fracasados le informaban sobre el desenlace de su misión en la superficie. Sendos uniformes de policía robados, en cierto modo las prendas menos apropiadas que podían llevar en aquel momento, ocultaban sus poderosos físicos. Singe los miró con escepticismo. Al igual que la mayoría de los licanos, Pierce y Taylor se fiaban más de su fuerza animal y sus colmillos y garras que de sus cerebros. El propio Singe era una excepción a este respecto.
Igual que Lucian.
Al menos a la pareja de colosos le había ido mejor que a Raze, puesto que ellos no habían regresado al inframundo con el cuerpo lleno de plata. No requerían de sus atenciones, aunque lo cierto es que no le hubiera hecho ascos a un desafío quirúrgico para mantener la mente y el cuerpo ocupados mientras esperaba a tener noticias de la excursión de Lucian por el mundo exterior. Elevó una plegaria a los meramente metafóricos dioses de la ciencia pura para pedirles que Lucian tuviera éxito allí donde habían fracasado sus torpes sicarios.
Una puerta se abrió de par en par en la parte trasera de la reconvertida estación de Metro y Lucian entró a grandes zancadas en la pequeña enfermería. Las esperanzas de Singe se esfumaron cuando vio que también el líder de la manada había regresado sin el botín. Trató de impedir que su decepción se hiciera visible por miedo a provocar la cólera del otro licano.
La chaqueta de cuero de Lucian estaba llena de agujeros de bala y la camisa que llevaba debajo estaba hecha jirones, lo que permitía ver un pecho hirsuto y blanco generosamente manchado de sangre. Singe lanzó una mirada interrogativa a las reveladoras marcas, pero Lucian sacudió la cabeza. Aparentemente, el solitario licano tampoco requería atención médica. Singe no estaba sorprendido. Sabía perfectamente que si inmortal líder era muy capaz de encargarse por si sólo de las heridas menores (y las no tan menores).
Pero incluso aquel talento tan impresionante no sería nada comparado con las asombrosas capacidades que poseería Lucian cuando la meticulosa investigación de Singe diera sus frutos. Estamos al borde de un descubrimiento extraordinario, pensó con avidez, mientras sus brillantes e inteligentes ojos resplandecían al considerar las pasmosas posibilidades prometidas por el experimento. Mis teorías son perfectas, sé que lo son. Lo único que necesito es dar con el espécimen humano apropiado…
—Ha escapado otra vez —dijo el científico con un suspiro mientras contemplaba las manos vacías de Lucian—. Impresionante. Puede que Raze no estuviera exagerando.
¿Acaso están los vampiros al corriente de nuestros ocultos designios?, se preguntó Singe, preocupado. Sabía lo lejos que podía llegar el enemigo para frustrar su experimento. No, eso es imposible. Los chupasangres son demasiado vanos y decadentes para comprender el genio de mi hallazgo. Sólo nos están acosando por diversión, como siempre han hecho.
Una sonrisa triunfante se dibujó en el rostro de Lucian. Introdujo la mano en uno de los bolsillos de su gabardina y sacó un frasco tapado y lleno con un denso fluido escarlata.
—Raze no trajo esto —señaló.
El rostro de Singe se iluminó mientras Lucian le arrojaba el frasco. El maduro científico lo sostuvo bajo la severa luz de los fluorescentes. Gracias al anticoagulante que contenía el frasco, la sangre parecía tan fresca como si acabara de ser derramada escasos minutos atrás. Hola, Michael Corvin, pensó Singe mientras examinaba con avidez la untuosa muestra de color rojo. Estaba impaciente por conocerte.
Un pensamiento preocupante lo perturbó. Tanto Pierce como Taylor le habían informado de que habían visto a Corvin en compañía de una Ejecutora, probablemente la misma que había matado a Trix varias horas atrás. Se volvió hacia Lucian y dejó que su inquietud se mostrara en su rostro ajado.
—Si Michael resulta ser el Portador —empezó a decir—, los vampiros podrían…
Lucian desechó sus preocupaciones con un ademán.
—Relájate, viejo amigo. He probado su carne. Sólo faltan dos noches hasta la luna llena. Pronto será un licano. —La sonrisa lupina de Lucian se ensanchó a ojos vista. Singe comprendió y asintió, mientras la intrigante y nueva revelación acallaba sus temores—. Pronto vendrá a buscarnos.
Unas persianas metálicas de protección empezaron a bajar sobre la ventana de la suite de Kraven. La recepción había terminado hacía tiempo y tanto los distinguidos invitados como los residentes permanentes de la mansión se habían retirado a dormir, pero Kraven no podía descansar. Contempló la cancela principal de la finca hasta que las persianas la ocultaron por completo a sus ojos.
¿Dónde demonios está esa mujer infernal?, pensó, con el hermoso rostro contraído por la amargura y el resentimiento. Cualquier otro vampiro hubiera sido castigado con toda severidad por un comportamiento tan poco respetuoso y sin embargo Selene continuaba desafiándolo impunemente.
—Zorra frígida y castradora —musitó entre dientes. La ingrata zorra se estaba aprovechando de sus sentimientos hacia ella.
Una rendija de luz de sol reptó sobre la alfombra que tenía a sus pies y Kraven se apartó instintivamente de ella. Un segundo después, las persianas a prueba de luz llegaron al fondo de la ventana y dejaron completamente protegida la habitación de los mortales rayos.
Kraven confiaba en que Selene, dondequiera que estuviese, hubiera encontrado donde cobijarse del sol. ¡Sería muy propio de ella, pensó indignado, morirse antes de que haya tenido la oportunidad de castigarla por su comportamiento díscolo!
De una vez y para siempre.
El sonido del agua que lamía la orilla despertó a Selene, y abrió los ojos sin saber muy bien dónde se encontraba. A pesar del palpitante dolor que sentía en la cabeza, la levantó un poco y se encontró tendida sobre la espalda en medio de una especie de estructura de madera reforzada. Unos maderos cubiertos de algas formaban una especie de techo a unos veinte centímetros por encima de su cabeza. Oía junto a sus pies el rumor reposado del río.
Un río, comprendió, no sin desconcierto. Estoy debajo de un muelle.
¿Pero cómo?
Tardó otro momento en darse cuenta de que no estaba sola. Una figura masculina yacía a su lado, con la cabeza apoyada sobre su hombro, como un amante. Durante un momento horrible temió haber sucumbido finalmente a los interminables cortejos de Kraven y entonces reparó con alivio en los despeinados rizos de color castaño de la durmiente figura, muy diferentes al cabello liso y negro de Kraven. ¡Alabados sean los Antiguos!, pensó.
Parpadeó mientras la niebla se aclaraba en su mente. Por supuesto, comprendió al reconocer al humano que tenía junto a sí.
Michael Corvin.
Gran parte de los sucesos de la pasada noche regresaron a ella, aunque seguía sin saber cómo habían terminado Corvin y ella escondidos debajo de un embarcadero a la orilla de Budapest. Lo último que recordaba era estar huyendo como alma que lleva el diablo en su Jaguar de un licano inusualmente persistente. Y una hoja cruel hiriéndole en el hombro a través del techo de su coche…
Volvió la cabeza y descubrió que le habían vendado toscamente el hombro en cuestión con lo que parecía un trozo de la camiseta negra de Corvin. ¿Me venda la herida después de que entrara en su casa y lo secuestrara a punta de pistola? No sabía si sentirse agradecida por sus esfuerzos o pasmada por su ingenuidad. Bueno, es médico, recordó. Supongo que se toma muy en serio su Juramento Hipocrático.
Haciendo acopio de sus escasas fuerzas, trató de incorporarse todo cuanto le permitiera el techo de madera que tenía sobre la cabeza. Al dirigir la mirada a un lado sintió un fuerte dolor en los ojos y entonces, de repente, se dio cuenta de que había rayos de luz solar a su alrededor, por todas partes, penetrando por las diminutas grietas y agujerillos de los tablones. Los rayos dorados la rodeaban como una celosía de letales láseres.
—Perfecto —musitó con sarcasmo.
Consternada por la precaria situación en la que se encontraba, buscó en un gesto reflejo sus armas pero encontró vacías las dos pistoleras. ¿La había desarmado Corvin al mismo tiempo que le había curado el hombro herido? Incómoda sin un arma en la mano, registró el barro que tenía alrededor con los dedos pero al hacerlo se acercó demasiado a uno de los cáusticos rayos.
¡Pfffftttt! El rayo tocó el dorso de su mano e hizo que la expuesta carne blanca empezara a crepitar inmediatamente. Apartó la mano de una sacudida y se encogió de dolor mientras empezaban a brotar finos zarcillos de humo gris de sus nudillos escaldados. Introdujo con rapidez la mano en el frío barro y a continuación exhaló ruidosamente mientras la gélida humedad aliviaba en la medida de lo posible su chamuscada piel.
Maldición, pensó. Sabía que tenía que haberme puesto guantes para esta misión.
Ahora que había aprendido la lección permaneció absolutamente inmóvil, sin mover un solo músculo, mientras observaba cautelosamente los luminosos rayos que se colaban desde el exterior. La fragmentada luz del sol la había paralizado de manera efectiva. Casi no podía ni tiritar sin topar con uno de sus peligrosos haces.
Y no es que tuviese la menor idea de adonde hubiera podido huir ahora que el sol había salido o cómo iba a escapar a plena luz del día. Por primera vez, se acordó del Jaguar y se preguntó qué habría sido de él. Supongo que es mejor que no lo sepa, pensó.
¿Cuánto tiempo estaría atrapada allí? Se arriesgó a lanzar una mirada a su caro reloj sumergible, que había sobrevivido a la calamidad que la había conducido a aquella situación y descubrió con espanto que no eran ni las nueve de la mañana. Quedaban al menos diez horas largas hasta el anochecer.
Selene emitió un gruñido. Iba a ser un día muy largo.
Singe utilizó una pipeta bulbosa para añadir cinco gotas de la sangre de Michael Corvin a una redoma de cristal llena con una solución transparente de plasma. Lucian contuvo el aliento mientras observaba con toda atención cómo llevaba a cabo el científico su experimento.
¿Es posible, pensó el licano, que estemos llegando al final de nuestro experimento? ¿Era el desventurado norteamericano aquel al que llevaban tanto tiempo esperando?
—Es una pena que no tengamos más —comentó Singe mientras observaba el suministro agotado de sangre del pequeño frasco. Su líder y él se encontraban a solas en la triste enfermería de los licanos.
No tengas miedo, mi sagaz amigo, pensó Lucian, sin que su mirada ansiosa se apartara un solo instante de la redoma. Todavía notaba la sangre del humano en su lengua. Si este test resulta positivo, ni todos los vampiros de la creación me impedirán traer a Michael Corvin a este laboratorio para que nuestro destino final pueda ser por fin completado.
Singe puso en marcha un cronómetro y a continuación removió el contenido de la redoma con una varilla de cristal. Las gotitas carmesí reaccionaron al instante con el catalizador, mucho más deprisa de lo que Lucian o él hubieran esperado. En el interior de la solución se materializaron remolinos de color violeta, que perseguían la varilla como serpentinas en miniatura iluminadas por la luz del sol poniente. A diferencia de lo que había ocurrido hasta entonces, la mezcla no desarrolló el negro tinte del fracaso.
—Positivo —anunció Singe. Su rostro arrugado estaba sonriendo positivamente.
Lucian apenas daba crédito a sus oídos… o sus ojos. Después de tantas derrotas y decepciones, ¿podía ser cierto? Se arrodilló delante de la mesa de laboratorio para poder mirar directamente el arremolinado fluido; seguía sin haber rastro de la odiada transformación negra. En su rostro barbudo se dibujó una expresión de infantil maravilla mientras sus ojos ensimismados seguían el movimiento de las vivaces volutas violetas. Había esperado muchísimo tiempo a que llegara aquel momento.
La victoria es nuestra, pensó con certeza.
Cuando tenga a Michael Corvin en mis manos, quiero decir.
La luz del día empujaba a Selene hacia el cuerpo dormido del humano. A medida que el sol iba avanzando lentamente por el cielo, sus letales rayos reptaban centímetro a centímetro en dirección a Selene, obligándola a acercarse al cuerpo inconsciente de Corvin para no quemarse viva.
Junto con los rayos incandescentes, los sonidos del día penetraban los gruesos maderos del embarcadero por encima de su cabeza. Sonaban los pasos de los equipos de estibadores húngaros que llegaban a trabajar y empezaban a cargar y descargar los avarientos mercantes que navegaban arriba y abajo del Danubio. Los remolcadores hacían sonar sus bocinas en competencia con los ruidosos graznidos de las gaviotas. Selene anhelaba el silencio y la seguridad de su habitación de Ordoghaz y contaba con que la bulliciosa actividad reinante ocultara su presencia debajo del muelle.
Lo último que necesito ahora es que un mortal bienintencionado tope aquí conmigo. Se estremeció al pensar en un grupo de rescate sacándola a rastras a la mortal luz del día. Ya estoy en peligro sin necesidad de eso.
Implacable en su avance, un inmisericorde rayo de luz solar iba acercándosele. El cuerpo de Corvin bloqueaba su ruta de escape. Se mordió el labio inferior y comprendió que no había otro camino.
Es hora de conocer un poco mejor al señor Corvin…
Rodó sobre su estómago en dirección contraria a la del avance de la luz, abandonó la fangosa orilla y, todavía vestida de cuero, se encaramó sobre el cuerpo tendido de Michael Corvin. Sus esbeltas piernas se montaron a horcajadas sobre la cintura del joven mientras apoyaba su peso sobre él y le miraba el rostro.
—Discúlpeme —dijo con tono sarcástico, ligeramente avergonzada por la proximidad casi íntima con el comatoso humano. ¡Y pensar que ni siquiera nos han presentado! No pudo evitar reparar de nuevo en la tosca belleza de Corvin. A pesar de todo lo que habían tenido que pasar y del moratón púrpura de su frente, sus juveniles facciones eran innegablemente atractivas y su cazadora y su desgarrada camiseta negra se pegaban a un torso esbelto y atlético. Si tenía que pasar un día encima de un humano desconocido, pensó, podía haber elegido especímenes mucho peores.
Selene se movió torpemente sobre el misterioso Michael Corvin, tratando de ponerse más cómoda. Sentía el calor que irradiaba el cuerpo del hombre y lamentaba tener tan poco para compartir. Su mirada se vio atraída de manera irresistible a la jugosa vena que palpitaba en la garganta de Corvin; habían pasado horas desde la última vez que se alimentara y sintió la tentación de clavar los colmillos en el cuello del indefenso humano. Se lamió los colmillos, sedienta. ¿Sólo un traguito tal vez?
No, decidió con firmeza mientras se forzaba a apartar la mirada de la pulsante vena. A diferencia de otros vampiros, ella no se aprovechaba de humanos indefensos.
El rayo de sol, en su avance hacia el noroeste, no pasó sobre ella por escasos centímetros y reptó sobre los bonitos pómulos de Corvin. Selene observó con inexplicable fascinación cómo iluminaba las facciones del mortal y bañaba su rostro en luz dorada. Tenía la frente empapada de sudor y apretaba los párpados con mayor fuerza para mantener a raya la intrusiva luz.
Se agitó debajo de ella y gimió débilmente, pero no despertó. Selene cambió de posición, incapaz de apartar la mirada del enigmático extraño.
¿Quién eres, Michael Corvin?, se preguntó. ¿Y para qué te quieren los licanos?