¡Mierda!, pensó Michael Corvin mientras se dirigía a toda prisa hacia la entrada del Metro, con las dos manos en la cabeza en un fútil intento por impedir que el chaparrón nocturno lo calara por completo. El joven norteamericano se flageló en sus pensamientos por haber olvidado el paraguas en su minúsculo apartamento. Por suerte sólo está cayendo la tormenta del siglo, pensó mientras, un poco confuso, sacudía la cabeza. Tenía el cabello castaño pegado a la cabeza y un reguero de helada agua de lluvia se colaba bajo el cuello de su cazadora de nylon y le provocaba un escalofrío por toda la columna vertebral.
¡La noche ya ha empezado mal y eso que ni siquiera he llegado todavía al trabajo!
Consultó su (¡Gracias a Dios!) impermeable reloj de pulsera. Si se daba prisa, podía llegar al hospital a tiempo para el cambio de turno de las nueve en punto, siempre que el metro no fuera con retraso. Entonces sólo tendría que sobrevivir nueve horas y pico en Urgencias antes de volver a salir. Probablemente seguirá lloviendo, pensó.
Una luna gibosa se asomaba entre las agolpadas y negras nubes de tormenta que cubrían el cielo. Michael hizo una mueca al ver la luna… y pensar en las largas horas que se avecinaban. No esperaba con impaciencia la guardia de aquella noche. La unidad de traumatología de urgencias parecía enloquecer cada vez que se aproximaba la luna llena y al hinchado disco amarillento del cielo sólo le faltaba una pequeña franja para alcanzar ese estado.
Cuando el tiempo estaba así no podía evitar preguntarse si emigrar a Hungría había sido una buena idea.
Con las zapatillas empapadas, se dirigió chapoteando a los escalones que bajaban a la estación del metro. «Bejarat», rezaba la señal metálica que había sobre la entrada, para gran alivio de Michael. «Entrada» y «Salida» eran dos de las primeras palabras que había aprendido al llegar a Budapest hacía meses, junto con el equivalente en húngaro de «¿Habla usted inglés?» («¿Beszel angolul?») y «No entiendo» («Nem ertem»).
Por suerte, su húngaro había mejorado mucho desde entonces.
Al llegar al final de las escaleras, descubrió con frustración que el túnel de hormigón que se abría más allá estaba abarrotado de húngaros empapados que trataban de cerrar sus paraguas, lo que le obligó a pasar varios segundos más bajo la copiosa lluvia. Cuando por fin pudo refugiarse en la estación, parecía una rata mojada y se sentía como tal. Oh, bueno, pensó, tratando de mantener el sentido del humor a pesar de la situación. Si quería estar seco en todo momento, debería haberme instalado en el Sahara.
Aunque Budapest había sido la primera ciudad europea en construir un sistema de metro, allá por 1894, la línea azul, la M 3, llevaba en funcionamiento desde los años 70. Como consecuencia de ello, la estación de la Plaza Ferenciek era esbelta y de aspecto moderno, con impolutos suelos de baldosa y prístinas paredes sin pintadas. Michael sacó un billete azul pálido (válido por treinta días) de su bolsillo y lo introdujo en la máquina más cercana. Se formó un charco a sus pies mientras la gravedad hacía lo que podía por secarlo.
Completamente empapados, se echó el pelo hacia atrás mientras las escaleras mecánicas lo llevaban a al andén, que estaba lleno a rebosar. Una buena señal, comprendió; la gran multitud significaba que no había perdido el metro.
Mientras pasaba una mirada despreocupada por la empapada muchedumbre, se quedó sin aliento al reparar en una mujer preciosa que había en el andén, apoyada en un quiosco. Una visión asombrosa y espectacular, vestía de cuero negro desde el cuello hasta las botas altas. La larga gabardina negra, anudada a la cintura, no lograba ocultar su esbelta y atlética figura y sus facciones de porcelana poseían una belleza y un encanto ajenos al tiempo. La melena castaña, severamente recortada, le otorgaba una electricidad sensual que hizo que a Michael se le acelerara el pulso. Parecía fuera de lugar en medio del mundano bullicio de la estación de metro: una exótica aparición, salvaje, misteriosa, sugerente…
Todo lo que yo no soy, pensó con sarcasmo. Atrapado del todo por aquella aparición asombrosa, fue incapaz de apartar la mirada incluso cuando ella alzó la cabeza y lo miró directamente.
Durante un momento interminable, sus ojos se encontraron. Michael se vio sumergido en unos enigmáticos estanques de color castaño que parecían contener profundidades insondables, imposibles de sondear o comprender para él. La misteriosa mujer le devolvió la mirada y sus ojos parecieron penetrar hasta el fondo de su cráneo. Su expresión gélida y neutra no revelaba la menor pista sobre lo que estaba ocurriendo tras aquel rostro perfecto. Casi sin darse cuenta, Michael se encontró deseando no parecer tan fascinado.
Los orbes de color castaño lo examinaron sin disimulos y, por un segundo pasajero, Michael creyó detectar en ellos un destello de interés, mezclado acaso con un rastro de pesar y remordimientos inefables. Entonces, para su alivio y su decepción, la mujer apartó la mirada y la dirigió hacia el andén, que empezó a examinar de un lado a otro. ¿Quién eres?, se preguntó Michael, consumido por algo más que mera curiosidad. ¿De dónde vienes? ¿Qué estás buscando?
La escalera mecánica lo estaba llevando hacia abajo, más cerca de la mujer del quiosco. Michael tragó saliva, mientras en su interior se preguntaba si tendría el valor suficiente para decirle algo. Discúlpeme, señorita, ensayó mentalmente, pero no he podido evitar quedarme boquiabierto al mirarla…
Sin embargo, justo cuando las escaleras mecánicas llegaban al andén y Michael ponía el pie sobre ésta, un tren de color azul brillante entró como un trueno en la estación, acompañado por una bocanada de aire frío y un ensordecedor estruendo. La repentina llegada del tren sobresaltó a Michael y quebró por un momento el hechizo que la encantadora desconocida le había echado, y cuando se volvió para buscar de nuevo a la dama en cuestión, descubrió que había desaparecido por completo de su vista.
—Maldición —musitó entre dientes. Las puertas del metro se abrieron con un siseo y los impacientes peatones se lanzaron a su interior. Michael pasó unos segundos más buscando a la hechicera vestida de cuero y a continuación entró a regañadientes en el vagón.
Probablemente sea lo mejor, pensó, aunque sin llegar a convencerse ni de lejos. Una voz amplificada habló por los altavoces de la estación para pedirle a los transeúntes que esperaban en la plataforma que se hicieran a un lado y dejaran salir a los pasajeros. Ya llego tarde al trabajo.
Oculta bajo la sombra de la escalera mecánica, Selene observó al joven norteamericano de grandes ojos mientras se volvía hacia el esbelto tren azul. Por segunda vez en menos de diez minutos, tuvo que reprenderse por permitir que aquel apuesto desconocido la distrajera de su misión. No obstante, no le quedó más remedio que admitir que su corazón muerto había dado un vuelco cuando lo había visto venir por la escalera mecánica y que su mirada fascinada se había detenido en el semblante cincelado del joven mucho más de lo que hubiera debido. La vejez debe de estarme volviendo tonta e infantil, pensó enfurecida, incapaz de quitarse de la cabeza el recuerdo de los pálidos ojos del americano.
Raze y Trix aparecieron en las escaleras unos instantes después de que hubiera desaparecido el inapropiado objeto de su atención. La visión y el olor odiosos de los licántropos hicieron que volviera en sí. Mientras los observaba con atención, la pareja se unió a la turba que descendía del tren que acababa de llegar. Más allá, ocultó con destreza entre las sombras y los rincones del andén, Rigel también mantenía vigilados a los dos licanos. Selene y él intercambiaron una mirada y a continuación abandonaron al unísono sus escondrijos para ir detrás de sus detestables presas.
Selene dio gracias por su presencia cuando los dos licanos se separaron y se dispersaron entre la muchedumbre como un par de lobos convergiendo sobre un despreocupado ciervo. Indicó a Rigel que se encargara de Raze, que se estaba encaminando aproximadamente en dirección al otro vampiro, mientras ella permanecía cerca de Trix. Sabía que Nathaniel seguía en el exterior, vigilando las entradas a la estación por si se presentaban refuerzos licanos inesperados.
Hasta el momento, todo bien, pensó mientras se mantenía a una distancia prudente de los licanos. El movimiento de la muchedumbre los llevó hacia las puertas abiertas de vagones y Selene, llena de curiosidad, se preguntó hacía dónde se estarían dirigiendo los licanos. ¿Quizá a su última guarida?
Lanzó una mirada a Raze, quien se encontraba junto a las puertas del vagón, aproximadamente en mitad del andén. Para su sorpresa, se detuvo de repente y olisqueó el cargado aire de la estación. Demonios, pensó, instantáneamente en guardia, no me gusta la pinta que tiene esto.
Sus manos reptaron hacia las Berettas gemelas que llevaba escondidas bajo la gabardina, al mismo tiempo que Raze se volvía de improviso y se percataba de la presencia de Rigel. Su rostro de caoba oscura se llenó de repente de pánico, introdujo la mano bajo su propia chaqueta y sacó una Uzi modificada.
—¡SANGRIENTOOOS! —gritó con una profunda voz de bajo. El cañón de su arma automática escupió fuego y el abarrotado andén del metro se convirtió en una escena de pánico descontrolado.
El severo fuego de la Uzi resonó como un eco cacofónico por los subterráneos confines de la estación de metro, sin conseguir ahogar los aterrorizados chillidos del gentío. Hombres y mujeres frenéticos se echaron al suelo o corrieron en estampida hacia la salida más próxima. Selene y Rigel buscaron refugio detrás de sendas columnas de hormigón mientras sacaban sus armas. Rigel llevaba una MP5 semiautomática mientras Selene confiaba como de costumbre en sus viejas Berettas.
Ignorando a los aterrorizados humanos, Raze roció la plataforma con una lluvia de fuego automático. Selene se asomó desde detrás de la columna. Mientras la descarga descascarillaba el esmalte de las baldosas blancas que cubrían el pilar de hormigón, la vampiresa reparó en que la Uzi del licano estaba utilizando una munición que nunca había visto hasta entonces. La cascada de balas resplandecía literalmente con una luz interior tan brillante que hacía daño a la vista con solo mirarla.
En el nombre de los Antiguos, ¿qué…?, pensó confundida. Sus dedos apretaron los gatillos de las Berettas para responder al fuego del licano con una descarga de balas de plata.
Nathaniel caminaba frente a la entrada del metro, bajo la protección del toldo de un restaurante que había al otro lado de la calle. También sirven a aquellos que sólo esperan, pensó recordando las inmortales palabras de Milton. Nathaniel había visto al gran poeta en una ocasión, en Londres, en 1645, mientras perseguía a una banda de licanos renegados en medio del caos y el baño de sangre de la Guerra Civil Inglesa. Es una lástima que no lo convirtiéramos en inmortal…
El vampiro ataviado de cuero vigilaba las calles y callejones que rodeaban la estación a fin de que sus camaradas no se vieran sorprendidos por otra manada de licanos en plena cacería. No le gustaba que sus compañeros tuvieran que seguir a los dos licanos en un tren, dejándolo atrás, que seguramente es lo que ocurriría, pero confiaba en que los otros Ejecutores se pusieran en contacto con él en cuanto hubieran llegado a su destino. Si la suerte no le daba la espalda, no se perdería toda la acción.
El inconfundible restallar del fuego automático, proveniente de los túneles del metro que se extendían bajo la plaza, perturbó la quietud de la noche. Empezaron a sonar alarmas mientras bajaba los escalones a toda prisa. Los aterrorizados transeúntes que escapaban de la carnicería corriendo escaleras arriba dificultaban su avance, pero el impasible vampiro los arrojaba a un lado como si fueran muñecas de trapo.
¡Aguantad!, pensó mientras aterrizaba con destreza sobre el suelo cubierto de barro del metro. Era perfectamente consciente de que Selene y Rigel se enfrentaban a un número idéntico de licanos sedientos de sangre. Con una Walter P-88 en cada mano, corrió hacia el torniquete, impaciente por prestar a los demás Ejecutores la superioridad numérica que necesitaban. El continuado estrépito de los disparos no hacía sino alimentar su urgencia. A juzgar por el sonido, parecía que sus camaradas estaban resistiendo pero ¿por cuánto tiempo?
Las suelas de sus botas golpeaban con fuerza el suelo de baldosas. Los traumatizados humanos, pálidos y sin aliento, se arrojaban contra las paredes del túnel para evitar la figura armada y ataviada de negro que corría como un loco en dirección al estrépito de la subterránea batalla. Nathaniel, que no pensaba en otra cosa que en reunirse con Selene y Rigel, no prestaba la menor atención a los agitados mortales.
¡Resistid!, les pidió en silencio. ¡Ya voy!
La incandescente munición barría descontroladamente la subterránea plataforma. Las resplandecientes balas acertaban a muchas de las luces del techo, que explotaban como fuegos artificiales y levantaban una lluvia de chispas sobre el suelo de cemento. Las luces restantes parpadeaban penosamente, cubriendo la estación de sombras cada vez más alargadas.
¿Qué coño es esto?, pensó Michael, que de repente se había encontrado en medio de un tiroteo a gran escala. Junto con varios transeúntes aterrorizados, estaba escondido detrás de una máquina expendedora de billetes mientras las explosiones resonaban en sus oídos, más ruidosas aún que los gritos estridentes de los histéricos pasajeros. El amargo olor de la cordita llenaba sus fosas nasales.
No podía creer lo que estaba pasando. Hacía un minuto estaba caminando hacia el vagón de metro que acababa de llegar, buscando todavía a la mujer despampanante vestida de cuero negro y de repente dos grupos habían empezado a disparar en la atestada plataforma. Escondido como estaba, Michael no podía ver lo que estaba ocurriendo pero su cerebro seguía tratando frenéticamente de encontrarle algún sentido a la situación.
¿Un ajuste de cuentas de mafias rusas?, especuló. El centro de Pest no era exactamente la Cocina del Infierno pero el crimen organizado había prosperado en las naciones del antiguo Pacto de Varsovia desde la caída del Muro de Berlín. Puede que fuera un episodio de una guerra entre bandas rivales.
Una adolescente, de unos diecisiete años, salió corriendo hacia las escaleras mecánicas. Estaba a punto de alcanzarlas cuando se vio atrapada en un salvaje fuego cruzado. Un proyectil explosivo le destrozó una pierna y cayó al suelo como una marioneta de brillantes colores cuyas cuerdas acabaran de ser cortadas de cuajo. Empezó a brotar sangre de debajo de su minifalda mientras ella miraba conmocionada su pierna perforada. El brillante color rojo de la sangre confirmó a Michael que la bala había perforado la arteria femoral. Era imposible oír sus jadeos por encima del estrépito del tiroteo pero vio que su pecho subía y bajaba erráticamente mientras su rostro empezaba a perder el color.
¡A la mierda!, pensó Michael. Sin elección, se mordió el labio inferior y salió de detrás de la máquina expendedora. Avanzó lo más agazapado posible por la línea de fuego, como un médico militar. Unas insólitas balas luminosas pasaban por encima de su cabeza y creaban danzantes puntos azules en la periferia de su campo de visión pero siguió adelante hasta alcanzar a la adolescente herida, que estaba tendida en la plataforma en medio de un charco cada vez más grande de su propia sangre.
Cayó de rodillas a su lado y empezó a aplicar presión de manera febril al miembro herido. La sangre caliente le empapó los pantalones y le quitó parte del frío que le había dejado la tormenta otoñal del exterior. La adrenalina fluía por sus venas, proporcionándole la energía que necesitaba para ayudar a aquella chica.
—Te vas a poner bien —le aseguró, alzando la voz por encima de los gritos reverberantes y las detonaciones y disparos. Trató de conseguir que la chica le mirara los ojos mientras seguía aplicando presión a su herida con las dos manos. La pegajosa sangre arterial se le escurría entre los dedos.
Para su frustración, los ojos violeta de la adolescente estaban ya vidriosos y no enfocaban. Su rostro estaba pálido, con una leve tonalidad azulada y su piel estaba húmeda y fría. La estoy perdiendo, comprendió al reconocer los síntomas de un shock hipovolémico.
—No, no, no —balbució—. No cierres los ojos. Quédate conmigo. —Los párpados de la chica cayeron alarmantemente y él le cogió la cara y la levantó con un movimiento brusco hacia la suya—. Quédate con…
Otro estallido de fuego automático sacudió el andén e interrumpió los desesperados intentos de Michael por despertar a la semi-inconsciente chica. Sus pestañas, cubiertas por una gruesa máscara oscura, parpadearon débilmente y a continuación se abrieron de pronto en respuesta al atronador ruido de las armas ¡Eso es!, pensó Michael mientras protegía la cara cenicienta de la chica con su propio cuerpo. Cada nuevo disparo hacía que se encogiera, convencido de que sentiría la mordedura de las balas en cualquier momento.
¿Era sólo su imaginación o de verdad había logrado frenar la rápida hemorragia de la chica? Durante un segundo pasajero, se vio mentalmente transportado de regreso a una solitaria acera de New Haven, donde otra joven moría lentamente frente a sus ojos. ¡Otra vez no!, pensó al tiempo que sentía que un viejo dolor le atravesaba el corazón. No te vayas, conminó a la muchacha húngara mientras expulsaba de su mente el recuerdo de la otra chica. No voy a dejar que mueras.
Aunque tenga que morir yo…