Para Budapest, la guerra no era ninguna desconocida. A lo largo de los prolongados y sanguinarios siglos, la capital de Hungría había sido escenario de batalla y objeto de conquista para una serie de invasores —hunos, godos, magiares, turcos, habsburgos, nazis y soviéticos— antes de reclamar por fin su independencia en la última década del siglo XX. Pero todos estos conflictos, meramente humanos, eran pasajeros en comparación con la guerra secreta y eterna que se estaba librando en las calles y callejones iluminados por la luz de la luna de la ancestral ciudad.
Una guerra que tal vez, por fin, estuviera llegando a su conclusión.
Una fuerte lluvia azotaba los tejados mientras el viento del otoño arrastraba en su aullido un atisbo del mordisco del invierno. Había una grotesca gárgola de piedra, negra como el petróleo y empapada de lluvia, sentada sobre la ruinosa cornisa del antiguo Palacio Klotild, un imponente edificio de apartamentos de cinco pisos decorado elaboradamente al estilo barroco español. El edificio, que contaba ya con un siglo de antigüedad y cuyo primer piso albergaba en la actualidad una galería de arte, un café y varias boutiques elegantes, dominaba la Plaza Ferenciek, un bullicioso centro de tráfico rodado y pedestre cerca del corazón de Pest. Los autobuses, coches y taxis, los pocos que se atrevían a salir bajo la torrencial tormenta, pasaban a toda velocidad por las calles pavimentadas de adoquines.
Otra figura se acurrucaba detrás de la gárgola petrificada, casi tan silenciosa y petrificada como ella: una preciosa mujer, ataviada de brillante cuero negro, con una larga cabellera castaña y piel de alabastro. Ajena a la tormenta y a su precaria posición en lo alto de la estrecha cornisa, contemplaba la calle con aire sombrío. Mientras sus fascinantes ojos castaños se clavaban en las abarrotadas calles que tenía debajo, sus sombríos pensamientos pasaban revista a los siglos de guerra sin tregua.
¿De veras es posible, pensaba Selene, que la guerra esté a punto de terminar? Su elegante rostro, tan pálido y hermoso como la diosa de la luna a la que le debía el nombre, era una máscara de concentración y sangre fría que no relevaba el menor rastro de las inquietudes que la preocupaban. Es algo inimaginable y sin embargo…
El enemigo llevaba perdiendo terreno casi seis siglos, desde su aplastante derrota de 1409, cuando un osado ataque había logrado penetrar en su fortaleza secreta de Moldavia. Lucian, el más temible y despiadado líder que jamás tuviera la horda de los licanos, había caído al fin y sus hombres habían sido desperdigados a los cuatro vientos en una sola noche de llama purificadora y castigo. Y sin embargo la ancestral enemistad no había seguido a Lucian a la tumba. Aunque el número de licanos había ido en descenso, la guerra se había vuelto aún más peligrosa, pues la luna había dejado de contener su mano. Los licanos más antiguos y poderosos eran ahora capaces de cambiar de forma a voluntad y representaban una amenaza todavía mayor para Selene y los demás Ejecutores. Durante casi seiscientos años, los Ejecutores, un pelotón de guerreros vampiros de élite, habían perseguido implacablemente a los hombres-bestia supervivientes. Sus armas habían cambiado con el tiempo, pero no sus tácticas: seguir el rastro de los licanos y cazarlos uno a uno. Una táctica coronada con frecuencia con el éxito.
Puede que con demasiada frecuencia, pensó con cierto pesar. La cola de su lustrosa gabardina de cuero batió las alas al viento mientras ella se inclinaba sobre el borde de la cornisa, desafiando a la gravedad. Una caída de cinco pisos la llamó con todas sus fuerzas pero ella seguía pensando en la guerra y en su posible conclusión. Si lo que aseguraba la información obtenida a un alto precio por agentes infiltrados e informantes humanos era cierto, los licanos estaban dispersos y desorganizados y su número era escaso e iba en descenso a cada día que pasaba. Tras incontables generaciones de combate brutal, parecía que por fin las odiosas bestias se habían convertido en una especie en peligro de extinción, un pensamiento que llenaba a Selene de pensamientos profundamente contradictorios.
Por un lado, estaba impaciente por terminar de exterminar a los licanos de una vez y para siempre. Al fin y al cabo, para eso había vivido todos esos años. El mundo sería un lugar mejor cuando los huesos del último y salvaje hombre-bestia estuvieran blanqueándose al sol. Y sin embargo… Selene no podía evitar una sensación de aprensión al pensar en el final de su larga cruzada. Para alguien como ella, el fin de los licanos significaría el cierre de una era. Pronto, como las armas desechadas de los siglos pasados, también ella se volvería obsoleta.
Una pena, pensó mientras su lengua seguía el pulido contorno de sus colmillos. Buscar y matar licanos había sido su única fuente de satisfacción durante décadas y había terminado por disfrutar inmensamente de ella. ¿Qué voy a hacer cuando la guerra termine?, se preguntó la hermosa vampiresa, enfrentada a una eternidad sin propósito. ¿Qué soy yo salvo una Ejecutora?
La gélida lluvia resbalaba por su rostro y su cara y formaba charcos mugrientos sobre el vistoso tejado. El aire contaminado de la noche olía a ozono, presagio de relámpagos que se avecinaban. Selene ignoró la fiereza del viento y la lluvia y se mantuvo inmóvil sobre la cornisa. Estaba ansiosa por encontrar a su presa, por un poco de acción con la que disipar la melancolía que atormentaba sus pensamientos. Lanzó una mirada llena de impaciencia hacia el reloj de la torre del edificio gemelo del Klotild, situado al otro lado de la bulliciosa Avenida Szabadsajto. Eran las nueve menos cuarto. El sol se había puesto hacía horas, de modo que, ¿dónde demonios estaban los malditos licanos?
Debajo de ella, las abarrotadas aceras estaban cubiertas por una manta de paraguas que le impedía ver a los peatones que desafiaban la tormenta. Frustrada, Selene apretó los puños y sus afiladas uñas se clavaron en las marfileñas palmas de sus manos. Los equipos de vigilancia habían informado sobre actividad licana en aquel barrio pero ella no había detectado todavía un solo objetivo. ¿Dónde os escondéis, salvajes animales?, pensó con irritación.
Estaba empezando a pensar que su presa la había evitado, que la manada de lobos había cambiado de emplazamiento aprovechando el día y había encontrado una guarida mejor escondida en otra parte. Desde luego, no sería la primera vez que una roñosa manada de licántropos lograba cambiar de situación antes de que los Ejecutores dieran con ellos.
Estaba temblando bajo el cuero, pues el tiempo inclemente empezaba a afectarla a pesar de su ropa ajustada y su determinación. La idea de abandonar y dejarlo por aquella noche resultaba tentadora, pero no, no era una opción. Una expresión de tozuda determinación se dibujó en su rostro mientras se sacudía de encima aquella debilidad momentánea. Esa noche había licanos en las calles, estaba segura, y no estaba dispuesta a dejarlos escapar aunque eso significara seguir acurrucada bajo la lluvia casi hasta la salida del sol.
Sus aguzados ojos registraron las atestadas calles que discurrían debajo de ella. Al principio no encontraron nada sospechoso. Pero entonces… ¡Alto! ¡Ahí! Entornó la mirada al avistar a dos individuos de aspecto poco recomendable que se abrían camino por una acera abarrotada. Utilizando sus paraguas, codos y miradas asesinas, los dos peatones avanzaban a codazos entre los numerosos peatones que habían decidido desafiar a la tormenta. Sendas chaquetas de cuero los protegían del viento y la lluvia.
Un siseo furioso escapó de los pálidos y rojizos labios de Selene. Incluso en forma humana, los licanos llenaban sus venas de odio y repulsión. La forma que habían adoptado por el momento no podía engañarla: ella sabía perfectamente que los dos rufianes no eran en realidad seres humanos, sino animales repugnantes que trataban de hacerse pasar por tales.
Se ajustaban a la perfección a lo que se decía de ellos en los informes de inteligencia. El más grande de los licántropos, una masa de ciento y pico kilos de pura voracidad asesina, respondía al nombre de Raze. En la mansión, algunos analistas sostenían que en la actualidad era el macho alfa de la manada de Europa central mientras que otros tenían la teoría de que existía otro licano aún por identificar que superaba en rango al propio Raze. Sea como fuere, el matón calvo tenía aspecto de ser un adversario formidable; no podía esperar a llenarle el cuerpo de plata.
Su compañero, un licano de menor tamaño y peso, unos ochenta kilos, era a todas luces un espécimen menor. Era caucásico de apariencia, tenía nerviosos rasgos de rata y una descuidada mata de pelo castaño. Mientras Selene los observaba, Raze empujó sin miramientos al otro licano, cuyo nombre era según todos los informes, y siguió avanzando por la congestionada acera, impulsado por sólo los Antiguos sabían que malvado propósito.
Al mirar más allá de los licanos tratando de averiguar adonde se dirigían, sus ojos se vieron atrapados por un momento por los de un joven apuesto que caminaba bajo la lluvia una media manzana por delante de Raze y Trix. Dotado de una belleza tosca, con cabello claro y un flequillo fino y encantador, vestía de manera despreocupada, con un guardapolvos, unos pantalones oscuros y unas zapatillas. Ningún paraguas protegía su esbelta figura de la tormenta y caminaba a buen paso en dirección este con las manos en la cabeza. Había algo en su manera de comportarse que sugirió a Selene que el atractivo joven era un norteamericano. Sintió cierto pesar al ver que no podía echar un vistazo a sus ojos desde más cerca.
¡Eso no importa!, se reprendió con dureza, horrorizada por haber permitido que un humano la distrajera de su misión aunque fuera por un solo momento. No hubiera tenido tiempo de andar mirando a los jóvenes ni aunque en su vida hubiera habido espacio para el romance, cosa que desde luego no era así. Ella era un soldado, no una doncella de mirada soñadora ni una lasciva seductora. Le había cedido su inmortalidad a la cruzada contra los licanos y matar hombres-lobo era la única pasión que se permitía.
¿Y después de la guerra? Una vez más, sus recelos con respecto al futuro penetraron en su consciencia, mezclados con las tentadoras posibilidades de una existencia completamente nueva. ¿Entonces qué? Pero primero, se recordó, había batallas que librar… y licanos que matar.
Atenta de nuevo a Raze y Trix, Selene levantó la mirada para ver si su guerrero había detectado también a los dos licanos. Una sonrisa de satisfacción se encaramó a sus labios al comprobar que, en lo alto de un edificio de oficinas neo-gótico situado al otro lado de un callejón mugriento, Rigel había sacado ya su cámara digital y estaba ocupado tomando fotos de la pareja que caminaba debajo de ellos sin sospechar nada. Ya debería saber que siempre está atento, pensó, complacida por la rapidez y profesionalidad del vampiro. La serena y angelical expresión de Rigel contradecía su eficacia como Ejecutor. Había matado más licanos de los que Selene podía recordar.
Como ella, el otro vampiro estaba escondido detrás de una gárgola situada sobre las calles. El aullido del viento imposibilitaba que Selene oyera el sonido de la cámara de Rigel, pero no tenía la menor duda de que el caro aparato digital estaba en pleno funcionamiento mientras Rigel se aprovechaba de su posición de ventaja para capturar todas las imágenes posibles de sus adversarios. El examen de las fotos ayudaría más tarde a Selene a confirmar las presas de aquella noche.
Asumiendo, por supuesto, que la cacería marchara bien. No era tan necia como para subestimar a los licanos a los que cazaba.
Completado su trabajo de reconocimiento, Rigel bajó la cámara. Selene vislumbró el brillo de sus ojos turquesa a la luz de la luna. Su cabello peinado hacia atrás con fijador y sus refinadas facciones eslavas le prestaban un (completamente no intencionado) parecido con el joven Bela Lugosi, en los tiempos en los que el legendario Drácula de las películas era un ídolo en los escenarios húngaros. Rigel ladeó la cabeza como un pájaro y dirigió la mirada al otro lado de la solitaria calle que separaba ambos edificios, esperando la señal de Selene para proceder.
Ésta no se molestó tan siquiera en comprobar la posición de Nathaniel, segura de que el tercer vampiro, como buen Ejecutor, estaría igualmente preparado. Miró hacia abajo y contempló en silencio cómo pasaban los dos licanos por debajo. Se movían con parsimoniosa determinación, ajenos aparentemente a la presencia de los vampiros. Selene se preguntó por un instante qué funesto desvarío habría sacado a Raze y Trix de su oculta madriguera.
No importa, decidió mientras seguía a los disfrazados hombres-bestia con ojos llenos de odio. La mera visión de las viles criaturas aceleró el pulso de su corazón inmortal y provocó el impulso instintivo de borrar a las voraces bestias de la faz de la Tierra. Imágenes de tiempos pasados desfilaron en un destello fugaz delante de sus pensamientos.
Unas niñas gemelas, de no más de seis años, gritando de terror. Una chica mayor, casi una adulta, con la garganta abierta en canal. Un hombre de cabello cano con un atuendo antiguo y con el cráneo abierto y la pulposa materia gris a la vista. Un acogedor vestíbulo, con las paredes cubiertas literalmente de sangre. Cuerpos mutilados y miembros, propiedad antaño de espíritus amados profundamente, destrozados y arrojados por todas partes como pétalos de flores carmesí…
Las heridas todavía abiertas emergieron a la superficie desde las profundidades del corazón de Selene. Sus dedos se posaron sobre las frías empuñaduras de metal de los revólveres gemelos que llevaba bajo la gabardina y contempló con furia silenciosa a Raze y a su encorvado acompañante. Las intenciones de los licanos eran lo de menos aquella noche, decidió. Sus planes estaban a punto de cancelarse… de forma permanente.
Más de veinte metros más abajo, las presas de Selene dejaron atrás la manzana. Caminaban sin el menor cuidado sobre charcos grasientos mientras se dirigían a empujones a la Plaza Ferenciek. Conteniendo la respiración, aguardó el transcurso de un latido y a continuación hizo una seña a sus camaradas de armas. Sin un momento de demora, saltó desde la cornisa.
Como un espectro ataviado de cuero, cayó en picado cinco pisos sobre el suelo de dura piedra. La mortal caída hubiera acabado casi con toda seguridad con la vida de una mortal pero Selene aterrizó con la diestra elegancia de una pantera, con tal suavidad y gracilidad inhumanas que parecía estar corriendo aun antes de que sus botas de cuero hubiesen tocado los adoquines cubiertos de lluvia.
Era una suerte que el mal tiempo hubiera vaciado de humanidad aquella calle secundaria a diferencia de lo que ocurría en las abarrotadas avenidas de las proximidades. No hubo ojos, humanos o no-humanos, que asistieran con asombro al preternatural descenso de Selene o escucharan el sigiloso roce del cuero húmedo que había anunciado la aparición de Rigel al otro lado de la esquina. Selene recibió la aparición del otro vampiro con un levísimo movimiento de la cabeza y a continuación levantó la mirada mientras Nathaniel —una aparición pálida con una mata de fluido cabello negro— caía sobre los adoquines desde arriba, a poca distancia de los otros dos Ejecutores.
Un trío de verdugos de ojos acerados, infinitamente más letales que cualquier vulgar asesino humano, Selene y sus camaradas se fundieron con la muchedumbre que recorría la Avenida Szabadsajto. Mucho más sutiles que sus torpes presas, empezaron a seguir con habilidad a los dos licanos, ninguno de los cuales daba señales de haber reparado en su presencia. Como debe ser, pensó Selene mientras sonreía al pensar en la matanza que se avecinaba. Sentía el peso reconfortante de las Berettas de 9-mm contra las caderas.
La abarrotada plaza, llena de humanos inocentes, no era evidentemente el lugar apropiado para tender una emboscada, pero estaba segura de que acabaría por presentarse una oportunidad si seguían a los licanos el tiempo suficiente. ¡Con suerte, estarán muertos antes de saber que los han atacado!
La urbana Pest, en oposición a la palaciega Buda, situada al otro lado del Danubio, era un centro lleno de vida equipado con todas las comodidades de la vida moderna. Bares llenos de humo y cafés de Internet jalonaban la Plaza Ferenciek, así llamada en honor a un príncipe transilvano del siglo XVIII. En las esquinas de las calles se veían brillantes cabinas amarillas que contenían modernas terminales de ordenador desde las que tanto los turistas como los residentes podían encontrar información y direcciones. Las guías urbanas de última tecnología coexistían con los viejos buzones rojos y los parquímetros celosamente vigilados.
Selene vio que Raze volvía un instante la cara para lanzar una mirada furtiva hacia atrás y se ocultó detrás de una alta cabina telefónica de color verde. Por suerte, el cauteloso licano no parecía haberla visto y siguió su camino.
Una señal luminosa que mostraba una gran M de color azul sobre un fondo blanco, atrajo su atención. Por lo que parecía, Raze y Trix estaban dirigiéndose hacia la señal, que indicaba una entrada a la estación de Metro situada bajo la plaza. Por supuesto, comprendió; los licanos se encaminaban al Metro para coger la línea M3 y dirigirse después a quién sabe dónde.
Aquello no la preocupaba demasiado. Ahora que había localizado a las dos esquivas presas, no iba a dejarlas escapar tan fácilmente. Con un gesto, Selene indicó a sus camaradas las demás entradas de la estación y los tres vampiros se dispersaron sin hacer ruido y se fundieron con el alborotado mar de paraguas como seres etéreos compuestos tan solo de sombras y lluvia insustanciales…