Treinta

Cuando despertó poco antes de mediodía, no estaba preparado para ver lo que vio. Al principio no daba crédito a sus ojos, aquello era un sueño, seguro. Se tapó la cabeza con la sábana y fue emergiendo poco a poco, convencido de que la aparición se habría desvanecido.

Pero seguía allí, sentada en su butaca preferida.

—Hola, Vlady. Te he dejado dormir.

Se levantó de un salto.

—¿Por qué no me has avisado?

—Para que no te diera por escaparte.

—¿Para que a mi no me diera por escaparme? ¿Es que Nueva York te ha vuelto loca, Helge?

Se sentó al borde de la cama y la observó. En sus ojos volvía a haber una mirada afectuosa, sin la agresividad del último encuentro. También su voz, que había estado cargada de tensión y cólera reprimida, volvía a ser normal. Vlady se sentó a sus pies, en el suelo, y apoyó la cabeza en su regazo.

Los viejos recuerdos vinieron en tropel, y estuvieron hablando de sí mismos, de Karl, de cómo habían vivido durante su separación. Helge le confesó que no soportaba seguir viviendo en Estados Unidos siendo blanca. Le deleitó contándole cómo sus amigos hacían esfuerzos absurdos por camuflar su «blancura». Incluso a los italianos les había dado por llamarse a sí mismos la «nación color de oliva». Además, un colega psicoanalista que era buen amigo suyo había regresado al sureste de Kentucky para escribir un libro sobre el pueblo melungeon.

Vlady se incorporó asombrado.

—¿El pueblo qué?

—Los melungeons —Helge le explicó pacientemente que aunque siempre se había proclamado que todos los habitantes de las montañas de Kentucky eran de origen escocés o irlandés, con un poco de sangre cherokee, la verdad era diferente. Los melungeons descendían de diversos grupos étnicos que penetraron en el continente antes que los británicos. Muchos procedían de España y Portugal. Así pues, el amigo de Helge había demostrado la existencia de lazos genéticos entre los «blancos» apalachianos y los españoles y los bereberes y judíos del norte de África. Algunos datos probaban incluso su conexión con comunidades turcas.

Vlady estaba tan perplejo como fascinado.

—¿A qué vendrá esa obsesión? ¿Y por qué precisamente ahora?

Su curiosidad hizo sonreír a Helge. Era como en los viejos tiempos, cuando le contaba algún descubrimiento del psicoanálisis que él no alcanzaba a comprender.

—Supongo que quieren poner en entredicho la idea de que la base racial hegemónica en el sur de Estados Unidos y los Apalaches es norte-europea.

—Pídele a ese amigo tuyo que nos mande un ejemplar de su libro. Supongo que habrá sido un golpe duro para ti, con tu genealogía impecable: una protestante sajona y blanca. Me alegro, porque así has vuelto.

—No ha sido sólo eso, Vlady. Te echaba de menos.

Después de hacer el amor, Helge le contó que ella también había leído el manuscrito que le envió a Karl.

—¿Qué le pareció a Karl?

—La historia de Gertrude le afectó mucho. A mí también, Vlady, a pesar de que nunca me hubiera caído bien. Para ti debe de ser insoportable. Karl llega a Berlín mañana. Él mismo te contará lo que opina. Me alegro mucho de que lo hayas puesto todo por escrito.

Luego, cuando Helge propuso que fueran a cenar a uno de los lugares que antes frecuentaban, Vlady recordó que estaba citado con Winter para cenar. Helge se quedó de piedra.

—Aún necesito respuesta a varias preguntas de poca importancia y a otra fundamental. Ven conmigo, Helge, por favor.

Helge negó con la cabeza. Pensar que Vlady iba a cenar con Winter el mismo día de su regreso le alteró el ánimo. Vlady siguió insistiendo en que lo acompañara pese a haber advertido el cambio de humor.

Hacía mucho que no se sentía tan feliz. Al salir a la calle, la tomó del brazo y le besó el pelo. El tiempo había cambiado en pocas horas: los charcos de las aceras estaban secos y el cielo se había despejado. Camino de la Puerta de Brandeburgo se toparon con mucha animación. Varios grupos de gays regresaban al este con ánimo festivo después de un día de jarana, haciendo oídos sordos de los cláxones mientras cruzaban a lo loco el bulevar Unter den Linden. Los matrimonios formales vestidos de domingo que paseaban por allí trataban por todos los medios de hacer caso omiso de los juerguistas.

Cruzaron una sonrisa. Ese era el Berlín que tanto les gustaba a los dos. El cielo volvía a estar surcado de nubes. Felicitándose por haber tenido la precaución de ponerse los impermeables, aceleraron el paso, cogieron un autobús hacia Kreuzberg y llegaron al restaurante mojados por una fina llovizna.

El lugar estaba abarrotado, lo que era extraño un domingo por la noche. Winter ya había ocupado una mesa en un rincón. Si le sorprendió ver a Helge, lo disimuló a la perfección, y enseguida desplegó con ella sus encantos.

—Quiero advertirles de que hay aquí un conocido mío que aún no me ha visto. Está en la mesa del rincón de enfrente, con su mujer. Si viene a molestarme, mantengan la calma y no traten de hacer nada.

—¿Quién es, Klaus?

—Un idiota sin importancia. Maldita sea, su mujer me ha visto. Abróchese el cinturón, querido amigo.

Un anciano vestido con un desvaído traje de seda verde se aproximaba a su mesa. Winter puso cara de póquer.

—Buenas noches, Klaus. ¿Todavía no me has perdonado después de cuarenta años?

Klaus Winter no respondió.

—Helge, Vlady, ¿ya habéis mirado la carta? ¿Qué os apetece? No os preocupéis, enseguida dejarán de molestarnos.

El desconocido puso una expresión muy triste y, sin insistir, se alejó con los hombros hundidos.

—Klaus, me niego a hablar con usted, o siquiera a permanecer aquí, si no nos explica quién es —dijo Vlady, temiéndose lo peor—. ¿Es un antiguo agente que le traicionó?

—Mucho peor, Vlady, mucho peor.

—¿Qué pasó? Necesito saberlo, Klaus.

Después de haber pedido la cena, y ya con una botella de clarete descorchada en la mesa, Winter les contó la relación que tenía con el hombre del traje de seda verde.

—Es mi primo Walter. Nuestras madres eran hermanas. Aunque me saca un año, el muy cerdo está bien conservado. Nos peleamos hace cuarenta años.

Poco a poco, fue desgranando la historia. Los dos primos se habían criado juntos en una casa de Wedding y se habían hecho muy amigos. La primera vez que se separaron fue cuando Klaus se fue a pasar un año a Italia para estudiar historia del arte. Alquiló una habitación en Lucca y allí aprendió a cocinar.

—Me volví un fanático de la cocina. No soportaba que un plato no saliera perfecto. Al regresar a Berlín me dediqué a cocinar para Walter y el resto de la familia, y ellos se lo tomaron como una extravagancia muy agradable. Un invierno, Walter y yo fuimos a esquiar a los Alpes suizos. Un día que me sentía cansado me quedé en casa y le pedí que no se retrasara porque iba a preparar una salsa especial para la pasta, una invención mía que enseguida se pasaba de punto. Cuando volvió después de estar todo el día esquiando, quería que le sirviera la cena de inmediato. Le dije que tardaría cinco o diez minutos en tenerla lista. El me dijo: «Estupendo», y yo seguí con lo mío. Pero de pronto le vi desenvolver a escondidas una chocolatina y devorarla como un cerdo. Como es natural, cuando la salsa estuvo lista, Walter ya no tenía apetito. Me puse tan furioso, Vlady, que le eché a patadas. Una afrenta de tal calibre a mi arte culinario era imperdonable. No hemos vuelto a hablar desde entonces.

—No me lo puedo creer, herr Winter —le interrumpió Helge—. Acaba de inventárselo.

—¿Nos ha contado la verdad, Klaus?

—No me provoque sobre este tema, se lo advierto, Vlady. Sabe muy bien que he escrito un libro sobre cocina italiana. Y ahora estoy trabajando en otro sobre la cocina de la antigua Unión Soviética. Yo me tomo la comida muy en serio, Helge. Y sabiéndolo, Walter menospreció mis guisos. Ahora cuénteme usted cómo le van las cosas y por qué llevo más de un año sin verlo.

Vlady se lo contó todo: su descubrimiento de que Gertrude colaboró en el asesinato de Ludwik y de que Winter también estaba implicado. Por ese motivo, quería hacerle unas cuantas preguntas.

La expresión de Winter no se alteró.

—Lo de Gertrude ya lo sabía. Estuvo trabajando para Moscú hasta el final, ¿sabe?, no para nosotros. Ya lo sabía, y además, una noche que nos emborrachamos, me contó todo lo demás, llorando a mares como una niña. Yo no tuve nada que ver en ese asunto, Vlady, y no es que no haya cometido crímenes, posiblemente peores, ya lo saben. Gertrude amaba a Ludwik, pero a él no le gustaba en ese aspecto y ésa fue su revancha. Me dijo que se habría suicidado si no hubiera estado embarazada.

—Ojalá lo hubiera hecho. ¡Qué forma tan curiosa de demostrar su amor por Ludwik!

—La furia del infierno no es nada comparada con la de una mujer despechada. Seguro que usted…

—¿Durante cuánto tiempo fueron amantes, Klaus? Sé que la sedujo en Inglaterra el mismo año en que mataron a Ludwik. ¿Cuánto duró?

Winter se encogió de hombros y se le ensombreció el semblante.

—No soy su padre, Vlady.

—¿Quién es mi padre entonces?

—Gertrude estaba segura de que no era yo, sino el inglés. Habían sido amantes antes de que se casara con Olga. Y un día, según me contó Gertrude, él se le metió en la cama por la noche y revivieron el pasado. Estaba convencida de que su padre era Christopher Brown, que luego sería nombrado sir.

—¿Ha muerto?

—Sí. Estuvo de embajador en la Unión Soviética durante algún tiempo. Eso nos hacía reír mucho a Gertie y a mí.

—Es decir, que a Olga y a él nunca los descubrieron.

—Por supuesto que no. Nosotros no los delatamos, y Philby era el único inglés que sabía que estaban de nuestra parte. Creo que Christopher y Philby se vieron más de una vez en Moscú.

Helge apretó la mano de Vlady por debajo de la mesa. Todos guardaron silencio durante un rato.

—¿Preferiría usted que yo fuera su padre, Vlady? —dijo Winter, tratando de poner una nota jocosa.

—¡No! —fue la respuesta instantánea y brusca—. Sigo prefiriendo a Ludwik, pero, de no ser así, mejor el señor Brown que un hombre implicado en asesinatos. Ojalá Gertrude se hubiera suicidado.

—Ahí se equivoca, Vlady, se equivoca por completo. No hay que rendirse sólo porque la historia continúe perpetrando atrocidades.

—Las atrocidades de la historia las cometen seres humanos pensantes, ¿no es así, Klaus? Seres humanos inteligentes y cultos como usted mismo. Siempre ha sido un chef de primera, ¿verdad, Klaus? Qué más da que la carne sea humana o animal.

—Tranquilízate, Vlady —le pidió Helge, aunque le agradaba verlo encolerizado.

—Seres humanos que de boquilla profesan ideologías muy nobles —prosiguió Vlady—. Mire adonde hemos ido a parar. Nos han destrozado.

—Tonterías. Ya nos llegará el momento otra vez. Será diferente, eso sí. Hemos aprendido lecciones muy amargas, pero no nos han borrado del mapa. ¿Es que no ve lo que está pasando en el mundo?

—Claro que lo veo. En el gobierno italiano hay fascistas y los hombres que controlan la videoesfera dirigen el país. En Moscú, la política está en manos de delincuentes…

—No es más que una aguja en un pajar, Vlady. En el resto de los países la gente está volviendo al redil. No quieren grandes programas políticos, sólo que haya un Estado del bienestar decente y un grado aceptable de equidad. ¿Quién se lo va a dar sino nosotros? Los socialistas hacen agua en todas partes. El capitalismo poscomunista es como una apisonadora que lo va aplastando todo a su paso. ¿Es capaz de resolver los problemas que no solucionó el comunismo? Sólo los ideólogos trastornados por el triunfalismo no dan importancia a la pobreza ni a la aspiración a la justicia. En Europa, es cierto, dos tercios de la población prosperan y tienen derechos, pero en el resto del mundo el noventa por ciento de la población no cuenta para nada. El comunismo ha muerto, sí, pero algo nuevo renacerá de sus cenizas. No es momento para tirar la toalla, Vlady Necesitamos un partido.

—Su partido ha pasado a mejor vida, Klaus, reconózcalo. Ese mundo no volverá nunca más: «El sabio miope del que hablas es como una bestia que, dirigida por espíritus malignos, da vueltas y vueltas en terreno baldío, junto a los verdes prados que no ha visto».

Winter se rió entre dientes.

—«Mefistófeles a Fausto». Muy bien. Y ahora, Winter a Meyer: como siempre, saca conclusiones precipitadas, querido amigo. Cuando el capitalismo sea realmente global, la gente necesitará instituciones políticas que la protejan de su brutalidad. Acabo de regresar de Beijing, y allí no le va demasiado mal a mi partido, ¿sabe? Además, estamos renaciendo en Europa del Este y Moscú… no porque lo hayamos hecho bien en su día, sino porque los terapeutas de choque lo hacen peor. Nuestro terreno está limitado, pero lo tenemos. Y aquí estamos creciendo de nuevo, ahora que nos hemos librado del peso muerto de la RDA. ¿Por qué no se afilia al PDS y se pone otra vez en actividad? No languidezca antes que el Estado, Vlady.

—Fantasías políticas, Klaus. ¿Le parece que debo aceptar la propuesta de Sao?

—Ahora mismo, sin pensárselo dos veces. ¿Cómo puede dudarlo, Vlady? Estaría muy bien que dirigiera una editorial de ámbito global. Quién sabe, a lo mejor me planteaba entregarle mis memorias.

—Siempre y cuando yo no figure en ellas, Klaus. Mire, su primo ya se marcha. Haga las paces con él, por favor. Está disgustadísimo. Ande, vaya ya. Si lo hace, me plantearé seriamente afiliarme al PDS o a lo que sea.

—¡Walter!

El grito resonó en todo el restaurante. Su primo se detuvo ya cerca de la puerta y se volvió para mirarlo.

Winter le hizo una seña. Walter se precipitó hacia su mesa y los dos se abrazaron.

—Por cierto, te presento a mi amigo, el profesor Vladimir Meyer, y a su mujer Helge. Walter Nürnberg.

—Me alegro de haber presenciado este reencuentro, herr Nürnberg. Nosotros ya nos íbamos. Que les vaya muy bien.

Vlady y Helge se marcharon a toda prisa. El cielo volvía a estar despejado. Se pararon a contemplar las constelaciones en el cielo nocturno de su ciudad, que pronto sería remodelada para convertirse en capital de un nuevo Reich…

—Sin ti, había empezado a sentirme como una semilla arrastrada por el viento —le susurró Vlady a Helge.

Ella no dijo nada. Le cogió del brazo y se encaminaron a casa.