Un día gris de abril. No cesa de llover. Son las nueve de la mañana de un domingo y Berlín está aún medio dormido. Vlady, amodorrado porque ayer trasnochó, se dirige a la ventana tambaleándose y abre las cortinas. No es un simple chaparrón primaveral, desde luego. Los nubarrones del cielo más bien parecen otoñales. La lluvia incesante transmite una sensación de desaliento y melancolía.
—Ya no valgo para nada —masculla Vlady.
Después de afeitarse y de estudiarse en el espejo, decide que no está más viejo que hace diez años.
Desde que leyó el expediente de «Gertrude Meyer» no para de hundirse cada vez más. Creía que, tras las revelaciones de Winter, ya nada relativo a su madre le sorprendería, pero el hecho de que hubiera participado activamente en el asesinato de Ludwik le había afectado muchísimo. Desalentado y abatido, sus penas se multiplicaban. Se sentía alienado de todo. A veces lo dominaban impulsos salvajes, el deseo de trastocar su vida con un acto violento. Y se iba volviendo arisco y taciturno, tanto que sus amistades empezaban a hacerle el vacío.
Lo que más le dolió fue la confirmación de lo que siempre había sospechado: Ludwik no era su padre. Eso estaba dispuesto a aceptarlo, pero le pesaba terriblemente el descubrimiento de que su padre había sido un pistolero del NKVD, un asesino que había seducido a su madre con falsas sonrisas y la había dejado embarazada por encargo, siguiendo instrucciones. ¿Sería Winter?
Desesperado, Vlady buscó consuelo físico en Evelyne. Pero el talento que pudiera poseer en sus tiempos de estudiante se había agotado. Ahora era una mujer mediocre y egocéntrica, interesada tan sólo en hablar de sí misma y de sus magníficas películas.
Una noche, después de hacerle el amor, algo que se había convertido en una fría rutina, Evelyne le comunicó que ya no lo quería como amante. Lo mejor sería que fueran simplemente amigos. Animado por esa decisión, Vlady le dio el visto bueno y salieron a un café para sellar el nuevo acuerdo. Y allí apareció Kreuzberg Leyla justo cuando estaban discutiendo. Leyla los amenazó con pintar otro retrato suyo: sentados a la barra de un bar, cada uno con media manzana en la mano de la que faltara un bocado. Lo llamaríaDespués del muro. Se rieron de la ocurrencia y se fueron juntos a ver la versión inglesa sin cortar de Blade Runner.
Cuando volvió a casa, tenía dos mensajes en el contestador. El primero de Winter, que confirmaba su cita y proponía como lugar de encuentro un restaurante francés de Kreuzberg. El segundo de Sao, que lo telefoneaba desde París y le pedía que le devolviera la llamada de inmediato por un asunto urgente.
—Qué tal, Sao.
—Me alegro de oírte. ¿Dónde estabas?
—Viendo Blade Runner por tercera vez. ¿La has visto, Sao?
—Claro que sí. Otra porquería de esas en las que Hollywood malgasta el dinero. ¿Qué le encuentras a esa película?
—Son imágenes de un capitalismo decadente, autoritario y políglota, y de un aparato estatal totalmente coercitivo. Ya ni siquiera queda la fachada democrática. Es una crítica devastadora del sistema, Sao, del sistema que ahora está ocupando tu país. Boeing, Citibank, Mobil, Delta, Marriott, IBM, Unilever. Blade Runner es una obra maestra, Sao, ve a verla otra vez.
—Una persona desesperada es capaz de ver lo que le interesa donde sea. Es la moda de nuestros tiempos, ¿verdad?
—Yo no soy un zombi posmoderno, Sao. Y si crees que…
—Corta el rollo, Vlady. No te he llamado para discutir sobre una película de Hollywood. Escúchame bien. Me ha pasado algo importante y necesito que me ayudes, y esta vez no puedes negarte. Un leguleyo estadounidense me debe dinero, ¿entiendes?
—No —suspiró Vlady.
—Sí lo entiendes. Lo que nos traigamos entre manos no es asunto tuyo. La cuestión es que este tipo es dueño de una pequeña cadena editorial en Estados Unidos y Europa. Tiene un nombre alemán, que ahora no recuerdo. La cuestión es que para saldar su deuda me ha ofrecido su emporio editorial, que según dice está en números rojos pero podría ser enderezado por un editor jefe inteligente. ¿Qué te parece? Escúchame bien, quiero que dirijas tú la empresa. Yo me ocuparé de la parte financiera, pero necesito alguien que entienda de libros.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué?
—Para dirigir un emporio editorial no necesitas a alguien que lea libros. Contrata a un traficante de armas o a algún contable de primera línea. Tal como está la cultura hoy día, dará igual. En Alemania las cosas siguen siendo distintas, pero por lo que toca a los anglosajones, es un desastre.
—Lo sé, Vlady, lo sé. Te necesito. ¿Sí o no?
—Déjame que lo piense. Te llamaré mañana. Si acepto, ¿desde dónde tendré que trabajar? ¿En qué ciudad, quiero decir?
—Creo que pasarás la mayor parte del tiempo volando de un sitio para otro. Te reservaré un despacho en el Concorde.
Al ver que Vlady no reaccionaba ante aquella broma, Sao empezó a preocuparse.
—Puedes trabajar donde quieras… en Nueva York, París o Berlín. ¿Quieres que te diga cuánto vas a cobrar?
—No.
Sao se echó a reír.
—Que tengas un buen día, profesor Meyer. Linh te manda recuerdos.
—¿Ya se ha adaptado?
—Sí, aunque echa de menos su país. Es una cocinera fantástica, Vlady.
—Eso debe de hacerte muy feliz, Sao.
—Ven a vernos pronto —respondió Sao entre risas—, y no te olvides de llamarme a primera hora decidas lo que decidas. Ah, otra cosa: ¿sabes qué nombre le voy a poner a la editorial?
—No.
—Cinco Tigres.
—Au revoir, Sao.
Había dejado de llover y amplios retazos de cielo despejado presagiaban el día de sol que ya empezaba a hacerse notar en el estudio-dormitorio de Vlady. Su estado de ánimo había dado un vuelco, de pronto no cabía en sí de alegría. Blade Runner le había recordado que aún había críticos de la cultura imperante. Sao le había ofrecido un trabajo. Sin poder quedarse quieto, empezó a pasear de un lado a otro por el piso de paredes desnudas. Había retirado todo objeto que le recordara a Gertrude. Necesitaba hablar con Helge, con Gerhard, con cualquiera menos con Evelyne.
Unas horas después, desesperado, llamó a Karl para contarle lo del trabajo que le había ofrecido Sao.
—¿Qué te parece, Karl?
—Una noticia buenísima, Vlady. Haz lo que consideres mejor.
—¿Qué piensas que me habría aconsejado tu madre?
Se produjo un largo silencio.
—¿Karl?
—Sí, estoy aquí. No sé. ¿Te importa que te llame más tarde? Es que ahora mismo estamos de crisis. El partido va a deshacerse de Scharping y a apostar por Lafontaine, y eso puede ser un desastre. Es demasiado izquierdista para la situación actual…
—No estoy de acuerdo. Es el mejor político que tenéis. Quizá requieran mis servicios para escribir sus discursos y tú podrías trabajar para Sao. ¿Karl? ¿Estás ahí?
—Perdona, Vlady, ahora no puedo hablar. Mañana te llamo, te lo prometo.
Qué conversación tan deprimente, pensó Vlady. Decidió entonces que había llegado el momento de enviarle su manuscrito a Karl. Que el chico lo leyera mientras él aún estuviera vivo y pudieran discutir. Envolvió cuidadosamente el manuscrito y adjuntó una nota escrita a mano:
Al llamarte para hablar del trabajo que me ha ofrecido Sao, has estado tan evasivo como siempre. No tiene sentido que pasemos el resto de nuestras vidas en guardia. Me he dedicado a recomponer una parte de la historia familiar, a investigar el pasado de Ludwik y de Gertrude, a reflexionar sobre lo que sucedió entre tu madre y yo, y no sabía si mandarte el resultado o no. Si prefieres dejar el pasado atrás, será mejor que no abras el paquete. No tendré nada que objetar a esa decisión. Pero si lo abres, prométeme que lo leerás hasta elfinal. Confio en que sientas ganas de hablar sobre lo que he escrito.