Julio de 1945. El sol bañaba Berlín, una ciudad arrasada por la guerra. Batallones de mujeres retiraban los escombros bajo los que yacían miles de muertos. Había estado lloviendo durante un par de días y, al salir el sol, empezó a notarse el olor putrefacto de la carne en descomposición.
Un grupo de oficiales estadounidenses recién llegados a la ciudad paseaba por el Ku-Damm cuando uno de ellos oyó que lo llamaban a voces:
—¡Félix! ¡Félix! ¿Es posible? ¿Eres tú? —la voz que gritaba tenía acento ruso.
El joven militar estadounidense se quedó mirando de hito en hito al hombre vestido con un cochambroso uniforme del Ejército Rojo que lo llamaba desde un jeep descubierto. Al llegar a Berlín, ya le habían dicho que un oficial del Ejército Rojo andaba buscándolo, pero él hizo oídos sordos. Detestaba todo lo soviético.
No alcanzaba a ver bien al hombre que lo llamaba, pero cuando el jeep se acercó más, se dio cuenta de quién era: el hijo del tío Freddy, Adam, su viejo amigo, su compañero de colegio de Moscú. Adam, que ahora era mayor del Ejército Rojo, saltó del jeep y los dos hombres se abrazaron.
Félix se lo presentó a los otros oficiales, que se quedaron impresionados por los contactos que tenía aquel compañero suyo tan tímido. Quedó en reunirse con ellos más tarde y Adam lo hizo subir al jeep y ordenó al conductor que los llevara a su alojamiento, junto al cuartel provisional.
En el jeep apenas hablaron. Al llegar, pidieron al conductor que fuera a buscar algo de beber y de comer y se lo trajera al cabo de una hora. Luego se instalaron en un banco improvisado en el descampado que había junto al cuartel.
—¿Y el tío Freddy?
—Ha muerto.
—¿Cómo?
—Después de que mataran a tu padre, sólo era cuestión de tiempo que también mataran al mío. Al recibir la carta de tu madre, lloró como un niño. Le dijo a mi madre que a él no lo capturarían vivo. Cuando se presentaron a detenerlo, saltó por la ventana de su despacho. Ya sabes que trabajaba en la planta de arriba del Cuarto Departamento.
—¿Y tu madre?
—Sobrevivió. Por fortuna, llevaba muchos años separada de Freddy. La interrogaron sobre Freddy y Ludwik y ella les contó lo que sabía, que no era mucho.
—¿Estás resentido, Adam?
—¿Resentido? —lanzó una carcajada hueca—. Antes me devoraba el odio. Cuando entré en el Ejército Rojo, soñaba con matar a Stalin. De verdad.
—¿Y ahora?
—La guerra lo ha cambiado todo. Ya sabes las penalidades que hemos pasado. Algunos hombres de mi unidad habían perdido a su familia entera en las campañas de colectivización. Varios oficiales, incluido un general, fueron liberados de los campos de concentración porque se requerían sus servicios. Y aunque, como yo, odiaban a Stalin y lo que representaba, odiaban aún más a los nazis. Toda la familia de Freddy, mis tías, mis tíos y mis abuelos, desaparecieron en la masacre de Babi Yar: llevaron a centenares de hombres, mujeres y niños de origen judío al bosque, los obligaron a cavar su propia tumba y los mataron a tiros. Los alemanes lo consideraban meras prácticas de tiro. No eran de las SS, sino soldados de a pie. Monstruos deshumanizados. Y no sólo se portaron así con los judíos, trataban a nuestro pueblo peor que a animales.
—¿Por eso les dejasteis saquear Berlín y violar a las mujeres?
—¿Que les dejamos? Recibimos órdenes desde arriba. Stalin dijo al alto mando que, después de haber librado tan duros combates, animaran a los hombres a «divertirse un poco»; son palabras textuales. Y cuando el alto mando ordenó que cesaran las violaciones, cesaron sin más. Tenemos un ejército muy disciplinado. La lógica es muy sencilla: nos trataron como animales y en Berlín les demostramos que lo éramos. El día que entramos en la ciudad, algunas familias izaron banderas rojas. Las mujeres salían a la calle a recibirnos y a enseñarnos, con lágrimas en los ojos, los carnés del antiguo Partido Comunista que habían tenido ocultos durante los años del nazismo. Imagínate su espanto cuando los soldados del Ejército Rojo empezaron a violarlas.
Quedaron en silencio durante un rato. Ambos habían oído hablar a sus padres de cómo los cataclismos bélicos lo transformaban todo. Las grandes montañas se venían abajo y las pequeñas colinas crecían en altura. Ellos habían creído que de esta guerra, como de la anterior, saldría un mundo mejor.
Una vez que se fueron acostumbrando a sus nuevas caras adultas, empezaron a aflorar los recuerdos de los viejos tiempos y se pusieron a hablar. Félix le contó a Adam que se habían trasladado a Estados Unidos con ayuda de amigos de París, donde permanecieron varios meses después del asesinato de Ludwik. Lisa volvió a ver a Schmelka y, después, a Sedov, el hijo de Trotsky, que en su momento tenía muchas ganas de conocer a Ludwik. Además conoció al escritor Víctor Serge. Todas esas personas les habían ayudado a escapar a Estados Unidos.
Le explicó luego que, en Nueva York, a Lisa la interrogaron los servicios secretos sobre Ludwik. Les dijo que no sabía nada de sus actividades secretas, y mucho menos de cómo se había infiltrado en las agencias occidentales. Al parecer, se dieron por satisfechos. Félix fue al colegio y se graduó justo a tiempo para que lo movilizaran.
—Cuando les dije que hablaba ruso, alemán, francés y polaco, me asignaron a la unidad de Servicios Especiales, algo así como lo que era el Cuarto Departamento. Proporcionamos información militar y política reservada a los jefazos.
—¿Y tu madre?
—Está de camino hacia Francia. Teníamos decidido de antemano vivir en París cuando me desmovilizaran. Había empezado a estudiar matemáticas y quiero retomar los estudios cuando esto termine. ¿Y tú?
—Yo estaba estudiando físicas cuando estalló la guerra. Cuando acabe esto, volveré a la Universidad de Moscú y empezaré de nuevo. ¿Piensas regresar alguna vez a Moscú, Félix?
—No. Para mí Moscú significa muerte, vidas humanas segadas sin motivo. No, no pienso regresar a Moscú.
—Te comprendo. En esta guerra hemos sacrificado muchas vidas sin necesidad. La mayoría de nuestros generales no tiene el menor respeto por la vida humana. ¡Si Zhukov empleaba a los soldados como detectores de minas! Pero en Moscú estaré yo, Félix. Y muchos otros como yo, que no tenemos otro país. ¿No vas a ir allí nunca más? ¿Ni siquiera para hacernos una visita?
Félix se encogió de hombros.
—Como decía Ludwik, nunca se puede decir nunca, porque todos estamos sometidos a cambios continuos, igual que el mundo en que vivimos.
En ese momento llegaron a traerles el almuerzo. Se dieron un agasajo de pan negro seco, arenques de lata y vodka, nada más. Mejor eso que lo que había cenado Adam la noche anterior: unas croquetas de hojas de nabo que sabían a estiércol de caballo.
El pan negro le recordó a Félix su último viaje a Moscú, cuando Lisa y él fueron allí para despistar a los jefes y hacerles creer que seguían contando con la lealtad de Ludwik. Tuvo que contener las lágrimas. El reencuentro con Adam había despertado recuerdos dolorosos. Rememoró las conversaciones que sus padres tenían con sus amigos y que muchas veces versaban sobre el zar y Stalin. Comparaban sus experiencias bajo la represión de uno y otro y, en general, coincidían en que el dominio del zar los había llevado a unirse, a desarrollar el sentimiento de solidaridad y de comunidad. Se preocupaban de que las familias de los presos enviados a Siberia no murieran de hambre. Y en la misma Siberia se ayudaban unos a otros. Sin embargo, el terror estalinista había destruido los vínculos básicos de la solidaridad humana. La gente tenía miedo de su propia sombra y se acostumbró a vivir en el vacío.
—¿Te contó Freddy quién traicionó a Ludwik? —le preguntó Félix a su amigo.
Adam asintió.
—Pues está aquí en Berlín, lo he sabido por nuestra red de Inteligencia. Llevo su dirección en el bolsillo y ayer pasé de largo varias veces por delante del edificio donde vive, pero…
—¿Cómo? —rugió Adam encolerizado—. ¿A qué estamos esperando? —y se llevó a Félix a rastras hacia el jeep.
—Para, loco de remate —protestó Félix—. ¿Adonde vamos?
—A ejecutarla, a vengar a nuestros padres —repuso Adam—. Como oficial soviético, poseo la autoridad necesaria para…
—Es una pobre mujer, una pequeña tuerca dentro de un gigantesco engranaje asesino. Tiene un hijo. Pero te agradecería que me acompañaras a verla, porque quiero hacerle unas cuantas preguntas y necesito un testigo.
En tiempos normales, Adam habría solicitado permiso a un superior. Pero el camino hasta Berlín había sido muy duro y el respeto a la autoridad estaba en su peor momento desde el ascenso al poder de Stalin. Los mandos soviéticos veteranos eran perfectamente conscientes de la situación y casi nunca interferían en las decisiones de sus subordinados.
Félix condujo a su amigo al edificio en cuestión y allí la encontraron sola. Al ver a Félix, Gertrude se puso muy nerviosa, volvió la cabeza y trató de pasar inadvertida en un rincón. Empezaron a temblarle las manos, parecía a punto de sufrir un ataque de histeria. Mientras la observaba, a Félix le pasaban por la cabeza recuerdos de Ludwik. Resolló como si le faltara el aire. Tenía la sensación de estar cayéndose por un precipicio. Movía las mandíbulas, pero sus labios permanecían inmóviles, demudados. Un grito de angustia le hendía el cerebro. Estaba paralizado, con la cara pálida. Al ver transfigurarse a su amigo, Adam lo agarró del brazo y le dijo:
—¿Qué te pasa, Félix? ¿Te encuentras mal? Tráigale un vaso de agua.
Félix se sobrepuso y vio el miedo pintado en la cara de Gertrude.
—Tengo un hijo pequeño —gimoteó.
—Y nosotros teníamos unos padres muy sanos —replicó Adam.
—¿Qué vais a hacer? ¿No me iréis a matar? —le suplicó a Félix.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas. Quiero saber la verdad, frauMeyer.
—Si miente —le interrumpió Adam—, quizá me dé por…
Félix le hizo callar con un ademán.
—Frau Meyer, sabe quién soy, ¿verdad? Bien, pues dígame entonces por qué delató a Ludwik a quienes lo iban a asesinar.
Gertrude estalló en sollozos.
—Me amenazaron y con eso no lograron nada. Luego me prometieron sacar de Ravensbruck a mis padres y a Heiny, mi hermano pequeño, y les creí. Nunca di crédito a la sarta de mentiras sobre Ludwik, a que fuera agente de la Gestapo, pero sí creí que iban a salvar a mi familia. Spiegelglass me dijo que intercambiarían a mis padres y a mi hermano por unos alemanes a los que Hitler quería recuperar como fuera.
—¿Lo hicieron? —preguntó Félix.
—No. No era más que un truco —Félix la miró a los ojos y Gertrude desvió la mirada—. Tengo un hijo pequeño, Félix. Si no hubiera sido por él, yo misma me habría quitado la vida y te habría ahorrado un problema. Lo habría hecho en cuanto murió Ludwik, pero estaba embarazada…
—Ya basta —dijo Félix—. Dígame, frau Meyer, ¿fue fácil matarlo? ¿Le dijo algo antes de morir? Encontraron cabellos de usted en sus manos.
Gertrude se echó a llorar otra vez.
—Habla, bruja —la amenazó Adam, echando mano a su revólver.
Aquella mujer no le inspiraba la menor compasión. Le habría pegado un tiro sin pensárselo dos veces.
Comprendiendo que Félix sería su salvación, Gertrude se hincó de rodillas ante él.
—En la vida olvidaré la expresión que puso Ludwik aquel día. Estaba muy disgustado consigo mismo por haber confiado en mí. Creyéndolo muerto, me incliné para darle un beso, y entonces me agarró del pelo y gritó: «¡Traidora!». Y a los otros les dijo a gritos: «¡Larga vida a la Revolución Mundial!». Le acribillaron a balazos y yo me desmayé.
Salieron de casa de Gertrude sin volver a mirarla. Cuando iban a montar en el jeep, vieron al pequeño Vlady, que regresaba a casa con dos alemanes vestidos de uniforme ruso. Los hombres se cuadraron ante Félix y Adam, que hizo una ligera inclinación de cabeza y arrancó el motor.
Esa noche, Félix escribió una larga carta a Lisa, contándole los acontecimientos de la jornada.
… Salió al umbral de su casa para ver cómo nos íbamos. Increíble, el ascensor del edificio estaba en funcionamiento. Luego, ya en la calle, vimos a su hijo; no me cabe duda de que era él. Es una pobre mujer, no sentí en ningún momento la tentación de vengarme. Volver a verla fue un trago espantoso, pero era necesario. ¡Quién sabe qué motivos reales la llevaron a traicionar a papá! No acabo de creerme lo que nos contó…
Pero el día aún nos reservaba más sorpresas. Al llegar al cuartel de Adam y aparcar el jeep, una columna de prisioneros alemanes regresaba a un campo de prisioneros provisionalmente instalado detrás del cuartel. Habían pasado el día retirando escombros de las calles. Aún no se había hecho de noche y los prisioneros pidieron permiso para sentarse un rato en la hierba a los soldados del Ejército Rojo que los custodiaban. Se lo concedieron y ellos les miraron con agradecimiento. Uno de los guardianes les tiró un paquete de tabaco y lo hicieron circular entre ellos de inmediato.
Adam y yo observamos la escena en silencio y, cuando pasábamos junto a los prisioneros, uno de ellos se puso en pie y nos miró atónito.
—¡Félix! ¡Adam! ¿No me reconocéis?
Nos paramos a mirar al hombre que nos había llamado por nuestros nombres. ¿Quién era aquel tipo barbudo, aquel desdichado que llevaba un astroso uniforme de piloto de la Luftwaffe?
—Soy Hans, ¿no os acordáis de mí? Hace unos años, jugamos una partida de ajedrez en Moscú.
Adam y yo cruzamos una mirada y luego me precipité a abrazar efusivamente a Hans. Adam siguió mi ejemplo. Los guardianes saludaron a Adam y él les ordenó que dejasen al prisionero bajo su custodia. Garrapateó a toda prisa un papel diciendo que se hacía cargo de Hans y nos alejamos los tres juntos.
Formábamos un grupo curioso: tres hombres, claramente amigos, que vestían tres uniformes diferentes, uno de ellos alemán.
Adam nos condujo a su alojamiento y allí estuvimos bebiendo vodka. Yo le pedí a Hans que se afeitara aquella barba estúpida y Adam le facilitó el instrumental. Después de afeitarse, se miró al espejo y empezó a sollozar. Adam lo abrazó.
—Ya no hay diferencias entre nosotros. Todo irá bien.
Una vez recuperada la calma, Hans nos relató su historia: «Después del pacto de Hitler y Stalin, docenas de comunistas alemanes que estaban en Moscú fueron entregados a los nazis. A mi madre la enviaron de inmediato a Ravensbruck, donde la asesinó un médico nazi, sólo por pasar un rato divertido. A mí me mandaron a un orfanato donde te convertías automáticamente en militante de las Juventudes Hitlerianas. Me seleccionaron para la Luftwaffe. Como era un buen piloto, me encargaban misiones de bombardear Moscú y Leningrado, y siempre soltaba las bombas de regreso a la base, sobre campos vacíos. Nunca he identificado Moscú con Stalin. Si lo hubiera hecho, no habría tenido dificultad para bombardearlo. Pero en Moscú yo nos veía a nosotros y a la gente como nosotros. He pensado mucho en vosotros y en los demás amigos. ¿A ti cómo te ha ido, Félix? ¿Cómo es que llevas uniforme estadounidense?».
Adam y yo le contamos nuestras historias. Los tres habíamos perdido al menos a nuestro padre o a nuestra madre gracias a Stalin o a Hitler. Nos miramos en silencio, pensando en los viejos tiempos. Luego Adam llevó a Hans al campo de prisioneros. Los dos estábamos decididos a conseguir que lo liberasen.
—Si tú no consigues sacarlo, Adam —le dije—, lo intentaré yo.
—No te preocupes. Mi general militó en el partido polaco con Freddy y Ludwik —me dijo Adam—. Entenderá perfectamente que no podemos retener a Hans como prisionero de guerra. Pero dime una cosa, Hans, ¿dónde vas a vivir en la Alemania dividida?
Hans se lo pensó un momento.
—Alemania es como una prostituta con neurosis de guerra, que no sabe quién la va a tomar a continuación ni cómo. La han saqueado, traicionado y estafado; primero Hitler y los fascistas, luego los aliados. Yo quería que ganaran la guerra, pero no me apetece nada vivir en un país ocupado. Imagino que podría volver a Dresde, donde vivía la familia de mi padre, pero no quiero estar bajo el gobierno de Stalin. Por otra parte, no creo que soportara vivir en Múnich.
—En tal caso, no lo hagas —le dije—. Ven a vivir con nosotros en París. Quiero decir que… a mi madre y a mí nos encantaría recibirte.
—No te olvides de que soy alemán —respondió sonriendo—. Llevamos la marca de la bestia. Tendrá que pasar mucho tiempo para que se enfríen las pasiones.
Espero que estés de acuerdo conmigo, madre. Sé que lo estarás. Mi reencuentro con Adam y Hans me hizo pensar en todas las personas a las que hemos perdido para siempre. Ludwik, Freddy, Misha, el tío Schmelka, asesinado en el hotel de Nueva York, después de ir allá desde París. Los cinco chicos que se habían criado juntos en el pueblo de Pidvocholesk, en Galitzia, cayeron envenenados por agua del mismo pozo.
La cólera y la tristeza no me han abandonado desde la muerte de padre. Adam me ha hecho darme cuenta de que no soy un caso único. Y Hans me ha hecho recobrar la fe en la humanidad. Después de que a su padre lo matara Hitler y de que Stalin entregara a su madre a Hitler, que la llevó a morir en Ravensbruck, Hans se negaba a bombardear las ciudades soviéticas, arriesgándose a que lo ejecutaran sin la menor ceremonia si lo descubrían.
Hans es la demostración de que la bondad humana sobrevive siempre. De que aun cuando te pongan un arma en las manos y te den una buena excusa para apretar el gatillo, es posible negarse. ¿Recuerdas el poema que tanto le gustaba a Ludwik: «Quienes tienen el poder de hacer daño y no lo hacen…»? Tengo la sensación de que Adam y yo hemos superado esa prueba hoy.