Veintisiete

Estaba solo en el piso de Sao, en la rué Murillo. Él se había marchado a Hanoi para regresar a París con su amante vietnamita y su hijo. No soportaba la soledad, necesitaba a Helge a mi lado. Sao me había traído de Moscú toda la documentación que le había pedido. Allí la tenía, en su despacho, pero iba posponiendo el momento de revisarla. Me sentía inquieto, como al borde un abismo. Mi maldita intuición me decía que iba a descubrir algo insólito.

Me preparé una buena cafetera y regresé al despacho. En el suelo reposaba la maleta de Ludwik, llena de ropa y de libros. Los dos expedientes que me había traído Sao, rotulados: «Gertrude Meyer» y «Ludwik», eran un par de legajos con olor rancio a cigarrillos rusos y marcas en los sitios donde les habían retirado clips oxidados. Además estaban los pasaportes de Ludwik.

Cogí primero el expediente de Ludwik, que abultaba mucho más que el otro. Me sorprendió encontrar toda una colección de fotos. La mayoría de la gente que aparecía en ellas no me sonaba de nada, pero algunas imágenes se repetían. Ludwik con una mujer de rostro poderoso y facciones muy marcadas. Luego empezó a aparecer en las fotografías un chiquillo. Suspiré. La intuición no me había fallado tanto.

La mujer de las fotos era la mujer o la compañera de Ludwik, y el chico de mirada inteligente, el hijo de ambos, de eso no cabía duda. Así pues, o Gertrude había vivido una fantasía o me había mentido deliberadamente. La tercera posibilidad, que hubiera tenido una breve aventura con Ludwik de la que yo fuera la consecuencia, me parecía improbable. Ya estaba convencido de que Ludwik no era mi padre, pues no había ni una sola fotografía suya con Gertrude.

Vi el original de la famosa carta que Ludwik había enviado al Comité Central. Mi madre se la sabía de memoria y me la había recitado varias veces. Y, en una ocasión memorable, Gertrude había contado la historia de la carta de Ludwik a la asamblea del KDD, después de obtener permiso de Winter, eso seguro, y sin otro propósito que mejorar su propio historial de disidente.

Me puse a hojear la documentación, que en gran parte era trivial y sin mayor interés, hasta que di con un sobre que decía:

PRIORIDAD MÁXIMA:A la atención del camarada J. V. Stalin.

Ejecución del architraidor «Ludwik».

Al sacar del sobre el informe escrito a máquina me temblaron las manos. El papel estaba muy desgastado, casi desintegrándose. Extendí cuidadosamente las hojas sobre la mesa y, una a una, las fotocopié. Una vez hecho esto, me arrellané en la butaca de Sao y me puse a leer.

De: H. Spiegelglass

6 de septiembre de 1937

Desde que conocí a Ludwik supe que nos las estábamos viendo con un traidor y un criminal de notable inteligencia. Nuestros agentes empezaron a seguirlo en cuanto entregó la llamada «Carta al Comité Central». Sabíamos que había entablado contacto con las agencias de Inteligencia occidentales. Cabía la posibilidad de que lo hubieran fichado los ingleses o los franceses. Pero pronto descubrimos que estaba tratando de enfrentar a unos con otros, presumiblemente para ver quién le ofrecía más dinero.

Después de estudiar detenidamente el historial y la personalidad de este individuo, deduje que su sentimentalismo y su debilidad, que le llevaban a menudo a saltarse las barreras entre la amistad y la colaboración profesional, nos permitirían localizarlo. Y mi idea demostró ser acertada mucho antes de lo previsto.

Sabíamos que Ludwik tenia a varias mujeres trabajando en su red europea. Yo ya había entablado contacto con dos de ellas en Inglaterra. Y había otras en Alemania y Austria. Una de ellas, G. M., una comunista alemana a la que conocí en Gran Bretaña, tenía una relación particularmente estrecha, si no íntima, con Ludwik. Encargué a otro agente alemán, K. W., que se ocupara de esta mujer.

K. W. empezó a cultivar la amistad con G. M. en junio de este año. Al poco tiempo, le hizo saber que era comunista y trabajaba para nosotros y le declaró su amor. G. M. había sucumbido a sus encantos y enseguida entablaron una relación íntima. El informe sobre cómo se desarrolló el proceso de seducción realizado por K. W. se anexa a este informe. De él se desprende que el amor físico desempeñó un papel fundamental en nuestro éxito, ya que G. M. llevaba mucho tiempo sin disfrutarlo. Su lealtad a Ludwik se fundaba en la admiración y el amor que sentía por él. Pero la negativa de Ludwik a tener relaciones sexuales con ella había generado ciertos resentimientos, como se ve en el informe de K. W. Incluyo estos detalles porque el camarada Yezhov me dijo que el camarada Stalin quería un informe completo del que no se omitiera nada, por muy insignificante que pudiera parecer.

Una vez que se hubo ganado la confianza de G. M., K. W. le dijo que Ludwik había traicionado a nuestro movimiento y era necesario capturarlo y ejecutarlo anticipándonos a la actuación de Berlín. Para vencer la resistencia de G. M., K. W. le dijo que aunque Ludwik no acudiera voluntariamente a Berlín, ellos lo buscarían y le harían hablar. Lo cual pondría en peligro el futuro de nuestras actividades en Alemania.

Fue entonces cuando G. M. confesó que Ludwik se había puesto en contacto con ella para que fuera a verlo a él y a su familia. Trasladamos nuestros operativos a las proximidades de la frontera franco-suiza y enviamos a G. M. a verlos. Les llevaba una caja de bombones envenenados. Esto habría resuelto fácilmente la situación, pero en presencia de Félix, el hijo de Ludwik, G. M. perdió la calma y le quitó la caja de bombones de las manos. Esta extraña reacción no despertó las sospechas de Ludwik. G. M. alegó que tenía que irse a toda prisa y concertó una cita para unos días después.

Todos nuestros agentes estaban en alerta. G. M. acudió a la cita con Ludwik en un café próximo a la estación de Territet. Salieron a dar un paseo y nuestro coche los siguió, se detuvo a su lado y los obligaron a montarse en él. Al darse cuenta de que lo había traicionado, Ludwik se revolvió contra G. M. La agarró del pelo y ella empezó a chillar. Era el 4 de septiembre de 1937. Nuestro equipo estaba en la carretera de Chamberlandes, no muy lejos de Lausana. Detuvieron el coche, sacaron a Ludwik fuera y lo ejecutaron. Se portó como un traidor hasta el final. Gritó: «El sistema de Stalin está construido sobre el terror. No puede durar. Larga vida a la revolución mundial…».

Llegados a ese punto, teníamos que adoptar una decisión. ¿Sería prudente regresar a Finhaut para ejecutar a la familia del traidor, arriesgándonos a que nos capturasen? Por teléfono recibí la orden de volver con el equipo a París.

La precisión militar de nuestra operación…

No fui capaz de seguir leyendo, Karl. Un miedo espantoso me revolvió el estómago y sentí náuseas. El relato que me había hecho Gertrude de la captura de Ludwik era muy vago. ¿Fue ella la mujer que los condujo hasta Ludwik? ¿De verdad… era posible? Sentí ganas de tirarme por la ventana del ático de Sao.

Luego abrí el archivo de «Gertrude Meyer». No encontré nada de interés, aunque cabía la posibilidad de que hubieran eliminado parte de la información. Leí un aburrido informe del Departamento en el que se elogiaba su lealtad a la causa y una nota informando de su llegada a Berlín y de cómo había montado un nuevo grupo de enlace en Alemania a las órdenes de Winter. Supuse que sus crímenes de posguerra estarían en los archivos de la RDA. Volví a coger el expediente de Ludwik y encontré una carta de Lisa dirigida a Freddy, que estaba en Moscú; la había escrito justo antes de marcharse con Félix a Estados Unidos, con ayuda de amigos belgas. Esa carta me hizo llorar, Karl; no sé cómo reaccionarías tú. Lloré por Ludwik, Lisa, Félix y por nosotros mismos. Mi madre era una asesina, ¿qué te parece, hijo mío?

Queridísimo Freddy:

No sé si esta carta llegará a tus manos, pero la envío a la antigua dirección segura, a través de Viena y Praga, para que luego te llegue desde Kiev. Necesito ponerme en contacto contigo como sea, Freddy.

No recibirás más noticias de Ludwik. Ha muerto. Lo mataron la semana pasada. Descubrieron su cadáver acribillado de metralla. Habían continuado disparando cuando ya estaba muerto, como hacen los cazadores cuando sienten miedo y no llegan a creerse que han matado a un tigre.

Ludwik estaba preparándose para ir a Reims, donde se había citado con el líder socialista holandés Sneevliet. Pero antes tenía que realizar una misión con Gertrude Meyer. ¿La recuerdas? Ha sido ella quien le ha delatado al NKVD.

Cuando regresé de Terriet el sábado sin Ludwik, Félix se preocupó mucho. Durante los dos días siguientes no paró de preguntar por su padre. Me enteré por la primera edición de un periódico de Lausana el lunes por la mañana. Unas horas después se lo conté a Félix. Nos sentamos al borde del camino y nos echamos a llorar.

Ludwik sabía que no le permitirían vivir mucho tiempo. Al despertarse cada mañana, ponía una sonrisa tétrica con la que quería decir: «He sobrevivido un día más». Cada mañana traía consigo nuevas esperanzas y nuevos miedos. En una ocasión me dijo: «Ahora comprendo cómo lo pasan los que están en Moscú».

Su mayor interés era lograr el apoyo de los socialistas independientes para denunciar los crímenes de Stalin ante el mundo y advertir a Trotsky de que hacía ya tiempo que una unidad especial estaba trabajando en su asesinato.

La última semana que estuvimos juntos, Ludwik empezó a tener una especie de alucinaciones. Creía veros por todas partes. Cuando íbamos en tren, le parecía que el revisor era igual que tú. Si subíamos a un autobús, el conductor le recordaba a Larin. Nunca en la vida se había sentido tan solo, tan aislado de sus amigos y camaradas. Un día en que me sentía más deprimida que de costumbre nos pusimos a hablar de los viejos tiempos de Viena, de todos vosotros, de Krystina, y un recuerdo traía otro. Sólo lo vi reír cuando hablábamos de lo que hacíais en Pidvocholesk.

«De pequeños, nos moríamos por salir de Pidvocholesk —me dijo—. Teníamos unas ganas locas de ver mundo, de olvidarnos de Galitzia. Y ahora que estoy en este paisaje imponente, daría lo que fuera por probar la leche requemada que mi madre nos daba las noches de invierno. La hervía hasta que se volvía del color de la avena».

Otra vez rememoró el discurso que hizo Leviné en el banquillo de los acusados, en Múnich: «Los comunistas somos en verdad muertos que están de permiso, pero ¿quién habría pensado que, como a Misha en Kiev, nos perseguirían y matarían personas que pasan por ser comunistas y que están cumpliendo las órdenes del Partido Comunista?».

El mes pasado fuimos a Vevey, un pueblo muy pintoresco junto al gran lago Leman y allí estuvimos viendo la iglesia de San Martín. En las lápidas del cementerio encontramos dos nombres ingleses, Ludlow y Broughton. ¿Quiénes habrían sido aquellos ingleses del siglo XVII? Entramos a preguntárselo al pastor y Ludwik se quedó muy sorprendido de que pudiera darnos razón de su historia. Los dos ingleses eran revolucionarios. Edmund Ludlow fue uno de los jueces que juzgó a Carlos I; Broughton fue quien leyó su sentencia de muerte. Por pura casualidad habíamos topado con las sepulturas de dos de los compañeros de Cromwell más allegados a él. Avisados por Thurlow, el secretario de Cromwell, de que su vida corría peligro, huyeron a Suiza después de la Restauración para que no los ejecutaran.

En Vevey los recibieron como a héroes y la gente del pueblo se encargó de que por allí no se acercase ningún desconocido sospechoso. Fortificaron la casa del teniente general Edmund Ludlowy montaban guardia para protegerla: cualquier barco que se acercase a la playa era sometido a una estrecha vigilancia.

Cuando llegaba a Vevey algún vagabundo, lo registraban cuidadosamente. Ya los turistas inocentes los miraban como a personajes sospechosos. Ludlow tenía instalada una campana en sus aposentos y, cuando la tocaba, todos los ciudadanos tomaban las armas y se precipitaban hacia la casa del inglés. Ambos hombres volvieron a casarse y fallecieron de muerte natural. En sus lápidas se les llamaba «defensores de las libertades de su país». Sus descendientes seguían viviendo en Suiza.

Ludwik y yo nos miramos atónitos, con la misma idea en la cabeza. Ojalá también a nosotros nos defendieran los campesinos suizos para que pudiéramos vivir en paz. «Ese siglo fue más civilizado que el nuestro —comentó Ludwik—. Nosotros sólo sabemos crear huérfanos».

Félix está al tanto de que «nuestra propia gente», como tú los llamaste en Moscú, Freddy, ha asesinado a su padre. Félix plantea preguntas difíciles y exige que se le respondan. Ayer me preguntó como si nada: «Mutti, ¿de dónde salió Stalin? ¿No era un seguidor de Lenin?».

Creo que el hijo de Ludwik nunca se convertirá en revolucionario profesional. Odia a muerte a las personas que han matado a su padre.

Ojalá estuvieras aquí, Freddy. Y los demás también. Os necesito, os echo en falta, siento miedo por vosotros.

Ninguna persona que haya trabajado para Ludwik en algún momento está a salvo. Escapa, Freddy, escapa. Ponte a salvo antes de que sea demasiado tarde,

Lisa.

Ya ves, hijo, que has perdido un abuelo y has ganado otro. Creo que mi padre es Winter. Es la única explicación que se me ocurre de que mi nombre no haya llegado a los archivos de la Stasi. Se habrá ocupado él. De haberlo sabido, quizá no se lo habría contado a Helge y aún la tendría conmigo, y no me sentiría tan vulnerable e inestable emocionalmente. He sido un imbécil y un cobarde, pero no un criminal, como tus abuelos. Como en otras ocasiones, en aquel momento, un impulso ciego, más obsesivo que otras veces, me llevó a ver a Winter.