Veinticinco

Solo en París, Ludwik pasaba muy poco tiempo en la habitación del hotel y eludía a sus antiguos contactos y los lugares que antes frecuentaba. Una noche, al regresar al hotel pasada la medianoche, vio a un desconocido vigilando la ventana de su habitación desde la calle. Esperó hasta que el hombre se hubo marchado y luego abandonó el hotel a las tres de la mañana.

Al día siguiente se despertó ya entrada la tarde en un apartamento de la planta alta de un edificio de la rué de Conde, su refugio seguro. Ni una sola persona, ni siquiera Lisa, sabían de la existencia de aquel lugar. Salió de casa pasadas las dos de la tarde, pidió el desayuno en el café más próximo y llamó desde el teléfono público a Livitsky, tal como habían acordado. Su amigo se presentó en el café media hora más tarde. Sacó de su cartera un ejemplar de Izvestia de hacía tres días y se lo entregó a Ludwik. Hasta ese momento no habían cruzado ni una palabra.

—¿Estás seguro de que no te han seguido, Shmelka?

—Estoy convencido —respondió Livitsky.

El rostro de Ludwik se contrajo en una mueca airada al leer el periódico.

—¡Están condecorando a los asesinos de los viejos bolcheviques! No podemos seguir más en esto, Schmelka. Ese carnicero está cargándose a todo el mundo. ¿Por qué demonios dejasteis regresar a Bujarin? Tendría que haberse quedado donde estaba y sumar fuerzas con Trotsky.

—Estaba asustado. A Trotsky también lo van a matar. Spiegelglass ya va alardeando por ahí de eso.

—Tenemos que avisar a Trotsky. ¿Tienes algún contacto? Su hijo está en París.

—¿Confiará en nosotros?

—Yo no puedo esperar más. He escrito el primer borrador de la carta para el Comité Central, en la que renuncio a la Orden de la Bandera Roja. Mañana la enviaré a Moscú y, a la vez, a mis amigos de Ámsterdam y Londres con instrucciones de que la hagan pública. Entonces estaré en condiciones de ver a Trotsky y ponerle sobre aviso. ¿Por qué me miras así?

—¿Has perdido las ganas de vivir?

—En absoluto. Tengo un hijo y quiero ver cómo se hace mayor.

—Pues tu carta es una invitación a que te asesinen. Te matarán, Ludwik. Lo sabes mejor que yo.

—Es un riesgo, pero…

—No hay peros que valgan, Ludwik. Las agencias estatales de Inteligencia de Gran Bretaña y Estados Unidos serían las únicas que podrían protegernos.

—De Gran Bretaña olvídate. Tenemos demasiada gente allí. Fui yo mismo quien los coloqué y ahora les tengo miedo —dijo Ludwik con sorna—. Además, no podemos vendernos a la burguesía. Antes la muerte.

—Quizá yo también debería firmar esa carta. Si los dos desertamos a la vez, conseguiremos mayor resonancia.

—No estoy de acuerdo. Hay que correr la voz. Quién sabe, puede que más gente siga nuestro ejemplo.

—¿Me vas a dejar un número de teléfono?

Ludwik le entregó un trozo de papel. Livitsky lo hizo desaparecer una vez que hubo memorizado el número. Los dos amigos se dieron un cordial apretón de manos.

—Quién podría haber imaginado en los lejanos tiempos de Pidvocholesk que íbamos a terminar así…

Ludwik abrazó a su amigo y se separaron. Livitsky sentía miedo y un gran vacío interior. Sabía que nunca más volvería a ver a Ludwik.

Ludwik subió las escaleras de su refugio y se puso a trabajar en el borrador de la carta.

Al concluir, se sintió en paz consigo mismo. Volvía a ser libre. Abrió la ventana para que entrara el aire fresco y se quedó mirando a la gente que pasaba por la calle. Sonrió al dirigir la vista hacia el cielo despejado y azul. Ese día, la vida transcurría tranquilamente en París. Ojalá hubiera podido sentirse tan feliz contemplando la avenida Nevsky desde un piso de Leningrado.

En una esquina divisó a un grupo de jóvenes soldados, pero no había hombres del NKVD a la vista. Se sentó y empezó a pasar a máquina la carta.

16 de julio de 1937

AL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE LA URSS

Esta carta que ahora envío debería haberla escrito hace mucho, el día en que los Dieciséis —todos ellos bolcheviques veteranos— fueron masacrados en los sótanos de la Lubianka por orden del «Padre del pueblo».

Entonces guardé silencio y tampoco alcé la voz contra los asesinatos posteriores; por ello me siento culpable. Mi falta fue grave, pero ahora voy a repararla con la mayor presteza para descargar mi conciencia.

Hasta ahora he avanzado a vuestro lado, pero ya no daré un paso más. ¡Nuestros caminos se han separado! Quien guarda silencio se convierte en cómplice de Stalin, traiciona a la clase trabajadora y al socialismo. He luchado por el socialismo desde que cumplí los veinte años. Ahora que estoy acercándome a los cuarenta no deseo vivir de los favores del NKVD. Tengo dieciséis años de experiencia de trabajo ilegal y me queda fuerza suficiente para partir de cero con la intención de salvar el socialismo.

Vuestras exclamaciones de júbilo ante vuestros éxitos no lograrán sofocar los gemidos y los gritos de las víctimas torturadas en los sótanos de la Lubianka, en Svobodnaia, en Minsk, en Kiev, en Leningrado, en Tiflis. No lo lograréis. La voz de la verdad nunca será sofocada por hombres corruptos, trastornados y sin principios como vosotros, que con una combinación de mentiras y sangre estáis envenenando el movimiento de trabajadores del mundo entero…

Luego advertía a Stalin que no diera crédito a las aclamaciones de las multitudes. Detrás de tanta adulación se escondía un tremendo odio. Explicaba su propia evolución política y por qué no podía continuar trabajando para Moscú. Y firmaba sencillamente «Ludwik». Después, como ocurrencia de última hora, añadió un párrafo:

En 1928 me concedieron la Orden de la Bandera Roja por los servicios prestados a la revolución proletaria. La adjunto a esta carta. Lucir una condecoración que también llevan los asesinos de los mejores representantes de la clase obrera rusa sería rebajarme. En las dos últimas semanas Izvestia ha publicado los nombres de quienes han recibido recientemente la Orden. Sus méritos se han mantenido discretamente en secreto, porque son los hombres que han ejecutado las sentencias de muerte de los viejos bolcheviques.

A la vez que organizaba su red de agentes, Ludwik había diseñado un plan para que las cartas urgentes llegaran a Moscú en un plazo de veinticuatro horas. Metió la misiva dirigida a sus antiguos jefes en un sobre marrón y escribió en él: «A la atención del Cuarto Departamento. Urgente». Luego se dirigió a la Embajada soviética, la echó en un buzón especial y se marchó sin haber tenido contacto con nadie salvo con el portero, que le sonrió y le guiñó un ojo.

Regresó a la rué de Condé dando un largo rodeo, convencido de que los había tomado por sorpresa. La Embajada sería el último sitio donde imaginarían que podía presentarse. Ahora tendría unos días de tranquilidad, hasta que la carta llegase a Moscú.

Pero había subestimado al enemigo. Una hora después de la entrega de la carta, Spiegelglass ya se había valido de su autoridad para abrirla, leerla y convocar una reunión de sus principales agentes.

—Ludwik nos ha traicionado pasándose al bando nazi. Quiero que los encontréis, a él y a su familia, y los ejecutéis. Eso es todo. ¿Alguna pregunta? Bien.

No volváis sin haber cumplido la tarea. Y haced pasar a Livitsky.

Livitsky entró con la cara demudada.

—¿Dónde está su amigo Ludwik?

—Ni idea.

—¿Sigue en París?

—No lo sé. Llevo semanas sin verlo. Ayer mismo regresé de Inglaterra, ya lo sabe.

—No me fío de usted, Livitsky. Ustedes, los cosmopolitas, son todos iguales. Poco a poco vamos haciendo limpieza de personal. Queda usted advertido. Como no colabore para encontrarlo, lo enviaré a Moscú y allí lo interrogarán en la Lubianka.

Livitsky puso una sonrisa desganada.

—Gracias por su confianza, camarada. Ahora tengo trabajo que hacer contra la verdadera contrarrevolución.

—Adiós, Livitsky. No le quepa duda de que Ludwik está acabado.

Livitsky fue a un café y pidió una gran copa de coñac y luego otra. Las manos dejaron de temblarle cuando apuró ambas copas. Desde el teléfono, llamó a Ludwik. Dos llamadas y colgar. Luego tres llamadas y colgar. El mensaje era sencillo: huye para salvar la vida. Te han descubierto. Una vez cumplida la misión, Livitsky volvió a casa y, cómo no, encontró a un agente del NKVD tratando de aparentar normalidad en la acera de enfrente.

El mensaje de Livitsky dejó atónito a Ludwik. ¿Cómo podían haberse dado cuenta tan deprisa? Enfadado consigo mismo, descargó un puñetazo en la mesa. Seguro que Spiegelglass había abierto la carta. Ludwik se maldijo por no haber empleado otro canal para comunicarse con Moscú. Recogió la máquina de escribir, la ropa y salió del piso. Las estaciones de tren parisienses estarían vigiladas durante los próximos días, no le quedaba otra posibilidad que irse en coche. Su Citroen negro estaba aparcado frente a la casa de una amiga, la anciana que le había pasado la nota de advertencia hacía unos días. Era el enlace más antiguo y de mayor confianza que tenía. Se sintió tentado de subir a despedirse de ella, pero muchos años de disciplina férrea le valieron para dominar ese impulso. En aquel maldito trabajo no había lugar para los sentimientos.

Se aseguró de que no estaban vigilando el coche recorriendo las bocacalles de los alrededores. Después de un día caluroso, agradecía la brisa vespertina. Ojalá no hubiera tenido que vestirse de traje y corbata. Una vez que hubo verificado que no lo seguían, subió al Citroen.

Al cabo de media ahora había salido de París y se dirigía a Dijon. Las carreteras estaban oscuras como boca de lobo y no tenía más remedio que conducir despacio. Durante tres horas no se cruzó con ningún otro vehículo. Llegó a Dijon cuando ya amanecía y encontró sin dificultad la estación. Abandonó el coche, entró en un bar de trabajadores y pidió un coñac para acompañar al café. Tuvo suerte con los horarios de trenes: había uno que salía enseguida hacia Lyon, desde donde podría coger otro para Lausana.

A última hora de la tarde llegó a Finhaut. Hacía muchos años, había pasado por allí con Lisa y en aquel entonces les extrañó que en aquel precioso pueblo montañés no hubiera hotel ni restaurante. Lisa se había alojado en casa del alcalde, adonde le dirigieron unos chavales que ya habían hecho amistad con Félix.

Fue Félix quien lo vio primero. Corrió ladera abajo gritando a pleno pulmón:

—¡Papá! ¡Se te ha puesto el pelo blanco!

Ludwik levantó al chico en volandas y le besó. Se encaminaron juntos a casa del alcalde y, al verlos por la ventana, Lisa se precipitó a recibirlo. Ella también advirtió el cambio de color del pelo, pero no dijo nada.

Los tres compartían la misma habitación, y eso limitaba las posibilidades de hablar de los adultos. Además, Ludwik estaba agotado y se fue a la cama inmediatamente después de una cena espartana a base de pan y queso acompañados de un vaso de leche caliente. Esa noche se quedó dormido mucho antes que Félix.

Cuando se despertó, Lisa y Félix seguían durmiendo en sus estrechos catres. Se acercó a la ventana e intentó tranquilizarse contemplando el paisaje alpino.

Sabía que estaba al borde de un abismo, pero hasta eso era mejor que el mundo de espejos, máscaras y tortura del que acababa de liberarse.

Su vida adulta había sido una larga partida de ajedrez con la muerte. La idea de morir no asustaba a su generación siempre y cuando uno muriera por una causa, participando en una lucha titánica por el poder.

Ahora sabía que la revolución en la que había desempeñado un modesto papel había degenerado hasta resultar irreconocible y que las personas que en su día trabajaban para él recibirían el encargo de perseguirlo. Tratarían de acorralarlo y, si lo lograban, lo matarían. ¿Hasta cuándo podría vagar de un lado a otro, volviendo la mirada a cada rato para comprobar si ya tenía a su espalda a quien lo iba a ejecutar?

Rememoró el sueño de aquella noche. Recuerdos de su infancia. La visión de la luna a través de la bruma, el barro de los caminos que solía salpicarle la ropa, el sol filtrándose entre los árboles, su padre que tocaba el piano noche tras noche, y su hermano mayor, al que Ludwik no veía desde la revolución. ¿Estaba vivo o muerto? Su hermano renegado, que había combatido con Pilsudski contra el Ejército Rojo en 1921. Freddy le había contado que sus enemigos de Moscú estaban tratando de desacreditarlo con ese dato.

Lisa se acercó sigilosamente y lo rodeó con los brazos.

—Qué condiciones de vida tan primitivas hay aquí —susurró, y los dos rieron bajito.

—¡Shh! —dijo Ludwik, señalando al chico dormido.

—Su presencia hace que todo valga la pena. Es la recompensa de tantos años de tristeza y problemas —dijo Lisa.

—Espero no haber acarreado la desgracia a las dos personas que más quiero del mundo. Quizá Félix y tú deberíais marcharos…

—No.

La primera semana pasó en un suspiro. Ludwik empezó a relajarse. Iban a dar largos paseos, Ludwik le contaba a Félix historias del pasado, de los tiempos previos a la revolución, y cuando Lisa y él estaban solos hablaban del futuro. Ludwik se moría por ponerse en contacto con sus viejos amigos de confianza de Ámsterdam, sobre todo con Sneevliet, un disidente comunista holandés. Por mediación suya pretendía poner a disposición de Trotsky sus servicios y sus grandes conocimientos sobre el funcionamiento interno del sistema.

—Yo creo que deberías publicar tu carta ahora mismo, Ludwik. Así se lo pondrás más difícil para matarte.

—Es verdad, pero también alertaría a todos los servicios de Inteligencia de Europa y eso sería problemático. Necesito a alguien capaz de realizar en mi nombre pequeñas tareas, alguien en quien pueda confiar. ¿Gertrude, tal vez?

—¿Por qué Gertrude? ¿Todavía confías en ella después del incidente de Inglaterra?

—Lo confesó todo. Estos hombres quizá la satisfagan físicamente, pero su inteligencia no le merece ningún respeto. Y ya sabes que hace unos años estuvo pensando en suicidarse. Me preocupa que vuelva a intentarlo si cree que he desaparecido sin dejar huella.

—No me has convencido —dijo Lisa, y frunció el ceño.

—Nunca te ha caído bien, ¿verdad?

—No.

Ludwik se echó a reír.