Veinticuatro

Félix era la única persona que podría haberle contado a Vlady todo lo que quería saber sobre Ludwik, porque lo conocía desde la perspectiva de un niño. Félix había nacido del gran amor que se tenían sus padres en los heroicos tiempos de la utopía. Comprendía mejor las cosas de lo que creían sus padres y era sensible al menor de los cambios de ánimo de cualquiera de los dos.

Al despertarse aquella hermosa mañana de julio de 1937, Félix trató de explicarse los motivos de la gran felicidad que sentía. Frunció el ceño mientras se concentraba para recordar lo que había soñado, pero al final desistió con un encogimiento de hombros. Una de las razones de su felicidad era que los tres llevaban juntos cerca de un mes. Ludwik había dejado de viajar.

Fue de puntillas al dormitorio de sus padres y bajó el picaporte de latón con mucho sigilo. La puerta crujió al abrirse. Los vio profundamente dormidos, uno en brazos del otro. Sonrió, salió y cerró la puerta, que volvió a crujir, sobresaltándole. Se detuvo: no, no se oía nada en la habitación.

El verano en París. Se acodó en la ventana de la cocina y, con los ojos cerrados, dejó que el sol le bañara la cara. Las calles se veían limpias y secas, sin restos del mosaico de charcos. Poco a poco se fueron animando y empezó a ver a los personajes conocidos.

Cuando soñaba despierto, Félix se dedicaba a poner rasgos diferentes en las figuras de los tenderos que veía. Entonces le recordaban a la gente que quería y que estaba lejos, en la Unión Soviética. Él sí había disfrutado del viaje a Moscú, pese a la tensión que supuso para su madre. Tenía muy reciente el recuerdo de sus viejos amigos y entablaba a menudo conversaciones imaginarias con los personajes que veía en la calle. Tanto se enfrascaba a veces en los complejos detalles de su mundo ficticio que ni se daba cuenta de que su madre estaba en el umbral de la cocina, escuchando con mucho interés todo lo que decía. Nunca le preocupó, aunque en alguna ocasión se avergonzaba.

Aquel día estaba feliz, a la espera de que se despertasen sus padres. Se preparó el desayuno, pero no lograba relajarse. Una vieja fantasía sobre la guerra civil concebida por primera vez cuando tenía cinco o seis años volvió a colarse en su cerebro al son de La Internacional. Empezó a oír la voz del mariscal Tukachevsky, que era una voz dulce y amable, muy distinta de la de los generales de las películas.

—Ya me puede traer el desayuno, camarada. ¡Estoy listo!

Félix cogió la bandeja y se la llevó al mariscal, que sonrió mientras el muchacho se cuadraba.

—¿Hay noticias del frente, camarada mariscal?

—Los blancos se han batido en retirada. Hemos derrotado a las fuerzas de Kolchak y Denikin ha sido borrado del mapa. Buenas noticias, ¿eh?

—En efecto, camarada mariscal, pero ¿qué me dice de los ejércitos extranjeros? Tenemos veintidós en suelo soviético. ¿Podremos derrotar a veintidós ejércitos?

—Por supuesto, el camarada Trotsky llega hoy. ¿Le gustaría conocerlo?

En este momento crucial, sonó el teléfono. Félix maldijo a quien estuviera llamando y levantó el auricular.

—Sí. Sí, soy yo. Mamá todavía está durmiendo, tío Schmelka. Le diré que has llamado. Claro, ojalá. Au revoir.

La consigna era que Ludwik nunca estaba en casa cuando llamaba alguien, a no ser que decidiera ponerse al teléfono. Félix tenía tan asimilada esa norma que la ponía en práctica automáticamente. Livitsky le caía bien, era el único de los amigos íntimos de sus padres que estaba en París en aquellos momentos. La semana anterior había ido a verlos un par de veces, pero fueron visitas muy tensas y, ¡sorpresa!, sus padres y él dejaban de hablar cuando Félix entraba en la sala. Félix detestaba que los mayores se comportaran así con él. Ya no era un niño.

Suponía que sus padres trabajaban en secreto para la Unión Soviética. No porque se lo hubieran dicho, sino por las extrañas costumbres de su familia, como por ejemplo no comentar nunca a nadie los viajes que tenían planeados. Lisa le había dado una explicación tan absurda y poco convincente de por qué actuaban así que Félix ya ni la recordaba. Frunció el ceño. Sin ir más lejos, el día antes, su amigo André le había invitado a ir con él y su familia a pasar unas semanas en el País Vasco. Y Félix tuvo que rechazar la invitación. André insistió y quiso que le explicara por qué no podía ir, y Félix farfulló una incoherencia, algo así como que sus padres estaban planeando llevarlo a hacer un viaje muy largo a algún sitio.

Al recordar que era su primer día de vacaciones, se puso a dar palmas. Por eso, entre otras cosas, estaba tan contento. ¿Cómo se podía haber olvidado? Ya no tendría que ir al colegio. Al principio, lo habían tomado por un refugiado español, huido de los horrores de la guerra civil. Por eso le prestaron una atención especial, y empezó a aprender francés a un ritmo increíblemente rápido. La mayoría de los profesores eran socialistas o comunistas y llevaban a España en sus corazones. El hermano del profesor de química había muerto en la batalla de Teruel. Después, los profesores descubrieron que Félix no hablaba una palabra de español y, aunque eran ellos quienes se habían confundido, descargaron sus iras sobre el niño.

—Hablo ruso, polaco y alemán —les dijo Félix con los ojos llameantes de cólera.

—¡Ruso!

Eso era aún mejor para algunos de sus profesores, que a partir de entonces redoblaron su dedicación. El francés de Félix mejoraba a marchas forzadas.

—¿A qué se dedica tu padre? —le preguntó una tarde el simpático profesor de matemáticas.

—Es hombre de negocios —respondió Félix, tal como le habían instruido para contestar en numerosas ocasiones y diversas ciudades. La expresión de espanto del profesor le hizo ruborizarse.

—¿Cuándo vivió en la Unión Soviética?

Lo preguntó con tal agresividad que Félix, desafiante, se encogió de hombros. ¿Serían imaginaciones suyas o de verdad le había oído mascullar «un blanco de mierda»?

Desde entonces, el colegio fue para él una tortura insoportable. Había niños que se burlaban de él llamándolo «blanco» y las pullas habían terminado en una ocasión en pelea a puñetazos. Lo que disgustó a Félix aún más fue que sus padres se rieran cuando se lo contó. Después, Lisa habló con el profesor y la tensión se relajó, pero nunca volvió a disfrutar del colegio.

El único amigo que tenía era André. Con él podía hablar prácticamente de cualquier cosa y, además, a Félix le encantaba ir a casa de André. Su padre era maquinista y trabajaba por turnos. Siempre que había ido a casa de su amigo a la salida del colegio, Félix se había encontrado al padre recién levantado de la cama, a punto de irse al trabajo, pero eso no le había impedido charlar con ellos y tratarlos como adultos. Los domingos, André y su padre disputaban una intensa partida de ajedrez. A Félix le habría encantado ir con ellos de vacaciones al País Vasco el mes siguiente.

De pronto, Félix oyó voces en el dormitorio de sus padres y se precipitó hacia allí. Suponía que encontraría a Lisa tan animada y alegre como se sentía él después de que Ludwik les hubiera dicho la semana anterior que ya no volvería a viajar nunca más. Pero la encontró con una expresión tensa que conocía muy bien. Era la cara que hasta entonces ponía cuando Ludwik se ausentaba. Hoy no sabía a qué atribuirla. Le echó los brazos al cuello y su madre lo estrechó contra sí, acariciándole la cara. Las palabras sobraban. Esa forma silenciosa y emotiva de comunicarse siempre se había producido en momentos especiales, según recordaba. Félix comprendió que la decisión de no viajar más de su padre entrañaba amenazas aún más peligrosas. ¿Dónde radicaba el peligro? ¿Y por qué?

—¿Por qué está tan disgustada mamá? —le preguntó a su padre mientras daban un paseo por el Barrio Latino.

Ludwik se había enamorado de esa pequeña ciudad dentro de la ciudad cuando conoció París en 1923. Napoleón III, le explicó a Félix, ordenó que se construyera el bulevar Saint-Michel, pero seguía habiendo suficientes callejuelas como para preservar el antiguo sabor bohemio.

Observando los reflejos del sol en el cabello de su hijo, Ludwik sonrió para sí. Qué alto estaba Félix, y qué guapo, igual que su madre. Recordó las discusiones que había tenido con Lisa sobre si era justo traer hijos a un mundo desgarrado por disensiones y guerras. Gracias al cielo, Lisa acabó por imponer su opinión. Rodeó los hombros del chaval con el brazo. Su mayor tormento era su preocupación por Félix. En los primeros tiempos, le inquietaba pensar qué le ocurriría a su hijo si él caía en manos enemigas. Con el transcurso del tiempo, Ludwik había pasado a formar parte de la vida de Félix. Al menos, recordaría a su padre.

—Ya no soy un bebé. Comprendo mejor las cosas de lo que pensáis. Mamá está disgustada porque se preocupa por ti. ¿Por qué, papá? Dímelo, por favor. Por favor.

—Te lo diré cuando estemos de vacaciones, te lo prometo. Nos iremos juntos a un café y tendremos una larga charla.

—¿Entonces nos vamos a ir juntos?

—No exactamente. Lisa y tú os iréis mañana, y dentro de unas cuantas semanas yo me reuniré con vosotros, te lo prometo.

—¿Por eso está mamá tan triste? ¿Porque no vas a venir con nosotros?

—Sí, ésa es una de las razones.

A Félix se le nubló la expresión, pero no dijo nada. ¿Por qué Ludwik tenía que quedarse allí unas semanas más? Acababan de cruzar la calle del Odeón y se estaban adentrando en el territorio de la literatura. A Félix le encantaban las Galéries y las conocía a fondo. Lisa también lo llevaba allí a menudo cuando Ludwik estaba fuera y le dejaba explorar a solas durante horas.

Mientras Félix echaba un vistazo a los libros recién publicados y miraba con ojos ávidos los artículos de papelería, su padre se alejó como si nada hacia un puesto de libros de viejo donde una anciana estaba constantemente colocando y volviendo a colocar sus existencias. Los ojos se le iluminaron al ver a Ludwik, pero no cruzaron ni una palabra. La mujer se retiró un momento, regresó con un libro que parecía muy antiguo y se lo entregó a Ludwik. En ese momento sus ojos expresaban inquietud. Al darse cuenta, Ludwik la tranquilizó con una sonrisa y un gesto a la vez que cogía el libro. Mientras él se alejaba, la mujer echó un vistazo a su alrededor para verificar que no había desconocidos observándolos y se relajó porque todo parecía en orden. Conocía a la mayoría de los clientes asiduos. «Ándate con cuidado, Ludwik», dijo para sí.

Ludwik fue a buscar a Félix y lo encontró en el puesto de artículos de papelería. Sacó un papel del libro y se lo guardó en el bolsillo antes de tenderle a Félix el libro, que era una primera edición en ruso de Guerra y paz. Félix movió la cabeza de lado a lado y sonrió. Ludwik se echó a reír. Su colección de libros antiguos sorprendía mucho a Félix, que no acababa de comprender el sentido de tener varias ediciones del mismo libro.

Al llegar a casa unas horas más tarde, después de pasarse por el Café Voltaire y de comprar un par de resistentes botas de montaña para Félix, el niño se llevó un disgusto tremendo. El piso estaba vacío. No quedaba ni un adorno en las paredes y el suelo estaba atestado de maletas de ropa y libros. Llevaban cerca de dos años viviendo allí y Félix se había encariñado mucho con el piso, algo que no les sucedía a sus padres. Ludwik vio la cara que ponía y le apretó los hombros cariñosamente.

—¡Tu madre ya ha preparado las maletas para las vacaciones!

—¡Pero si lo ha recogido todo! ¿Es que no vamos a volver?

A Ludwik le dolió oír el tono angustiado de Félix. Sabía muy bien que la existencia nómada que llevaban desestabilizaba psicológicamente a su hijo. Pero no habían tenido alternativa, salvo la posibilidad de que Lisa se instalara permanentemente en Moscú con Félix, lo que era inviable.

—Félix, no volveremos a este piso. Mañana os vais a marchar muy lejos de aquí. No recibiremos cartas, ni llamadas telefónicas, ni mensajes. Y a partir de ahora estaremos juntos para siempre. ¿Te hace feliz?

Félix abrazó a su padre.

—¿Vas a cambiar de trabajo? ¿Estás cansado de trabajar para la Unión Soviética?

—Muy cansado.

—Hum. Así que no tardarás en quedarte calvo.

Ludwik sonrió a la vez que suspiraba. Ojalá fuera tan sencillo como eso. Sacó el papel arrugado que le había entregado la librera de viejo.

Unos hombres, rusos sin lugar a dudas, han venido a preguntar por ti hoy. Que cuándo habías estado aquí por última vez y que si esperaba que volvieras algún día concreto. Fingí que no te conocía y que no les entendía. Como no sabían que hablo ruso, se pusieron a maldecirte, pero me creyeron. Supongo que mis arrugas resultan convincentes. Andate con cuidado, Ludwik.

Esa noche, cuando se iban a ir a la cama, Lisa le pidió a su marido que no tuviera a Félix despierto mucho rato.

—Tiene que dormirse pronto. Mañana nos espera un día muy largo.

Mientras Lisa retiraba los restos de la cena de la mesa de la cocina, Ludwik cargó con su hijo a la espalda, como tenía por costumbre cuando Félix era mucho más pequeño, y lo llevó al cubículo, más parecido a un armario que a una habitación, donde tenía instalada su cama.

—Esta noche no quiero cuentos de España, papá. Se han vuelto demasiado tristes.

Desde que cumplió tres años, Félix pedía a su padre que le contara un cuento especial para irse a la cama siempre que volvía de un viaje largo por el extranjero. El protagonista de esos cuentos era algún que otro animal con el que se había topado Ludwik en sus viajes: una foca que hablaba en Amsterdam, un león enloquecido en Londres, un oso polar siberiano perdido en Viena, un bisonte desorientado en Ginebra, una pitón en Múnich, y así sucesivamente. Esos animales le servían a Ludwik para explicarle al niño lo que sucedía en el mundo.

A medida que Félix se fue haciendo mayor, los animales desaparecieron paulatinamente y los sustituyeron superseres humanos imaginarios y, después, durante los últimos tres o cuatro años, Ludwik ya le contaba historias reales entresacadas de sus experiencias en la Unión Soviética, Alemania y, recientemente, de la guerra civil española.

Allá donde fuera Félix, todas las conversaciones giraban en torno a la guerra de España, y a él le enorgullecía que su padre estuviera colaborando con la República en contra de los fascistas. Un verano, Lisa y él fueron a pasar una semana con Ludwik en Collioure. Tanto le gustó aquel pueblo que quiso quedarse más tiempo y sus padres le concedieron ese deseo. Todos los días, mientras Ludwik iba a la aldea republicana de las montañas, Félix arrastraba a Lisa a explorar el castillo medieval.

Pero no eran sólo el castillo, los helados y los pasteles, ni las largas horas de jugar en la playa lo que le gustaba. Además, se había vuelto inseparable de un nuevo amigo de su edad. Lisa, que disfrutaba al ver tan feliz a su hijo, tardó unos días en descubrir que el amigo de Félix tenía una hermana que les sacaba un año a los chicos. Félix se enamoró de ella y la seguía por todas partes, lo que irritaba mucho a su hermano y no digamos ya a sus otros pretendientes más serios.

Y llegó el día en que el hermano y la hermana se fueron porque las vacaciones habían tocado a su fin. Félix, inconsolable, se paseaba junto a las almenas del viejo castillo sintiéndose muy desgraciado e imaginando situaciones en las que rescataba a su amada de las fuerzas del mal. Incluso dejó de comer durante unos días. Lisa y Ludwik le observaban en silencio, sabiendo que tratar de hablar con él del asunto sería un error. Antes de que pasara una semana, Lisa ya había logrado devolver a su hijo a la realidad a base de cuidados.

Ludwik le había contado montones de historias sobre España. De cómo los trabajadores españoles combatían contra Franco, Hitler y Mussolini. Sobre cómo los estadounidenses, los rusos, los británicos y, sí, también los alemanes habían acudido a ayudar a la República. Historias heroicas de tiempos de esperanza. Al cabo del tiempo, esas historias empezaron a sonarle a Félix repetitivas y previsibles. El heroísmo a veces resulta increíblemente aburrido. Pero no era sólo eso; Félix sabía que no se lo estaban contando todo. Oía a sus padres hablar en susurros del envenenado mar de fondo, de la guerra que se desarrollaba dentro de la guerra, de asesinatos en el bando republicano. Y aunque no acababa de entender de qué se trataba, sí percibía que a sus padres les disgustaba mucho.

—Háblame de cuando eras pequeño, antes de la revolución. El tío Schmelka me ha dicho que siempre estabas discutiendo con todo el mundo.

Tendido en la cama en la penumbra de la noche veraniega, el chaval dirigió a su padre una mirada de adoración, y Ludwik se inclinó para besarle los ojos.

—En aquella aldea tenía una buena pandilla. Ibamos todos al mismo colegio y luego pasábamos juntos casi todo el tiempo libre. Habíamos establecido nuestro cuartel de verano a orillas del río. Nadábamos, rivalizábamos para ver quién atrapaba más peces, encendíamos fogatas y asábamos la pesca. Ninguna comida ha vuelto a saberme así de bien.

»En invierno solíamos rondar por los alrededores de la estación de tren. Un pueblo fronterizo tiene muchas ventajas. Nuestro pueblo formaba parte del Imperio austriaco y a la otra orilla del río empezaba el Imperio zarista. Personalmente, yo prefería a los austríacos. Veíamos pasar los trenes y soñábamos con conocer grandes ciudades: San Petersburgo, Berlín, Londres, París y Viena. Esos eran los límites de nuestro mundo. Nos gustaba ver a la gente que regresaba a Lemberg desde Viena. Por alguna razón incomprensible, las hermosas damas de la nobleza rusa tenían por costumbre desprenderse de sus flores en nuestro insignificante Pidvocholesk. Y nosotros recogíamos las flores, las rociábamos con agua, las atábamos con un cordel nuevo y se las vendíamos a la gente que viajaba en dirección contraria o a la madre de Shmelka, que siempre nos las compraba.

—¿Eran ricos los padres del tío Schmelka?

—No, en realidad no, pero comparados con los demás nos parecían multimillonarios. Schmelka siempre llevaba ropa limpia, iba a clases de música y el mayor de todos los lujos es que tenía una habitación para él solo.

—¡Ludwik, ya vale! Deja dormir al chico.

Padre e hijo sonrieron al oír la voz de Lisa. Ludwik besó a Félix en las dos mejillas.

—Que duermas bien, hijo mío.

A la mañana siguiente, Ludwik se trasladó a un hotelito de Clichy, y Lisa y Félix subieron a un tren que los llevaría a Suiza. Darían un complicado rodeo que Ludwik había calculado cuidadosamente con objeto de despistar a quien pudiera seguirlos. Su propio futuro era incierto, pero con las vidas de ellos no quería correr el menor riesgo. Mejor que llegasen agotados a su destino a que no llegasen.

Lisa tiene un sueño: La envuelven olas gigantescas, como gruesas hojas de papel, tan blancas como el algodón lavado. La cabeza de Ludwik emerge y se sumerge una y otra vez. ¿Está tratando de nadar? No, ha vuelto a desaparecer. Las olas se apaciguan y resulta que no está en el mar, sino en la nieve. En un desierto de nieve. Lisa reconoce aquel paisaje familiar, es Siberia. Va avanzando hacia un arroyo cuyas aguas discurren a cámara lenta. Al llegar a la orilla se topa con un tronco colosal. Un hombre está encadenado a él, sin tratar de liberarse. Reconoce a Ludwik y echa a correr hacia él gritando: «¡Ignatyl! ¡Ignatyl!», pero el tronco se aleja como un espejismo a medida que ella va acercándose. De pronto se queda pegada al suelo, sin poder moverse, paralizada. El tronco también se detiene. Por la cara de Ludwik corre sangre que se derrama en el arroyo como cera fundida sobre agua. Lágrimas de sangre. Está muerto. No. Aún vive. En su rostro aparece una sonrisa y empieza a hablar, pero ésa no es su voz. Es una voz profunda que pronuncia las palabras con precisión y claridad. Es la voz con la que habla el actor judío Mikhoels en los escenarios de Moscú. Ludwik con la máscara vocal de Mikhoels. Está recitando un poema tranquilizadoramente conocido:

Antes que yo murieron mis deseos, a mis sueños les dije adiós; sólo me queda el desconsuelo, mieses de un huero corazón. Temporales del cruel destino marchitaron las flores de mi corona… vivo en soledad, abatido, en espera de que suene mi hora.

A espaldas de Ludwik se mueven imprecisas figuras enarbolando hachas con las que se disponen a ejecutarlo. Se oye otra voz, incorpórea, tétrica. ¿Quién será? Es Félix, que repite incesantemente: «Nuestra propia gente… nuestra propia gente… nuestra propia gente…». Las hachas están a punto de abatirse sobre Ludwik.

Una sacudida despertó a Lisa y el sueño se fue desvaneciendo mientras el tren daba un ligero bandazo y enfilaba el último tramo serpenteante que conducía a la aldea de Finhaut, en los montes suizos. Se palpó las mejillas húmedas. Qué curioso haber recordado el poema de Pushkin. Lo había aprendido en el colegio a los nueve o diez años de edad, y desde entonces no había vuelto a leerlo ni a recitarlo. Sorpresas que te da la memoria.

A su lado, Félix dormía profundamente con la cabeza reclinada en la ventanilla y el sol vespertino pintándole sombras en la cara. Lisa le acarició el pelo y miró por la ventana el majestuoso paisaje del Valais en pleno esplendor veraniego, cuando florecían las plantas alpinas. Las amarillas prímulas la hicieron sonreír de placer.

Por un instante, mientras aspiraba el aroma que la rodeaba, lo demás cayó en el olvido. Una penetrante fragancia embalsamaba el compartimento, en el que sólo viajaban con ellos una joven suiza alemana y un francés recién casados. Cien rosas de un blanco cremoso formaban parte de su equipaje para la luna de miel.

Félix nunca había visto nada igual y se quedó deslumhrado por el tamaño y la belleza de aquel ramo. La joven, conmovida por la franca expresión de deleite del niño, sacó una rosa y se la prendió en el jersey. Lisa sonreía ahora al ver la rosa reclinada sobre el pecho de Félix, como si estuviera parodiando la postura de su nuevo dueño.

Estaba con el corazón en un puño desde que Ludwik le comunicó, la noche de la víspera, la decisión que había adoptado.

—He decidido retirarme —le dijo con una sonrisa triste y extraña—. Ya no puedo más. La semana que viene informaré a Moscú por carta.

Lisa le dio un fuerte abrazo y Ludwik vio en sus ojos una expresión de pánico. Los dos eran conscientes de que apenas tenía posibilidades de sobrevivir. Si ni siquiera el último mono de la organización podía marcharse sin ser sometido a un severo interrogatorio, ¿qué no le harían a Ludwik, que había establecido redes en más de una docena de países europeos?

—¿En qué piensas, madre? —Félix, que ya estaba despierto y muy emocionado con las vistas y el olor de las montañas, miró a su madre directamente a los ojos. Se habían quedado solos después de que los recién casados se apearan en la última estación. El tren ascendía lenta y trabajosamente hacia Finhaut.

En lugar de responderle, Lisa le abrazó. Ludwik y ella habían decidido cuando Félix tenía tres años y la extraña habilidad de plantear preguntas indiscretas que era mejor callarse antes que contarle mentiras… salvo en casos muy especiales. No había otra solución, pues si no, dado el carácter del trabajo de Ludwik, se habrían visto obligados a idear un universo falso, un reino de mentiras, y eso lo consideraban inaceptable.

Por su parte, Félix llegó a aceptar que había muchas preguntas para las que nunca obtendría respuesta. Y aunque le pareciera extraño, tuvo que darlo por sentado, tal como los niños se amoldan para no poner en entredicho las decisiones de los adultos.

El tren llegó a la estación y Lisa y Félix bajaron al andén y aspiraron el aire alpino. Un maletero les ayudó con el equipaje y al cabo de media hora ya habían llegado al chalé escogido por Ludwik como retiro del mundo. Madre e hijo estaban pensando en él.

—¿Cuándo regresará?