Nunca quise ser un lastre para ti, Karl. Por eso te mantuve al margen de lo que para Helge y para mí se había convertido en un modo de vida. A partir de la fundación del Comité por una Alemania Democrática (KDD) no nos resultó fácil llevar una existencia normal. El libro que publiqué en los setenta, Manifiesto por una nueva Alemania, se convirtió en un éxito clandestino, aunque no gozase de tanta popularidad como La alternativa de Bahro. Por intuición, llegué a saber hasta qué punto se podía desafiar a este maldito régimen… y el límite siempre estaba un poco más allá de donde suponía la gente.
Empezamos a llevar una vida irregular, aunque las dislocaciones e intermitencias tendían a repetirse y fueron conformando una pauta. Aunque parecíamos movidos por ciclos que obedecían al azar, en realidad todo iba adquiriendo una extraña coherencia. Nos convertimos en actores consumados. Mis apolíticos compañeros y alumnos de Humboldt se sorprendían de verme transformado y me decían que me había vuelto más conformista.
Tu madre y yo viajábamos con frecuencia a la zona occidental del país, ¿te acuerdas? Imagino que no te hacía mucha gracia, lo único que querías era ser como los demás chicos. ¿Estoy en lo cierto, Karl? ¿O ibas asimilándolo todo sin que nos diéramos cuenta y te morías de ganas de ser un ciudadano normal de Occidente? Me gustaría que habláramos de estas cosas antes de morirme.
En marzo del 84, tu abuela dio un bajón tremendo.
—Me siento fatal, Vlady. Me ha llegado la hora.
El médico le había inyectado calmantes. Por la ventana de su dormitorio se veían los primeros brotes de la primavera en los lilos. Helge y tú habíais ido a pasar el fin de semana en Dresde. Sentado en un taburete, observaba a aquella mujercita consumida, en la que apenas se reconocía a la antigua Gertrude después de casi un año de guardar cama.
—Ya lo sé, mutti.
La tregua no se había roto desde que hiciéramos las paces casi treinta años antes. ¿Sabías que era simpatizante activa del KDD y que los nuevos militantes la adoraban? Teníamos un entramado de cerca de cuatrocientos simpatizantes repartidos por el país. La mayoría, jóvenes comunistas que habían desertado del partido en el que los padres de algunos de ellos ocupaban altos cargos.
Gertrude se preocupó de conocerlos a todos. Y fue ella quien redactó nuestro manifiesto público de más éxito, que nos labró una mala reputación ante la Stasi y nos granjeó mucho respeto en la otra Alemania, entre los verdes y los grupos de la izquierda del SPD, que, como es natural, cultivaba una buena relación con Honecker y la burocracia.
Recuerdo la expresión entre heroica y magnánima que puso cuando alabé el logrado tono polémico de su manifiesto. A decir verdad, Karl, más de una vez tuve la sensación de que el KDD se hundiría por pura inercia y cansancio. Pero Gertrude siempre acudía al rescate con sus edificantes discursos, su habilidad para encontrar a impresores dispuestos a editar obras de contrabando a cambio de divisas de la República Federal, su negativa a aceptar la derrota.
—No me queda mucho tiempo de vida, Vlady. Espero que guardes de mí un recuerdo amable, hijo, no me olvides.
—¿Cómo puedes dudarlo?
—Todo lo que he hecho lo he hecho por la causa, Vlady. Tenlo siempre presente.
El súbito retumbo de un trueno, seguido de una andanada de lluvia contra los cristales, subrayó las palabras de Gertrude con énfasis místico. La luz opaca y grisácea que había sustituido al sol matinal iluminaba el dormitorio. Los ojos de mi madre adquirieron una expresión alerta, y vi que me miraba fijamente.
—Chaparrones de primavera, mutti; siempre me recuerdan Moscú.
—Sí, Moscú —farfulló—. ¿Sabes una cosa, Vlady? Moscú siempre me trae a la memoria a Ludwik de joven. El me escuchaba, me consolaba, me daba apoyo y consejos, se enteraba de lo que había ocurrido en las sesiones secretas del Politburó y luego nos reíamos de todo. Es como si estuviera viendo sus ojos centelleantes. Afuera cae la nieve, pero dentro…
Cerró los ojos y yo me alejé de puntillas. Los abrió enseguida y empezó a hablar sin darse cuenta de que ya no estaba a su lado. Rememoró mi infancia, el Moscú de los tiempos bélicos, cuando todos sabían que lo más importante del mundo era derrotar al fascismo, sólo eso importaba. Sin detenerse en ningún episodio, sus recuerdos vagaban de un lado a otro. Los sonrientes ojos azules de Ludwik. Ante ese recuerdo, rompió a llorar.
—Perdóname, Ludwik, perdóname.
—¿Mutti? Creía que te habías dormido. ¿Quién tiene que perdonarte?
—Tu padre.
—¿Por qué?
—Yo también tendría que haber muerto.
—¿Mutti? ¿Me vas a responder a una pregunta?
Asintió con la cabeza.
—¿Es verdad que Ludwik era mi padre?
Noté que la había herido. Su viejo rostro cobró vida por última vez.
—Sí. ¿Por qué me lo preguntas ahora?
—Al mirarme al espejo esta mañana, te vi a ti, pero no vi a Ludwik.
—Chiquillo tonto. Cualquiera sabe, a lo mejor eres la viva imagen del padre de Ludwik. Tienes las cejas de mi padre. El día que naciste, al mirarte a la cara vi a Ludwik devolviéndome la mirada.
La creí. Algo en su forma de hablar me convenció de que decía la verdad. Le cogí la mano pequeña y arrugada y la besé, pero entonces sí que se había dormido. Cuando dejé reposar su mano sobre la cama, sentí que la vida se le escapaba. Corrí a telefonear al médico, pero era demasiado tarde. Justo dos semanas después habría cumplido ochenta y cuatro años.
Me quedé contemplando la escueta habitación, sin más notas de color que la que ponían las cortinas azul marino, muy queridas para Gertrude porque le recordaban el dormitorio de casa de sus padres en Múnich. Tenían exactamente los mismos años que la RDA y estaban muy descoloridas, pero no las habría tirado por nada del mundo.
Allí sentado, ante el cadáver de mi madre, tenía la sensación de que hacía un siglo que se había ido el médico. Me pasaban por la cabeza imágenes de mi infancia y de los buenos momentos que habíamos disfrutado juntos. Y me sentía culpable. Quizá había sido una crueldad abrir sus heridas preguntándole por mi padre. Pero es que necesitaba a toda costa saber la verdad. Una vez más, empecé a dudar de ella. Gertrude no era de esas personas que hacen confesiones en su lecho de muerte. Quizá no me hubiera dicho la verdad.
Empecé a repasar las fotografías que adornaban la pared. En una de ellas, Gertrude me sujetaba en brazos. Era la foto que tanto te hacía reír de pequeño, Karl. La tomaron justo antes de que nos fuéramos a Moscú, yo sólo tenía tres meses. El viejo retrato de familia, de su infancia en Múnich, me encantaba. Allí estaban los abuelos y el tío a los que nunca había conocido. En otra foto estaba yo a los doce años de edad, con la cara angulosa y expresión traviesa, corbata y una chaqueta elegante.
Esa misma tarde llegaron los de la funeraria y se llevaron a Gertrude. Al quedarme solo, lloré por primera vez. Por la noche, como no lograba conciliar el sueño, me levanté y empecé a dar vueltas por la casa. Helge y tú estabais regresando de Dresde, pero no llegaríais hasta por la mañana.
Entré en el cuarto de Gertrude y, una hora después, aún seguía recostado sobre su frágil y abarrotado escritorio. Traté de abrir el cajón secreto, que estaba cerrado con llave, como siempre. Territorio prohibido. Lo forcé y el corazón se me aceleró. ¿Qué tesoros iba a encontrar?
Lo primero que vi fue una vieja fotografía y una serie de cartas metidas en sobres oscurecidos por el tiempo. La foto la conocía bien: Gertrude y Ludwik del brazo en un café. ¿De finales de los años veinte? ¿Berlín o Viena? Imposible saberlo. Fui repasando las cartas lentamente. Había unas cuantas de su madre, otra de Lisa, fechada en 1925 en Moscú, nada de interés. Luego descubrí una carta dirigida a mí. La letra era de Gertrude. La había escrito hacía seis años.
Queridísimo hijo:
Encontrarás esta carta cuando ya haya muerto. Todas mis pertenencias están en esta casa y, ahora, son tuyas. El único objeto de valor es un pequeño broche que era de mi abuela y luego fue de mi madre. Me gustaría que si algún día tienes una hija, se lo dieras a ella. Si no, guárdalo para las hijas de Karl. No querría que saliera de la familia.
A veces me parece que mi vida ha sido un fracaso estrepitoso. Todo ha salido desastrosamente mal. Antes pensaba que después de la guerra tendríamos una vida distinta. Y, en alguna medida, la tuvimos, pero el cambio se quedó muy corto. Al pensar ahora en los años que siguieron a la revolución, cuando vivía como una fugitiva en tierra extranjera, en esos años dominados por la opresión y el hambre que pusieron duramente a prueba a todos los socialistas… veo que fueron la etapa más rica y fructífera de mi vida. ¿Lo entiendes, Vlady? Estoy hablándote de mi época de veinteañera. Aunque viviéramos en condiciones terribles, nuestros espíritus eran fuertes y nos apasionaban los ideales. Ahora vivimos en un mundo gris, aunque yo lo prefiero al deslustrado mundo del otro lado del horrible Muro. Nunca he logrado reconciliarme con las leyes de la jungla capitalista y la supervivencia de los más ricos. Quizá algún día se desvanezca esta bruma gris y tú y tus amigos del KDD construyáis un mundo mejor. Digo quizá porque no estoy segura. Ya no tengo seguridad en nada. La fe ciega la perdí y sólo quedó un vacío, un hueco enorme que se podía llenar con cualquier cosa.
La causa socialista se ha hecho tanto daño a sí misma y a los demás que esa herida se ha convertido en el símbolo que mejor nos representa. ¿Recuerdas esas palabras? Las pronunciaste tú en una de las reuniones del KDD y yo expresé mi disconformidad en público, aunque en mi fuero interno me sentía orgullosa de ti.
A tu padre le habría gustado. Me temo que tienes razón, pero confio en que no la tengas. En cualquier caso, sé que harás lo que sea mejor para el movimiento.
Ya sabes cuánto cariño les tengo a Helge y al pequeño Karl. Acertaste con ella. Sólo confío en que me haya perdonado lo mal que la traté al principio. Es una persona maravillosa y espero que sigáis siendo felices pase lo que pase en el gris mundo exterior.
Karl es un chico muy inteligente, pero me da la impresión de que se siente intimidado en tu presencia. No le interesan tus ideas políticas y tú tiendes a castigarle por eso. En vida nunca he interferido en vuestra relación, salvo una vez, cuando le pedí a Helge que hablara contigo para decirte que no era conveniente machacar tanto a Karl. Ella se limitó a sonreír, pensando, imagino, que era una vieja entrometida. En el fondo, nunca acabé de caerle bien, ¿verdad Vlady? Es comprensible. Recuerdo un día en que entré en casa sin que os dierais cuenta y os oí hablar. Tú me estabas defendiendo. Helge dijo: «Gertrude morirá con el Muro entre ceja y ceja». Y tú te reiste, Vlady. Te reiste quedamente. Ahora podrás reír a carcajadas sin miedo a que te oiga.
No quiero que esta carta, mis últimas palabras dirigidas a ti, se llene de amargura y recriminaciones. Siempre te he querido mucho, y todo lo que he hecho, absolutamente todo, lo he hecho para protegerte y brindarte una vida buena y saludable. Si no hubiera estado embarazada, quizá habría actuado de otra forma y habría muerto con Ludwik o poco después que él, pero tenía que vivir porque te llevaba en mis entrañas. ¿Tú qué opinas, Vlady? ¿Preferirías no haber nacido?
Sé que Helge y tú siempre me habéis considerado una mercenaria del partido, aunque en realidad nunca perdí la capacidad de crítica, nunca lo acepté todo a ciegas. Lo que vosotros queríais era que rechazase de plano el espíritu, la lógica y la manera de actuar del partido. Por ahí me negué a pasar, y ahora te voy a explicar por qué. Desde que se volvió a fundar el partido al crearse la RDA, en su seno hubo dos bandos enfrentados. Mi grupo, el de los «cosmopolitas», estaba formado por judíos, alemanes de la Unión Soviética y de Europa del Este, exiliados alemanes que habían regresado, militantes que habían combatido en la guerra civil española y servido con el Ejército Rojo. Los miembros del otro bando se consideraban básicamente comunistas y nacionalistas alemanes.
Su nacionalismo a veces llegaba a asustarme. En su fuero interno, preferían a Franz Joseph Strauss que a Brezhnev. Sé que te vas a reír al leer esto. «Menuda alternativa, mutti —dirás—. Una boñiga de vaca o una cagada de caballo». Eso es lo que dirás, ¿verdad mi Vladimiro? Pero ahora que empiezas a tomarte en serio a los pastores luteranos, permíteme que te recuerde lo que Albrecht Schonherr le dijo a su prole cuando era obispo de Berlín: «No queremos una Iglesia paralela al socialismo, ni una Iglesia opuesta al socialismo: queremos una Iglesia dentro del socialismo». ¡Dentro, Vlady, dentro! ¿Entiendes?
Las semillas del socialismo van brotando por todas partes mientras las del fascismo permanecen en letargo. Cuando la bestia vuelva a levantarse, necesitaremos contraponerle una fuerza tan disciplinada y brutal como la suya. Esa fuerza sólo puede proceder de dentro…
Ya he escrito demasiado. Que tú y los tuyos viváis muchos años, hijo mío,
Gertrude.
Esta carta, Karl, me sonó a hueco. No revelaba el secreto que Gertrude escondía. Lo supe con seguridad al ver cómo trataba de justificarse diciendo que me llevaba en su matriz. Si escribió eso, fue porque era consciente de la magnitud de los crímenes que había cometido. Lo que hizo lo hizo a sabiendas. ¿Por qué no se lo eché en cara mientras vivía? Pensarás, tal vez, que me asustaba lo que podía descubrir, y quizá tengas razón. Pero, además, es que al vivir tanto tiempo en peligro, Gertrude había adquirido un talento camaleónico para pasar inadvertida o, cuando menos, para ocultar lo que no quería revelar de sí misma. Supongo que esa habilidad también la ejercitó con Ludwik, aunque él fuera quien mejor la conocía.
La enterraron en el viejo cementerio detrás del teatro, no muy lejos de donde reposa Brecht. Más de un centenar de personas se congregaron junto a la sepultura, adornada con flores y un par de banderas rojas. Helge, tú y yo, puestos en fila, despedimos a los amigos de Gertrude con un apretón de manos.
La mayoría de las caras me sonaban. Había viejos camaradas, veteranos del partido de antes de la guerra que habían regresado de Moscú a la vez que Gertrude. Entre ellos, la viuda de Walter Ulbricht, que me dio un beso. ¿Se dio cuenta de a quién besaba? Asistieron también algunos compañeros míos de Humboldt, con brazaletes negros. Pero ¿quiénes eran los desconocidos? Había veintitantos hombres y mujeres a los que no conocía de nada. Aunque vestían de paisano, su porte delataba que formaban parte de los órganos de seguridad estatal. Por lo visto, la Stasi y los servicios secretos extranjeros estaban bien representados. Uno de ellos era Winter, que ahora es un setentón. Su mata de pelo cano lo distinguía del resto y, además, también iba vestido de otra forma. Gertrude me había contado que era el conservador del museo de arte donde trabajaba.
Se acercó a nosotros y se presentó a Helge:
—Soy Klaus Winter, un compañero de trabajo de Gertrude. Nos conocíamos desde hacía muchísimo tiempo. Les doy mi más sentido pésame. ¿No podríamos quedar a tomar un café algún día, profesor Meyer?
—Cómo no, herr Winter. ¿Trabajaba usted con mi madre en el museo?
Asintió con un gesto a la vez que sonreía.
—Hablaremos de todo eso cuando nos veamos.
Cuando se alejaba, Helge me apretó el brazo.
—No me inspira confianza, Vlady. ¿Te has fijado en sus ojos?
—No, no me he fijado. ¿Por qué?
—Tiene ojos de asesino.
—¡Helge! Esta vez te has pasado de la raya con tus intuiciones. ¡Tus pacientes te están contagiando la locura!
Sin darle tiempo a responderme, te hiciste cargo de la situación y nos empujaste delicadamente hacia la salida. ¿Recuerdas lo que dijiste?
—Por favor, dejad descansar en paz a la abuela. Cuando lleguemos a casa, ya podréis poneros a discutir.
Te abracé y te besé en ambas mejillas. Tú reaccionaste con la vergüenza propia de un chico de catorce años, pero en el fondo creo que te agradó mi demostración pública de afecto.
Esa misma noche teníamos programada una reunión de nuestro grupo clandestino. Yo me opuse a la sugerencia de Helge de cancelarla, alegando que a Gertrude le habría disgustado mucho que se cancelara por su culpa una reunión política. La casa se llenó de gente, con más de cuarenta activistas presentes.
—Camaradas, hemos recibido mensajes de apoyo de Wolf Biermann y de Rudolf Bahro —les dije—, y quieren que los imprimamos y los distribuyamos en la RDA. Os los voy a pasar para que al final de la reunión, cuando los hayáis leído, hagamos una votación. ¿De acuerdo? Muy bien. Ahora va a tomar la palabra Gerhard.
Gerhard, que estaba sentado en el suelo, se levantó, se quitó las gafas y empezó a hablar. Informó a los reunidos de que habíamos recibido una invitación para participar en los Friedensdekade, los diez días por la paz promovidos por la parroquia Samariter, y a colaborar con el Llamamiento de Berlín para transformar «las espadas en rejas de arado». Fueron los inicios de un movimiento pacifista que cayó igual de mal en la zona occidental que en la oriental.
—Stephan Krawczyk, Stefan Heym y Rolf Schneider han firmado un llamamiento y…
—Perdona un momento, Gerhard —le interrumpió Gisela—. Antes de nada debemos aclarar nuestra actitud con respecto a la Iglesia. ¿Vamos a trabajar con ellos? ¿Precisamente nosotros? Somos todos socialistas y marxistas sin alineación partidista. ¡Colaborar con la Iglesia sería moralmente injustificable en estos momentos!
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque la jerarquía eclesiástica es cómplice del régimen. Hizo las paces con los burócratas hace mucho tiempo.
—¡Gisela! La gente de la parroquia Samariter tiene con la Iglesia la misma relación que nosotros con el partido: son disidentes en busca de un espacio crítico. Aspiran a la libertad, el humanismo y la tolerancia. Sé lo que vas a decir, que nosotros aspiramos a mucho más, claro, pero sus reivindicaciones forman parte de las nuestras. Esta guerra no la vamos a ganar sin aliados.
Se suscitó un acalorado debate que duró cerca de tres horas y, cuando por fin llegamos a la votación, ni siquiera Gisela votó en contra, limitándose a abstenerse. Hicimos el borrador de una carta de apoyo al Llamamiento de Berlín.
—Gertrude os habría rebatido hasta el final —exclamó Gisela después de la votación. Hubo risas generales y, luego, Gerhard se levantó y propuso un brindis.
—Por Gertrude, que nos ha dejado y de quien hemos aprendido mucho más y en más terrenos de lo que ella podía imaginar.
—¡Por Gertrude! —resonaron las voces al unísono.
Esa noche lloré silenciosamente, no quería despertar a tu madre ni preocuparte a ti. Helge, que no estaba dormida, me acarició la cabeza y me animó a hablar.
—Estaba pensando en ella. Tratando de recordar cómo la veía de niño. No recuerdo ni una sola ocasión en que riéramos juntos. Estando a solas, me refiero. Con sus amigos sí se reía, pero conmigo nunca. ¿Por qué?
Helge suspiró y me estrechó entre sus brazos.
—A mí nunca me cayó bien, Vlady, lo siento. Siempre tuve la impresión de que escondía algún secreto terrible. Algo de su pasado la avergonzaba tanto como para reprimirlo todo, hasta tu nacimiento y tu infancia.
—Pero era una mujer muy fuerte, ya lo sabes —objeté—, capaz de sobreponerse a la mayoría de los problemas que le deparaba la vida, o la historia…
—Sí, pero su fuerza radicaba precisamente en su astucia, en su capacidad para engañarse a sí misma y engañar a los demás. Siempre se reservaba algo, nunca te decía las cosas a la cara y, muchas veces, eludía las preguntas con una frivolidad tan postiza que debía de hacerla sentirse mal.
Helge tenía razón. Le confesé lo que me preocupaba.
—Siempre me pareció que mentía con respecto a mi padre, salvo esta última vez. Sabía que estaba muriéndose. Y casi llegó a convencerme de que Ludwik era mi padre.
—Yo creo más bien que estaba convenciéndose a sí misma, Vlady.
—Quién sabe.
Un par de semanas después de la muerte de Gertrude recibí una llamada de Klaus Winter, el hombre de pelo blanco al que habíamos conocido en el entierro. Quedamos en vernos frente al museo donde trabajaba Gertrude. Winter no me invitó a pasar a su despacho. Echamos a andar por una bocacalle y entramos en un bloque de apartamentos, una construcción de posguerra típicamente estalinista. Winter me sonreía, pero no pronunció una palabra hasta que salimos del ascensor en la planta décima y, después de recorrer el enmoquetado pasillo, entramos en su piso.
Me quedé perplejo al ver que estaba amueblado con mucho gusto y repleto de antigüedades y cuadros.
—No está mal, ¿eh?
Un enorme lienzo, que debía de medir alrededor de 1,80 por 2,5 metros, me llamó la atención. Era una pintura moderna que, emulando el antiguo realismo socialista, introducía un giro interesante. El artista había reunido a un curioso grupo de hombres.
Sentados a una mesa, de izquierda a derecha, por así decir, se veía a Cromwell de uniforme, a Robespierre con un jubón verde grisáceo, a Trotsky vestido de casaca, con un brazo extendido sobre un teléfono, en espera de la llamada que nunca recibió, y a Danton en el séptimo cielo después de haber vaciado un vaso de clarete. El vino era, según se leía en la botella, un Cháteau Bastille de 1791. Lenin estaba sentado en una butaca, algo apartado del grupo, tomando notas.
En la pared, tras este variopinto grupo, colgaban retratos de Marx y de Milton, y un busto de Voltaire reposaba sobre un estante próximo. Un intelectual de finales del siglo XX, vestido de vaqueros, chaqueta negra de cuero y con gafas redondas, estaba sentado en el suelo, agarrándose la cabeza con ambas manos, como si estuviera intentando comprender las antiguas revoluciones. El cuadro, que no estaba firmado, llevaba por título La historia.
—¿De dónde lo ha sacado? ¿Quién es el artista? Nunca había visto a Trotsky en un cuadro realista socialista…
—Lo mismo le pasaba a la pintora. Por eso lo pintó —repuso Winter—. Vive en Moscú. Un amigo mío lo compró en el acto cuando lo vio en su casa. Luego yo le hice una oferta en dólares. A Gertrude le gustaba mucho. ¿Y a usted?
Asentí con la cabeza.
—Lléveselo, es suyo.
Aquel inesperado gesto de generosidad me extrañó.
—Cuánta amabilidad, pero, por desgracia, es demasiado grande para nuestro piso.
Sonrió y guardó silencio un rato. Luego empezó a hablar en un tono pausado, midiendo las palabras.
—Su madre y yo solíamos contemplarlo a menudo y charlar de los viejos tiempos. ¿Le apetece algo de beber?
—Un café, si puede ser.
Mientras Winter estaba en la cocina, inspeccioné el salón, empezando por las estanterías. Era una biblioteca de los años treinta a la que se habían ido añadiendo muchos libros, bastante similar a la que Gertrude tenía en casa. Winter me sorprendió mirando los libros al volver.
—Le voy a enseñar nuestra biblia de los años treinta —cogió un ejemplar de la primera edición rusa de Breve curso de la historia de la Unión Soviética, de J. V. Stalin, y me lo tendió.
—¿Una obra del mismísimo demonio?
—No sea ingenuo. La escribió un comité de historiadores soviéticos que habían vendido su alma al demonio.
—¿Por qué?
—Después de derrotar a los blancos en la guerra civil, las cosas cambiaron. La muerte de Lenin, la incompetencia de Trotsky ante las maniobras de Stalin… no olvide que Stalin era muy eficiente como organizador del partido. Llevó al extremo la lógica de algunas de las ideas menos atractivas de Lenin. Comprendía que para afianzarse en el poder debía afianzarse en el partido, y lo hizo con brutalidad, sin tolerar la menor oposición. Las personas que hicieron la revolución murieron o quedaron extenuadas. El cambio que se operó en nosotros fue como una disolución de nuestro auténtico ser. Azotados por el látigo del demonio, perdimos el autodominio. Nos hundimos en picado hasta el fondo de nuestras almas, y allí han quedado grabadas a fuego las marcas de nuestra ignominia… de nuestra vergüenza colectiva.
—No todos se hundieron. ¿Qué me dice de los presos políticos de Vorkuta que montaron una huelga contra Stalin? ¿O de Ludwik? Él tuvo el valor de resistir.
—En efecto, en efecto. No niego que algunos prefirieran el suicidio. Pero nosotros optamos por seguir vivos y, para ello, tuvimos que renunciar a la dignidad, nos perdimos el respeto a nosotros mismos.
—¿Merecía la pena pagar ese precio, herr Winter? Mire cómo está la Unión Soviética o la RDA. Algunos estamos tratando de luchar por un nuevo comienzo.
—No me llame herr Winter, por favor. Me llamo Klaus. La idea de un nuevo comienzo es muy noble, pero debemos aprender a ser desapasionados. No puedo sucumbir a las emociones y creer que si las personas como usted se hicieran con el poder, todo se volvería de pronto estupendo y maravilloso, y de la noche a la mañana, merced a unas magníficas circunstancias, nos transformaríamos en seres humanos espléndidos.
—Su cinismo es corrosivo.
—¿Cinismo? Recuerde a quienes sucumbieron a ilusiones similares en 1917 y veinte años después se habían convertido en los monstruos que nos han martirizado. No hay que autoengañarse.
—El mundo es malo, la naturaleza humana está dominada por el gen del egoísmo y somos inherentemente malvados. Así pues, de acuerdo con su lógica, tendríamos que cruzarnos de brazos y limitarnos a cultivar el intelecto. No estoy de acuerdo.
—Está usted en su derecho, pero le pido que no distorsione mi punto de vista. Sencillamente, le estoy poniendo en guardia contra el triunfalismo. Si yo creyera que la naturaleza humana es estática y no se puede transformar, habría dejado de ser comunista. Sólo estoy diciendo que un componente de nuestra psique, probablemente relacionado con la biología, permite que nuestros instintos animales se impongan y obturen las conexiones de nuestras neuronas. Los seres humanos nos hemos hecho mucho más daño mutuamente que la especie de la que decimos descender. ¿Está de acuerdo?
Winter empezaba a fastidiarme, Karl, así que me levanté para irme.
—No es la primera vez que escucho esta clase de argumentos, pero a pesar de todo yo creo…
—¡Creer! Ese ha sido siempre el problema: tomarse el marxismo como un sustituto de la religión, con sus profetas y sus papas. Mire adonde nos ha llevado. ¿Usted cree? Pues no tiene derecho a creer. No debe creer… ¿Por qué se ha levantado? No le he pedido que viniera para tener una discusión filosófica. Siéntese, por favor.
Hice lo que me pedía, aunque me sentía manipulado. ¿Quién demonios era aquel Winter?
—¿Quién es usted, Klaus?
—Uno de los camaradas más antiguos de su madre.
—Pero usted es más joven que Gertrude. Ella iba a cumplir ochenta y cuatro este año.
—Es cierto. Yo cumpliré setenta y nueve en octubre. Gertrude y yo estuvimos juntos en Moscú durante la guerra, trabajando en el mismo edificio. Le recuerdo a usted de niño.
—¿Así que usted también trabajaba para los servicios secretos militares soviéticos? Y fue a verla a Norfolk antes de la guerra. ¿A qué se dedicaba entonces?
Por primera vez empalideció y perdió el aplomo, aunque sólo durante unos segundos.
—Sí. Es verdad que fui a verla a Inglaterra —repuso con la voz un tanto ahogada—. Por cuestiones de trabajo. ¿Qué le contó?
Entonces me tocó a mí sonreír.
—Todo —mentí.
—Mire, Vladimir, a mí también me lo contó todo Gertrude. Estoy al tanto de la existencia del KDD y de sus actividades políticas. Me parece admirable. He hecho circular algunos de sus panfletos en el partido, en los más altos niveles.
Atónito, le dije a voces:
—¿Qué dice que ha hecho, viejo loco? ¿Cómo se atreve? No tiene derecho, Gertrude no debería habérselo contado. Nos prometió que… ¿Quién demonios es usted, Winter? ¡Dígamelo!
—¿Por qué tanto interés?
—Porque estoy empezando a ponerme nervioso.
—¿Le preguntó alguna vez a su madre quién era?
—Era mi madre.
—Escúcheme, Vladimir: su madre y yo trabajábamos juntos, tanto en la Unión Soviética como en la RDA.
Comenzaba a comprender las cosas, pero aún no lograba dar crédito a sus insinuaciones.
—Gertrude trabajaba en el museo. ¿Usted también?
Winter se limitó a sonreír.
—¿Y bien? —insistí, en un tono que se iba volviendo agresivo.
Winter se encogió de hombros.
—Oiga, herr Winter. Ha sido usted quien me ha invitado a venir porque quería hablar conmigo. Yo pretendía marcharme porque ya no tengo nada más que decirle, así que haga el favor de explicarme qué está insinuando sobre mi madre.
Winter me miró con los ojos entornados y entonces pensé que Helge había estado en lo cierto. Aquel hombre tenía las manos manchadas de sangre.
—Vladimir, o es usted un auténtico ingenuo o su subconsciente le está obligando a engañarse. ¿Es que no sabe que cuando empiezas a trabajar para los servicios secretos ya nunca puedes dejarlo?
—Sabía que Gertrude había trabajado para la Unión Soviética, pero…
—¿De verdad se ha hecho ilusiones sobre la RDA? Si Moscú nos deja de su mano, nos hundiríamos en el acto. Eramos la rama alemana de Moscú, y, como es lógico, a quienes habíamos trabajado para ellos en otros lugares de Europa luego nos enviaron a nuestro país. Ni Gertrude ni yo lo dejamos nunca. Veo que está temblando, Vlady.
—¿Me está usted diciendo que mi madre trabajaba para la Stasi?
—¡No! Trabajaba para mí, que estoy al frente de una sección especial. Actuamos como intermediarios entre los servicios secretos extranjeros, la Stasi y varios operativos infiltrados en estas organizaciones. Estamos directamente a las órdenes de Moscú y, en segundo lugar, de Berlín.
Sentí tales náuseas que tuve que precipitarme al cuarto de baño para vomitar. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Traté de reponerme y volví al despacho de Winter.
—Tómese una copa, Vlady, si me permite que le llame así. Creo que nos vendrá bien a los dos beber algo.
—Me encuentro muy bien. He bebido un poco de agua.
—¿La odia? ¿Piensa que ha traicionado al KDD?
—Lo que siento por ella sólo me incumbe a mí y a mis recuerdos. ¿Qué quiere usted de mí?
—Poca cosa. Me gustaría que nos viéramos una vez al mes. No le estoy pidiendo que se convierta en espía, Vlady, no es necesario. Tenemos toda la información necesaria sobre el KDD, sus afiliados, su documentación y unas actas de sus reuniones de lo más minuciosas. En resumen, Vlady, lo sabemos todo. Dentro de su grupo hay varias decenas de confidentes a sueldo que nos pasan periódicamente informes detallados. ¿Le gustaría verlos?
Estrangularlo y después prender fuego a su casa es lo que me habría gustado. Lo digo en serio, Karl. Fue la única vez en la vida en que he sentido dentro tal violencia. Nadie sabía que estaba allí. Si le mataba y destruía los papeles, ¿quién podría haberlo descubierto? Pero fue un impulso pasajero de locura que me asustó. Me moría por saber quiénes eran los confidentes y así se lo dije.
Winter se acercó a su escritorio, cogió un archivo del que sacó un par de papeles y me los entregó. Los devoré como un poseso, estremecido hasta la médula. Tenía en las manos un informe absolutamente preciso de la reunión que habíamos celebrado hacía un par de noches. Me hundí en la butaca, incapaz de articular palabra.
—A veces recibimos informes contradictorios. Gertrude se encargaba de resolver ese problema, pero ya no está con nosotros. Por cierto, me parece excelente que hayan establecido una estrecha relación con la parroquia. Allí también tenemos gente trabajando para nosotros, como puede imaginar. No tienen nada que ver con ustedes, ellos pretenden que la RDA deshaga su ejército. Tanta simpleza es un peligro, una amenaza para nuestro Estado.
Aquella revelación me dejó espantado, abrumado por la cólera y la desesperación. Lo sabían todo, podían arrestarnos en cualquier momento. Pensé en ti, Karl, y en lo que te pasaría si nos encerraban a Helge y a mí. ¿Irías a parar a un orfanato público? Sólo de pensarlo, sentía ganas de chillar.
—¿Qué quiere de mí? No me apetece lo más mínimo verlo una vez al mes ni nunca más en la vida. No pienso contarle nada. ¿Me va a decir quiénes son los confidentes de nuestro grupo?
—No. Verá, Vlady, resulta que estoy de acuerdo con sus objetivos. Si no trabajara para el Estado, también yo me afiliaría al KDD. Pienso que necesitamos democratizarnos, celebrar elecciones, tener libertad de prensa y todo lo demás, siempre y cuando sea el Estado actual quien conserve el control en último extremo, igual que en los países occidentales que tanto admiran sus amigos. Quienes realizan el mismo trabajo que nosotros en Bonn, París y Londres son exactamente igual de despiadados. La diferencia radica en que cuentan con cientos de años de experiencia.
Aunque estaba de acuerdo con él, no quería darle la menor satisfacción.
—Sigo sin querer volver a verlo.
—Entonces, ¿quién le podrá contar que en el Politburó soviético está desarrollándose un gran debate que a grandes rasgos sigue la misma línea que las reivindicaciones de sus panfletos?
—¿Está diciéndome que…?
—¿Que en el Kremlin hay un reformista? No, todavía no, pero pronto lo habrá, muy pronto. Mi homólogo de Moscú, el difunto Yuri Andropov, decidió que no había otra vía que la reforma.
—Así pues, si Moscú da un giro, necesitará usted aliados en la RDA.
—Es usted inteligente, profesor Meyer. Es probable que consigan lo que quieren antes de lo que imagina.
—No sé si creerle.
—Espere y verá. La paciencia es la más noble de las virtudes.
Regresé a casa aturdido, ajeno a lo que me rodeaba, al sol primaveral, a las flores de almendro, a todo salvo a Winter. Iba repasando mentalmente lo sucedido aquella tarde. Quería echar a correr por el Unter den Linden proclamando a voces que mi madre era una espía, que había espiado a su propia familia, que en su mente retorcida no quedaba espacio para el mínimo sentido del honor. La moralidad era un concepto que Gertrude jamás había comprendido.
En casa todo estaba en silencio. Tú te habías ido de viaje con el colegio a Checoslovaquia. Helge volvería tarde; era martes, el día que recibía a pacientes extra en su despacho del hospital.
—¡Vuelve a casa, Helge! —le grité a su fotografía—. ¡Vuelve para analizarme a mí!
Empecé a recorrer la casa retirando todas las fotos de Gertrude con las que me topaba. Una de ellas siempre me había gustado mucho: se la veía contigo en brazos, cuando tenías tres años. Era una fotografía entrañable que decoraba mi mesa de trabajo. La cogí y la estampé contra el suelo. Aquella sonrisa me parecía detestable, falsa. Todo era falso en Gertrude. Su cara, sus emociones, su vida… todo había sido una máscara.
Le conté todo a Helge cuando llegó a casa y ella también se quedó muy afectada, aunque no pareció sorprenderle mucho. Era como si se hubiera resuelto un acertijo. Pasamos una hora sentados lado a lado en silencio, sumidos en nuestros pensamientos.