Sao regresó a su piso de la calle Murillo sintiendo que le faltaba algo, destrozado por la pérdida de dos amigos insustituibles, pero también escandalizado por haber descubierto que se habían convertido en tratantes de esclavos sexuales a gran escala. Por la camarilla del presidente se enteró del nombre de un policía que estaba al tanto de todos los asesinatos que se cometían por no cumplir las normas en la nueva Rusia. Antes de irse de Moscú, el policía le facilitó el nombre de los asesinos. Y además le dijo que por dos mil dólares se encargaría de que fueran ejecutados. Sao se encogió de hombros.
—Dos asesinatos más no resolverán el problema. ¿Por qué mataron a mis amigos?
—Aquí todo está en venta, señor Sao —Sao pensó que el policía trataba de eludir su pregunta, pero cuando siguió hablando se dio cuenta de que sencillamente le estaba explicando cómo funcionaban las cosas en Moscú—. Le voy a contar algo para que se ría. Un productor de cine estadounidense viene a Moscú, se hace con unos cuantos uniformes viejos del KGB y solicita permiso para rodar en la Lubianka. Al principio, mis jefes se lo denegaron creyendo que sería una película política. Pero el estadounidense les enseñó el guión y resultó que era una película porno. Entonces hubo muchas risas, y ya llevan tres semanas regateando.
Al final, Sao consiguió sonsacarle la verdad. Los asesinos pertenecían a un grupo de negociantes del nuevo mercado libre, de especialistas en terapia de choque que habían levantado un emporio comercial a base de traficar con personas. Exportaban prostitutas rusas a Tailandia y a los Estados del Golfo; en la Europa nórdica había una demanda enorme de call girls bálticas, y los chicos rumanos eran muy apreciados en toda Europa occidental.
Los socios de Sao habían montado una empresa de la competencia, de carácter más multicultural. Utilizaban su antiguo entramado vietnamita para exportar esclavos sexuales desde todos los rincones de lo que fue la Unión Soviética. Las tensiones se volvieron explosivas, y, en lugar de atenerse a las leyes del mercado, los negociantes rusos se tomaron la justicia por su mano.
La pérdida espiritual sufrida por Sao fue ampliamente compensada, no obstante, por los beneficios obtenidos como intermediario en tres acuerdos comerciales muy lucrativos con Rusia, China e Irán. Los tres relacionados con la compraventa de misiles. Ahora tenía bien depositados en un banco de Lausana casi dos millones de dólares más.
Al llegar a París, encontró una nota de Marie Louise, su ex mujer, informándole de que se había llevado a los niños a casa de sus padres, en Bretaña. Le decía que no se demorase en París y fuera a reunirse con ellos en cuanto se recuperase del jet lag. Sao la llamó por teléfono, habló con los niños y les prometió que no tardarían más de unos días en estar juntos. Mantenían unas relaciones cordiales a pesar del divorcio, en parte porque el suegro de Sao, antiguo alto cargo de los servicios secretos militares franceses, le había echado una mano para introducirse en el negocio armamentístico.
Una semana después, Sao aún no tenía ánimo para irse de París. Había empezado a recorrer sus viejos pagos de soltero con la esperanza de encontrar a los amigos vietnamitas de aquellos tiempos, pero en vano. Se tuvo que conformar con frecuentar un restaurante vietnamita de los de siempre y charlar con los camareros.
También trató de hablar por teléfono con Vlady, pero nunca lo encontraba en casa. Le tentaba mucho la idea de coger el primer avión hacia Berlín, pero pesó más la obligación de reunirse con su familia en Bretaña. Justo antes de salir hacia la estación, llamó otra vez a Vlady y tuvo suerte.
—Saludos, amigo mío.
—¡Sao! ¿Desde dónde me llamas?
—Desde mi casa. Tengo los archivos que querías, Vlady. Ya sabes que me han costado caros. Creo que son lo que necesitas. Me habría gustado llevártelos ahora mismo a Berlín, pero Marie Louise y los niños están esperándome en Bretaña.
—No corre prisa. Estaba pensando ir a París el mes que viene y…
—Bien pensado. Ven a pasar con nosotros las Navidades. Mi padre va a venir desde Hue y siempre ha tenido ganas de conocerte. ¿Decidido?
—Lo voy a anotar en mi diario.
—¿Vlady?
—Sí.
—¿Recuerdas los viejos tiempos de Dresde?
—Cómo no.
—Una vez, dejándome llevar por el entusiasmo patriótico, me puse a hablarte de cómo las hermanas Truong consiguieron expulsar a los agresores chinos liderando un movimiento de resistencia en el año 40. Tú te echaste a reír y comentaste: «Los vietnamitas siempre andáis a vueltas con las pobres hermanas Truong, pero nunca habláis de que los chinos regresaron al cabo de un año».
Vlady lanzó una carcajada e interrumpió a su amigo:
—Ni tampoco habláis de que dos años después las hermanas se arrojaron a un río y perecieron. Me acuerdo de que te escandalizaste mucho cuando te lo dije, pero luego empezaste a reírte. ¿Cómo te ha dado por hablar de eso ahora?
—Es que hace unos días estuve cenando solo en un restaurante vietnamita y de pronto me puse a pensar en ti y en las hermanas Truong y me reí mucho.
El tono de Sao alertó a Vlady de que su viejo amigo no tenía el buen ánimo de siempre.
—Sao, ¿te pasa algo?
—Yo qué sé, Vlady. Estoy un poco harto de ser tan adaptable, de tener una mente tan receptiva. La vida de vietnamita errante ya no me gusta.
—¿Lo cual significa…?
—He hecho suficiente dinero para volver a Hue o a Hanoi y vivir tranquila y cómodamente el resto de mis días. ¿Comprendes?
—Pues claro. ¿Qué te lo impide?
—Los niños.
—¿Seguro que no te estás engañando? Una parte de ti quiere volver y otra no. Después de París, ¿te sientes capaz de vivir en Hanoi? Sé sincero contigo mismo.
—Quizá tengas razón. Pero no quiero que me entierren aquí, Vlady. Quiero volver con mis antepasados.
—¡Ah, ahora lo entiendo! Quieres regresar junto a las hermanas Truong. La pena es que ellas se enterraron en un río.
—¿Por qué te burlas de tu viejo amigo, Vlady? No me comprendes porque los que vivís en vuestro país no sabéis lo que es esto.
—Ahí te equivocas de medio a medio, Sao. Yo soy un desarraigado. Nací en Francia, según parece. De pequeño viví en Rusia. Luego, a los ocho años, me llevaron a la RDA. Y ahora la RDA ha desaparecido. ¿Soy alemán, ruso o un judío no judío? Tú no tienes este tipo de problemas. No sé de qué te quejas. Yo en tu lugar pasaría la mitad del año en Vietnam y la otra mitad en Europa. No das el pego de padrazo, Sao, si nunca estás en París.
—Tengo un hijo en Hanoi.
Vlady se quedó sin habla un instante.
—¿De cuántos años?
—De tres años.
—¿Y la madre?
—¿Qué pasa con ella?
—¿Quién es?
—Una vietnamita. La quiero, Vlady.
—Eso complica un poco el asunto. Voy a darte un consejo mejor: creo que deberías pasar casi todo el año en Hanoi y unos cuantos meses de verano en la casona que Marie Louise llegará a tener en Provenza. Eso suponiendo que quiera mantener buenas relaciones contigo. Si no, no te desprendas de tu piso de París.
—No seas cínico.
—Soy realista, Sao.
—¿Te parece que se lo debo decir ya a Marie Louise?
—Desde luego. ¿Para qué prolongar la agonía? Te sentirás mucho mejor.
—Marie Louise nunca te ha caído bien, ¿verdad?
—Sólo la he visto una vez.
—Respóndeme.
—No.
—¿Por qué?
—Nunca llegué a creer que te quisiera de verdad. Cuando era tu secretaria, Sao, la llevabas a Indochina de viaje de negocios y le enseñabas todo lo que había que ver, incluidas tus jugosas cuentas bancarias de Suiza. Pasó lo que tenía que pasar. Primero se convirtió en tu secretaria con servicios especiales y después en tu mujer. No es una historia muy original. Aunque no niego que a veces es un apaño que funciona de maravilla.
—Creo que te equivocas, Vlady. Al principio, Marie Louise era muy remisa. Tuve que trabajármela, perseguirla…
—Como las moscas persiguen el estiércol.
—No estás siendo justo con ella, Vlady.
—Tienes un hijo en Hanoi, te has enamorado de su madre y ¡soy yo quien es injusto con tu mujer francesa! Por favor, Sao. No pierdas el sentido de la perspectiva.
Sao rompió a reír.
—Me has levantado el ánimo, ¿sabes? Ojalá pudiera ir a Berlín.
—No seas cobarde, Sao. Ve a Bretaña, amigo, y que este viaje sea tu Dien Bien Phu.
—Estoy muy unido a mis hijos, Vlady.
—Y ellos, más que a ti, están muy unidos a tus regalos; a fin de cuentas, casi no te ven. Aunque es cierto que los padres que hacen de Papá Noel todo el año se convierten en una obsesión para sus hijos, así que tal vez me equivoque. Quizá no quieran separarse de ti cuando te vayas y pretendan marcharse contigo a Hanoi. Quién sabe. ¿Está tu nuevo amor de Hanoi dispuesta a hacer de madre de dos chicos más?
—No lo sé, ni me lo había planteado. Pero seguro que todo iría bien.
—Estupendo. Adelante pues, a Bretaña.
—¿Has estado enamorado alguna vez, Vlady? ¿Realmente enamorado? ¿O sigue pareciéndote un concepto burgués abstracto?
—No seas imbécil, Sao. Estaba enamorado de Helge, y aún lo estoy.
—Entonces comprenderás lo que siento por Linh.
—Así que se llama Linh.
—Sí. Ahora mismo, mientras hablo contigo, siento su presencia a mi lado.
—¿Por qué no me lo habías contado?
—Yo qué sé. No quería que pensaras que nuestra relación era algo sórdido, y, además, quizás habrías… en fin, ya me entiendes.
—Sí, te entiendo, y me pareces un soberano idiota. Ve a coger el tren para Bretaña ahora mismo, anda, y cuando vuelvas me llamas para contarme qué tal te ha ido. Ah, Sao, otra cosa.
—¿Sí?
—Sigues afectado por la enfermedad amorosa, ¿verdad?
—Sí.
—Pues espera un minuto. Te voy a leer algo… ¿Sao?
—Dime.
—Escucha la canción del poeta.
—La escucho.
—¿En dónde se recrea más la imaginación,
en la mujer que ahora tienes o en la que ya no está?
Si es en la mujer ausente, reconoce que
por orgullo, cobardía, absurdas ideas
etéreas o por motivos que se decían de conciencia,
te apartaste de un tremendo laberinto;
y si el recuerdo persiste, que un eclipse
oculta el sol y el día está en tinieblas.
—Espléndido, Vlady. ¿De quién es? ¿De Brecht?
—¡No, qué va! De Yeats, un poeta irlandés.
—¿Lo habrán traducido al vietnamita?
—No lo sé, pero hay una buena traducción china.
—Le voy a enviar a Linh sus obras completas en inglés para que las traduzca para nuestra nueva editorial.
—¡Sao! Deja de soñar, es una orden. A Bretaña, amigo mío, adieu.
—Chao, Vlady, y gracias.
Sao se quedó un rato hundido en la butaca después de colgar. Le molestaba que Vlady hubiera dado a entender que Marie Louise se había casado con él por dinero. Vlady no tenía ni idea de lo bien que solían pasarlo juntos. No sabía que encajaban perfectamente en la cama. Aunque en su relación faltaba algo. Marie Louise lo veía como a un hombre de negocios de éxito y nada más. No comprendía la honda repulsión que le inspiraba su trabajo. Apenas le compadecía cuando él se quejaba de la vida que las circunstancias lo habían obligado llevar, porque no entendía a qué se refería. Esto es lo que los condujo a un divorcio amistoso y a un acuerdo económico también amistoso. El padre de Marie Louise se encargó de que su hija siguiera viviendo con holgura.