Veintiuno

—Es un honor conocer a un hombre legendario, camarada. Después de tenerte de modelo durante tanto tiempo sin haber llegado a verte, ya empezaba a dudar de tu existencia. La vida que llevamos y el fervor revolucionario exigen unos nervios de acero, ¿verdad?

Estaban en un restaurante abarrotado, y, desde el otro lado de la mesa, Ludwik trataba de mirar a Spiegelglass a los ojos, distorsionados tras las gruesas lentes de sus gafas. Slutsky y Freddy le habían advertido de que no subestimara a aquel monstruo. Le hizo gracia que Spiegelglass no se hubiera quitado la ropa de viaje reglamentaria del NKVD, que le delataría ante cualquier agente secreto alemán.

—Pues existo.

Sabiendo que Lisa y Félix habían salido de la Unión Soviética hacía unos días y estaban sanos y salvos en Praga, Ludwik decidió prescindir de la prudencia.

—Dime algo, Spiegelglass —dijo Ludwik en tono condescendiente mientras volvía a llenar de vino la copa de su compañero—. ¿Cuántos atentados contra Stalin se han cometido?

Un leve temblor estremeció a Spiegelglass, aunque no perdió la compostura. Aquella pregunta con truco era la favorita de Ludwik para planteársela a los hombres del aparato. Spiegelglass no sabía por dónde salir.

—Vamos, camarada, acabas de llegar de Moscú y supongo que habrás sido bien informado por Yezhov. Muy bien. Pues por eso quiero saber cómo estáis protegiendo a nuestro querido líder. Nuestra nave se estrellaría sin su gran timonel. No te hagas de rogar. ¿Cuántos atentados?

—Ninguno que yo sepa. El camarada Stalin nunca había gozado de tanta popularidad.

—¿Cómo? —exclamó Ludwik con fingido enfado—. He leído informes internos que hablan de docenas de ejecuciones de traidores que habían tratado de asesinar a Stalin. Y tú me dices con la mayor tranquilidad que nada de eso es verdad. Ándate con cuidado, Spiegelglass.

—No me has comprendido —en los ojos del hombre del aparato había surgido un brillo acerado—. No he dicho que no hubiera habido conspiraciones. Repito que no se ha llegado a materializar ningún atentado.

—¿Y por qué querían asesinarlo esos conspiradores?

—Eran agentes de la Gestapo. Trotskistas infiltrados.

—Ya comprendo. ¿Has venido directamente de Moscú?

—Sí, claro.

—¿Por qué mientes?

Spiegelglass palideció pero no desvió la mirada.

—Vas a Londres, le dices a una de mis colaboradoras más veteranas que soy agente de la Gestapo —Ludwik iba alzando cada vez más la voz—, rompes la disciplina colándote en una de las casas más seguras que tenemos en Inglaterra y crees que tenemos tan mal montadas nuestras operaciones como para mantener ocultos tus manejos.

Spiegelglass se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Cada cual hace lo que tiene que hacer. Lo sabes perfectamente.

—Claro, claro. Hay que cumplir las órdenes, y a ti te han ordenado sin duda alguna que reclutes a mercenarios rusos blancos. Los necesitáis para acabar con los viejos comunistas. ¿Cuándo entraste en el partido?

—En 1928.

—Entonces aún recordarás la época en la que la discusión y el debate eran posibles. Antes de que al partido llegara un aluvión de conversos, soplones y arribistas. ¡Los reclutas de Stalin! Los «nuevos bolcheviques», como les gustaba llamarse a sí mismos, enseguida cargaron sus armas para matar a quienes habían hecho la revolución.

Spiegelglass escuchaba en silencio, sabiendo que lo que decía Ludwik era cierto. Lo que no acababa de comprender eran los motivos que impulsaban a actuar así al hombre que Moscú le había encargado eliminar. El condenado a muerte volvió a tomar la palabra.

—¿Qué órdenes te han dado con respecto a mí, Spiegelglass? Si soy un agente de la Gestapo, habrá que pegarme un tiro de inmediato.

—Por favor, camarada, trata de entenderlo. He recibido órdenes directamente desde arriba. Lo único que quieren es que regreses a Moscú. Un simple traslado y nada más.

—Lo sé. ¿Por qué no trasladarme un par de metros bajo tierra aquí mismo en lugar de en la Lubianka?

—Ya está bien, camarada. Tengo que pedirte formalmente que me presentes a tu red de agentes de Europa, sobre todo a los de Alemania y España.

—El Cuarto Departamento sabe todo lo que Moscú necesita saber.

—Necesitamos esa información para combatir la barbarie fascista.

—Sí, sí, evidentemente. Moscú dispone de esa información. Si Yezhov quiere averiguarla, que acuda a Slutsky.

—Eres muy arrogante, camarada Ludwik.

—Cuando nos embarcamos en esta empresa, camarada Spiegelglass, sabíamos por qué estábamos luchando: por la victoria del socialismo en el mundo entero. Y algunos todavía lo creemos. Tus compinches rusos blancos y tú no sois más que una banda de sicarios. Te he traído un recorte del libelo zarista que se edita en París, Voz rozhdenye. Habla del juicio y la ejecución de los Dieciséis, incluidos Zinóviev y Kamenev, el pasado año. ¿Recuerdas el juicio? Como siempre, se envió una copia al despacho de Stalin. ¿Te la enseñaron en Moscú?

Spiegelglass negó con la cabeza.

—Pues te lo voy a leer:

¡Te damos las gracias, oh Stalin!

Dieciséis granujas,

dieciséis carniceros de la patria

se han reunido con sus antepasados.

Mas por qué sólo dieciséis,

haz que sean cuarenta,

que sean centenares,

millares,

construye un puente sobre el río Moscú, un puente sin pilares ni vigas,

un puente de carroña soviética, y añade tu cadáver al resto.

Si eliminamos la última frase, eso es exactamente lo que está haciendo tu jefe, ¿no es así, mi querido camarada Spiegelglass?

—¿Y el partido? —preguntó, inflexible, Spiegelglass—. ¿Qué hay de nuestro partido?

—El partido que hizo la revolución ha muerto. Tu líder no para de asesinar a los camaradas de Lenin. Lo que tú llamas partido no es más que un aparato burocrático gigantesco, montado de forma que un puñado de personas baste para manejarlo, y hasta ese aparato se halla en muy mal estado. Sólo en el primer mes de este año ha habido más de trescientos mil detenidos. ¿Lo sabías, Spiegelglass? Los recién llegados os creéis todos muy listos. Que mueran los demás, porque nosotros sobreviviremos. Es lo que pensáis todos, pero son muy pocos los que sobreviven. Llevo tres años hablando con estalinistas entusiastas y devotos como tú. La mayoría ya no viven para contarlo.

—¿Por qué sigues en esto, Ludwik?

—Buena pregunta. Pensaba que la victoria en España haría que se volvieran las tornas en Europa, pero hemos perdido España. Ya sólo el Ejército Rojo impide que Hitler conquiste Europa. Sí, el Ejército Rojo. Aunque tu gran líder le haya arrebatado a sus mejores generales, aún es un poderoso baluarte contra el avance fascista.

—¿Por qué estás tan seguro de que Stalin no va a pactar con Hitler para aislar a Francia y a Gran Bretaña?

—Lo está intentando por todos los medios, como muy bien sabemos, pero fracasará. Stalin nunca ha comprendido lo que de verdad significa el fascismo.

Sin poder evitarlo, Spiegelglass miró con admiración a su contrincante. Ludwik suspiró.

—Y no vayas a creer que te dejarán vivir una vez que hayas hecho el trabajo sucio. La pauta ha quedado bien establecida. Yagoda elimina a un grupo de viejos bolcheviques y después lo quitan de en medio a él por ser agente fascista. Lo sustituye Yezhov, que quiere matar a más perros rabiosos. Pero Yezhov y sus ayudantes no tardarán en ser ejecutados. Reza para que estalle la guerra, Spiegelglass, porque así quizá puedas salvar el pellejo. Hazte cargo de la cuenta, yo me marcho.

Ludwik se fue, y Spiegelglass, con los ojos ardiendo de excitación, quedó a la espera de que el camarero le trajera la cuenta. En Moscú a veces le habían encargado que se ocupase de presos que ya no podían ni hablar después de las palizas recibidas. La sangre les corría por la cara. Arrebatado por aquella visión, Spiegelglass se entusiasmaba, se le iba la cabeza y se sentía como si flotara. En ese estado quería ver a Ludwik, quería oír el crujido del látigo, quería humillar al hombre que acababa de dejarlo plantado.

—No habrá escondite seguro para él en esta tierra —masculló.