Veinte

Ludwik estaba solo en su piso parisino. La vida solitaria no era novedad para un espía. Había pasado largas temporadas en lugares peligrosos de los que a veces pensó que nunca regresaría. Pero en su propio piso añoraba la presencia de Félix y Lisa. Tanta calma le había puesto nervioso aquella mañana.

Contempló con ternura una fotografía que se habían sacado los tres durante unas vacaciones en una estación de esquí; él iba disfrazado de oso polar. Aquel recuerdo dibujó en sus ojos una sonrisa que no tardó en desvanecerse. La tristeza de su vida se hacía aún más patente en ausencia de su familia. Aquel lugar era su hogar, su refugio en un mundo sombrío. Les bastaba estar juntos para sentirse felices y arropados. En aquel momento, con la vista fija en el techo blanco y bebiendo un café, vio la verdad con claridad meridiana.

Durante casi veinte años había creído participar en una guerra civil planetaria entre las fuerzas del bien y del mal. Si la revolución mundial no triunfaba, se produciría inevitablemente una contrarrevolución. La Unión Soviética no sobreviviría a no ser que España, Alemania y Francia, para empezar, se desprendieran de las cadenas del capitalismo mundial como ya lo había hecho Rusia.

Cuando se sofocó toda oposición en 1928 supo que la revolución en el antiguo Imperio zarista había empezado a degenerar. El, excombatiente de la guerra civil, sabía todo lo que había que saber sobre situaciones difíciles. Había sido testigo de los castigos infligidos a los desertores y de las ejecuciones sumarísimas de los prisioneros rusos. Moralmente no eran justificables, pero hasta quienes consideraban tener la justicia de su parte cometían atrocidades in extremis. La revolución debía salvarse a toda costa y la vida humana se había devaluado como consecuencia de las experiencias traumáticas vividas por ambos bandos en la Primera Guerra Mundial.

Aquella fase había terminado hacía mucho. Los ejércitos de Trotsky ganaron la guerra civil y, ya sin motivos para seguir imponiendo restricciones a la democracia dentro y fuera del partido, la situación fue cada vez a peor. El terror estalinista estaba destruyendo el antiguo Partido Bolchevique. ¿Por qué Ludwik, maestro de la estrategia y de la dialéctica, con una capacidad de razonamiento lógico que era la envidia del Cuarto Departamento, no había comprendido que el caos también se adueñaría de su mente más pronto o más tarde?

¿Por qué? Porque le había faltado valor para convertirse en un ciudadano independiente, condenado al silencio o incluso a la muerte, blanco del desprecio de sus compañeros, que lo someterían a una cuarentena moral. Cortar el cordón umbilical que le unía al Cuarto Departamento era una perspectiva desoladora, un salto al vacío, y, sin embargo, no debía posponer más esa decisión. Estaba perdiendo toda simpatía por el personaje oficial que representaba.

El golpe definitivo no había procedido de Stalin, sino de Léon Blum. La negativa del líder socialista francés a ayudar a la República española en cierto sentido había deprimido más a Ludwik que las actividades criminales de Stalin en Cataluña. «No intervención» era el nombre que daban a su cobardía. De los ingleses no se podía esperar otra cosa; a fin de cuentas, su clase dirigente estaba dominada por admiradores secretos y declarados de Franco, Mussolini y Hitler. El deseo más ferviente de la élite inglesa era que las potencias del Eje borraran del mapa el bolchevismo, pero Blum era un hombre decente, un socialista. Había pasado a encabezar el gobierno del Frente Popular que arrasó en las elecciones del año anterior gracias al voto de los trabajadores.

Si Francia hubiera apoyado a la República española con un despliegue equiparable al de Hitler y Mussolini en apoyo de Franco, la República habría vencido. Ya era demasiado tarde. Blum se había decantado por la no intervención. Un golpe terrible. ¿Es que no se daba cuenta de que inadvertidamente también había sentenciado a muerte a la República francesa?

A Ludwik no le cabía duda de que el resultado sería ése. La Línea Maginot no bastaría para detener el avance imparable del fascismo. La pasividad francesa en España había desmoralizado a muchos partidarios del Frente Popular. Presa de rabia, Ludwik descargó un puñetazo contra la pared, sintiéndose totalmente impotente.

Era domingo por la mañana y en las calles reinaba la calma. Desde un cielo despejado, el sol entraba a raudales en su cuarto de estar. Personalmente, él prefería el modesto hotel de Clichy que había sido su fructífera base de operaciones hacía doce años. Poco a poco, mientras continuaba escudriñando la blancura del techo, en su cabeza fueron conformándose dos listas. La primera enumeraba las razones para cambiar de vida. (1). La revolución había degenerado tanto que ya no tenía arreglo. (2). Aunque la República española estaba perdiendo la guerra, Blum se negaba a intervenir. (3). Si España se perdía, Hitler invadiría la Unión Soviética y Stalin sería incapaz de defenderla.

¿Y la segunda lista? La tenía en blanco. No se le ocurría ningún motivo para seguir en la brecha, y esa idea le asustó.

Bajó la mirada, que fue a posarse sobre la fotografía enmarcada de Lisa y Félix que tenía sobre su mesa de trabajo. Le hizo gracia verlos así, vestidos con sus mejores galas. Pero enseguida dejó de reír al pensar que estaban en Moscú. Freddy le había enviado un sucinto mensaje diciendo que «todo iba bien». ¿Cómo podía «ir todo bien»?

Hacía una mañana tan radiante que Ludwik desistió de hacerse otro café y decidió bajar a desayunar al café que frecuentaba. Acababa de ponerse la chaqueta cuando sonó el teléfono; la llamada se interrumpió, luego volvió a sonar y a interrumpirse de nuevo. Entonces Ludwik se sentó suspirando. Le estaban llamando del Departamento. A la tercera llamada tendría que responder, y probablemente sería Michael Spiegelglass, el nuevo de la Embajada. Un terrier joven y ansioso de cumplir su deber. Sólo de verlo sentía náuseas. Pero no era Spiegelglass. Quien le saludó fue una de sus agentes más antiguas.

—¿Ludwik?

—Qué bien, ya estás de vuelta. Dentro de una hora, donde siempre.

La cita con Gertrude iba a resultarle penosa. Había logrado aislarla de las miradas indiscretas, pero ¿cómo reaccionaría cuando le dijera que había decidido romper con Stalin después de haber impedido que ella lo hiciera hacía tan sólo unas semanas? De momento, lo mejor sería ser discreto.

Ludwik sonrió para sí al aproximarse al punto de encuentro, cerca de Saint-Michel. Estaba seguro de que Gertrude llevaría su blusa azul descolorida y sus gafas redondas de montura de plata. Pero se equivocó de medio a medio. Su agente lucía una elegante falda color crema, chaqueta a juego y, lo más asombroso, un sombrero de paja azul marino. Ni rastro de las viejas gafas, que habían sido sustituidas por otras que parecían salidas de una revista de moda.

—¿Apruebas mi disfraz? —le preguntó una vez que se hubieron abrazado y besado en ambas mejillas.

Ludwik asintió con la cabeza.

—Cuando te conocí, Ludwik, llevabas un traje de chaqueta y un reloj de bolsillo con la cadena de oro colgando del chaleco. Era tu imagen de hombre de negocios.

—Te equivocas. Entonces era profesor de Lenguas Modernas en la Universidad Charles. Mi traje de hombre de negocios era muy vulgar. Pero a ti te veo fantástica. ¿Olga o Christopher?

—¡Christopher!

—Ya decía yo. ¿Por qué no damos un paseo junto al río para aprovechar el sol?

—Cómo no.

La nueva imagen de Gertrude inquietó un poco a Ludwik. ¿Era la misma mujer que hacía pocos meses amenazaba con suicidarse esta que ahora se mostraba tan desenvuelta y segura de sí misma? Decidió proceder con cautela.

—¿Qué tal en Inglaterra?

—Olga me dijo que tú conoces muy bien Inglaterra. Que fuiste por primera vez a Londres en 1921, para ayudar a los irlandeses. ¿Es cierto?

—Sí, fue idea de Lenin. Ya sabes que siguió muy de cerca la Revuelta de Pascua de 1916. El derrotismo revolucionario de Connolly le inspiraba simpatía. Yo me ofrecí a ayudarlos. Sí, fue entonces cuando conocí a Olga. Tenía dieciocho años y era una preciosidad.

—Ya lo sé, me ha contado su historia. Así que reclutaste para la causa bolchevique a la sobrina de un gran duque ruso.

—No tuvo ningún mérito, ya estaba de nuestra parte. Era una candidata evidente. ¿Confías en Christopher?

—Totalmente.

Se ruborizó ligeramente.

—¿Por qué estás tan segura?

—Estoy segura y basta.

—¿Has vuelto a acostarte con él?

—¡Ludwik!

—Contéstame, Gertrude.

—Una vez. Era un día precioso, soleado, no había un alma en la playa, y…

—No hace falta que entres en detalles. ¿Lo sabe Olga?

—Sí, se lo dijo.

—¿Y?

—Vino a verme a mi habitación una noche. Lo hablamos y lo arreglamos todo.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo: «Ludwik te ha enviado a descansar y a reponerte. Como ya has hecho ambas cosas, creo que ha llegado el momento de que te vayas». Lo siento mucho, Ludwik. Fue algo espontáneo, no es que tuviera nada planeado. Ninguno de los dos habíamos olvidado aquellas semanas en Moscú, después de la muerte de Lenin.

—Olvídalo. ¿Fue a veros alguien de Moscú?

—Sí.

Ludwik se quedó de piedra. Había prohibido a Olga y a Christopher que se pusieran en contacto con la Embajada mientras tuvieran a Gertrude con ellos.

—¿Por qué?

—Olga me dijo que nos traían un mensaje. Cabía la posibilidad de que fuera un mensaje tuyo. Estábamos obligados a verlos.

—¿Quiénes eran?

—Un tipo de la Embajada de París, un tal ¿Spiegelglass? Dijo que era amigo tuyo desde los años veinte. Pero que hacía mucho que no te veía y quería saber qué tal estabas. Me hizo miles de preguntas sobre ti. Qué pensabas de los juicios, de España, de Alemania, de todo.

—Incluido Stalin.

—Claro.

—¿Le dijiste algo?

—No, y no porque no lo intentara. Puso verde a Stalin, pero ni Olga ni yo le seguimos el juego. Y eso fue todo. Le acompañaba un camarada alemán joven, muy agradable. Con simpatía natural. El ni siquiera te mencionó. Sólo habló de la situación mundial y de su pasión por la cocina. A Christopher le causó muy buena impresión.

—¿Y a ti?

—Ese alemán, Klaus Winter, nos levantó el ánimo a todos. Oye, Ludwik, estoy cansada. ¿Por qué no nos sentamos y bebemos algo?

—¿Madame echa de menos el té de las cinco?

Gertrude rió la gracia sin darse cuenta de que Ludwik estaba resentido. Notaba en ella un cambio y que le ocultaba parte de la verdad. Por eso decidió ahondar más. Y, mientras tomaban una limonada con hielo, lo comprendió. Para comprobarlo, la sometió a una prueba muy sencilla. Mientras hablaban de Lisa se refirió de pasada a Stalin llamándolo el sepulturero de la revolución. Para él era un calificativo suave. Ninguno de sus amigos íntimos le habrían concedido la menor importancia, pero Gertrude reaccionó con cierta inquietud.

Ludwik la miró fijamente hasta que ella se sintió obligada a decir algo.

—Los tiempos heroicos pertenecen al pasado, Ludwik, lo he comprendido. Eramos utópicos, pero ahora los sentimientos elevados están fuera de lugar. Hay que derrotar al terror fascista. Christopher y Olga están convencidos de que la clase dirigente inglesa hará un pacto con Hitler. Con eso, la Unión Soviética quedará aislada. Es lo único que nos queda, Ludwik.

—Por lo tanto, la alternativa que ofrecemos a los trabajadores del mundo es la barbarie o la barbarie, el terror fascista o el terror estalinista.

—Son sistemas que no se pueden equiparar.

—Ésa es tu opinión, pero ¿qué piensan las víctimas? ¿Preferirías morir a manos de los verdugos de Stalin que a las de los asesinos de Hitler? Vamos, contéstame.

—A veces hay semejanzas entre los opuestos. El punto flaco es esa filosofía esperpéntica que hay entre ambos, esa que nunca es capaz de decidir cuál de los opuestos es bueno o malo; ahí radica el problema.

«Mejor ser las tijeras que el papel», pensó Ludwik. Gertrude había absorbido todos esos disparates directamente de los nuevos hombres del aparato moscovita. La visión oficial burocrática le había calado hondo. En España, Ludwik había oído expresar opiniones semejantes. ¡Hasta los revolucionarios veteranos se habían contagiado de tanta podredumbre! Miró a Gertrude a los ojos y ella desvió la mirada.

—Ya sé que es difícil, Gertrude, pero ahora me lo vas a contar todo. No quiero evasivas ni medias verdades. ¿O es que ya te han dicho que soy un enemigo y que debes informarles de todas las reuniones que tengamos? Me lo temía. Pues bien, amiga mía, te deseo mucha suerte. Espero que sigas viva —se levantó como si fuera a marcharse.

—¡Ludwik! —chilló Gertrude con voz ahogada.

Luego empezó a sollozar. Estaba recordando el pasado, los peligros compartidos, sus desgarradoras conversaciones, y que Ludwik le había salvado la vida en más de una ocasión y había sido muy importante para ella. Además, seguía siendo el mismo. Un filósofo-poeta atrapado en negocios sucios. La historia les había obligado a tomar decisiones drásticas. No, no podía romper con él.

Ludwik volvió a sentarse y le dio unas palmaditas en la mano. En su fuero interno estaba encolerizado por la capitulación de Gertrude ante Moscú. Siempre le afectaba personalmente que alguno de los suyos, alguna de las personas a las que había educado y entrenado, se hundieran moralmente. Y, por lo general, se sentía responsable.

—Lo siento de todo corazón, Ludwik —dijo Gertrude, tratando de ahogar los sollozos—. Nunca me dijo nada delante de Olga. Aprovechaba los momentos en que estábamos solos para ponerte como un trapo.

—¿Te dijo que sospechaban que estaba trabajando para los alemanes?

—¡Sí!

—Entonces la cosa es grave. No, que no te dé un ataque, por favor. Sencillamente, trata de recordarlo todo.

A lo largo de las dos horas siguientes, Ludwik le fue extrayendo toda la información. Terminada la sesión, sonrió. Muy mal tenían que estar sus enemigos de Moscú para haber tratado de ganarse a Gertrude.

—¿Le has contado algo de esto a Olga?

Gertrude asintió, avergonzada.

—Estaba tan trastornada que necesitaba desahogarme con alguien.

—Sobreponerse al deseo de hablar con alguien fue la primera lección que te enseñé. En nuestro trabajo es una debilidad imperdonable.

—Olga se puso hecha una furia. «Pondría la mano en el fuego por Ludwik. Es tan agente alemán como tú y como yo. Este es el método de Stalin; al final, acabará con todo». Me ayudó mucho, Ludwik.

—En su caso, tu indiscreción no tiene trascendencia. Yo he puesto la mano en el fuego por ella más de una vez. Pero no tendrías que haber hablado. Ni con Spiegelglass ni con Olga. No lo vuelvas a hacer.

—Te lo prometo. Te quiero, Ludwik.

—Otro error.

Una expresión sombría se asentó en el rostro de Ludwik; era la expresión de un hombre con el espíritu atribulado. Esa misma tarde tenía que ver a Spiegelglass. Después de concertar una cita con Gertrude para el día siguiente, regresó a casa caminando lentamente.

«¿Por qué la cobardía me impide mirar la historia de frente? —pensaba Ludwik—. Llevo más de un año machacándome con la misma pregunta. ¿Cómo es posible seguir viviendo cuando tus sueños han muerto? Y, a la vez, los soñadores. Salvo Trotsky, que continúa soñando en el exilio. Ahora mismo ya está fuera de lugar trabajar para Stalin, que piensa y actúa como un gángster. Está destruyendo sistemáticamente todas las alternativas, y los nuevos procesos de pensamiento han contaminado la antigua forma de pensar».

«Éste es el peor año de mi vida. En muchos sentidos, estamos peor que con el zar. Stalin ha encarcelado y matado a más revolucionarios que Nicolás. Los camaradas alemanes que huyeron de Hitler han muerto a manos de Stalin. Y ahora la GPU[10] ha solicitado a la policía de Praga que detenga por ser agente de la Gestapo al exiliado alemán Grilewicz. Y es que este antiguo diputado socialdemócrata es ahora disidente comunista y encabeza el comité de intelectuales de Praga creado para denunciar los juicios de Moscú. Stalin quiere quitarlo de en medio». Pero ¿quién es Spiegelglass?