En Alemania, Karl, supongo que estarás de acuerdo conmigo, todo el mundo tiene un árbol genealógico político: es el legado envenenado de la historia, y al olvidarlo ponemos en peligro nuestra individualidad y nuestra humanidad. A nadie le falta algún borrón en el pasado que le irrite o le avergüence.
Tengo que contarte algunas cosas sobre Gertrude. ¿Estás leyendo estas páginas pocos meses después de que las haya escrito? ¿O las estás leyendo en el siglo venidero, después de haber dispersado mis cenizas sobre los lagos Wannsee y de haber desenvuelto este manuscrito escrito a máquina como en los viejos tiempos, en papel reciclado y, confío, bien conservado? ¿Las estás leyendo a solas? Mi intención es contarte la historia siguiendo el orden en que sucedieron las cosas, no el orden en el que yo me fui enterando de ellas. Así compartirás la ignorancia de la que yo partí. Aunque sea un recurso narrativo artificial, al final te enterarás de todo. No saltes directamente al último capítulo. Me gustaría que sintieras lo mismo que yo he sentido mientras trataba de encontrar una voz que estuvieras dispuesto a escuchar.
Diez días antes de la Nochevieja de 1956, Helge me convenció de que organizara una fiesta en nuestra casa. Yo me resistía, pero cuando Gerhard y otros amigos también empezaron a presionarme, tuve que capitular. En el piso sobraba espacio y Gertrude estaba fuera, en Moscú. Su reserva de vodka y caviar ruso seguía intacta. Y todo el país vivía en un estado de expectante emoción. Hacía pocos meses que Kruschev había denunciado los «crímenes de Stalin» en el Vigésimo Congreso del Partido en Moscú.
La reacción de los húngaros ante el Congreso fue celebrarlo con una insurrección. Querían implantar la libertad y la democracia en Hungría. Gyorgi Lukács, el más destacado filósofo marxista húngaro, respaldó la revuelta y aceptó un cargo de ministro en el nuevo gobierno. Pero Kruschev, temiéndose que la agitación se propagara, envió tanques rusos para poner orden. Lukács pidió asilo en la Embajada yugoslava. La rebelión fue aplastada.
Mas la esperanza seguía viva pese a las brutalidades de Budapest. Al este del Elba la gente soñaba con un deshielo. Ansiaban dejar de ser juguetes humanos al arbitrio de grandes proyectos, estaban hartos de ser las fichas de una fantasía gigantesca que comenzaba a desbordar a sus creadores.
Había sido un año muy emocionante, pero yo habría preferido pasar la Nochevieja a solas con tu madre. La quería tanto que todo lo demás me daba igual, y, además, rara vez disponíamos del piso sólo para nosotros. Me daba pena llenarlo de amigos en esa ocasión especial.
Cuando se lo dije así, ella se echó a reír a carcajadas, con una risa profunda y contagiosa. Estábamos tumbados en la cama, medio adormecidos después de hacer el amor a última hora de la tarde. Siempre me sentía más relajado cuando Gertrude estaba de viaje. Sepulté el rostro entre sus pechos y me embriagué de su aroma.
—Eres una preciosidad. Fragante como un lirio recién cortado.
Helge no me permitió distraerla.
—Podemos pasar juntos el día de Año Nuevo. A solas, en la cama. Pero tenemos que celebrar una fiesta de Nochevieja. Todos los signos son propicios.
—¿Qué quieres decir?
—El miedo ha dejado de atenazarnos.
—¡Eso cuéntaselo a los húngaros!
—¡Vlady! No te escabullas. ¿Sí o no? —estaba a horcajadas sobre mí, deslizando las manos hacia mi garganta como para estrangularme. Me rendí. Helge rió de nuevo y volvimos a hacer el amor para sellar el acuerdo.
—Vlady…
—Hum.
—Me prometiste que algún día me dejarías leerlo. ¿Por qué no ahora?
—Porque es una chapuza, está sin terminar y no te va a gustar.
—¿Qué más da?
Suspiré, me levanté de la cama y fui a mi escritorio. Hurgué en el revoltijo de papeles hasta encontrar una hoja escrita a mano. Se la tendí a Helge y fui a ponerme la ropa.
Ella se cubrió el pecho con el papel y me observó mientras me vestía. Luego salió de la cama de un salto, recuperó sus gruesos pantalones azules y su jersey de punto negro y se vistió. A veces, Karl, la echo en falta como no se puede imaginar. Leyó un par de veces mi poema.
Para B. B.
Largas noches de insomnio sin chispa de
[inspiración,
tábula rasa.
Caprichosas imágenes evanescentes,
vagos pensamientos que pasan de largo.
Así transcurren casi todas las noches,
hasta que, de pronto, una vez al mes,
o más bien dos veces cada seis meses…
surge un destello.
La pluma se desliza sobre el papel,
llenando aprisa una página,
ahí está el trabajo de todo un año.
¿Le pasaba también a él?
¿O se le derramaban las palabras
como una catarata sobre el papel?
Pronto visitaré su tumba de nuevo,
saludaré de paso a Hegel, en su eterno descanso,
y sobre la nueva y fría lápida de mármol
esparciré unas rosas rojas y me comprometeré
a fumigar nuestro país.
Berlín, 12 de agosto de 1956
Llamaron a la puerta antes de que Helge pudiera darme su opinión sobre mi pequeño homenaje. Cogió el reloj de la mesilla de noche: las seis. Debía de ser Gerhard, siempre puntual hasta la exasperación. Los demás tardarían por lo menos media hora más en llegar.
Llevándose el poema, fue a abrirle la puerta a Gerhard.
—¿Qué te ha parecido? —oí que le preguntaba nuestro amigo.
—No está mal. Los últimos versos no me convencen, pero es contundente… —¿Me dejas leerlo, Vlady?
Helge le tendió el poema y él lo leyó por encima y sacudió la cabeza.
—Quémalo, Vlady. No está bien. Demasiado sentimental para ser el primero. Brecht no soportaba el sentimentalismo.
Ni Gerhard tampoco. Hice una mueca, le quité el papel de las manos, lo arrugué con el puño y le prendí fuego en un cenicero. Helge me gritó:
—¡No, Vlady! ¡No seas tonto!
Había gritado en vano. Sólo yo sabía que tenía el poema en la memoria y algún día saldría de él una versión mejor. Como ves, eso no sucedió, pero tampoco lo olvidé. Tu madre te confirmará que lo que has leído es justo lo que escribí hace muchos años.
—Tiene razón Gerhard, mi querida Helge —le dije—. La única forma de alcanzar el éxito con lo que hacemos es ser despiadadamente objetivos. Conscientes y autocríticos, no como los hombres que nos gobiernan.
Gerhard asintió con un gesto y encendió su pipa con torpeza. Tenía diecinueve años, uno más que Helge y yo. Y la pipa la había estrenado hacía pocas semanas.
—Pero, camaradas, los dos os precipitáis a adoptar actitudes extremas —objetó Helge—. Según vosotros, la crítica debe ser completamente destructiva, como el aire que entra en un sepulcro herméticamente cerrado.
—Bien dicho —dijo Gerhard con seriedad—. Eso es exactamente. Queremos aniquilar todo lo que hay en este sepulcro estalinista.
—¿Todo? —gimió Helge—. ¿Todo? ¿Hasta los cimientos de la RDA?
—Eso principalmente —se burló Gerhard.
La charla fue interrumpida por unos golpes en la puerta principal, ruidos extraños y el sonido de risas. Yo, que vivía permanentemente asustado de los vecinos, unos fanáticos del régimen, me apresuré a levantarme para abrir. Entonces se hizo el silencio. Eric, Heide, Helen, Alexander y Richard, vestidos con viejos abrigos militares, se cuadraron. Mirando por encima de mí, como si no me vieran, entraron en el piso marcando el paso de la oca. Una vez dentro, se despojaron de los abrigos y se tiraron al suelo entre risas.
El salón era espacioso y formal. La luz grisácea que entraba por las ventanas estaba a punto de extinguirse. Sobre una mesa reposaban varios números de Rinascita, la revista del Partido Comunista Italiano, junto a un busto de Lenin. Y al lado un viejo samovar ruso borboteaba, listo para preparar el té.
Una vez servido el té en sus vasos, Gerhard nos llamó al orden.
Una atmósfera de gravedad se apoderó de la reunión. Seguro que conoces esa sensación, Karl. Probablemente se produce cuando vuestro jefe os dirige la palabra en las ocasiones solemnes. En nuestro caso, era consecuencia del convencimiento de que íbamos a transformar la RDA y el mundo.
Todos pertenecíamos a la rama juvenil del partido dirigente. Sabíamos que nuestra pequeña reunión era ilegal y que, si nos descubrían, nos expulsarían de la liga y de la universidad y nos enviarían a un exilio interno o a trabajar en una fábrica. Todos los presentes éramos conscientes de que aquello ponía en riesgo nuestro futuro y nuestra vida y, a pesar de eso, estábamos dispuestos a lanzarnos de cabeza al remolino de la historia.
Deseábamos reformar y rehacer el comunismo de la RDA, un comunismo que era hostil a nuestros gustos, esperanzas y aspiraciones, y sustituirlo por un socialismo con rostro humano.
El aplastamiento de la revuelta húngara por los tanques soviéticos en realidad había reforzado la impresión de que el sistema no podría mantenerse mucho tiempo sin cambios. Y, sin embargo, el pueblo no había logrado desprenderse del miedo ni se sentía seguro de estar en la vía correcta. Sólo había algo de lo que no se dudaba: a la vista de los crímenes cometidos en su nombre, no se podía permanecer en silencio y en la pasividad. Ya no bastaba con taparse los oídos y canturrear, como hacen los niños, para no escuchar las mentiras del régimen.
—Camaradas —en la voz de Gerhard había un leve temblor—, todavía somos pocos, pero sin duda creceremos. Toda la vida hemos estado amordazados. Vlady es afortunado por no haber nacido, como los demás, en la Alemania nazi. Nos ha tocado en suerte vivir en un siglo de tristeza. Los sucesos de Moscú y Budapest vuelven imposible el silencio. Debemos hacer oír nuestras voces, entablar contacto con los cantaradas del resto de la RDA que piensan como nosotros y luchar para que un día la RDA llegue a ser verdaderamente democrática. Los burócratas que pisotean nuestro espíritu han levantado una pirámide de mentiras e hipocresía. Si no destruimos su mundo, surgirán de él otras fuerzas más siniestras…
Continuamos hablando en este tono durante casi cuatro horas, con una breve pausa para tomar pan con queso y jamón y beber cerveza. Cada cual exponía sus tribulaciones, combinando el conocimiento personal de la tragedia con la experiencia colectiva del mundo.
Esa noche se hizo gala de muy poca pasión. No hubo rayos ni truenos. Nos espoleábamos unos a otros despaciosamente, sin prisa, concediéndonos tiempo para reflexionar. Y no era por falta de emociones, sino por un rechazo consciente de la demagogia que caracterizó a la etapa nazi, en la que se habían criado todos mis amigos. Conocían de primera mano el modo de vida nazi. Soflamas interminables retransmitidas por la radio, asistencia obligatoria a mítines cuidadosamente organizados, canciones de Horst Wessel en el colegio y adhesión ciega al odio contra los enemigos que el Reich tuviera dentro y fuera de Alemania.
¿No te aburro con todo esto, Karl? ¿Te acuerdas de Joe Lotz, mi amigo israelí? Detestaba a muerte que sus padres rememorasen la ciudad polaca que abandonaron en 1936, donde hoy día no vive ni un judío. Joe no quería saber nada del asunto. Pero como tú sigues viviendo en Alemania, imagino que a ti sí te interesa… ¿o es que me gustaría que te interesase?
Pasada la medianoche se nos agotaron las palabras. Había llegado el momento de adoptar decisiones. ¿Debíamos montar una organización clandestina? ¿Contábamos con los recursos materiales y morales necesarios para poner en circulación un periódico ilegal? ¿O sería más prudente limitarnos a redactar y publicar un manifiesto, un llamamiento a las armas dirigido a una generación desconcertada y atemorizada?
Helen Kushner nos devolvió a la realidad al decir:
—¡Hoy han detenido a Walter Janka!
La conmoción se reflejó en nuestros rostros. Janka era un editor muy respetado en la RDA. Había sido encarcelado por los nazis de joven. A su hermano Albert, que fue parlamentario comunista en los viejos tiempos, lo mataron de una paliza los nazis. Liberado de la cárcel por error, Walter huyó a Praga y desde allí fue a España, donde combatió con el Batallón Thaelmann. Después de la derrota, escapó a México con Anna Seghers y allí fundó un periódico comunista. Su pasado era conocido de todos, y formaba parte de la élite intelectual de la RDA. Había resistido las presiones de Ulbricht para que se adaptara a la ortodoxia reinante y su editorial era un oasis para las plumas críticas. Pensar que lo habían encarcelado nos encolerizó.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté con voz ahogada.
—Mi madre ha visto a Anna Seghers esta tarde. Walter es el editor de Anna y alguien la ha llamado para advertírselo.
—¿Por qué Janka? —dijo, perplejo, Gerhard—. En todo Berlín habrá pocos comunistas tan leales como él.
—Porque publica a Lukács —repuso Helen—. Y Lukács no sólo ha apoyado de palabra la revuelta de Budapest, sino que ha sido ministro en el gobierno de Nagy. Por lo tanto, el camarada Lukács es un traidor y un apóstata. Y, según la lógica de Ulbricht, su editor también es culpable.
—Y el poeta capaz de poner en evidencia esta lógica retorcida ha muerto. ¿Por qué Brecht ha muerto y Ulbricht sigue vivo? Y ya que Lukács pronunció unas palabras en su entierro, ¿por qué no exhuman el cadáver de Brecht y lo someten a un juicio?
Esa idea les levantó el ánimo. Gerhard se tendió en el suelo y Richard, Alexander y yo adoptamos el papel de policías de la secreta.
VLADY: Camarada Brecht, tenemos órdenes de llevarlo a la cárcel.
GERHARD: Estoy muerto.
RICHARD: Eso dicen todos. Levantadlo, muchachos.
[Levantan a Gerhard en volandas y lo tiran al sofá.]
VLADY: Escúchame bien, Brecht. Tú sabes que estás muerto y nosotros también, pero el Estado ha ordenado que te detengamos.
GERHARD: Un poco tarde, ¿no os parece?
VLADY: Nunca es demasiado tarde.
GERHARD: ¿Por qué han arrestado a mi cadáver?
RICHARD: Pregúntaselo a tu mujer.
HELGE: Dicen que Lukács pronunció unas palabras en tu entierro, Berty, y, como todos sabemos, Lukács es un traidor.
GERHARD: Sé que escribió un libro titulado La destrucción de la razón en el que demostraba que los modos de pensamiento irracionales fomentaban el ascenso del fascismo y la reacción. Ulbricht no comprendió la argumentación, pero…
—Ya vale de hacer el payaso. Por favor. Basta ya.
Había algo en la voz de Helen que nos hizo detenernos en seco. Todos los ojos se dirigieron a ella.
—Os he dicho que han detenido a Janka para que comprendierais lo que nos traemos entre manos. Y vosotros os ponéis a hacer el payaso. ¿No os dais cuenta de los riesgos que corremos?
—Aquí no ha venido nadie engañado. Llevamos semanas hablando de esto. Es necesario hacer algo. Si has cambiado de opinión, Helen, márchate. No te preocupes.
—No seas obtuso, Gerhard —replicó Helen—. Claro que quiero hablar de lo que podemos hacer. Y como ninguno de vosotros ha traído una propuesta concreta, os sugiero que preparemos un manifiesto breve. Algo comprensible para cualquiera. Propongo que Vlady haga el borrador y que la semana próxima nos reunamos a comentarlo y aprobarlo. ¿Estáis de acuerdo?
Todos asentimos.
—Estupendo —dijo Helen—. Ya nos podemos ir a casa.
—Un momento —intervino Helge—. La Nochevieja es la semana que viene. Hemos convencido a Vlady de que haga una fiesta. Podríamos reunimos por la mañana para debatir el manifiesto y luego, si os quedáis, organizaremos la fiesta entre todos. ¿Os parece bien?
—Sí —farfullaron sin ningún entusiasmo.
Esa noche, horas después de que se hubieran ido mis compañeros de conspiración, aún seguía sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en las manos, contemplando la hoja en blanco metida en la máquina de escribir. Helge dormía como un tronco en la habitación contigua.
«Nos hemos embarcado en una empresa peligrosa y que nos llevará tiempo —me dije a mí mismo—. Si nuestros jefes directos no acaban con nosotros, acabará con nosotros Moscú, y luego…». Entonces mis dedos empezaron a moverse y sobre el papel en blanco se formó un título:
MANIFIESTO POR EL NACIMIENTO DE UNA AUTÉNTICA RDA
Una década de gobierno totalitario y férrea disciplina ha privado a nuestro pueblo de la capacidad de expresarse y organizarse por sí mismo. Sumado esto a lo que el fascismo alemán había hecho a nuestra nación, nos vemos abocados a la tragedia. Nuestra nación anhela dirigirse a sí misma, ser dueña de su destino, al margen de la tiránica dominación de la burocracia y de la opresiva influencia del capitalismo consumista que domina la zona occidental del país.
Al terminar la guerra, los ciudadanos de la RDA albergaban grandes esperanzas de libertad, igualdad y fraternidad internacional, que chocaron desde el principio con los objetivos burocráticos de Moscú y los hombres enviados desde allí para dirigir el Estado.
Después, los trabajadores descubrieron que las llamadas conquistas socialistas eran una farsa. En 1953, reclamamos una reforma: un sistema multipartidista, derechos sindicales, libertad de prensa. Pero el «socialismo» de la RDA no podía garantizar a sus ciudadanos los derechos que los ciudadanos de Alemania occidental daban por sentados, esos derechos que según Rosa Luxemburgo eran indispensables para que cualquier sistema pretendidamente socialista gozara de buena salud. La revuelta de los trabajadores fue aplastada. El pueblo cayó en el desánimo y la indolencia. Cundió la apatía.
Este fracaso convirtió en pura palabrería las soflamas de nuestros propagandistas…
Cuando terminé el borrador del manifiesto ya eran las tres de la mañana. El frío gélido de la calle se había colado en el piso, y yo, abstraído en el trabajo, no me había dado cuenta de que también había penetrado hasta mis huesos. Me desvestí tiritando y me metí en la cama. La respiración pausada de Helge indicaba que dormía profundamente. Su cuerpo irradiaba un calor irresistible.
«Es mi amante, mi camarada y mi amiga —pensé—. Es fiel y apasionada. Digna de confianza. A ella le hablo de cosas que nunca he confesado a nadie. Tal vez por eso no le cae bien a mi madre, que debe darse cuenta instintivamente. Qué idiota es Gertrude».
La abracé, y ella, sin despertarse, se dio la vuelta y se apretó contra mí. Su calidez me envolvió al cabo de unos minutos y, sin tener tiempo de revisar los sucesos de la jornada, yo también me dormí.
Una semana después, el treinta y uno de diciembre por la mañana, los compañeros aprobaron el manifiesto, concretamos la forma en que íbamos a mimeografiarlo y compilamos una lista de simpatizantes de las principales ciudades a quien enviárselo, aunque no por correo postal, como es natural. Llevábamos meses de continuo debate, tanto que a veces nuestras palabras acababan por parecemos un guirigay sin sentido: trabajadores, democracia, libertad, burocracia, dictadura, inteligentzia. Palabras nada más. Ahora habíamos decidido emplearlas en algo concreto, movernos hacia delante, actuar, enfrentarnos a la historia, desvelar el cielo azul oculto tras los pesados nubarrones.
La gente empezó a llegar pronto y, hacia las diez de la noche, el piso estaba abarrotado. Por todas partes había repantigados cuerpos jóvenes. Con ayuda de la reserva de vodka ruso de Gertrude, el espíritu juvenil se desbordaba despreocupadamente. En el cuarto de estar, un maestro de la sátira imitaba a Ulbricht subido a una mesa. La gente reía a mandíbula batiente viendo el espectáculo con la mayor tranquilidad.
—El año pasado no se habrían atrevido a portarse así —le susurré a Gerhard, sonriendo con satisfacción—. ¡Es el espíritu del Vigésimo Congreso del Partido!
Dando una calada a su pipa, y esforzándose por poner una pose elegante, Gerhard asintió con la cabeza.
—Buenos augurios para nuestra pequeña empresa.
En la cocina, donde los invitados se servían vino moldavo caliente y especiado, una mujer que rayaba en los cincuenta estaba lanzada.
—Tú consideras mis obras demasiado elevadas. No estoy de acuerdo. Mi única función es confiar mis sueños a los lectores. Ni los tuyos, ni los de la RDA ni los del macho cabrío que nos gobierna. El arte colectivista carece de valor estético. La literatura posee un valor intrínseco, independiente de todo lo demás. De todo lo demás.
Su compañero, un hombre de pelo cano que le sacaría unos diez años, se reía de ella.
—Una vez más, te equivocas, querida. Eso que dices sólo es aplicable a las obras maestras, que son excepciones. En general, el arte es un producto de la mente humana, como todo, y está destinado a ser consumido a toda prisa. Es una mercancía perecedera. La basura del realismo socialista no es mejor ni peor que la del capitalismo. Yo dejé de escribir al darme cuenta de que ya no existía el público para el que escribía.
—Entonces eras un fantasma y ahora lo sigues siendo —replicó su amiga.
Les interrumpieron gritos procedentes de la sala contigua que advertían que faltaban sólo dos minutos para las doce de la noche. Mientras, por la radio, las campanadas anunciaban el nuevo año, todo el mundo rompió a cantar. Luego Gerhard pidió un momento de silencio.
—Camaradas, brindemos en homenaje a Bertolt Brecht.
—¡Por Bertolt Brecht!
—¡Por la libertad! —sugirió otra voz.
—¡Por la libertad! —corearon todos.
Justo antes de que dieran las dos, Helge y yo anunciamos nuestro compromiso.
—¡Camaradas! —les dije—. ¿Por qué comprometerse uno solo cuando se pueden comprometer dos?
Luego hubo risas y brindis. Pero, a la mañana siguiente, con el regreso de Gertrude, se me olvidó todo. Le conté lo sucedido y ella empezó a llamarme Vladimir, señal inequívoca de que estaba enfadada.
—No soy una maga solitaria, Vladimir. Soy tu madre y ya voy con media hora de retraso a la reunión. Creo que ya me has insultado bastante por hoy. ¿Continuamos mañana por la mañana?
Se marchó sin darme tiempo a replicar. Mi intención había sido provocarle una reacción de cólera para que, dejándose llevar, quizá me revelara alguna verdad oculta. Pero mis expectativas quedaron defraudadas.
Fueron pasando las semanas sin que Gertrude depusiera su actitud enfurruñada. Nuestra relación se había vuelto muy fría desde que le presenté a una nuera que no era de su agrado. Yo defendía vigorosamente la integridad de Helge.
—Que su padre sea pastor luterano no es culpa de Helge. Tu padre era burgués y, a pesar de eso, lo querías mucho.
—Mi padre murió en Belsen.
—O sea, que no habría problema si el padre de Helge hubiera muerto.
—¿Por qué has tenido que casarte con ella?
—Era necesario.
—¿Por qué? ¿Está embarazada?
—¿Sería eso justificación suficiente?
—¿Está o no está embarazada?
—No.
—Menos mal.
Los intentos de Helge de normalizar las relaciones también fracasaron. Gertrude nunca era descortés, pero mantenía una formalidad molesta. Además, a los pocos días de su regreso ya había dejado bien claro que el piso era suyo y todo seguía dependiendo de ella, no de Helge.
Hasta aquel momento, y a pesar de nuestras discusiones, Gertrude me parecía una persona encantadora, inteligente y sensible, con sus arranques de cólera, eso sí. A partir de entonces empecé a descubrir con perplejidad su otra cara. Una tarde, aprovechando que no estaba Helge, le pedí a Gertrude que me hablara con toda franqueza. Pero me miró como a un desconocido y se encerró en su silencio.
¿Por qué estaba tan alterada? Que como a cualquier buena madre judía le disgustara la intromisión de otra mujer en mi vida lo comprendía. O que hubiera hecho las cosas a sus espaldas. También era comprensible que la obligación de compartir el piso con una pareja joven que se pasaba la vida metida en la cama en el minúsculo dormitorio contiguo al suyo la sacara de quicio. Nuestros susurros y entusiasmos nocturnos quizá la hicieran sentirse como una extraña en su propia casa. Hasta ahí todo era normal, pero ¿no había algo más? ¿Alguna otra razón oculta? ¿Algo más bien relacionado con su pasado, algo que le asustaba?
No era una cuestión de ambiciones frustradas. Gertrude nunca había planeado un futuro para mí, y lo último que deseaba era que siguiera los pasos de mi padre. Yo era su nexo de unión con un pasado cargado de pérdidas y privaciones. Un pasado que le inspiraba tanta tristeza como fuerza. Quizá se arrepintiera del precio que había pagado por sus decisiones, pero las había vivido hasta sus últimas consecuencias y de algo le habían servido. El caso es que empezó a hacerme la vida imposible por Helge. A veces, más que una discusión, aquello tenía el aire tétrico de un interrogatorio. Su inmovilidad física era una especie de armadura. Yo inspeccionaba sus ojos gris pálido y me preguntaba qué habrían visto…
Frustrado por la obstinación de Gertrude y su negativa a sincerarse conmigo, un día estallé y me descargué de todo lo que había ido guardándome durante las últimas seis semanas. Defendí mi amor por Helge con un apasionamiento que Gertrude no me conocía, con lo cual la reafirmé en sus prejuicios. Una rubia seductora había echado a perder la inocencia de su hijo. Me dijo algo por el estilo y yo le repliqué poniéndome a su altura.
—La virginidad la perdí poco después de cumplir los diecisiete. Fue con una amiga tuya, madre, con una fiel camarada que pasó unos días en casa. ¿Te acuerdas?
—¡Estás mintiendo, bastardo!
Por fin la había hecho reaccionar. Satisfecho de mí mismo, me serené.
—Ya que has sacado a relucir el tema de mi legitimidad, me gustaría que me contaras algo más al respecto, madre. ¿Qué relación tuviste en realidad con Ludwik? ¿Qué fue de él?
—Te he dicho un millón de veces que murió.
—¿Quién lo mató?
—¿Por qué me miras así?
—¿Quién lo mató?
—Yezhov. Era quien estaba al frente del NKVD[9]en 1937.
—Otra vez con tus juegos. Ya sé que lo mató Stalin, pero ¿quién apretó el gatillo?
—No lo sé.
—En Moscú tiene que haber alguien que lo sepa. ¿Nunca has tratado de averiguarlo?
—Los que lo sabían también han muerto.
—Todo el sistema ha muerto, madre. Las revelaciones de Kruschev han…
—A algunos no nos hacía falta escuchar el discurso de Kruschev, Vladimir. Ya lo sabíamos todo.
—Sí, claro, lo sabíais, lo cual no os impidió seguir como si nada. Lo único que os importaba era salvar el pellejo.
—¿Has olvidado el Día de la Victoria de 1945? ¿El gran desfile de Moscú? ¿Cómo tus amigos y tú vitoreasteis al victorioso Ejército Rojo, aplaudiendo como si os hubieran dado cuerda? Y que cuando arrojaron a los pies del mausoleo de Lenin las banderas nazis, todo el público se echó a llorar. Al final el fascismo fue derrotado, aunque, para lograr esa victoria, muchos comunistas como yo tuviéramos que pactar con el diablo. ¿Por qué crees que llorábamos ese día, Vladimir?
No pude evitar que el recuerdo de aquel día me conmoviera.
—Por vuestros camaradas muertos.
—En efecto, pero también de alivio porque la Unión Soviética hubiera sobrevivido. Tal vez salvar mi pellejo no valía la pena, pero la Unión Soviética tenía que sobrevivir para que se pudiera acabar con Hitler. Cualquiera sabe lo que habría ocurrido de no ser por el Ejército Rojo. Europa se habría hundido, eso sin duda.
Me habría gustado que Helge hubiera presenciado aquella discusión. Me costaba mucho convencer a tu madre de que la mía era algo más que una mercenaria del partido amargada que había vendido su alma al estalinismo. En todo caso, no sé qué habría pensado Helge de una argumentación que equiparaba a Stalin con la Unión Soviética. Tu abuela era una caradura, Karl. O sea, que si quería defender a la RDA, ¿cómo se traducía eso en decirme cómo y a quién querer? ¿Es que el fin justifica los medios y uno tiene carta blanca? Inaceptable.
Me recordaba a Gerd Henning, un siniestro profesor de literatura alemana de Humboldt, fiel militante del partido y consumado violador. Hace algunos años, una chica se quejó de él a las autoridades y les facilitó una descripción gráfica de su método: «Iba a su cuarto después de clase para escuchar sus prácticas de recitación de Goethe». Cuando consiguió la recitación correcta, Gerd Henning le dijo que diera un apretón de manos a su pene. Ella le dio una patada y puso pies en polvorosa.
El padre de esa estudiante tenía un alto cargo en los servicios secretos militares. Hubo una investigación y se amonestó a Henning. ¿Sabes cómo se excusó ante sus compañeros, Karl? Poniendo una voz muy recatada, les dijo: «Tenéis que disculparme, camaradas. No he recibido la misma educación que vosotros. Me crié en una familia proletaria de Wedding. Mis padres fueron comunistas en la clandestinidad durante la época nazi. Los dos murieron en Ravensbruck. Un trabajador metalúrgico y su familia me ocultaron en su casa. Allí pasamos la guerra bebiendo, soltando tacos y follando, pero sobrevivimos. Perdonad mi falta de sensibilidad. Si hubiera ido a Moscú, a Los Ángeles o a Ginebra, quizá tendría un comportamiento más refinado. Pero en el Berlín de Hitler se vivía a lo bruto».
Dicho esto, se marchó, negándose a responder preguntas. Y siguió siendo el mismo. Ese tipo de demagogia me parece repugnante, igual que los hombres como él. La anécdota me la contó Gertrude, pero he de decir que sus razonamientos no diferían mucho de los de Henning.
Ese mismo año tuve la bronca del siglo con Henning. Quise convencerle de que usara su influencia en defensa de Eva Sickert, una profesora joven maravillosa que había perdido su puesto como consecuencia de una campaña de difamación organizada por el partido. La acusaron de ser discípula de Lukács y de «idealizar las novelas del reaccionario novelista inglés (sic) sir Walter Scott», algo que ni siquiera trató de negar.
Sesenta alumnos firmamos una carta de protesta. Cuando abordé a Henning, me dijo con una sonrisa condescendiente: «Tú te puedes permitir hacer esas cosas, Meyer, pero yo no. Mi trabajo de profesor de literatura alemana consiste en educaros, en ayudaros a desarrollar una comprensión crítica del lenguaje y la literatura, y precisamente por eso no debemos permitir que la política entre en la universidad».
—El Estado ha metido la política en la universidad, profesor Henning, al demonizar a algunos pensadores y al despedir a Eva Sickert.
Henning, sonriente, movió la cabeza, asombrado de la ingenuidad de aquel alumno que tenía delante.
—Si viera una casa en llamas —continué, sin darme por vencido—, seguro que echaría una mano para apagar el incendio.
—En absoluto, mi querido Meyer. Correría al teléfono más próximo y llamaría a los bomberos. Yo soy profesor.
—Es usted una mierda, Henning —dije a voces—, un cerdo sin honor, sin vergüenza, sin principios. Los de su calaña sobrevivieron muy bien bajo el régimen nazi, ¿verdad, herr profesor?
Henning no perdió la calma, pero su mirada rezumaba odio.
—Salga de aquí, Meyer.
Cuando ya me iba, añadió como si se le acabara de ocurrir:
—Por cierto, Meyer, no le he dado motivos para enfadarse tanto. Ni que me hubiera tirado a su mujer.
Esa noche, al volver a casa, Gertrude se sorprendió de verme recién afeitado. Y es que, en un ataque de resentimiento contra el mundo en general y nadie en particular, me había quitado la barba. Pero también ella estaba demasiado preocupada para interesarse por mi apariencia.
—¿Qué te pasa, mutti?
—Vlady, ¿hay algo que no me hayas contado?
Me entró el pánico. Hasta aquella fatídica Nochevieja no había tenido secretos políticos para Gertrude. La pelea por el desposorio tramado a toda prisa fue en parte un intento semiinconsciente de disimular el hecho de que Helge y yo nos habíamos pasado a la clandestinidad política. Y aunque muchas veces me sentí tentado de contárselo todo a Gertrude, algo me frenó. Después de nuestra acalorada disputa sobre Helge, quedé convencido de que, en efecto, Gertrude era una horrible estalinista chapada a la antigua y me alegré de no haberle desvelado nuestro secreto.
—¿Vlady?
—¿Qué te podría haber ocultado?
—Oye, Vlady, esto no es para tomárselo a broma. Podrías acabar en prisión o muerto. Cuéntamelo todo ahora.
—¿Qué sabes? ¿Cómo te has enterado?
—Olvídate de cómo me he enterado. No es asunto tuyo. Sé que entre tú y otras personas habéis distribuido un manifiesto que aboga por la destrucción de la RDA.
—No es cierto, mutti. Hemos hecho un llamamiento en favor de la democratización de la RDA y el final del unipartidismo. No abogamos por «destruir la RDA», al contrario, es la única forma de consolidarla y estabilizarla. Los trabajadores lo comprendieron instintivamente en el 53.
—¿Escribiste tú el borrador del manifiesto?
—Sí.
—¿Del principio al fin?
—Del principio al fin.
—Déjame leerlo.
Estaba acorralado, sin más alternativa que entregárselo. Luego me dijo que de algún modo se había sentido orgullosa de mí. Que el incidente la hizo pensar en Ludwik y en su comedida elocuencia, en muchas conversaciones que, de haberse notificado a las autoridades, los habrían conducido de inmediato al arresto y probablemente a la muerte en los campos de concentración siberianos. Pese a que eran tiempos mucho más duros, montones de comunistas veteranos arriesgaron sus vidas al denunciar a Stalin. ¿Qué habría pensado Ludwik de su hijo?
Le tendí el manifiesto y me coloqué detrás de su silla mientras ella se ponía las gafas.
—Siéntate, Vlady. O mejor, vete hasta que haya terminado. Ya no eres un chico de diez años ansioso de saber mi opinión sobre los deberes que has hecho.
Reconfortado al verla más serena, salí de la habitación sonriendo. Y esa sonrisa le molestó.
Dejó el manifiesto sobre la mesa y se quedó mirando la fotografía de Helge y mía que había sobre la chimenea.
—Cuánto me gustaría charlar tranquilamente con ella y explicarle que si estoy celosa es porque te quiero muchísimo. Animarla a que me dé un nieto…
No daba crédito a mis oídos. La paz, al fin. Nuestra pequeña guerra civil había terminado. Luego se concentró en la lectura del manifiesto, incapaz de disimular cuánto le agradaba. Esa noche le dijo a Helge que admiraba mucho mi intuición política y la precisión con que formulaba las frases. La claridad de ideas y la armonía en la expresión eran maravillosas. Según nos dijo, en Moscú se estaban aireando pensamientos de la misma índole porque los militantes iban perdiendo poco a poco el miedo.
Durante su visita a Moscú, Gertrude había tratado de localizar a los escasos supervivientes de los años veinte y había dado con un hombre y una mujer a los que nunca se identificó como miembros del círculo de Ludwik porque abandonaron el Cuarto Departamento para hacerse profesores de escuela años antes de que se desencadenara el terror. Se alegraron mucho de ver a Gertrude y pasaron juntos una velada hablando de Ludwik y de los otros Eles.
Ambos habían formado parte de una delegación de antiguos bolcheviques, en la que participó también la viuda de Bujarin, que fue a pedir a Kruschev que se liberase a quienes habían sido encarcelados injustamente. Kruschev se comprometió a liberar a los presos y algunos de los recién excarcelados llegaron a la capital en vísperas de la partida de Gertrude. En esos tiempos, aquello se llamaba pragmáticamente «rehabilitación», como si los presos hubieran pasado por una enfermedad o fueran un juego de sillas viejas y desvencijadas; con un poco de cola y algunos refuerzos, se las podía poner en uso de nuevo. Y las demás sillas podrían haber corrido la misma suerte si en 1937 no se hubiera estimado que no se requerían sus servicios…
De no haber sido por su visita a Moscú, Gertrude se habría quedado lívida y habría hecho lo imposible por proteger a su hijo. Sí, lo imposible. Pero ahora sabía que todo era cuestión de tiempo. Lo que hoy pasaba en Moscú mañana sería imitado en la RDA. Cabía incluso la posibilidad de que Vlady acabara perteneciendo al Politburó.
La voz del futuro miembro del Politburó interrumpió sus ensoñaciones:
—¿Y bien?
Alzó la vista y me sonrió.
—¿Qué te parece, mutti?
—Estoy de acuerdo prácticamente en todo. Si suprimieras la referencia al multipartidismo, hasta podría firmarlo yo misma.
—Pero es un punto fundamental. En eso Lenin se equivocó, Rosa tenía razón. Porque si reconoces el derecho a que exista una minoría dentro del partido, ¿cómo puedes negarle el derecho a que forme un partido independiente? Entiéndelo, mutti…
—Lo entiendo muy bien, Vlady, pero no estoy de acuerdo.
—Muy bien, no pasa nada. El debate continuará.
—Magnífico. Y ahora quiero que me digas algo. ¿Cuántos estáis metidos en esto? ¿Quiénes son los otros?
Titubeé. No quería decírselo.
—¿Vlady?
—No puedo traicionar su confianza. Nos hemos comprometido a guardar el secreto. ¿Quién te ha hablado del manifiesto?
—Un jerarca del partido. Se quedó deslumbrado, igual que yo. Tenía la impresión de que podía ser obra de un grupo de estudiantes. Unas cuantas indagaciones en Humboldt indicaron que tú podías estar implicado. No eran más que sospechas, ya me entiendes. Pero yo supe desde el principio que estabas detrás de esto. Pura intuición, imagino. ¿Quiénes son los otros?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Para hacer algunas averiguaciones. ¿Y si alguno de tus compañeros de conspiración trabajara para la Stasi?
—Eso es demencial.
—Tal vez, pero necesario para el éxito de vuestro proyecto. Sé realista, por favor, Vlady.
Me levanté y empecé a pasearme de arriba abajo. Gertrude advirtió que me frotaba la frente, una señal inequívoca de nerviosismo que la irritó. Seis meses atrás aún confiaba plenamente en ella, le contaba todo lo que quería saber y luego me iba a la cama con la conciencia tranquila. Esa confianza del hijo único en su madre soltera te ayudará a comprender por qué me fustigaba a menudo a mí mismo por dudar de su palabra cuando me aseguraba que Ludwik era mi padre.
Antes de que pudiera explicarle que no podía decírselo, oí el sonido de una llave girando en la cerradura. El corazón se me aceleró. Sólo podía ser Helge. Mi madre cesaría de acosarme en su presencia. Eso creía yo. Pero la subestimaba.
En cuanto Helge entró en la sala, Gertrude se puso en pie y saludó a tu madre con una cordialidad que nos dejó estupefactos. Le quitó el abrigo y la empujó hacia el sofá.
—Ve a prepararle un té a Helge, Vlady. ¿No ves lo cansada que está?
Perplejo y sin habla, me precipité a la cocina. En mi ausencia pasó algo asombroso. Gertrude se sentó junto a Helge y la besó en la frente.
—Perdona los malos modales de una vieja madre, querida —dijo en un tono encantador—. Mi hijo es lo único de valor que me queda en el mundo y no quería compartirlo con nadie, por lo menos hasta dentro de unos años. Pero he comprendido que os queréis de verdad. ¿Serás capaz de disculpar las excentricidades de una madre excesivamente protectora? ¿Y si nos hacemos amigas?
Helge no salía de su estupefacción. Gertrude la había desarmado de golpe. Abrazó a mi madre y ella suspiró y empezó a acariciarle el pelo. Esta escena increíble fue la que me encontré al volver con un vaso de té para Helge. Como es natural, me sentí profundamente conmovido. Supuse que me había ganado a Gertrude con mi éxito político.
Esa noche estuvimos los tres charlando de los viejos tiempos y, casi sin necesidad de que nos incitara a ello, le contamos todo lo que quería saber. Gertrude tomó nota mentalmente de los nombres de los demás y dio su visto bueno al proyecto.
Esa noche fue la primera que Helge y yo nos sentimos a nuestras anchas en aquella casa.