Mucho después de los años treinta, e incluso después de que el paranoico tirano Joseph Stalin muriera en 1953, cuando Lisa recordaba su último viaje a Moscú, nunca lograba verlo con una perspectiva clara ni como un hecho normal. No fue solamente que en aquel viaje tuviera disparada la adrenalina, la garganta seca y sintiera en la boca el regusto amargo de la aprensión… todo eso no era novedad para ella. Fue como si una destilación tangible del terror sufrido por los moscovitas hubiera impregnado el aire de la ciudad, convirtiendo sus vistas y sonidos en una muestra de cine expresionista: charcos de sombra negra, un fondo de susurros y quejidos, rostros que parecían máscaras. Lisa recordaba la visita a Moscú como una serie de episodios cuya lógica sólo respondía a aquel momento y lugar específicos, siendo imposible recrearla en ninguna otra parte.
Recuerda, se decía una y otra vez, que no has de manifestar sorpresa, miedo ni enfado. Son huecos por los que se cuela la muerte. Era el mes de mayo de 1937 y ya habían pasado por el puesto fronterizo letón de Eydjunen sin ningún problema, un trance que Lisa detestaba porque los guardas fronterizos soviéticos tenían instrucciones estrictas de interrogar a los extranjeros. Tal vez en esta ocasión les habían notificado que no lo hicieran. Sí, era la única explicación. Sea como fuere, no les habían molestado, a pesar de sus pasaportes checos falsos. Ni siquiera habían revisado su equipaje.
Félix, inocente y confiado, dormía a pierna suelta mientras el tren se aproximaba a Moscú. Era temprano y en el cielo despejado asomó un sol brillante. Los abedules y los álamos, fieles centinelas de la campiña rusa, montaban guardia como siempre al paso del tren.
Lisa bajó la ventanilla, sacó la cabeza y, con los ojos cerrados, respiró el aire limpio. Recordando épocas más despreocupadas, de pronto se sintió alegre. Pero la alegría no duró ni cinco segundos. Le pareció ver un tronco de abedul salpicado de sangre. Se le aceleró el pulso y se apresuró a bajar la ventanilla y a sentarse.
—Despierta, Félix, que ya estamos llegando.
«En Moscú —pensaba Lisa con una sonrisa forzada—, todo seguiría como siempre. Innumerables burócratas, espías, policía secreta, gente normal que trataba de comportarse como buenos ciudadanos, miembros del partido con un sentido equivocado de la lealtad… su constante trajín era el telón de fondo del resto del país».
El gran líder deseaba que todo buen ciudadano fuera un espía y ahora la gente se vigilaba, escribía informes, rivalizaba por denunciar al mayor número posible de «enemigos del pueblo». Si sus esfuerzos daban como resultado un interrogatorio, sonreían con satisfacción, y cuando el interrogatorio conducía a una condena carcelaria, y no digamos ya a un juicio y una ejecución, se entusiasmaban, sintiéndose muy seguros. «Pobres idiotas —pensaba Lisa—. Pobres, pobres idiotas».
El tren se detuvo y ella confió en que Freddy hubiera recibido su telegrama. Luego, contemplando el mar de rostros, se preguntó si en el país quedarían seres humanos… personas tan bondadosas como para ni siquiera pensar en hacer el mal.
—¡Lisa! ¡Lisa! Estoy aquí.
Era Freddy. Se sintió reconfortada al verlo. Tomó a Félix del brazo y, de pronto, madre e hijo fueron levantados en vilo por un gigante jovial con abrigo. A su lado estaba su hijo Adam, que era de la misma edad que Félix. Habían sido inseparables mientras Ludwik estuvo destinado en Moscú. Tendrían mucho de que hablar, pero en presencia de sus padres se limitaron a sonreírse.
—¡Bienvenidos a Moscú! Cómo has crecido, Félix. Está más alto que tú, Adam. ¡Debe de ser la comida francesa!
Adam soltó un gruñido y Félix esbozó una sonrisa. Los adultos resultaban deprimentes de puro previsibles. Freddy continuó hablando sin hacerles caso.
—Si hubierais venido hace diez días, os habría llevado al gran desfile del Día del Trabajador.
—¿Estaba presente Trotsky? —preguntó Félix.
A Freddy se le ensombreció la expresión.
—¿Y Zinóviev? —continuó Félix—. ¿O Kamenev? No, cómo iban a estar. Son enemigos del pueblo. Lo siento, tío Freddy.
Adam miró a su amigo horrorizado. Freddy suspiró. Lisa estaba desconcertada. Era la primera vez que Félix decía algo así. ¿Qué mosca le habría picado? Y precisamente en Moscú, donde te deportaban a Siberia por hacer preguntas más inocentes.
Lanzó una mirada de reproche a su hijo, que enarcó las cejas fingiendo sorpresa. Entonces le pellizcó el brazo a la vez que Freddy les hacía subir a un Zim negro y arrancaba para salir de la estación. Pese a que el tráfico era muy escaso, conducía despacio. «Qué diferente seguía siendo Moscú de París o Berlín», pensó Lisa mientras miraba afectuosamente al hombre que los conducía a su hotel. Aunque sabía que la ciudad estaba sojuzgada por el miedo, encontraba irresistible el verano moscovita.
Ya a salvo dentro del coche, Lisa decidió informarse sobre los viejos camaradas.
—¿Está todavía en Moscú alguno de nuestros amigos?
—Cuanta menos gente veas, mejor.
—Ludwik me ha dicho que siga al pie de la letra tus instrucciones, Freddy, pero… Sé que Livitsky está en París. ¿Y Levy? ¿Y Larin?
—Levy ha muerto. Advirtió a Bujarin de que Stalin iba a por él y le sugirió que no regresara a Moscú al terminar su siguiente viaje al extranjero. Con eso habría bastado, pero Levy llegó aún más lejos. Le aconsejó a Bujarin que se fuese a México. Y alguien del círculo de Bujarin se fue de la lengua. Levy desapareció. No hubo necesidad de interrogatorio. Lo reconoció todo y maldijo al Bigotes. Al parecer quiso acelerar el desenlace. Lo mataron hace tres noches. Y ahora todos somos sospechosos. En especial Ludwik.
Lisa empalideció. ¡Misha Levy muerto! Cuando lo conoció en Viena, era un joven con mucho desparpajo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se las enjugó sin miramientos. Una cara con huellas de llanto inspiraría desconfianza en un hotel moscovita.
Misha era el primero de los cinco Eles que moría. Ludwik ni siquiera sabía que lo habían arrestado.
—Es espantoso, Freddy, no tengo palabras —murmuró sollozando.
—Así es. Levy quería irse del país. El año pasado ya me había dicho que no soportaba los juicios y las muertes. Tenía unas ganas locas de ir al extranjero y ver a Ludwik, pero no era fácil de organizar. Ya sabes que sólo hablaba ruso. Larin está en Moscú. Mañana por la tarde vendrá a verte.
El coche se detuvo a la puerta del Savoy. Lisa y Félix tenían que hacerse pasar por turistas.
—Os recogeré por la mañana, Lisa. El jefe quiere verte un momento. También puede venir Félix y quedarse jugando al ajedrez con Adam en mi despacho mientras a ti te interrogan. Ah, otra cosa, Lisa. Muchísimo cuidado. La dictadura se ha vuelto implacable.
—¿Y el proletariado? —susurró Lisa.
—Aplastado —respondió Freddy—, pero estoy convencido de que al final todo saldrá bien.
—¿Lo dices en serio, Freddy?
—¡Claro que sí! Este estercolero no durará eternamente. Es imposible que el Bigotes destruya la Unión Soviética.
Félix y Adam habían escuchado en silencio toda la conversación. Al apearse, Félix le apretó la mano a Adam como diciéndole: «Te entiendo. No te preocupes. Cuenta conmigo».
—Nos vemos mañana —le dijo Adam a la vez que se apeaba para trasladarse al asiento delantero.
El hotel estaba medio vacío. Algún que otro hombre de negocios, una delegación de comunistas estadounidenses. Se quedaron mirando a Lisa y a Félix para tratar de ubicar a los recién llegados en el orden de las cosas. Una mujer sola con su hijo no podía estar de viaje de negocios. ¿Sería una alta dignataria de visita oficial? Unos cuantos les sonrieron y les saludaron con la mano. Lisa hizo una cortés inclinación de cabeza y se encaminó directamente al ascensor. Se notaba que, pese al vodka que habían trasegado, los clientes estaban un poco tensos. Qué diferencia con el hotel Lux allá por 1926, cuando la Internacional aún significaba algo y allí se reunían camaradas de todo el mundo, todavía llenos de esperanza, y debatían y pegaban gritos. Entonces aún no se había destruido todo, pese a que las señales apuntaban inequívocamente hacia Stalin. Ludwik había predicho que Stalin se haría con el poder. La guerra civil había desmoralizado a las personas de ambos bandos, dejándolas abatidas y sin interés en la política.
Para no pensar en eso, Lisa le dijo a Félix que fuera a darse una ducha. Mientras le secaba el pelo, empezó a recordar cómo había conocido a Ludwik y de ahí pasó a rememorar Viena. Félix volvía a tener los ojos brillantes cuando se puso el pijama.
—Papá me contó que, de chicos, recitaban muchas veces un poema de Pushkin.
—¿Cuál? A ver si lo recuerdo…
—Decía algo sobre las cadenas…
—Ah, sí —exclamó, feliz, Lisa. Y elevó la voz para que la oyeran bien quienes estuvieran escuchando.
Era un poema contra la tiranía del zar, Mensaje para Siberia. Ahora no lo recuerdo entero, Félix, pero mañana le pediremos al tío Freddy que nos dé una copia y…
—Inténtalo, mutti, por favor. Sólo unos versos. Estoy seguro de que, si lo intentas, lo conseguirás. A mí me pasa lo mismo: cuando se me olvidan unos versos, el profesor me dice que haga un esfuerzo y vuelvo a recordarlos.
—Lo voy a intentar, pero tú métete en la cama. Llevamos dos días de tren en tren. A dormir, vamos.
Félix se acurrucó bajo las mantas y la miró expectante.
Pues sí, tenía razón, las palabras de Pushkin iban aflorando a la conciencia de Lisa, que empezó a recitar con voz queda y firme:
La Esperanza, la hermana del infortunio, en la silenciosa negrura subterránea, infunde jubiloso coraje a tu corazón: el día deseado ha de llegar.
Y a través de las puertas oscuras te inundan el amor y la amistad, mientras alrededor de vuestros camastros se derrama libremente mi música.
Félix se incorporó en la cama con una mirada resplandeciente, porque también él había recordado la estrofa que Ludwik solía recitar con frecuencia hacía no muchos años. La madre y el hijo la repitieron armoniosamente.
Caerán las pesadas cadenas que lleváis colgadas, los muros se derrumbarán al pronunciarse la palabra; y la Libertad te recibirá a plena luz, y tus hermanos te devolverán la espada.
Recordando a Misha, Lisa lloró en silencio. Dio un beso a Félix y apagó la lámpara, pero la oscuridad no sofocó su dolor. No lograba conciliar el sueño y, al cabo de una hora de dar vueltas y más vueltas, se levantó. Félix estaba profundamente dormido. Y ella, muy alterada. La ejecución de Misha tenía que haberle dolido a Freddy por lo menos tanto como a ella y, sin embargo, había hablado del asunto sin darle ninguna importancia, casi como si le estuviera contando que Misha había perdido jugando a la ruleta. Si hasta el mismo Bujarin estaba amenazado, ¿cómo podía cambiar nada?
Freddy y Adam llegaron al hotel mientras estaban desayunando.
—Tengo una sorpresa para ti. Está esperándote en el vestíbulo.
—¿Larin?
—No, él vendrá a última hora de la tarde. Una vieja amiga tuya, Lisa; su hijo solía jugar con Félix y Adam hace cinco años, cuando estabais en Berlín. ¿Te acuerdas? Los nazis mataron a su marido.
—¿Hans Wolf? —exclamó Félix con los ojos brillantes.
—Exacto. Y su madre, Minna.
Lisa estaba tan contenta como sorprendida.
—¿Cuánto tiempo llevan en Moscú?
—Desde que Hitler subió al poder. Si pertenecer al KPD[8] ya era suficiente problema, haber estado casada con un poeta judío, aunque estuviera muerto, la habría llevado a los campos de concentración y a la muerte más pronto o más tarde.
Lisa se estremeció al salir del comedor. Minna y ella habían sido muy amigas y se lo contaban todo. Una vez, en presencia de Ludwik, Lisa le confesó a Minna que Stalin le parecía feísimo y nada atractivo.
—Pero si ni siquiera tiene frente —había comentado.
Y las dos se echaron a reír mientras Ludwik, nervioso, echaba una ojeada a las mesas próximas del restaurante y les decía que ese tipo de comentarios bastaban para que te expulsaran fulminantemente del partido. Entonces ellas se habían reído de él, pero ahora Lisa sentía miedo. Si a Minna se le ocurría comentar lo que había dicho entonces, puede que no la dejaran salir de Moscú.
—¡Lisa! ¡Félix!
Minna se levantó y abrazó a Lisa, plantándole sendos besos en las mejillas. Luego saludó de la misma forma a Félix, que se encogió un poco. Félix se volvió después hacia Hans y ambos se dieron la mano como hombres hechos y derechos. Las madres cruzaron una sonrisa.
—Así que os habéis vuelto a hacer amigos, ¿eh? —dijo Freddy, guiñando el ojo; pero la mirada que le lanzaron Adam, Félix y Hans fue tan demoledora que corrió a refugiarse detrás de las madres.
—¡Lisa! Qué bien te veo. Frederick me ha contado que tenéis que ir al Departamento. Nos gustaría que Félix y Adam pasaran el día con nosotros. Si sobre las tres o las cuatro ya habéis terminado, podemos tomar juntos el té. Si no, traeremos a Félix directamente al hotel.
Minna hablaba en un tono contenido y un tanto artificial. Lisa miró a su hijo y, aunque era una propuesta absolutamente normal, el corazón le dio un vuelco.
—¿Te parece bien, Félix?
—Sí, fenomenal —murmuró el chico.
—Estupendo, todo arreglado. Llevaré a Lisa a vuestra casa entre las tres y las cuatro. Y llamaré sin falta si es que vamos a retrasarnos.
Una vez en el coche, Lisa habló a Freddy sin tapujos.
—Ahora que estamos sin el chico, te voy a decir unas cuantas cosas. ¿Sabías que Moscú ha contratado a una banda de asesinos cuya única misión es hacer desaparecer a la oposición comunista? A Navachine lo mataron en enero, mientras paseaba por el Bois de Boulogne. ¡Sólo porque iba a dar un discurso!
—Lo sé —repuso Freddy—, pero ¡menudo discurso! Desmontaba los juicios de una manera espléndida. Aún mejor que Trotsky, porque disponía de mucha más información. El discurso llegó a manos del jefe y él ordenó personalmente que lo eliminaran.
—¿Slutsky?
—No, Stalin.
—¿Así que estás al tanto de todo?
—Efectivamente.
—¿Y?
—Nada de nada. Estamos metidos en la mierda y con la sangre hasta el cuello, Lisa. Ludwik lo sabe muy bien. Esto no puede seguir así mucho tiempo. Habrá otra guerra con Alemania. Quizá destituyan a Stalin.
—¿Quién lo va a destituir? Ha barrido del mapa a todos los que podían oponérsele. Y ahora también están preparando a Bujarin para la ejecución.
—A Bujarin no le teme. Juega con él como quiere. Pero presiente que podría ser una figura importante en una rebelión más organizada. Así que Bujarin seguirá los pasos de los demás.
—¿Y nosotros, Freddy?
—Vosotros dos tenéis que tratar de continuar vivos. Dile a Ludwik que evite los gestos heroicos. Tiene que quedar alguien para escribir algún día lo que sucedió a nuestro pueblo. Y ahora, antes de que entremos, quiero advertirte de que seas muy cauta. Escucha lo que te digan y habla lo menos posible. Responde únicamente a las preguntas directas. No facilites ninguna información. Al venir con el niño, los has dejado desarmados. Han parado de preguntarme estupideces sobre Ludwik. ¿Entendido?
Lisa había visto a Slutsky en otras ocasiones, pero nunca en unas circunstancias como aquéllas. Apenas logró disimular una sonrisa cuando la hicieron pasar a su despacho. Llevaba un uniforme azul de la Armada adornado con botones de latón. Podría haber pasado por un portero del Metropol. Así que ése era el uniforme que usaba el jefe de la Inteligencia Militar Extranjera. «Cómo ha cambiado», pensó. Se daba aires muy profesionales, pero cargaba un poco la nota. Una parte de sí misma estaba a punto de estallar en carcajadas viéndolo así vestido, como un payaso.
Slutsky se dio cuenta de que entraba pero quiso dejarla un rato de pie y fingió estar absorto en un expediente marcado como alto secreto. Lisa comprendió el juego y por un momento estuvo tentada de sentarse en la silla que había frente a la mesa y mirarle directamente a la cara. La advertencia de Freddy la hizo desistir, y, en lugar de eso, tosió con delicadeza.
—Ya está usted aquí. Tome asiento, por favor. Tiene muchos amigos en el Departamento, espero que la estén atendiendo bien.
Lisa sonrió y asintió con un gesto.
—Personalmente, habría preferido tener delante a su marido, aunque no sea tan guapo como usted… —Slutsky fijó la vista en el pecho de Lisa y lanzó una risotada cavernosa y siniestra. Luego encendió un cigarrillo. Lisa guardaba silencio. De pronto le sobresaltó oír una tosecilla procedente de un rincón en penumbra. No se había percatado de que había otra persona en el despacho. Se dio la vuelta y vio a un hombre con la cara cubierta de granos, probablemente de unos treinta años, que se levantó en ese momento de una butaca.
—Le presento al camarada Kedrov.
—Creo que ya nos conocemos. ¿No coincidimos hace unos seis años en un albergue de vacaciones?
Kedrov asintió con la cabeza.
—Ahora es nuestro mejor experto en interrogatorios. Fue él quien hizo hablar a Radek. ¿No es así, Kedrov? Ese asqueroso cosmopolita pretendía jugar con nosotros. ¿No es cierto, Kedrov? Enseguida le puso usted los puntos sobre las íes, ¿verdad?
Kedrov sonrió, eludiendo la mirada de Lisa. «Y este chico es hijo de dos viejos bolcheviques —pensaba Lisa—, que trabajaron en estrecho contacto con Lenin en Suiza». Sospechando que podía estar pensando algo así, Slutsky acometió contra ella para ponerla a la defensiva.
—¿Qué opinó Ludwik del juicio de Radek?
—No lo sé. No hemos hablado nunca de ese tema.
—Vamos, vamos, querida. ¿Quiere hacerme creer que su marido, que conocía mucho a Radek, no le ha comentado nada?
—Ya he dicho que nunca he hablado con él del asunto.
Tras una hora de respuestas evasivas, Slutsky indicó que había concluido la comparecencia.
—¿Cuándo regresa a París?
—La semana que viene.
—Dígale a Ludwik que queremos tenerlo aquí enseguida. Las cosas acabarán mal en España. Dígale que se olvide de Europa. Necesitamos tener aquí a nuestros hombres con experiencia para defender la fortaleza soviética.
—Se lo diré, camarada Slutsky. Gracias. Le deseo mucha suerte, camarada Kedrov.
—Haga el favor de decirle a Ludwik que le admiramos mucho —Kedrov hablaba con voz almibarada—. Tengo muchas ganas de conocerlo.
La sonrisa de Kedrov dejó helada a Lisa, que lo miró atentamente y vio que rezumaba ambición por todos los poros. «Llegará lejos antes de hundirse», pensó.
Se precipitó al despacho de Freddy y él, sin darle tiempo a decir nada, se llevó un dedo a los labios para recordarle que no podían hablar con libertad en la oficina.
—Bueno, ¿qué tal te ha ido?
—Muy bien. El camarada Slutsky ha sido muy amable. No tenía ni idea de que había sido Kedrov quien interrogó a Radek.
—Fue uno más de la cadena, pero al final consiguió que hablara. Es tremendamente hábil.
Lisa cerró los ojos con tristeza.
—¿Vamos a comer? —preguntó Freddy en tono jovial.
Lisa explotó en cuanto subieron al coche.
—Ese chico, menudo cerdo granujiento, jactándose de sus éxitos. Y Slutsky ha degenerado de una manera increíble. Quiero irme de aquí, Freddy, y quiero que Larin y tú os vayáis también.
Freddy le acarició la cara.
—Mejor morir aquí, querida Lisa. En el extranjero viviríamos con el temor constante a que vinieran a por nosotros. ¿Qué sentido tiene vivir con un miedo permanente a la muerte? Por cierto, no te precipites a juzgar a Slutsky.
—¿Cómo puedes decir eso? Nunca ha sido dulce e inofensivo, eso por descontado, pero de ahí a ponerse a alabar los méritos de Kedrov… Me ha dado náuseas. Si Ludwik regresara alguna vez, lo matarían, ¿verdad, Freddy?
Freddy asintió.
—Ah, que sepas que Slutsky va a venir a comer con nosotros.
—No me lo puedo creer.
—Será mejor que lo creas.
Escandalizada por la ligereza de aquella respuesta, Lisa guardó un silencio enfurruñado durante el resto del trayecto. Freddy suspiró al aparcar el coche cerca del Club de Escritores. Cogió a Lisa del brazo y le susurró:
—Como ya no vives aquí, no entiendes cómo funcionan ahora las cosas.
Los condujeron a una salita privada, donde habían preparado una mesa para tres comensales. Estaba repleta de fuentes de exquisiteces, como caviar, varios tipos de pescado ahumado, carnes frías, ensalada y una botella de vodka. Slutsky apareció antes de que Lisa pudiera comentar qué extraño era aquello. El hombre se dirigió a ella directamente y la besó en las mejillas.
—Déjame que lo adivine. Estabas diciéndole a Freddy cuánto he cambiado. Antes era una mofeta apestosa y ahora me he convertido en una rata de alcantarilla. ¿Acierto?
Lisa no pudo menos de sonreír.
—Como ves, querida —prosiguió Slutsky—, en la Inteligencia soviética sigue habiendo algunas personas inteligentes. Pese a mis diez años de buena conducta, aún no he logrado ganarme la confianza del camarada Stalin. Hace sólo una semana que ejecutaron en Leningrado a una docena de comunistas jóvenes por hacer demasiadas preguntas. Cada vez que formulaban una pregunta absolutamente normal, es decir, normal para un comunista, les denunciaban por ser saboteadores trotskistas. Con lo que al final, justo antes de que el pelotón disparase contra ellos, gritaron: «¡Larga vida a Trotsky!». Eran chavales que seguramente conocían a Trotsky por lo que habían oído hablar a sus padres. ¿Un poco de vodka?
Lisa no salía de su asombro. Al notar su estupefacción, Freddy reprimió a duras penas una sonrisa. Volviéndose hacia Slutsky, dijo:
—A nuestra amiga le ha parecido repugnante tu actuación ante Kedrov.
—¡Bien, perfecto! Estoy de acuerdo con ella. Ha sido una buena actuación.
—Tendríamos que haber reservado mesa en el Club de Actores —dijo Lisa, que poco a poco había ido cayendo en la cuenta de que la escena del interrogatorio había sido un montaje.
Los dos hombres estallaron en carcajadas. «Aún son capaces de reír —pensó Lisa—, a pesar de que viven cotidianamente horrores inimaginables».
—¿Y Kedrov? —dijo—. ¿También él estaba actuando?
A Slutsky le cambió la expresión.
—Ese muchacho es un adepto convencido. Stalin lo recibe con frecuencia. Le gusta que le cuenten cómo se comportan durante los interrogatorios sus viejos enemigos y qué hacen justo antes de la ejecución. Así que Kedrov ha llegado a creer en el derecho divino que asiste a los interrogadores. No le cabe duda de que llegará a formar parte del Politburó.
—Tal vez. A fin de cuentas, en el Politburó hay otros como él…
—Mi querida Lisa, Kedrov sabe demasiado. La mayoría de los opositores no confesaron nada, sino que denunciaron a Stalin y al aparato. Contaron minuciosamente sus crímenes. Y Kedrov lo ha oído todo. Pronto sonará su hora. También a él lo ejecutarán. El hecho de que no sea consciente de eso demuestra las limitaciones de su inteligencia.
—¿De verdad quieres que Ludwik regrese?
—¿Te has vuelto loca? Dile que se quede en el extranjero todo el tiempo que pueda. A ser posible, para siempre. Dentro de un año tendremos a los Kedrovs a cargo de todo. Ludwik es toda una leyenda en el Departamento, y a las viejas leyendas hay que cargárselas para que los arribistas puedan trepar. ¿Qué tal está?
—Bien.
—No me refiero a su salud, Lisa, sino a su estado mental. ¿Qué anda pensando?
Lisa consultó a Freddy con la mirada si podía responder sinceramente a la pregunta de Slutsky, y Freddy le indicó que sí con una inclinación de cabeza.
—Está muy deprimido. Los juicios nos han afectado muchísimo. Ludwik dice que no habría que haber ilegalizado a los mencheviques. Según él, la decadencia se inició con esa decisión, aunque yo no estoy tan segura. Lo único que le sigue ilusionando es España. Cree que, si se derrota a los fascistas, quizá se produzca una reacción en cadena en Italia e incluso en Alemania. Y si eso sucede, argumenta Ludwik, también caerá Stalin, que es un monstruo nacido de las derrotas en Europa y la despolitización de los trabajadores soviéticos.
—Qué suerte tiene, ¿verdad, Freddy? —dijo Slutsky con sonrisa melancólica—. Ludwik aún sueña. Lo único que yo veo son pesadillas de la peor especie. Ojalá tenga razón él y yo esté equivocado, pero me temo que no es así. ¿Te ha contado Freddy cómo logramos que confesaran Smirnov y Mrachovsky?
Espantada, Lisa los miró de hito en hito.
—¿Fuisteis vosotros?
Ambos asintieron.
—Ludwik estaba convencido de que nadie conseguiría doblegar a Mrachovsky ni a Smirnov. Totalmente convencido. Al leer que habían confesado, se puso a llorar. ¿Y resulta que fuisteis vosotros?
Freddy apartó la vista. Slutsky procedió a contárselo.
—Conque lloró, ¿eh? ¿Ludwik lloró? ¿Y cómo crees que nos afectó a nosotros? Al empezar el interrogatorio yo aún era un hombre con una espesa cabellera. Mira cómo me he quedado. Estuve interrogándole durante noventa horas.
»Entró cojeando, como consecuencia de una herida de guerra. Yo había combatido a sus órdenes, pero él no se acordaba. «Camarada Mrachovsky, me han ordenado que le interrogue».
»«¿Eso te han ordenado, hijo de puta?», me replicó. Luego me lanzó una mirada de profundo desdén y siguió diciendo: «Pues yo me niego a hablar con hombres como tú. Canallas de la peor especie. Sois peores que la Ojrana, los hombres del zar eran mejores que vosotros. ¿Cómo osas interrogarme a mi? Dos Órdenes de la Bandera Roja, ¿eh? ¿Las has robado? Y me llamas camarada. El hombre que me ha interrogado antes me ha llamado reptil y contrarrevolucionario. ¡A mí, que nací en una prisión zarista! Mis padres murieron exiliados en Siberia. Yo me hice bolchevique a los quince años. ¿Quieres ver mis condecoraciones?».
»En ese momento, Lisa, se levantó y se descubrió el pecho. Era un mosaico de cicatrices de todas las formas y tamaños. Estuve a punto de echarme a llorar. «Camarada Mrachovsky, yo combatí a sus órdenes en el frente de Tashkent. Ahí gané la Orden de la Bandera Roja». Tuve que solicitar que me enviaran mi biografía de los archivos para que me creyera. Entonces me miró fijamente y dijo: «Ya veo que en su día fue comunista y revolucionario. ¿Y ahora ha degenerado hasta convertirse en sabueso de la policía? Permítame que le cuente una cosa, Slutsky. Me han llevado dos veces a ver a Stalin. Y en ambas ocasiones trató de sobornarme. Le escupí a la cara. Le recordé que Trotsky se había atrevido a llamarle en sus narices sepulturero de la revolución. Fue entonces cuando entró usted en juego, Slutsky. Así que termine su trabajo. No pienso confesar».
»Hablé por los codos, Lisa, rememoré la revolución, la guerra civil, comenté que nos rodeaba un mundo hostil, que Hitler había ascendido al poder y el problema ya no era Stalin sino cuánto tiempo sobreviviría la Unión Soviética. Acabamos llorando los dos. Entonces dijo: «Si mi confesión puede valer para fortalecer a la Unión Soviética, voy a reconsiderarlo seriamente». Tuve ganas de decirle: «No, no lo haga», pero nos estaban grabando. Más tarde, Slutsky vio a Smirnov, que le convenció de que no confesara. Pero al final lo conseguimos. Al comprender que Mrachovsky había confesado, Smirnov se vino abajo.
—En el juicio, Smirnov trató de retractarse en varias ocasiones —intervino Freddy por primera vez—. Pero los fiscales se lo impidieron.
Lisa observó que a los dos hombres se les habían llenado los ojos de lágrimas.
—Dile a Ludwik que no venga por aquí, Lisa —concluyó Slutsky—, y adviértele de que van a enviar a otro agregado a la Embajada. Es un amigo de Kedrov que se llama Spiegelglass y su cometido es espiar a Ludwik.
Aunque a Lisa no le había caído bien Slutsky ni siquiera en los viejos tiempos, se levantó y le dio un abrazo de despedida.
—Adiós, Lisa. Dale recuerdos a Ludwik. Dudo que volvamos a vernos.
Después de que Slutsky se retirara, quedaron en un silencio tenso. Lisa aún estaba tratando de asimilar que Freddy, uno de los cinco Eles de Pidvocholesk, el amigo de infancia de Ludwik, había hecho hablar a Smirnov. Lo miró y, para eludir su mirada, Freddy encendió un cigarrillo y, con gesto avergonzado, le ofreció otro a Lisa, que lo rechazó.
—Llévame a casa de Minna, Freddy.
No le dirigió la palabra durante el trayecto hasta que, al aproximarse al malecón, le dijo a voces:
—¡Para, Freddy, para!
Freddy pisó el frenó y la miró de hito en hito.
—¿No es ésa Krupskaya, esa que va andando hacia el Kremlin? Me gustaría saludarla. Conoce a Ludwik y…
Félix empalideció.
—Sí, es la viuda de Lenin. Pero mira, la están siguiendo. Nunca está sola. Stalin la odia. Si te dejara ir a darle un beso, no saldrías más de Moscú. Además, es tonta del culo.
—¡Freddy! —Lisa temblaba de indignación—. ¡Cómo te atreves a decir eso! Krupskaya ya sufría en vida de Lenin, y ahora…
—Oye, Lisa, tendría que haber denunciado los juicios, era la única persona en condiciones de hacerse oír tanto aquí como en el extranjero. Evidentemente, el jefe habría ordenado que la envenenasen y los médicos habrían certificado una muerte por infarto, apoplejía o lo que fuera, pero al menos habría servido para algo. En lugar de eso, se dedicó a suplicar en privado.
—¿A qué te refieres?
—El año pasado, a Slutsky y a mí nos convocaron un día al despacho de Stalin. No nos extrañó, porque en aquel entonces estaban juzgando a Zinóviev y a Kamenev por terrorismo, espionaje y toda la sarta de gilipolleces, y Stalin quería mantenerse informado de lo que se comentaba…
»Cuando llegamos, nos dijo que nos sentáramos en un rincón. «Quiero que vosotros, veteranos de la guerra civil, observéis en silencio lo que va a pasar. Será una buena lección». Al cabo de cinco minutos hicieron pasar a Krupskaya. Stalin se levantó para recibirla con mucha cortesía. Ella se hincó de rodillas y le dijo con voz trémula: «Josef Vissarionovich, Zinóviev y Kamenev son los camaradas más antiguos que tenía Lenin. Te ruego que les perdones la vida». Habló de ellos, de sus puntos fuertes y débiles, de lo que habían aportado al partido, y él la escuchó en silencio…
»Cuando terminó, la ayudó a levantarse. «Camarada Krupskaya, no soy el zar; te pido que no me supliques de esta forma, me haces sentirme incómodo». Luego acusó a los dos bolcheviques de traición y le recordó lo que el propio Lenin había dicho de ellos en el inicio de la revolución. «Vladimir Ilych exigió entonces que se les expulsara del partido». Tras unos minutos de conversación, Stalin la convenció de que les perdonaría la vida si ella los denunciaba en público. Y Krupskaya así lo hizo. Luego los ejecutaron. Tendría que habérselo pensado mejor. Por eso la llamo tonta del culo. Sé que es una víctima y que debe de ser muy doloroso para ella. Supongo que siempre está pensando en cómo deberían haber salido las cosas y en lo que se ha convertido esto. Y además es consciente de que Lenin se daba cuenta de lo que estaba pasando en los meses previos a su muerte.
—Esto es el fin, ¿verdad, Freddy? Ha destruido la revolución.
Freddy se despidió de ella a la puerta de casa de Minna.
—No te olvides de que Larin os va a llevar a cenar a su casa esta noche. Su habitación es segura, pero aun así debéis tener cuidado. No voy a subir. Dile a Adam que lo espero aquí.
Minna rompió a reír al abrirle la puerta a Lisa. Y volvió a reírse al ver la expresión de estupor de su amiga.
—Río de puro alivio, querida —dijo a modo de explicación, cuando aún estaban en el descansillo—. Has regresado, y eso es maravilloso en Moscú. Pero no te quedes ahí. Los niños se lo han pasado muy bien jugando.
Las dos mujeres sonrieron a los chicos y se retiraron a la minúscula cocina. No estaban seguras de si había micrófonos en la casa y por eso fueron cautas y evitaron que su charla tomara un rumbo peligroso.
—Hans y yo vivimos felices aquí. En Alemania no habríamos sobrevivido. Cuando detuvieron a Michael, pensamos que sería cuestión de semanas; luego los amigos nos advirtieron de que quizá tendríamos que esperar varios meses y, después, un día nos dijeron que habían matado a Michael de un tiro mientras trataba de fugarse…
—¿Y Hans? ¿Cómo lo…?
—Esto fue hace tres años. Hans lo entendió. Y aunque sólo tenía nueve años, se sentía responsable de mí. Por la noche le oía llorar en la cama y llamar a su padre, pero nunca lo hacía delante de mí. Michael y él estaban muy unidos. Sus últimos poemas los escribió para Hans, se los leía cuando le acostaba. Todavía los guarda bajo la almohada.
Lisa sacó un bolígrafo del bolso, garrapateó una nota y se la puso a Minna delante: «No estás a salvo en esta ciudad. Ludwik está convencido de que Stalin está negociando en secreto con los nazis. Conocemos a algunos agentes que han llevado mensajes a Alemania. No quiero asustarte, pero debes saber que Moscú es peligroso».
Lisa sabía que estaba arriesgándose, pero no quería que Hans sufriera más. Minna leyó la nota sonriendo con tristeza, la agradeció con un gesto y prendió fuego al papel. Tomó la mano de Lisa y la apretó. Luego le susurró al oído:
—Gracias. Algunos exiliados alemanes sospechan que está a punto de ocurrir algo sonado. Ya han detenido a todo un grupo de comunistas alemanes acusándolos de ser enemigos del pueblo. A Kippenberger y a Hirsch los han torturado. Yo tengo que fingir que todo va bien para no preocupar a Hans. Este último noviembre disfrutó como un enano viendo desfilar los tanques y a los soldados ante Stalin en el aniversario de la revolución. El los ve como a nuestros protectores contra los nazis.
Las dos mujeres se miraron en silencio. Luego Lisa dijo alzando la voz, en tono despreocupado:
—Hace un día precioso. ¿Por qué no llevamos a los chicos a dar un paseo a orillas del río?
Los chicos acababan de embarcarse en otro juego y no tenían ganas de ir a ningún lado, pero el esfuerzo combinado de ambas madres al fin tuvo éxito. Salieron del piso.
La luz del día empezaba a teñirse de tonos crepusculares. Echaron a andar entre las sombras cobrizas del atardecer. Desistiendo de su empeño de aparentar ser mayores, Hans y Félix tiraban palitos al río y echaban a correr para comprobar cuál de sus palos adelantaba al otro.
—Si pudiera, me marcharía mañana mismo —le confió Minna a Lisa—. Tengo unos primos en Baltimore, pero, tal como están las cosas, incluso escribirles sería arriesgarme a que me detuvieran.
—Yo podría escribirles de tu parte.
—No lo veo claro. Puede que nos ayudaran, pero Michael era comunista y, aunque haya muerto, ¿me dejarían entrar en Estados Unidos?
—Es muy posible. Déjame que lo intente, si quieres.
—Es demasiado arriesgado. Si el intento fracasa, acabaré en Siberia y Hans en un orfanato.
Estuvieron charlando hasta que el sol se puso y llegó el momento de separarse. Hans y Félix se despidieron con un afectuoso apretón de manos. Lisa y Minna se abrazaron. Lisa sabía que ninguno de ellos podría regresar mientras Stalin continuara en el poder.
Más tarde, en casa de Larin, le preguntó por su mujer y su hijo, a los que no conocía.
—¿Dónde están, Larin?
—Con mi suegra, en el campo.
—Háblame de ellos.
—Mira, Lisa, lo mejor es que los olvides. Olvídanos a todos. Preocúpate de sobrevivir y de que sobrevivan Ludwik y Félix. Aquí todos van a por todos. Es una guerra de supervivencia. Ojalá muriera él. Sería la forma de que otros pudiéramos vivir: Livitsky, Ludwik, Freddy, yo, los demás. Dile a Ludwik que en Moscú soñamos con morir combatiendo a nuestros enemigos… A Hitler, Franco, Mussolini. ¿Quién quiere morir ejecutado por su propia gente?
De pronto, el odio desfiguró el semblante de Larin. Lisa nunca lo había visto así. Era el único de los cinco Eles que no había luchado en la guerra civil. Siempre había sido un moralista. Le sobraba energía para dedicarla a la revolución, pero detestaba la violencia. Al igual que Ludwik, tenía ideas propias y rechazaba las teorías que pretendían que la vida encajase en ellas. El dogmatismo le repugnaba.
—Fíjate en lo que te voy a decir, Lisa. Somos testigos de sus crímenes y todos sabemos que nos va a matar. ¿Por qué… por qué ninguno de nosotros tiene el temple necesario para asesinarlo a él? Algunas veces, el terrorismo individual está justificado, ¿no te parece?
—Tal vez. Pero míralo de otra forma. Algún día tendrá que morir. ¿Bastará su muerte para que cambie todo lo que debe cambiar? Si creyéramos en el poder absoluto de un individuo, el marxismo estaría en las últimas. Ludwik opina que el problema es mucho más profundo.
Félix dormía a pierna suelta en el sofá.
Larin empezó a hablar de Ludwik y de la vida que llevaban de chavales. La pequeña población de Galitzia cobró vida en sus palabras y, con los ojos entornados, Lisa imaginaba el río, los árboles de sus márgenes y a su Ludwik de pequeño, tirándose al agua y nadando hasta la otra orilla.
—Vuelve ya a casa, Lisa, y no regreses jamás.
—Mi casa estaba aquí, Larin.
—Lo sé. Cuídate y, cuando llegue el momento, cuéntale al mundo que nos asesinaron los nuestros. Y no te olvides de decírselo a Ludwik, Lisa. Dile que no regrese nunca.
Cuando el tren a Praga se puso en marcha desde la estación moscovita, Lisa se sintió como Orfeo saliendo del Hades. Sabía que la observaban, que una mirada hacia atrás podía resultar fatal. Un pulso más pausado, un suspiro de alivio, una leve relajación de la tensión de los hombros demostrarían que era enemiga del Estado.
Antes yo amaba esta ciudad, se dijo.