Dieciséis

Para: Profesor Vladimir Meyer,

Berlín

De: Sao,

Moscú, 1994

Querido amigo:

Me ha pasado algo terrible y necesito contártelo. Ningún otro amigo mío podría comprenderlo, quizá porque con nadie tengo tanta confianza como contigo. Antes de empezar, quiero que sepas que he pensado mucho en ti en los últimos meses. No he olvidado lo que me pediste, pero desde la última vez que nos vimos apenas he estado en Moscú. He viajado mucho, comprando y vendiendo. Facilitando la circulación de las mercancías entre distintos mercados. ¿Hay en estos tiempos algo más que tenga importancia? No me respondas, por favor; no estoy de humor.

Quería escribirte desde Beijing, pero ha sido imposible porque te negaste a que te regalara un fax. En esta época escribir cartas se considera aburrido, un esfuerzo excesivo. Pero el fax ha revivido un arte que ya se iba perdiendo. Sólo que tu hostilidad hacia la nueva tecnología supone que tendré que mandar este fax a París para que Suzanne te lo envíe por correo desde allí.

Cuando regrese a Berlín te contaré largo y tendido mis aventuras en Mongolia y cómo los norcoreanos pretendían pagarme con bolsas de heroína… Por cierto, Pyongyang también está lleno de prostitutas. Me apetecía probar la experiencia para ver si la chica iniciaba sus actividades recitando parte de las «instrucciones sobre el terreno» recibidas del Gran y Amado Dirigente Kim-il-Sung o de su hijo y heredero, el «Querido Dirigente» Kim Jong II, pero te agradará saber que resistí la tentación.

Sin más, paso a contarte lo que me ha sucedido. Regresé a Moscú hace un mes. Tres días después de mi llegada fui al piso que antes compartía con mis amigos. Lo habíamos conservado desde entonces en parte por motivos sentimentales y en parte porque nos venía bien para alojar a la gente que venía a visitarnos desde otros lugares. El ascensor no funcionaba y subí a pie las cinco plantas. La puerta principal no estaba cerrada con llave y eso me puso sobre aviso de que algo iba mal.

Al entrar, me encontré sus cadáveres en el suelo. Sin sangre ni rastros de lucha. Dos de mis mejores y más antiguos amigos, con los que puse en marcha nuestro negocio, habían sido asesinados. Cómo son las cosas, Vlady. Después de haber sobrevivido a la guerra, a las bombas y al napalm de los estadounidenses, llegan unos gángsteres rusos y los estrangulan, tomándolos por sorpresa. No se habían llevado nada del piso, ni siquiera los dólares escondidos bajo el colchón. Estaba todo intacto, de lo que deduje que mis amigos esperaban la llegada de las personas que los habían asesinado. Evidentemente, para hacer algún trato comercial. ¿Quiénes habían sido?

Al principio me asusté. Si los habían matado a ellos, ¿por qué no a mí? Pensé en mis hijos, que me esperaban en París. En mis amigos, especialmente en ti. Mi reacción instintiva fue coger un taxi para ir al aeropuerto y comprar un billete para el primer avión, abandonando para siempre esta ciudad moribunda. Todos mis buenos recuerdos se evaporaron. Luego me dio vergüenza mi cobardía. Y me encolericé.

Recordé los elevadísimos impuestos que llevábamos ocho meses pagando a la banda de Yeltsin… dólares y yenes para acelerar el «proceso reformista», ya me entiendes. ¿Acaso iba a dejarles impunes tras los asesinatos? Acudí directamente a las altas instancias. El zar Boris estaba ocupado en otros asuntos. Enfrentándose a un parlamento que se le opone siempre. ¿Solución? Acabar con el parlamento y concentrar los poderes en el presidente. Debes de haberlo visto en la televisión. Es asombroso cómo han destruido su Casa Blanca, con apoyo de los dirigentes occidentales. Recuerdo que un mayor estadounidense defendió la destrucción de la pequeña población de Ben Tre diciendo: «La única forma de salvar Ben Tre era destruirla». Eran otras guerras. Pero la estrategia es exactamente la misma que está utilizando Yeltsin para salvar la democracia rusa. Lo vi en la CNN en la habitación del hotel, pero no lograba concentrarme ni quitarme de la cabeza la imagen de los cuerpos yaciendo en el piso. Mis amigos. Al final apagué la televisión y me puse a llamar a todos mis conocidos del entorno de Yeltsin. La mayoría se mantenían ocultos, inseguros de los resultados de lo que estaba pasando. No me sorprendió.

Ya de madrugada, conseguí hablar con Andrei K, el banquero personal del zar. Como no estaba muy ocupado, me propuso que fuera a verlo a su oficina del Kremlin. Siempre había sentido curiosidad por conocer el Kremlin por dentro, aunque no a las dos de la mañana. Fui, a pesar de todo, y pasé tres horas con Andrei. Lo conozco de los viejos tiempos, cuando era un comunista reformista que no daba crédito a que alguien como Gorbachov ocupase el poder. Entonces vestía de vaqueros y jersey. Esa noche iba vestido con una chaqueta de tweed, pantalones grises de franela y corbata de pajarita; muy repeinado y con su estúpido bigotito perfectamente recortado. Estaba de un humor exultante y, a base de whisky, se le soltó la lengua.

«Hemos conseguido que Rusia se vuelva segura para el mercado libre —me dijo—; la democracia ha ganado. Mejor un final horrible que un horror sin final, ¿no te parece, Sao? Estamos enseñando a nuestro pueblo que a veces hay que pagar un precio muy elevado para beneficiarse de la civilización».

Saltaba a la vista que Andrei había pasado miedo y quería vengarse de quienes le habían reducido a aquel estado. Los deseos que antes reprimía habían aflorado a la superficie. Dijo montones de tonterías y yo le dejé desahogarse un buen rato. Si antes era un cabeza hueca, ahora que estaba encolerizado sus trivialidades de siempre se volvían aún más vulgares. Sentí ganas de arrancarle la pajarita, remojarla en whisky y metérsela en la boca para hacerle callar. Su voz empezaba a sacarme de quicio. Por fin quedó en silencio mientras abría otra botella de whisky.

Entonces lo miré a los ojos y le pregunté quién había matado a mis compañeros. Se le transfiguró el rostro y, muy inquieto, desvió la vista. Me expresó sus condolencias sin tratar de fingir que no sabía nada de los asesinatos. Conocía muy bien a mis amigos, ¿sabes?, porque solían entregarle miles de dólares en momentos de emergencia.

Levanté la voz y exigí que se realizara una investigación. Él me aseguró que no era necesario. A mis amigos los había matado un grupo de oficiales del ejército resentidos por nuestra participación en el comercio de armamento. Eran los mismos, según dijo, que estaban tratando de hacerse con el poder. Me advirtió de que tuviera cuidado. «Estamos en una época de transición, Sao, ya lo sabes. Nadie está seguro en momentos así. Siento mucho la muerte de tus amigos, pero no debes dedicarte al duelo. Más bien, ponte tú a salvo. Te sugiero que te vayas mañana mismo de Moscú». Sin poder reprimirme, Vlady, le crucé la cara de un bofetón. Cayó de espaldas sobre la butaca y yo le volví a preguntar, en un tono suave: «¿Quién ha matado a mis amigos?».

Me aseguró que los asesinos formaban parte del ala antirreformista del ejército. Cuando le pedí nombres concretos, se encogió de hombros y supe que estaba mintiendo. Le dije que si no hacían nada, daría publicidad al asunto. Y que mis abogados ya tenían instrucciones de publicarlo todo en caso de que a mí me sucediera algo. «Y ahí va incluido tu nombre y el de otras cinco personas próximas al presidente. Dispongo de todos los datos. Cuánto dinero recibiste, cuándo, y hasta tus números de cuenta en Zúrich».

Entonces se vino abajo y me prometió que se realizaría una investigación reservada. Le dije que sólo me interesaban los nombres y me marché.

Al cabo de un par de días me explicó que se había equivocado al acusar a los oficiales. Ahora sabía que los asesinos habían sido unos narcotraficantes que ya estaban en la cárcel. Habían declarado a la policía que los vietnamitas les debían dinero. Me quedé mirando fijamente a los ojos amedrentados de Andrei. Sabía tan bien como yo que nunca habíamos traficado con drogas. Se echó a llorar y me juró que nadie sabía quién había cometido los asesinatos. Me había dado una información falsa sólo para librarse de mí. Tuve la impresión de que no conseguiría sacarle mucho más, pero antes de marcharme le advertí de que, si no se me facilitaba algún nombre, pondría en evidencia a toda su banda. Señalé además que con matarme sólo lograrían que la información se publicara en Le Monde al día siguiente. Mis abogados tenían instrucciones muy precisas.

Después de haber leído todo esto, comprenderás que cuando le pedí a Andrei que me entregara los archivos del KGB que te interesaban no puso ninguna pega. La historia no significa nada para ellos. Están dispuestos a vender lo que sea. Pero ni siquiera tuve que pagar. Me recibió un general del KGB que quería comentar conmigo todo el asunto, pero al decirle yo que los papeles eran para un amigo, se encogió de hombros y me los dio directamente. Tengo los archivos que querías, e incluso las pertenencias personales del tal Ludwik. Es asombroso cuánto material guardaban sobre él. Cuando estampan la frase: conservar para siempre, se atienen a ella. Había hasta una maleta. Te lo daré todo cuando vuelva a Berlín dentro de unos meses. Al menos he podido darte esa alegría, amigo mío.

Nunca como en este viaje me había sentido tan triste en Moscú. Y no sólo por la muerte de mis amigos. La gente vive en el vacío desde que se produjo el hundimiento. La intelligentzia no ha sido capaz de defender lo mejor de la vieja cultura. Y la cultura que existe está dañada de muerte. No se hace ningún intento por recuperar o siquiera por inventar un pasado común; sólo lo hacen los imbéciles que glorifican el zarismo y a la Iglesia. El pueblo está destrozado. Es algo como lo que pasó en Alemania tras el Tratado de Versalles. Mi vieja amiga Zinaida se echó a llorar mientras hablaba con ella la semana pasada. En estos días no es raro que los moscovitas lloren en cualquier momento. Le cogí la mano para consolarla, y, pensando que estaba abrumada por la pobreza y necesitada de dinero y comida, me disponía a ofrecerle unos dólares cuando me dijo, mirándome de frente: «No sabes por qué lloro, ¿verdad?». Le dije que no y ella se secó los ojos, sacó de su bolso un recorte de periódico arrugado y me lo tendió sin decir una palabra. Era el resultado de una encuesta. Izvestia, un periódico muy popular, había preguntado a chicas adolescentes de todas las grandes ciudades rusas qué aspiraciones tenían para cuando salieran del colegio. El cuarenta por ciento había respondido: «Dedicarme a la prostitución pagada en dólares». Zina me dijo que la cifra era mucho más elevada en los estados bálticos. Mi país, Vlady, ya lo sabes, quedó en unas condiciones terribles después de la guerra. En Hanoi, muchas jovencitas se hicieron prostitutas, pero ellas estaban avergonzadas.

Más tarde, con muchos vinos en el cuerpo, Zina me confesó que una de aquellas jóvenes era su hija Irina. Me dejó escandalizado, Vlady. Yo la conozco, y es atractiva, inteligente, bien educada. No necesita prostituirse para nada. En Hanoi, una chica como ella aspiraría a hacerse intérprete del Ministerio de Asuntos Exteriores o algo por el estilo. Pero Irina no. Zina la reprendió a voces y ella le contestó, también a voces: «Dime por qué no, madre. ¡Son ingresos libres de impuestos! Además, ¿por qué me chillas? Mira cómo está nuestro país. Cuando se apuesta por la terapia de choque, hay que estar dispuesto a recibir sacudidas». A Zina no se le ocurrió cómo responderle.

Hoy el cielo estaba precioso, de un azul claro, intenso, lo que no creo que me anime a volver a Moscú. Esta ciudad está cargada de amenazas. Me asusta. Cualquier día explotará y lo mejor es mantenerse a distancia.

Acabo de asomarme a la ventana y hasta la luna llena parece un nabo.

Espero que te encuentres bien y no estés muy melancólico, aunque dudo que esta carta contribuya a animarte. Tienes que aprender a superar la neurosis que afecta a toda la antigua RDA. ¿Comprendes? Te veré pronto, querido amigo. Conserva la calma y la tranquilidad.

Tu amigo, Sao.