En septiembre de 1936 hacía más de un mes que España estaba en guerra. La tierra de Cervantes se había convertido en el pugilato de Europa. No sabía si escribir sobre España o no, Karl. Es algo tan lejano que temía hacerte perder la paciencia. Pero luego he ido al cine a ver Tierra y libertad, una película del director inglés Ken Loach.
Qué paradoja que Inglaterra, el país más retrógrado e insular de nuestro continente, haya producido a un cineasta como Loach. En los títulos de crédito me fijé en que casi toda la financiación procedía de Europa, lo cual me tranquilizó. Aun así, hay que reconocer que la idea ha germinado en Inglaterra. El cine estaba atestado de gente joven, me habría encantado tenerte a mi lado. Aunque la película es muy irregular, me hizo recordar las charlas de Gertrude y sus amigos de Berlín; muchos de ellos habían combatido en el Batallón Thaelmann.
Gertrude hablaba a menudo de Collioure, una villa de la costa meridional francesa. Walter, un viejo amigo de tu abuela, estuvo destinado en París como delegado comercial cuando yo tenía diecisiete años. Fuimos a visitarle y todos juntos hicimos un viaje a Collioure.
Más adelante me enteré de la importancia de Collioure, que Ludwik escogió en su día como punto de encuentro. Está muy cerca de España sin ser un pueblo fronterizo, con lo que eso supone. Ludwik, Lisa y Félix fueron allí a pasar unas breves vacaciones y, aun en plena temporada veraniega, era un lugar muy tranquilo. Según Félix, era el paraíso.
Luego Lisa y Félix se quedaron en París y, cuando en Collioure ya no quedaba ni un veraneante, Ludwik volvió allí con dos agentes de Moscú, sus viejos amigos Freddy Lang y Schmelka Livitsky. A los lugareños les dijeron que eran hombres de negocios muy aficionados a la pesca y a la buena mesa. Los forasteros siempre se imaginan que es facilísimo engañar a la gente de pueblo, lo cual dista mucho de ser cierto. Los pescadores de Collioure no eran una excepción. Que a los tres Eles les gustara la pesca y les encantaran los vinos de la comarca y la cocina catalano-francesa les pareció razonable, pero eso de que fueran un grupo de amigos de vacaciones no se lo tragaron. Sabían que esos extranjeros, que les caían bien, estaban relacionados con la guerra civil que se desarrollaba en el país vecino.
Collioure estaba rodeada por un semicírculo de formaciones rocosas de una belleza arrebatadora, y aquella mañana la envolvían retazos de niebla. Como todos los días, los tres Eles salieron del hotel temprano. Bajaron a la playa y se sentaron a contemplar en silencio el regreso de los pescadores con la captura de esa noche: un surtido heterogéneo de anguilas, gallos, lubinas, rapes y cabrillas. De la pesca dependería la calidad y el tipo de bullabesa que les iban a servir por la noche.
Cuando Freddy encendía su pipa, era la señal para levantarse, cruzar unas palabras cordiales con los pescadores y caminar a buen paso hasta el final de la playa para dar un paseo por los acantilados.
Una hora después solían desayunar en el café frente al hotel, absortos en la prensa de la mañana. Luego se iban en el Citroen negro de Ludwik y no se les volvía a ver en todo el día.
Por lo general, se dirigían a Port Bou para trabajar con los agentes venidos de España. Pero, aquel día, Ludwik los llevó a una aldea de los Pirineos franceses donde toda la población, que no llegaba a los trescientos habitantes, era leal a la causa de la República española. Las dotes organizativas de Ludwik habían transformado aquel villorrio montañés en un centro neurálgico crucial de la resistencia clandestina, conectado con los campos de batalla catalanes.
Allí había un taller de mediano tamaño que producía pasaportes franceses, suizos y británicos, carnés de identidad alemanes e italianos y billetes falsos. Al lado, un sastre estaba especializado en uniformes y, en un ático camuflado, un operador de radio mantenía en contacto a Ludwik con España y con el Cuarto Departamento moscovita. A las afueras de la aldea había una granja muy grande, y ese bucólico emplazamiento había sido escogido cuidadosamente por Ludwik para montar en sus decrépitas dependencias, aparentemente vacías, un taller de armamento donde se reparaban, mejoraban y probaban ametralladoras y revólveres y luego se devolvían a los agentes que el Cuarto Departamento tenía en España, Francia y Portugal.
Impresionados por la envergadura de la operación, Freddy y Livitsky echaron una ojeada a Ludwik y cruzaron una mirada; ambos estaban pensando en sus tiempos de colegiales en Pidvocholesk, cuando Ludwik era el más indisciplinado de todos.
—Vamos a beber algo. Luego tenemos que ponernos a trabajar —la voz de Ludwik sonaba cansada.
Sus amigos se levantaron del banco y apagaron las pipas. Echaron a andar despacio hacia el edificio del taller. Ludwik los esperaba a la puerta, sonriente, recordando la ocasión en que la madre de Schmelka Livitsky les echó una bronca por tirar a su hijo al río vestido de pies a cabeza. A Schmelka le prohibieron jugar con ellos durante una semana entera, durante la cual tuvo que acudir a clases particulares con el rabino.
Ludwik explicó a sus dos compañeros la logística de la operación y se marchó para dejarles hablar a solas con los trabajadores especializados, porque no quería influir en sus primeras impresiones. Freddy y Livitsky hicieron anotaciones detalladas del funcionamiento de cada una de las secciones.
Unas horas más tarde, mientras despachaban un almuerzo de pan recién hecho, queso de cabra y vino de la comarca, los tres hombres se pusieron al día. Ludwik no había pisado la Unión Soviética desde 1929 y estaba deseando saber cómo iban las cosas allí, pues los tres últimos días, desde que estaban juntos, se habían dedicado a hablar de la crisis europea y de la organización de sus agentes. Más adelante debió de hablarle a Gertrude de aquel encuentro: la conversación que transcribo a continuación está tomada de sus cuadernos. He añadido algunas notas explicativas para que lo comprendas mejor, Karl, aunque mi intuición me dice que te habrás cansado de leer antes de llegar a este punto. Si lo lees, te pido que trates de comprender que lo que vosotros llamáis el «comunismo histórico» era la vida cotidiana de estas personas. Ellos eran el material humano y estaban convencidos de que la Idea acabaría por triunfar, aunque sufriera derrotas provisionales.
—Es nuestra última oportunidad —opinó Livitsky—. Si los fascistas vencen en España, Hitler ocupará Europa y Stalin consolidará su régimen.
—Si Hitler ocupa Europa, Stalin pactará con él —Freddy hablaba en un tono mesurado, con una autoridad inconfundible. Su encumbrada posición en el Cuarto Departamento le permitía enterarse de casi todo.
—¡No! —exclamó, horrorizado, Livitsky—. Te estás pasando de la raya, Freddy. Ni siquiera Stalin podría permitírselo… el partido le…
—No me vengas con lo que haría el partido, se ha convertido en un instrumento de Stalin. He visto informes de los servicios secretos alemanes, que han establecido contacto con nosotros. Dos informes dan a entender que el mariscal Tukachevsky trabaja para ellos.
—Burdas falsificaciones —dijo Ludwik con desdén—, aunque estoy seguro de que una persona de Moscú quiere creer a toda costa en su autenticidad. ¿Me equivoco, Freddy?
—En absoluto, amigo.
—¡Stalin! —Livitsky estaba escandalizado—. Pero ¿por qué? Es increíble. Tuka es el mejor militar que tenemos.
—Por eso están interesados en él los muchachos de Hitler. La estrategia militar no tiene secretos para él. Este año, durante las maniobras, explicó en detalle cómo y dónde atacarían los alemanes a la Unión Soviética y cómo habría que plantarles resistencia.
—Eso ya lo sé, Fre-Fre-Freddy —cuando se ponía muy nervioso, Livitsky solía tartamudear—, pero ¿por qué nuestro gran jefe quiere librarse de él?
—Le da envidia su magnífica reputación en el Ejército Rojo y, en el fondo, le preocupa que Tuka pueda actuar en su contra en un momento de crisis —respondió Ludwik—. Además, no ha olvidado que Tuka se negó a denunciar a Trotsky. Por todos estos motivos, nuestro mejor jefe militar no tardará en ser arrestado y acusado de ser espía de los alemanes, ya lo veréis. ¿No es así, Frederick?
—Eso me temo. Y no será el único. También quieren hacer una purga de todos los que han trabajado a sus órdenes.
—Ojalá me hubieran matado en la guerra civil.
Freddy volvió a encender su pipa y examinó la expresión de su amigo. Los ojos de Ludwik reflejaban una honda tristeza. Los tres quedaron en silencio durante un rato. Cuando hablaban de Moscú, siempre pasaba lo mismo.
—Ludwik —dijo Freddy—, quieren que vuelvas a Moscú para someterte a una sesión informativa de tus actividades.
—¿Por qué?
—A primera vista, tiene su lógica. Llevas siete años fuera del país y España es una pieza crucial para el futuro de Europa. Lo sabes mejor que nadie.
—¿Pero…? —preguntó Ludwik.
—Pero debes rechazar la propuesta —respondió Freddy—. Uno de los nuevos hombres de confianza de Stalin ha estado informándose sobre ti. Quería averiguar por qué tu hermano había combatido al Ejército Rojo con los polacos en 1921. Creo que te retendrán allí si vas.
—Si he de morir, prefiero que sea luchando contra los fascistas.
—Estoy de acuerdo —le interrumpió Livitsky—. Necesitamos a Ludwik en España. Es el único que tiene localizados a los espías que tenemos trabajando en el bando franquista.
—Se me ocurre algo mejor —dijo Freddy—. Voy a informar de que, de momento, es indispensable tu presencia en Europa. Podemos adelantarnos a ellos si mandas a Lisa y a Félix a Moscú a pasar unos días de vacaciones, para ver a los amigos y a los parientes. Sería la señal inequívoca de que tienes la conciencia tranquila y nada que temer.
—Me moriría si les pasara cualquier cosa, Freddy.
—No les pasará nada si van enseguida.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como se puede estar de algo en esta vida.
—Lo pensaré.
El cielo se fue despejando mientras regresaban a Collioure. Ludwik detuvo el coche junto a una curva y los tres se bajaron a ver los últimos minutos de la puesta de sol.
—Frederick, llevo tres días esperando a que me contéis una cosa —dijo Ludwik cuando subían de nuevo al coche.
—¿Qué?
—¿Por qué ni Schmelka ni tú habláis del juicio? ¿Es cierto que interrogasteis a Zinóviev y a Kamenev? ¿Es posible que sea cierto?
¿Te suenan de algo esos nombres, Karl? Fueron los Rosencrantz y Guildenstern de la Revolución Rusa. Fundaron con Lenin el Partido Bolchevique. Eran sus colaboradores más próximos, y, además, Kamenev también era amigo íntimo suyo. Por eso Lenin, temiéndose que lo mataran, puso en manos de Kamenev su manuscrito de El Estado y la Revolución, un panfleto muy poco leninista.
Ambos estaban en contra de la insurrección de octubre, les parecía demasiado arriesgada. Tenían una postura similar a la de los mencheviques y la hicieron pública cuando los bolcheviques estaban planeando tomar el poder. Lenin montó en cólera y exigió que se les expulsara, pero el Comité Central se opuso. Más adelante les perdonó, pero nunca lo olvidó.
Después de la muerte de Lenin, se aliaron con Stalin contra Trotsky y, posteriormente, hicieron frente común con Trotsky para derrocar a Stalin. Como es natural, perdieron para siempre la confianza del dictador. Cuando Stalin decidió deshacerse de la mayor parte del Comité Central de Lenin, Zinóviev y Kamenev fueron los primeros de su lista. Ah, y otra cosa. Kamenev escribió un ensayo excelente sobre Maquiavelo, que se utilizó en su contra durante los juicios. El Príncipe era la perdición de sus adeptos.
Los Eles guardaron silencio un buen rato, hasta que Livitsky, con el rostro contorsionado por los recuerdos, arrancó a hablar.
—Freddy y yo los interrogamos por turnos.
—¿Quién hizo de hombre duro?
—Yo.
—¿Tú?
Ludwik estaba atónito. Schmelka Livitsky era el menos encallecido del antiguo grupo de amigos. ¡Imposible que hubiera resultado convincente! Debió de ser idea de Freddy, su forma de demostrar a los dos viejos bolcheviques que aquello era una farsa.
Freddy intuyó que Ludwik había adivinado sus razones y ambos cruzaron una mirada.
—Fue espantoso —le confesó Freddy a su viejo camarada—. ¿Recuerdas cómo nos reíamos de ellos en los viejos tiempos porque siempre estaban de acuerdo? Los siameses, los llamábamos. No eran mala gente. Zinóviev me dijo mirándome a los ojos: «Sabes mejor que nadie que los cargos que nos imputan son una sarta de embustes, ¿por qué nos sometéis a esto? Por lo menos, no nos toméis por tontos». Y Kamenev, genio y figura, asintió enfáticamente con la cabeza; la cárcel no los había cambiado. Yo tenía ganas de decirles a gritos que no confesaran pasara lo que pasase, pero ni siquiera pude responderle. Stalin iba a escuchar la grabación del interrogatorio, y, además, nos estaban observando. Así que seguí adelante como si nada.
—¿Cómo lograsteis que confesaran? ¿Por qué confesaron?
—Muy sencillo. Les dije que si se oponían a la voluntad de Stalin ante el tribunal, además de ejecutarlos a ellos castigarían a sus familias. Si se declaraban culpables, al menos dejarían en paz a sus familias. Y funcionó.
—Conque fue sencillo, ¿eh, camarada? ¿Sencillo? ¿Cómo pudiste decirles eso? ¡Aconsejar a los camaradas más antiguos de Lenin que fueran a la muerte mintiendo! ¿Cómo es posible? ¿Por qué?
—No tuve más remedio. Tú habrías hecho lo mismo si hubieras estado en Moscú, Ludwik. O te habría pasado lo mismo que a ellos.
—No te lo ha contado todo, Ludwik.
—Cuéntamelo, Schmelka, del principio al fin.
—Imposible, es una historia muy larga, nos moriríamos antes de que la terminara.
—Nunca aprendemos del pasado —reflexionó Ludwik en voz alta mientras arrancaba el coche y enfilaba la serpenteante carretera de montaña—. En los inicios de nuestra revolución siempre teníamos muy presente la Revolución Francesa y la necesidad de evitar sus errores. Ellos firmaron su propia sentencia de muerte al empezar a matar a los suyos.
—Eso nunca preocupó demasiado a nuestros jefes —replicó, riéndose, Freddy—. No habrás olvidado el Décimo Congreso del Partido. Estuviste presente, ¿verdad?
Ludwik asintió sombríamente.
—Sí. Estuve presente y también marché contra Kronstadt al mando de Tuka.
Kronstadt, mi querido Karl, era una isla fortificada cercana a Petrogrado, como se llamaba entonces. Una base naval que actuó como bastión de la revolución en 1917. Trotsky había ganado a los marinos para el bando bolchevique. Pocos años después, esos marinos pedían pan y libertad. Aspiraciones muy lógicas y generales, pero ellos se levantaron en armas para conseguirlas. Y en el Décimo Congreso del Partido se acordó unánimemente aplastar la revuelta.
—Esa idea tenía —dijo Freddy—. ¿Recuerdas el discurso de Lenin?
—¿Qué parte?
—Lo que dijo de Termidor —intervino Livitsky—. ¿No te acuerdas? Que teníamos que aplastar la rebelión de Kronstadt para que no se convirtiera en nuestro Termidor.
—Eso fue lo que nos enseñaron los franceses —masculló Freddy—. La necesidad de evitar a toda costa un Termidor.
—Stalin es nuestro Termidor —dijo, encolerizado, Ludwik—, la personificación de Termidor con bigote georgiano y asesinatos en masa. Un zar con ropaje comunista y sin una clase dirigente que lo frene.
—Eso fue precisamente lo que me comentó Bujarin. Lástima que no tenga ni un ápice de la inteligencia de Napoleón —respondió Freddy.
—Pero le sobra astucia —dijo Ludwik— y afición a la sangre de enemigos imaginarios.
El resto del trayecto a Collioure lo hicieron en silencio. Más tarde, después de haber disfrutado a la mesa de la pesca de esa mañana, Ludwik se volvió hacia Freddy y le dijo:
—Hasta ahora estaba sinceramente convencido de que la posición de Stalin en el partido se debilitaría si vencíamos en España. Y de que incluso podría ser un golpe de gracia para él. Pero después de lo que has dicho hoy, ya no estoy tan seguro.
—No seas tan pesimista, Ludwik. La mediocridad medra en el estancamiento y la derrota. Pero una victoria en España modificaría el equilibrio de fuerzas en toda Europa. La oleada de entusiasmo llegaría hasta Moscú y quién sabe lo que podría pasar. Hay descontento incluso entre los fieles de Stalin. No te desanimes.
—¿Qué opinas tú, Schmelka? —preguntó Ludwik.
—Quizá Freddy esté en lo cierto. Conoce mejor los intersticios del poder, pero… —Livitsky se encogió de hombros.
—La clave está en la victoria en España, y en eso tú eres el mejor informado. En el Departamento se aprecian mucho la sensatez y la meticulosidad de tus informes. Dinos lo que piensas tú.
—No lo sé a ciencia cierta —respondió Ludwik.
—¿Por qué? —insistió Freddy—. El Bigotes nos ha dado luz verde con la financiación y las armas.
—Sí, claro —dijo Ludwik—, y a cambio ha pedido a la República que envíe todas sus reservas de oro a Moscú para guardarlas a buen recatudo. Eso sí que es internacionalismo hasta sus últimas consecuencias. En fin, las armas quizá no basten. Necesitamos un líder capaz de unir a todas las fuerzas republicanas y experto en estrategia militar y política. ¿Sabéis que el POUM[7] ha pedido al gobierno que haga venir a Trotsky de su exilio en México?
—Ésa sería la forma más rápida de lograr que Stalin, Hitler, Daladier y Chamberlain hicieran un frente común —comentó Freddy, retorciéndose de risa.
—Sí, muy gracioso, pero los problemas son reales. Los anarquistas no paran de incendiar iglesias y matar a curas, y los del POUM no tienen la fuerza necesaria para controlar tanto disparate. El gobierno es débil, y la sección española de la Internacional Comunista ve el Frente Popular como una estrategia para acabar con sus contrincantes de izquierda. La derecha, por el contrario, está bastante unida y tiene unos objetivos claros: defender de las atrocidades a la Iglesia y sus propiedades, defender a España de la amenaza bolchevique y alinear a España en el bando de Hitler y Mussolini. Y las cosas les van bien. Aunque muchos derechistas desconfíen de Franco, todos detestan la República.
—Hay que ver, Ludwik —gimió Schmelka Livitsky—, qué pesimista eres. La mayor parte de la población está a favor de la República.
—Probablemente, pero ¿hasta cuándo? El debate es el siguiente: la única forma de ganar la guerra es hacer primero la revolución. Expropiar a los expropiadores. Así es como lo ven el POUM, los anarquistas, los socialistas de izquierda y mucha gente decente más. Pero los hombres de Moscú, nuestros supuestos camaradas, los socialdemócratas y los honrados liberales replican: no puede haber revolución hasta que no hayamos ganado la guerra.
—Ambos tienen razón y no la tienen. Plantearlo como una dicotomía antitética es estúpido, dogmático y antidialéctico. Lenin y Trotsky lo habrían comprendido, pero qué vas a esperar de esta pandilla. Creen que la historia es un río caudaloso que avanza imparable hacia el mar. Si así fuera, no haríamos falta para nada. A ver quién les explica que la historia es un conjunto de afluentes y que depende de muchos factores que todos lleguen al gran río tributario. Nuestro afluente podría secarse, pero esa posibilidad no la toman en cuenta.
—Ludwik, tenemos nuevas órdenes. Recibidas directamente del Kremlin.
El tono con que lo dijo Freddy puso sobre aviso a Ludwik de que esas nuevas instrucciones seguramente pondrían a prueba su lealtad. El nerviosismo de Schmelka era palpable.
Mirando directamente a los ojos verdes de Freddy, Ludwik dijo:
—Estoy preparado para lo peor.
—Se ha montado una unidad especial, al margen del Cuarto Departamento, con un único objetivo: la eliminación de los líderes del POUM en España y el asesinato de Trotsky en México.
Demudado, Ludwik escrutó en silencio el rostro de sus amigos. ¿Cómo podían continuar en silencio? Al igual que él, habían combatido a las órdenes de Trotsky. Es más, Freddy había sido asignado a una unidad especial para escoltar a Trotsky cuyo cometido exclusivo era preservar la vida del líder del Ejército Rojo. Freddy y Schmelka sabían muy bien qué preocupaba a Ludwik.
—Quizá haya llegado la hora —susurró Ludwik.
—¡No! —exclamaron al unísono los otros dos.
—¿Por qué no? ¿Al servicio de qué intereses nos ponemos convirtiéndonos en instrumento de los asesinatos de Stalin?
—No es tan sencillo —alegó Freddy—, lo sabes mejor que nosotros. ¡Nuestra victoria en España sería un golpe contra Hitler! Llevas tres años diciéndonos en tus informes que es prioritario formar un bloque contra Hitler con cualquiera que esté dispuesto a combatir el fascismo. Y ahora quieres dejar a Stalin fuera de ese frente unido.
—Stalin le allanó el camino a Hitler. Trotsky tenía razón.
—Nadie pone en duda que acertó con respecto al fascismo, pero lamentablemente no tiene ningún poder. Stalin controla el Ejército Rojo, y con él podemos luchar contra el fascismo. La idea romántica de romper con Moscú es absurda. Comprensible, pero absurda. No vayas a creer que no hemos hablado de esto en el Departamento.
—Y entretanto asesinamos a los viejos bolcheviques, ejecutamos a los anarquistas y a los miembros del POUM, permitimos que maten a Trotsky y observamos en silencio cómo Stalin acorrala a Tukachevsky, el estratega militar más brillante de Europa.
Después de todo esto, seremos incapaces de vencer al fascismo. Nuestros métodos se han vuelto iguales que los suyos.
—No tenemos por qué quedarnos cruzados de brazos. Hay que poner a Trotsky sobre aviso de la conspiración para asesinarlo. Tú lo podrías hacer mediante tus contactos de Ámsterdam. Tu gran amigo Sneevliet es íntimo del hijo de Trotsky. Nosotros trataremos de advertir a Tukachevsky y a los demás en Moscú.
—Sin duda. Igual que ayudasteis a Zinóviev y a Kamenev. ¿No lo entiendes, Freddy? Es demasiado tarde. A no ser… a no ser… preparaos para oír una herejía —Ludwik hizo una pausa y bajó la voz hasta un susurro—: ¡A no ser que Tukachevsky tome el poder!
—Imposible. El bonapartismo mataría la revolución.
—La revolución hace mucho que murió, amigo mío.
—Estoy de acuerdo contigo, Ludwik, pero es demasiado tarde —masculló Schmelka.
Continuaron hablando casi hasta el amanecer. No sabían si volverían a tener ocasión de verse. Recordaron el entusiasmo de principios de los años veinte, cuando aún perduraba la esperanza pese a las dificultades. Antes de la victoria de los degenerados; antes de que la sangre de los inocentes tiñera el mundo; antes de que un pintor de brocha gorda austriaco cambiara de profesión y antes también, y esto era lo principal para ellos, de que un antiguo seminarista de Georgia se apoderase del aparato de poder en Moscú.
En aquellos tiempos, nunca habían pensado en la muerte como en una vía de escape de la fealdad del mundo. Freddy reconoció que seguía trabajando para el Cuarto Departamento sólo porque dimitir equivaldría a suicidarse, a reconocer su culpa, lo cual en su profesión desembocaba inevitablemente en la ejecución.
—Lo comprendo —le dijo Ludwik—, pero imagino que os dais cuenta de que ninguno de vosotros va a sobrevivir. Sois testigos de lo que está ocurriendo y, después de un asesinato, el asesino se vuelve contra sus cómplices.
—¿Qué nos queda entonces? —preguntó Livitsky—. La única forma de sobrevivir sería entregarse a Occidente. La muerte es preferible a esa vida.
—Hay otra posibilidad —objetó Ludwik—. Desaparecer por completo, cambiar de identidad, vivir y combatir de una forma distinta.
—Eso es una utopía ingenua —le rebatió Freddy—. El único que lo ha conseguido ha sido Trotsky, y Moscú va a eliminarlo. A nosotros también nos eliminaría. La cuestión fundamental es cómo derrotar al fascismo. En eso estamos de acuerdo, Ludwik. Vamos a centrarnos en un solo objetivo. Primero derrotar al fascismo y después a Stalin. Sorge opina lo mismo.
—¿Qué es de Sorge? ¿Sigue en China?
Freddy se encogió de hombros. Richard Sorge había sido ascendido del Partido Comunista alemán al Cuarto Departamento. Su abuelo fue en su día amigo de Marx y Engels. Con una seguridad en sí mismo que rayaba en la insensatez, Sorge se había infiltrado en los círculos nazis de Alemania y tenía un historial impecable. Si el único criterio para juzgar a los espías fuera la adquisición de información secreta, Sorge estaría sin duda a la cabeza del palmares de la Inteligencia soviética.
—Vamos, Freddy, quiero saberlo.
—Está a salvo en Tokio con sus geishas y una red increíble. Ha conseguido penetrar en la Embajada alemana.
Ludwik dio una palmada y se echó a reír. La promiscuidad de Sorge daba pie a muchas bromas subidas de tono en el Departamento.
—¿Penetrado? —dijo jovialmente—. ¿Quién es la afortunada de la embajada?
—Ninguna. Por una vez está actuando con estricta profesionalidad y sin mezclar el trabajo con el placer. Nos envía unos informes tan extraordinarios que el Bigotes cree que le están tomando el pelo.
—Stalin es un monstruo curioso —dijo Ludwik, sombrío de nuevo—. Al igual que otros que han empleado la astucia para acabar con adversarios más inteligentes que ellos, no puede creer que haya dictadores más taimados que él. Stalin se cree más listo que nadie. Por eso no da crédito a los informes secretos que no encajan en su idea preconcebida de las cosas.
Sus amigos indicaron con un gesto que pensaban como él. Como ese mismo día tendrían que separarse, Freddy quiso infundir una nota más alegre a sus últimos momentos juntos.
—¿Recuerdas nuestro río de Pidvocholesk, Ludwik? Antes de lanzarnos al agua fría, siempre sabíamos que alcanzaríamos la otra orilla, ¿no es así?
—Sí —respondió Ludwik con voz lúgubre—, pero por el río corría agua, no sangre.
Ludwik se movía con las corrientes de pensamiento de su siglo. Deseaba que desapareciera el eclipse que había oscurecido su vida, que volviera a brillar el sol. Quería que triunfara la República española porque comprendía, mejor que muchos de los que combatían por ella, la repercusión internacional que tendría esa victoria. Si con su trabajo contribuía a ese triunfo, valdría la pena seguir viviendo unos años.
El tren se puso en marcha y Ludwik pensó en Freddy y en Schmelka. ¿Cómo habían logrado sobrevivir en aquel infierno? ¿Cómo?
Empezaba a soñar de nuevo. Franco aplastado y humillado, huiría a su refugio de Roma y la bandera roja ondearía desafiante sobre Madrid, Barcelona, Burgos y Valencia. Luego se produciría una reacción en cadena. Un levantamiento popular en Italia. El derrocamiento de Mussolini y la instauración de una república democrática. Hitler se pondría a la defensiva. El núcleo de la élite alemana se fragmentaría. Hasta cabía pensar en que dieran un golpe de Estado. Y luego renacería el movimiento obrero alemán: socialistas y comunistas unidos contra el fascismo. La desaparición de los nazis.
El sueño siempre terminaba en Moscú. La tarántula sería expulsada del Kremlin y destrozarían la telaraña que había tejido. La vieja guardia y los mejores de entre los nuevos líderes ocuparían el poder. Harían volver a Trotsky de México para que tomara el mando del Ejército Rojo. Se liberaría a todos los presos políticos. ¿Y Stalin? Ese retaco rechoncho tendría que sentarse en el banquillo de los acusados por sus asesinatos. Con el semblante ceniciento y su estrecha frente fruncida, vestido de pantalón y casaca grises, con unas botas que habrían perdido su brillo porque ya no habría nadie que se las lustrara. ¿Y cuál sería la sentencia?
Cuando el tren se aproximaba a París, donde Félix y Lisa aguardaban impacientes su retorno, Ludwik suspiró y escuchó su voz interior. Una voz fría, dura y realista. Insobornablemente realista, sin resquicios para el sentimentalismo ni el romanticismo:
«Ojalá sucediera todo eso, pero no sucederá. No esperes. No albergues esperanzas. Esfúmate. Desaparece. En Berlín y Moscú se ha desatado el terror. Un delirio frenético se ha apoderado de España. El monótono palpitar de corazones despiadados, inmunes a las súplicas, resuena por doquier. Ojos inclementes lo traspasan todo como el gélido viento siberiano. Vidas jóvenes truncadas prematuramente».
Eran más de las nueve cuando Ludwik, fatigado y sin aliento, tocó el timbre del ático donde vivían. Había estado casi nueve semanas fuera. Lisa se asomó por la mirilla, suspiró con alivio y abrió la puerta. Ludwik dejó caer al suelo la maleta y la abrazó en silencio. A Lisa le rodaban lágrimas por las mejillas. El se las enjugó y la besó en los ojos, luego en su frente despejada.
—¡Papá!
Con el pijama puesto, Félix corría por el pasillo. Unos brazos fuertes lo levantaron del suelo.
—Me daba miedo que no volvieras nunca más.
—Te prometí volver esta semana y aquí me tienes. Y, ahora, vamos otra vez a la cama.
Al entrar en el minúsculo dormitorio de su hijo, Ludwik se fijó en la edición francesa de Guerra y paz que había sobre la mesilla de noche, junto a un vaso de agua. Félix ya había leído Ana Karenina, pero en ruso.
—En ruso ya resulta bastante difícil, ¿por qué leerla en francés?
—Mamá me ayuda con las palabras complicadas y, además, me salto los trozos aburridos. Lo que me encanta son las batallas.
—¿Y las escenas de amor?
—No están mal —dijo Félix, volviendo ligeramente la cabeza. Luego le contó a su padre que el profesor del colegio no le había creído cuando dijo en clase que sus escritores preferidos eran Tolstoi y Shakespeare.
—Les conté en francés la historia de Ana Karenina y recité en ruso el discurso que hace Marco Antonio en Julio César.
Ludwik se echó a reír.
—¿Se disculpó el profesor?
Félix negó con la cabeza.
—Los profesores nunca se disculpan, ¿eh?
—Papá, ¿es verdad que a Tolstoi no le gustaba nada Shakespeare?
—Lamentablemente, lo es.
—¿Por qué?
—No lo sé muy bien. Quizá fuera simplemente que el viejo conde sentía envidia de un talento superior.
—Sigo sin comprenderlo.
—Vuelve a leer a Tolstoi cuando tengas veinticinco o treinta años y entonces lo comprenderás. Yo lo leía y releía montones de veces, y cada vez lo comprendía mejor. Tolstoi tenía un profundo sentido de la moralidad. Yo creo que le molestaba la ironía de Shakespeare, su manera de burlarse de la vida, su cinismo. Shakespeare le parecía inmoral. No entendía que eso formaba parte de su genio creativo, igual que la moralidad del suyo. Tolstoi decía que Harriet Beecher Stowe tenía mucho más talento que Shakespeare.
—¿Quién era? ¿Qué libros escribió?
—Escribió un libro sobre la vida de los negros en Estados Unidos, La cabaña del tío Tom. Está bien, pero compararlo con Shakespeare es ridículo. Sin embargo, el conde lo decía en serio. Bueno, ahora a apagar la luz.
Padre e hijo se besaron y Félix tomó nota mentalmente de que debía buscar una edición rusa de La cabaña del tío Tom.
Esa misma noche, Lisa le contó a Ludwik que Gertrude la había llamado por teléfono fuera de sí.
—Estaba histérica. Ha sabido por alguien de Moscú que están torturando en las cárceles a los viejos bolcheviques. Quería romper con Moscú sobre la marcha. Conseguí tranquilizarla un poco, pero mañana tendrás que verla. Hasta habló de suicidarse.
—Las cosas no van nada bien en Moscú. Quieren que vuelva y Schmelka dice que no lo haga pero que, para no levantar sospechas, sería conveniente que Félix y tú fuerais a pasar allí unos días. No lo veo claro.
—Yo sí —dijo Lisa—. Félix no se puede quedar aquí solo. Iremos. No hay más que hablar, está decidido. No ir sería como romper con ellos, y aún no estamos preparados. Sería peligroso.
Pero nada estaba decidido. Pasaron casi toda la noche discutiendo. En determinado momento, al ver que no avanzaba nada mediante lo que él consideraba una argumentación racional, Ludwik perdió los nervios y se puso a dar voces, la llamó remolacha ucraniana recalcitrante, insistió en que por nada del mundo arriesgaría la vida de Félix y le exigió obediencia.
—Ahora ya no te lo estoy pidiendo, Lisa. No hablo como tu compañero, sino como el jefe de toda nuestra operación de espionaje en Europa. Te ordeno que no lleves a Félix a Moscú.
Lisa mantuvo la calma, sin darse por vencida.
—Te podría pasar cualquier cosa. El enemigo podría matarte. Hasta los nuestros podrían dar la orden de que te liquidaran. Y, entonces, ¿qué iba a ser de Félix? Es más seguro que se quede conmigo.
Eran casi las cuatro de la mañana cuando Ludwik reconoció su derrota, dio media vuelta y se quedó dormido.