Trece

Evelyne se despertó de un humor de perros. En realidad, a Vlady no le había gustado su película y, para colmo, no había tenido el valor de decírselo a la cara. Pero lo que más le molestaba era que hubiera rechazado su proposición de acostarse con él, porque iba totalmente en serio.

Se levantó de un salto, fue rápidamente al cuarto de baño, encendió la luz y se contempló desnuda en el espejo de cuerpo entero. «No estoy nada mal», masculló, frunciendo el ceño.

¿Qué demonios le pasa? ¿De verdad se cree que ya no me interesan los hombres? ¡Gilipollas menopáusico! ¿O seré yo quien no le interesa?

Mientras se cepillaba los dientes, sintió el impulso de ir a enfrentarse con Vlady en su guarida. Se le ocurrió advertírselo por teléfono, pero luego colgó sin darle tiempo a responder. No, no era una buena idea, lo mejor sería tomarlo por sorpresa.

Era domingo y los relojes de su casa de tres plantas acababan de dar las siete. Evelyne se puso unos pantalones holgados de seda gris y un jersey negro de cachemir. Al pasar junto a la cocina, la retuvo la fragancia de su mezcla especial de cafés. Vlady no le iba a ofrecer nada semejante, eso seguro. ¿Y si se tomaba un café antes de salir? No, eso la demoraría. El deseo pesó más que la comodidad. Bajó corriendo a coger el coche.

Berlín le encantaba a esa hora de la mañana, con sus calles casi vacías. De no haber estado tan enfadada con Vlady, habría ido dando un paseo. Pero en lugar de eso, pisó a fondo el acelerador del Mercedes para atravesar el Ku-Damm. Al cabo de diez minutos ya estaba ante el edificio donde vivía Vlady. Pero no se apeó a toda prisa para subir corriendo las escaleras. Se quedó sentada, apretando el volante con las manos. ¿Por qué había ido allí? «Para conjurar a un fantasma —le respondió una voz interior—. Para conjurar a un fantasma».

Esa respuesta le hizo gracia. A veces visualizaba su relación con Vlady como un quiste que hubiera reventado prematuramente, pero aquel día la veía de otra forma. Por otra parte, nunca consideró que aquel final fuera definitivo. ¿O se equivocaba? ¿Estaba engañándose a sí misma? ¿No era Vlady nada más que un fantasma? ¿Un recuerdo que la obsesionaba desde hacía cinco años por el desastroso final que tuvo la historia? ¿Qué la había llevado hasta allí?

Al principio las cosas fueron muy diferentes. Él era otro hombre, enormemente divertido. Recordaba la primera conversación que tuvieron.

—Permíteme que te haga una pregunta, Evelyne. ¿Quieres destrozar mi matrimonio?

—No —respondió ella, sobresaltada y, a la vez, divertida por su franqueza.

—Estupendo. Podemos tener una aventura, pero debo explicarte las reglas del juego.

Unos meses después, Evelyne le dijo que quería tener un hijo.

—¿Por qué? —preguntó Vlady—. Menuda locura. ¿Comprendes cómo afectaría a tu vida?

—Quiero un hijo, Vlady. Será una revolución en mi vida.

—¡Y una contrarrevolución en la mía!

En aquella etapa, las tensiones entre ellos siempre se resolvían con risas. ¿Sería eso lo que la había arrastrado hasta allí? ¿El deseo de revivir los buenos recuerdos?

Su voz interior interfirió de nuevo: «Es por Sao, ¿o no? El vietnamita parisiense podrido de dinero. Necesitas fondos para tu siguiente película. Vlady no es más que un medio. ¿No es cierto?».

No, se dijo Evelyne. ¡Ni hablar! No soy tan cínica. Todavía siento algo por él, aunque no sé muy bien qué ni por qué.

Cuando se disponía a bajarse del coche, la asaltó un recuerdo que le arrancó una carcajada. Se habían acostado una sola vez. Luego pasaron dos semanas de abstinencia forzosa, que los volvió irritables y quisquillosos cuando se veían. Para salir de aquel punto muerto, Evelyne entró en el despacho de Vlady vestida con un largo abrigo marrón de estilo militar y nada debajo. Echó el pestillo, se quitó el abrigo y preguntó con la más dulce de las voces: «Herr Meyer, ¿se siente capaz de ir más allá de un polvo de una noche?». La expresión que puso Vlady, mitad incredulidad, mitad espanto, la hizo reír entonces, igual que ahora. Después de aquel happening, como él lo llamaba, su relación fue viento en popa durante algún tiempo. Y Evelyne aún extrañaba a aquel Vlady. El líder disidente de mirada acerba y lengua mordaz; el polemista que esgrimía la pluma como una espada y publicaba panfletos que hacían temblar al sistema; el profesor entusiasta, capaz de transmitir a sus alumnos la pasión por la literatura rusa y china. Inspirada por estos recuerdos, Evelyne empezó a subir la escalera hacia el tercer piso. Tocó el timbre. No acudió nadie a abrir. Se puso a golpear la puerta con los nudillos.

Vlady había pasado casi toda la noche revisando las pruebas de una traducción al chino de los ensayos de Adorno. Además de dinero, aquel trabajo le reportaba un gran placer. Los golpes en la puerta no consiguieron sacarlo del sueño profundo en el que había caído hacía pocas horas. Evelyne continuó aporreando la puerta frenéticamente, cada vez más fuerte, a la vez que tocaba el timbre. Los persistentes timbrazos acabaron por colarse en el inconsciente de Vlady. ¿Qué estaba pasando? Cogió el reloj de pulsera de la mesilla de noche. Eran las siete y media. Vlady maldijo a su torturador a la vez que se levantaba y se dirigía a la puerta a trompicones.

—¡Evelyne! ¿Qué cuernos…?

—No te esfuerces en ser desagradable. Tienes un aspecto horroroso. Y yo me muero por un café.

—Evelyne —Vlady hablaba con engañosa serenidad—. ¿Cómo se te ocurre presentarte aquí a las siete de la mañana?

—Tenía ganas de verte. ¿No es razón suficiente?

La ira contenida explotó y Vlady replicó a voces:

—¡A esta hora no, maldita sea! ¿No podías esperar hasta la tarde? Haz el favor de marcharte.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no puedo reprimir el impulso que me ha traído. Me alegra verte enfadado. No te soporto cuando finges estar tranquilo. No has cambiado nada. Vete a la cama si quieres mientras yo preparo un café.

—No hay café.

—No te creo —chilló Evelyne—. ¿Qué bebes por la mañana? ¿Tu propia orina?

Vlady esbozó una sonrisa y dio media vuelta. Evelyne lo siguió hasta su dormitorio-estudio. Vlady se metió en la cama y se arropó bien con el edredón.

—Voy a dormir un rato más. Quédate, si te apetece. Puedes leer, escuchar música, masturbarte o hacer lo que te dé la gana, pero a mí déjame dormir. Ya hablaremos luego. También podrías ir a tu casa a buscar un termo de café, o darte una ducha, salir de paseo y volver más tarde. Lo que tú quieras, con tal de que me dejes dormir.

—Cállate ya, anda. Estás empezando a repetirte. No voy a dejarte dormir. Yo casi no he pegado ojo.

—¿Por qué? ¿Estabas sola?

—Como casi siempre. Me apetecía algo distinto para variar.

Se desvistió y se metió en la cama con él. Vlady se quedó petrificado, temiéndose la inevitable confrontación. Hasta el día de aquella espantosa fiesta, no había escrito a Evelyne, ni pensado en ella, ni tampoco había sentido el menor deseo de verla. Formaba parte de un pasado doloroso, entreverado de esperanzas, ilusiones y el abandono de Helge, aun cuando supiera que la culpa no era de Evelyne. La miró y vio su expresión sombría. La máscara se había evaporado. Volvía a ser la misma estudiante inquieta que le había llegado al corazón hacía cinco veranos.

Le fastidiaba saber que todo era una pose. La mujer lanzada y posmoderna empeñada en escandalizar no era más que una ficción, parte de su plan para hacer dinero, para abrirse camino en la nueva selva, en la que la industria más floreciente era la pornografía. En todo caso, le habría gustado que no ensayara con él sus artimañas.

Evelyne, por su parte, estaba molesta con el aire de superioridad de Vlady y con esa aburrida aspiración suya a tenerlo todo en orden, alies in Ordnung. Qué curioso que un judío nacido y criado en Moscú fuera tan alemán. La huida de Helge a Nueva York le había dolido mucho, y Evelyne estimó oportuno dejar que se lamiera las heridas en soledad. Si lo que quería era otra cosa, se lo podría haber dicho. Y, ahora, ¿por qué no le permitía a ella que cometiera sus propios errores? Ya no era alumna suya. A veces le daba la impresión de que el sentido crítico era la emoción más poderosa que sentía aquel estirado de mierda.

Los tres últimos meses previos a su separación definitiva fueron duros. Compartían cama, pero como dos cadáveres, sin hacer el amor. Se convirtió en una especie de rito grotesco y obsceno. Evelyne sentía retortijones de estómago después de las noches pasadas así. Y, al final, salió huyendo.

Al observar la rigidez de Vlady, los malos recuerdos la invadieron de nuevo y se maldijo. Sin decir una palabra, se levantó de la cama y se vistió. Vlady contemplaba en silencio aquella escena, que no le era desconocida.

—No te vayas, Evelyne. Espera a que me afeite y me vista. Vayamos a dar un paseo.

—¿Qué nos pasa, Vlady? —dijo con expresión sombría—. ¡Hemos estado tan unidos!

En lugar de responder, Vlady se dirigió a su mesa de trabajo y cogió la edición de 1980 de Gesammelte Schriften, de Adorno, publicada por Suhrkamp.

—Anoche estuve revisando la traducción china. Mira qué joya he descubierto. En las ediciones anteriores suprimieron este pasaje, no entiendo por qué. Tal vez revela un aspecto íntimo de la vida personal de Adorno.

La dejó con el libro en las manos para ir a ducharse. «Qué rebuscado —pensó Evelyne—. Mira que traducir al chino a Adorno. Seguro que podía hacer algo más práctico. Haber perdido su puesto en Humboldt le sentaría muy bien si sirviera para sacarlo de su gueto. Por qué no hacerse columnista, o dirigir una tertulia en la radio… lo que fuera, con tal de que no siguiera escudriñando sus entrañas».

—¿Lo has terminado? ¿Qué te parece?

Evelyne se dejó caer en la cama para leer el pasaje recomendado.

«La tristezapost festum en el anticlímax de las relaciones eróticas no es únicamente, como se considera, miedo a la pérdida del amor, ni tampoco esa melancolía narcisista que Freud ha descrito con tanta perspicacia. También existe el miedo a la transitoriedad de los propios sentimientos. Se deja tan poco espacio a los impulsos espontáneos, que cualquiera que aún se los permita en alguna medida los siente como un gozo y un tesoro aun cuando causen sufrimiento y, en efecto, experimenta los últimos vestigios dolorosos de la inmediatez como una posesión que debe defender a cualquier precio para no cosificarse. El miedo a amar a otro es sin duda mayor que el de perder el amor ajeno. Si nos dicen para consolarnos que dentro de unos años nuestra pasión nos parecerá absurda y seremos capaces de ver a la mujer amada en otra compañía sin sentir más que una efímera sorpresa y curiosidad, eso sólo valdrá para exasperarnos. Pensar que esa pasión, que trasciende el contexto de la utilidad racional y ayuda al yo a romper su prisión monádica, pueda ser algo relativo que se acomode a la vida individual por medio de la ignominiosa razón es la peor de las blasfemias. Y, sin embargo, inevitablemente, la propia pasión obliga a reflexionar en el momento en que se experimenta la inalienable separación entre dos personas, y, por tanto, al sentirse desbordado por ella, a reconocer la invalidez de ese desbordamiento. En realidad, siempre hemos sentido la futilidad; la felicidad radicaba en la idea absurda de dejarse arrastrar fuera de uno mismo, y cuando eso fallaba, se vivía como el final, como la muerte. La transitoriedad de eso en lo que se concentra la vida al máximo se abre paso precisamente en el momento de concentración extrema. Para colmo, el infeliz amante debe reconocer que, justo cuando creía estar olvidándose de sí mismo, sólo se estaba amando a sí mismo. No existe una vía directa para escapar del círculo culpable de lo natural, sólo la reflexión sobre lo cerrado que es ese círculo».

Vlady salió del cuarto de baño vestido con un polo negro, vaqueros azules desteñidos y unas zapatillas deportivas decrépitas, cuando Evelyne leía estas líneas por tercera vez.

—¿Y bien?

—Es denso, Vlady, igual que tú. ¿Qué parte es la que te atrae?

—El miedo a la transitoriedad de los propios sentimientos.

—Mensaje recibido.

—Tu problema, Evelyne —replicó él riéndose—, es que te lo tomas todo personalmente.

—Y tu problema, Vlady, es que desde que se hundió la RDA te has vuelto un poco patético.

—Es cierto, en muchos sentidos.

—¿Qué quieres decir?

—En el primer aniversario de la caída del Muro viví un episodio lamentable…

—No te pega ser tan cursi, Vlady. Ni siquiera en tu estado actual.

—Traté de hacer el amor y…

—¿Con quién?

—Con una persona a la que no conoces de nada.

—Una de las transitoriedades de Adorno, supongo. Bueno, cuéntame qué pasó.

—Ahí está la cosa: no pasó nada. No te rías, Evelyne. No tiene gracia.

—¿No has vuelto a intentarlo desde entonces?

Vlady negó con la cabeza.

—¿Me estás diciendo que llevas tres años viviendo como un monje?

—No exactamente. Los monjes, como sabes, siempre han llevado una vida sexual plena y activa. A diferencia de ellos, yo me he vuelto célibe. Y me preocupa. He pensado mucho en ti, pero no tenía ganas de verte.

—Eso me tranquiliza, Vlady. Creo saber dónde está tu problema, amigo. Has dejado de quererte a ti mismo y te has olvidado de cómo se acepta el amor. El narcisismo exagerado es horrible, pero tampoco se puede prescindir por completo de él. Va contra natura. Has estado ahogándote en un pozo de autocompasión, Vlady. Te has dejado dominar por tu complejo de mártir. Todo se resolvería con un buen polvo, largo y relajado. Acepto el reto, Vlady, olvídate del Muro de Berlín. Y, ahora, haz el favor de quitarte la ropa.

—De acuerdo —respondió, sonriente, Vlady—. ¿Por qué no?

La ropa cayó al suelo y la cama crujió bajo el peso adicional.

—Me había olvidado de tu cuerpo —murmuró Vlady mientras la acariciaba y sentía aquella calidez conocida en otros tiempos.

Al terminar, la miró expectante. Ella se incorporó riéndose.

—Ahí queda eso. No ha estado mal, ¿verdad? Un tres al rendimiento y un diez al esfuerzo. Lo haremos más a menudo.

Vlady sonrió.

—Lo mejor será que salgamos a dar un paseo, Evelyne. Mira cómo brilla el sol.

—Abrígate bien. Ahí fuera sigue haciendo frío.

Se vistieron deprisa y Vlady cogió de la silla un abrigo raído de color verde botella y se lo echó por los hombros. Evelyne lanzó una carcajada.

—Aún conservas esa antigüedad de la RDA. ¿Por qué no se la vendes a uno de los vendedores ambulantes paquistaníes de la Puerta de Brandeburgo? Seguro que pagarían más por eso que por los retratos de Ulbricht y Honecker y las banderas de la RDA.

—No te burles de mí, Evelyne —dijo, risueño, Vlady—. Tengo la costumbre de pararme a charlar y a tomar un té con esos vendedores. Una vez le pregunté a uno de ellos, un chico treintañero, por qué vendían esas cosas. ¿Sabes lo que me dijo?: «Mi madre está jodida. Yo estoy jodido. ¿Qué podemos hacer si no vendemos los restos de un jodido país?».

—Muy bueno, Vlady, aunque te lo hayas inventado —Evelyne se retorcía de risa—. Lo único que digo es que tu abrigo también está jodido.

—No me he inventado nada, fráulein, ni una palabra. Y no te metas con mi abrigo. Hay cosas que nunca deben tirarse. Este trapo viejo no me protege del frío, pero me trae muchos recuerdos cálidos.

En aquel momento, Evelyne lo vio tal como lo había visto por primera vez una fría tarde de noviembre en un aula abarrotada. Debían de haber pasado unos siete u ocho años. Aunque había calefacción, el profesor Meyer no se quitó el abrigo. No fue la ropa de Vlady lo que hizo memorable aquel día, ni su apariencia o sus gestos, sino el tema de su clase. Habló de Heine con una intimidad tal que al principio sobresaltó a sus oyentes y luego los emocionó. No de Heine como poeta, sino como historiador de la cultura alemana. El texto elegido era Religión y filosofía en Alemania.

Uno de los efectos del conservadurismo de la RDA fue que mantuvo la educación en la fase previsual, haciendo hincapié en la importancia de las palabras muy largas; y uno de los primeros beneficios de la victoria occidental, que la influencia de la videoesfera acabó con el anticuado respeto centroeuropeo a la alta cultura. La cínica devaluación de los escritores que Occidente tenía en alto aprecio mientras eran disidentes en los regímenes comunistas fue una de las consecuencias. Esos autores hacían ahora lo imposible por que se tradujera su obra y comenzaban a entender que su prolongada rebelión contra el realismo socialista los había dejado desarmados contra el nuevo enemigo: el realismo del mercado.

Vlady recordaba que cuando acabó de hablar de Heine se produjo un largo silencio y luego recibió una inusitada ovación, que lo dejó sorprendido. Sonrió y fue entonces cuando Evelyne se fijó en los demás detalles de su persona, incluido el abrigo verde.

—Vlady —dijo Evelyne, pensando en voz alta—, ¿recuerdas todavía aquel pasaje de Heine?

—¿Cuál?

—Sobre la abstinencia alemana. Ese en el que explicaba el inicio de la Reforma como una revuelta contra la venta de indulgencias, dando a entender que nuestra libido colectiva estaba congelada.

Vlady sonrió, la tomó del brazo y le susurró al oído las palabras de Heine.

«Nosotros, las gentes del norte, somos de sangre más fría y no necesitábamos tantas indulgencias para los pecados carnales como las que León, en su paternal preocupación, nos enviaba. Nuestro clima facilita la práctica de las virtudes cristianas; y el 31 de octubre de 1516, cuando Lutero clavó sus tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia agustina, el foso que rodeaba Wittenberg probablemente ya estaría cubierto por una capa de hielo y se podría patinar sobre él, lo que constituye un placer muy frío y, por lo tanto, nada pecaminoso».

Evelyne le acarició la cabeza.

—La memoria, por lo menos, no la has perdido.

—¿Has leído el libro?

—No —confesó Evelyne—. No hacía falta. Nos lo explicaste tan bien que nos quedamos con la impresión de conocerlo a fondo.

—Estúpidos hipócritas —fue el comentario de agradecimiento de Vlady—. ¿Cómo podía transmitiros yo la belleza del lenguaje? Hasta habrías podido sacar de él algunas frases para dar más fuerza a tus guiones.

—¿Te pareció horrible la película, Vlady?

—No. Horrible es un adjetivo demasiado contundente. Ahí está el problema. Aún eres una novata que trata de imitar el estilo occidental para tener éxito. ¿No es cierto, frau direktor? Me gustaría que empezaras a escuchar tu propia voz. Nuestras voces, Evelyne. Eso es lo que nos hace falta. Y creo que tú lo puedes hacer. Estoy convencido.

Paralizada por una rabia sorda, Evelyne no respondió. «Qué gilipollas arrogante —pensó—. Lo detesto».

Caminaron en silencio durante casi quince minutos hasta que Evelyne comprendió que Vlady tenía razón. Por un instante, eso la enfureció aún más. Pero luego le dio un abrazo.

—Gracias, profesor. Es un consejo útil.

Aquella reacción asombró a Vlady, que se sintió aliviado después de haberse temido que Evelyne volviera a las andadas y empezase a ponerle verde ante los transeúntes. Sin darle tiempo a ahondar en su reconciliación, una voz conocida se dirigió a ellos.

—Evelyne y Vlady. ¡Qué preciosidad de mañana!

Era Kreuzberg Leyla, envuelta en un chal color burdeos de complicado diseño y cargada con un caballete y una caja de pinturas. Les sonreía, esperando una respuesta que no se produjo. Al final, Vlady la saludó con una ligera inclinación de cabeza y logró esbozar una sonrisa mortecina. Evelyne le dio un abrazo a Leyla.

—Estamos bastante cerca de donde hice el boceto de Besos robados. Siempre estabais tumbados debajo del sauce, en una posición perfecta para que os dibujara. Todas las tardes de aquel agosto parecía como si estuvierais posando para mí. Siempre los mismos movimientos corporales, y luego el beso más largo que he presenciado jamás. ¿Estáis en visita de aniversario? Ya te he preguntado otras veces si te gustaba el cuadro, pero todavía no lo sé.

—Si no me gustara, no lo tendría colgado en mi dormitorio —dijo Evelyne tranquilamente.

—Eso ya lo sé, Evelyne. Estaba preguntándoselo a Vlady.

A Vlady le había dejado pasmado la respuesta de Evelyne.

—¿Lo has tenido desde el principio?

—Sí.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—¡Herr professor Meyer! ¿Has perdido completamente la memoria? ¿Ya no recuerdas que te largaste de mi casa diciendo que estabas harto de mí y no querías volver a verme? No era el mejor momento para informarte de que había adquirido una obra de arte protagonizada por tu figura reclinada.

—¿Una obra de qué?

—Entonces, ¿no te gusta, Vlady? —dijo Leyla con voz dolida.

—No soy crítico de arte, Leyla, pero el estilo confuso de la obra salta a la vista. Es imposible mezclar a Schiele con Picasso. Son…

—¡Déjalo, Vlady! —exclamó Evelyne—. Sólo lo dices para fastidiarme. ¿Por qué hacer daño a Leyla? Recuerdo muy bien cómo reaccionaste cuando lo viste por primera vez: «Hum. Bastante peculiar. Un colorido muy vivo. El dibujo es un poco descuidado, pero está bien. Me gusta». ¿Por qué has cambiado de opinión?

—Hoy no estoy de humor. Discúlpame, Leyla.

Y se alejó a paso lento.