Era el mes de febrero de 1934. Gertrude pasó muchos meses en Viena ese año, trabajando directamente a las órdenes de Ludwik y Teddy. Nunca olvidó lo que allí sucedió, y, a diferencia de otras cosas que contaba, esta historia nunca cambiaba.
Viena empezaba a convertirse en una ciudad desagradable. Los alemanes bromeaban diciendo que «los austriacos eran malos nazis pero buenos antisemitas». Gertrude me contó en cierta ocasión que unos camisas marrones capturaron un día a dos socialistas, uno judío y otro no, y los encerraron en un cuartucho. Cada hora, más o menos, entraban en el cuarto, se subían a la mesa y meaban encima de ellos. Al socialista judío lo obligaban a repetir rítmicamente: «Soy un judío de mierda», y su amigo ponía el colofón: «Y quiero convertirme en alemán». Y así a lo largo de toda la noche. Por la mañana, los liberaron.
David Frohmann fue menos afortunado. Era relojero, oficio heredado de su padre, que, a su vez, lo heredó del suyo. Una mañana vio a un grupo de jóvenes camisas marrones merodeando ante la relojería. Entre ellos, el hijo de un viejo amigo suyo que tenía una tienda unos cuantos portales más allá. Cuando Frohmann se disponía a abrir, los jóvenes se le adelantaron, echaron abajo de una patada la puerta cristalera y entraron. Rompieron los expositores de cristal, agarraron a Frohmann del cuello y le restregaron la cara contra los cristales rotos. Uno de ellos, embriagado de odio, gritó: «Matemos al judío». Con la cara ensangrentada, Frohmann se retorcía en el suelo, tratando de esquivar sus golpes. Al final, un viandante dio la voz de alarma y los jóvenes escaparon a la carrera, dejando destrozado lo que no habían podido robar.
El día después de este incidente, Félix, con un gorro de piel con orejeras bien calado y con una de las viejas bufandas marrones de Ludwik tapándole la cara, llegó a casa muy trastornado. Erich Frohmann, su mejor amigo, después de faltar al colegio la víspera, había llegado tarde ese día y no había parado de sollozar durante las clases. Y cuando el matón del colegio se metió con él, reaccionó con violencia. Preocupado por él, Ludwik fue a buscar al profesor.
Luego, durante la comida, Erich le contó a Félix lo que le había pasado a su padre. En el hospital donde le habían atendido y curado las heridas, había sufrido un infarto y estaba muy grave. La madre de Erich lo había mandado al colegio contra su voluntad mientras ella se quedaba cuidando a su padre.
Cuando, después de clase, Félix le rogó a su amigo que fuera a casa con él, Erich dijo que no, que tenía que ir al hospital.
Por primera vez, Félix tomó conciencia de que las esvásticas que surgían como hongos en las calles vienesas eran símbolo del peligro y de la muerte. Al llegar a casa, Lisa le abrió la puerta y Félix se abrazó a ella desesperadamente y rompió a llorar. Ella dejó que se desahogara mientras le acariciaba la cabeza y, al ver que sus sollozos se aplacaban, le preguntó con dulzura qué le pasaba. Félix le explicó a trompicones, con cuatro frases, la tragedia acaecida a su amigo.
Lisa se puso el abrigo y los guantes. Aunque en el área de trabajo de Ludwik imperaba la férrea norma de que la familia no debía llamar la atención ni implicarse demasiado en amistades, Lisa consideraba importante para Félix que su madre se comportara como un ser humano normal, sin reprimir sus instintos. Los años formativos de su hijo no podían subordinarse por completo a las exigencias del Cuarto Departamento.
—Vamos —cogió a Félix del brazo—. Vamos al hospital a ver a Erich y a su padre.
Llegaron demasiado tarde. El padre había fallecido y Erich y su madre habían vuelto a casa. Lisa y Félix cogieron un tranvía para ir a Helengistadt.
La familia de Erich vivía en los Karl Marx Hof, unos bloques de apartamentos construidos para gente trabajadora por el ayuntamiento socialista de Viena. En aquellas viviendas, la gente formaba una piña y se apoyaba mutuamente. Tenían un fuerte sentido de pertenencia a la comunidad y cultivaban la solidaridad contra el otro mundo, el de los especuladores y las esvásticas, el mundo de los enemigos. El líder socialista Otto Bauer solía alardear de aquel pequeño oasis en el desierto austríaco, el socialismo confinado a una localidad. Su popularidad entre las familias de clase trabajadora irritaba a los clero-fascistas. Y la burguesía percibía como una amenaza esa «Viena roja». Si alguna vez vas a Viena, Karl, no dejes de visitar esos bloques; así comprenderás que los proyectos públicos de vivienda no están condenados a ser sórdidos ni a convertirse en rimbombantes edificios repletos de estatuas de veinte metros de Marx o Lenin.
La noticia ya se había difundido y a la entrada del bloque de Erich había corrillos de trabajadores con expresión triste, hablando en voz baja. Lisa y Félix subieron a la segunda planta, donde estaba el piso del relojero. El pasillo parecía una estación de tren en hora punta y el piso también estaba abarrotado.
A Lisa le sonó conocida una de las caras y, en un principio, pensó que sería algún viejo amigo de Ludwik. Pero al acercarse a él, lo reconoció con un sobresalto: era Julius Deutsch, el comandante del Schutzbund, la fuerza de defensa del Partido Socialista austriaco integrada por voluntarios. Su fotografía se publicaba a menudo en la prensa de derechas, que lo tildaba de monstruo judeo-bolchevique.
«No me parece a mí que sea un monstruo», pensaba Lisa mientras Deutsch se despedía y se marchaba. En cuanto vio a Félix, Erich se abrió paso entre el gentío para ir a abrazarlo. Todavía vestidos de uniforme —camisa blanca, corbata, pantalón oscuro hasta las rodillas, chaqueta larga y calcetines que trepaban hasta las rodillas por el otro extremo—, los dos amigos fueron a encerrarse en el cuarto de Erich, donde se sentaron en la cama y se quedaron contemplando la pared en silencio.
Lisa se presentó y le dio el pésame a la madre de Erich. La mujer del relojero tenía el rostro desfigurado por el dolor y estaba en tal estado de aturdimiento que se limitaba a recibir las condolencias con una ligera inclinación de cabeza, negándose todavía a aceptar que nunca volvería a ver a su marido. Lisa le preguntó si podía llevarse a Erich a pasar el fin de semana con ellos. La madre agradeció la invitación, pero la rechazó.
—Ahora lo necesito a mi lado. La situación sólo puede empeorar, y no quiero que mi Erich siga viviendo aquí. Mi hermana y su marido están en Londres y se han adaptado bien. Desde hace un año, no paraban de escribirnos para proponernos que fuéramos a vivir con ellos, pero mi marido estaba obcecado. «He nacido aquí y aquí pienso morirme» —rompió en sollozos y a Lisa se le saltaron las lágrimas. Abrazó a la mujer doliente y le acarició la cabeza—. Por el bien de Erich, nos vamos a ir a Londres. Este país no tiene futuro. Se rumorea que en cuanto los prusianos ocupen Viena, los judíos y los socialistas tendrán muchas dificultades para conseguir el pasaporte.
Lisa asintió. Ese día ya no podía hacer nada más. Separó a su hijo de su amigo y presenció otra despedida silenciosa y triste. Más gente iba llegando al piso mientras ellos se marchaban. Félix se aferró a su mano durante todo el camino de vuelta a casa, incluso en el tranvía.
—¿Dónde está hoy mi padre?
Con un ademán, Lisa le indicó que no lo sabía.
—¿En qué trabaja?
—Lo sabes muy bien. Viaja para vender plumas estilográficas por toda Europa. Gracias a los pedidos que consigue, podemos mantener la papelería de aquí y la de Ámsterdam.
—Entonces, ¿cómo es que el otro día no fue capaz de decirme cuánto costaba una pluma? No soy tonto, ¿sabes? ¿Por qué no me cuentas la verdad?
Lisa contempló la mirada fulgurante de su hijo y sonrió.
—Es mejor que te lo cuente él. Esta misma noche, si quieres, siempre que no llegue muy tarde.
—Seguro que está en el Zentrale, de tertulia con los amigos. ¿Por qué no vamos a buscarle?
—Hace demasiado frío para volver a salir —dijo Lisa—. Ve a lavarte, por favor, y luego haz los deberes. Yo voy a preparar la cena, que tu padre ha prometido venir a cenar esta noche.
A Félix no le había fallado la intuición. Ludwik estaba en el Zentrale participando en una animada tertulia. La noticia de la muerte del relojero había corrido como la pólvora: una tragedia más que venía a reforzar la permanente polarización de la situación política austríaca. Ludwik escuchaba en silencio mientras dos amigos ingleses hacían preguntas a Ernst, un columnista del periódico del Partido Socialista, Arbeiterzeitung. Philby hablaba con delicadeza y exquisita cortesía. Interesado en informarse bien de todo, llevaba cerca de una hora interrogando a Ernst sobre la relación de fuerzas que había en el cuerpo policial y en el ejército.
—Lo que quiero saber podría resumirse en dos palabras: el Partido Socialista ¿tiene células en la policía y en el ejército? ¿O sus operativos militares se reducen a su propia fuerza de defensa, el Schutzbund?
Ernst puso una fastidiosa sonrisita arrogante con la que pretendía dar a entender que no se lo iba a decir pese a que lo sabía. Philby tuvo la corazonada de que no lo sabía, por la sencilla razón de que no había nada que saber. Los socialistas se habían mantenido deliberadamente distanciados de la policía y del ejército por miedo a provocar un movimiento de represión. Y Ernst quería ocultárselo. Philby cruzó una mirada discreta con Ludwik.
«Está haciendo las mismas preguntas que haría yo —pensó Ludwik—. Tiene una mente analítica». El compatriota de Philby, un socialista educado en Oxford de poco más de treinta años, era más agresivo, pero menos incisivo. Había llegado al café con el periodista del Arbeiterzeitung. Y el austríaco trataba de convencer a su amigo inglés de que la táctica adoptada por el Partido Socialista austríaco era la única forma posible de plantar cara a los nazis y a los clero-fascistas.
—Ésa es su opinión, amigo mío; otros han expresado la opinión contraria —era Hugh Gaitskell quien hablaba, un socialdemócrata inglés de paso por Viena, y lo dijo subiendo la voz, bastante alterado—. Habla usted como si sólo hubiera una posibilidad, pero a mí me parece que no van bien encaminados.
Gertrude, que había llegado esa misma mañana a Viena trayendo información de gran importancia de Berlín, sonrió con los ojos a Ludwik, asombrada de la falta de tacto del joven Gaitskell.
—Vamos, Ernst, basta ya de monsergas —Gaitskell no tenía intención de morderse la lengua—. ¿Por qué no nos da respuestas claras a un par de preguntas directas? Primero: si los fascistas están armados y maltratan a los trabajadores, ¿no sería necesario oponerse a ellos con la fuerza de las armas? ¿O es que usted y Otto Bauer de verdad creen que la amenaza se desvanecerá haciendo una simple demostración de fuerza?
—Estamos jugando una partida de ajedrez muy comprometida, mis queridos amigos ingleses —respondió Ernst con una sonrisa fatigada—, y ustedes quieren que nos pongamos a pisotear el tablero. Los trabajadores no lo aceptarían, por eso no podemos hacerlo.
Todos los tertulianos comprendieron la referencia al juego de ajedrez. Tú también lo vas a entender, Karl, aunque tus empleadores considerarían a Bauer excesivamente radical. Su columna en el Arbeiterzeitung, titulada «Ajedrez», se había hecho famosa y suscitaba acalorados debates en toda Europa. Desde Moscú, como es natural, la habían denunciado como una abyecta capitulación ante la burguesía, pero en el resto de los países se la tomaban muy en serio. En el extremo opuesto a Moscú, los fascistas austriacos la veían como una amenaza y acusaban a Bauer de incitar a la revolución. El líder austríaco trazaba en sus artículos un símil entre la democracia y el juego del ajedrez, puesto que ambos tienen sus reglas y la más importante de ellas es que al contrincante derrotado hay que darle la oportunidad de ganar a quienes le han vencido. El problema era jugar con los nazis, ya que ellos decían: «No creo en este juego ni en sus reglas, pero voy a participar hasta que gane. Luego tiraré el tablero de un puntapié, quemaré las piezas, guillotinaré o encarcelaré a mis oponentes y declararé alta traición volver a jugar al ajedrez». Jugar contra un contrincante así era un suicidio. Para conservar la democracia, había que excluir a los nazis. Eso es lo que había escrito Bauer en su columna.
¿Qué te parece, Karl? ¿Extremismo de izquierdas? ¿O una visión realista de alguien que, a diferencia de Stalin y su camarilla de aduladores del Kremlin, entendía muy bien la situación de Alemania?
—El verdadero problema —prosiguió Gaitskell— es que no sólo están amenazados por los nazis progermánicos. También por ese sinvergüenza de Dolfuss. Ni él ni sus clero-fascistas, como ustedes los llaman, van a atenerse a las reglas del juego. Dolfuss detesta a los alemanes. Sabe que lo ven como un instrumento de usar y tirar. Pero nuestro bando lo asusta aún más. Está empeñado en demostrar a todos que es un dirigente duro, como Mussolini. Les va a arrebatar la reina, los caballos y las torres, dejándoles sólo con los peones. Y, en esas condiciones, ¿de qué vale el ajedrez?
Aquel giro de la conversación disgustaba a Ernst, que había dado por sentado que su amigo británico lo apoyaría. Frunció el ceño, consultó el reloj, le comunicó a Gaitskell que estaba citado para cenar y se levantó. Los demás le imitaron. Ludwik quedó en ver a Philby al día siguiente y se despidió de todos estrechándoles la mano con mucha solemnidad. Gertrude salió tras él, dejando a Philby absorto en un Times de una semana de antigüedad.
El cielo nocturno estaba entreverado de nubes. La nieve que había caído durante el día se había helado. Hacía frío y las aceras resultaban peligrosas. Gertrude se colgó de su brazo, sabiendo sin necesidad de que se lo dijera que Ludwik se encaminaba a la Bakerstrasse para reunirse con su mujer y su hijo. Caminaron lado a lado en silencio durante un rato. Luego Gertie hizo un tímido intento de prolongar la noche.
—¿Vamos a tomar un bocado a cualquier sitio?
—Esta noche no. Les he prometido a Lisa y a Félix que no me retrasaría. El hijo del relojero que ha muerto hoy es el mejor amigo de Félix. Estará muy disgustado.
Gertrude disimuló su desilusión. Siempre la misma historia. Cuando trataba de llevárselo consigo, a él nunca le faltaba una excusa.
—Claro, claro —dijo—. Lo comprendo. Dales un abrazo de mi parte. Ah, por cierto, toma, casi me olvido. Sé que le gustan mucho —hurgó en su bolso y sacó una caja de bombones muy bien envuelta.
Él aceptó el regalo con una sonrisa y le dio sendos besos en las mejillas.
—Al final, la mitad de los bombones siempre terminan en mi estómago.
Félix fue a recibirlo a la puerta llorando. Ludwik lo levantó en vilo y lo abrazó.
—¿Por qué, papá? ¿Por qué? ¿Por qué odian tanto a los judíos? La abuela de Erich le ha dicho que es por culpa de la democracia. Que si el emperador siguiera en el trono, no pasarían estas cosas.
—Quizá —respondió Ludwik—. Quizá, pero bajo el gobierno del zar de Rusia la situación era mucho, mucho peor. ¿Quieres que te cuente una historia esta noche? No una de las que me contaba tu abuela, sino algo que vi con mis propios ojos en Galitzia.
—¿Qué pasó, papá? ¿Qué? ¿Somos judíos?
—Mis padres eran judíos ortodoxos, pero tu madre no es judía. Eso significa que a los ojos de los verdaderos judíos, de los creyentes, tú no eres un auténtico judío. Pero los nazis y los antisemitas no hacen esas diferencias. Para ellos, sí eres judío.
A Félix lo recorrió un leve estremecimiento.
—No le asustes, Ignaty —a Lisa se le escapó el verdadero nombre de Ludwik sin darse cuenta. Ludwik le dirigió una mirada airada, pero Félix no dijo nada pese a que lo había notado. Esa noche lo único que le interesaba saber era por qué su amigo Erich se había quedado sin padre. Además, ahora también quería saber si algún día los hombres de las camisas marrones también iban a matar a su padre. Aunque Lisa había hecho lo posible por proteger a su hijo de los horrores del mundo real, acababa de tener una confrontación directa con la historia. Necesitaba una explicación.
—¿Qué viste en Galitzia, papá? ¿Papá?
Con una honda tristeza en los ojos, Ludwik abrazó a su hijo y empezó a hablarle del pogromo que había presenciado y de cómo mataban a los judíos por el único motivo de que eran judíos.
—¿Y tú qué hiciste, papá? —preguntó el chaval.
—En aquel momento, nada. Años después, cuando cumplí los dieciséis, me hice socialista y empecé a ver el futuro con pasión, con entusiasmo. Estábamos ansiosos de que cambiaran las cosas. Y es que en aquel entonces, hijo mío, para los pobres sólo había dos formas de morir: de indiferencia y abandono en los tiempos de paz, o por la violencia en tiempos de guerra. La Primera Guerra Mundial se cobró millones de vidas. Para aquellos generales que se dedicaban a desfilar con sus preciosas gorras, a recibir saludos y a comer trufas y beber champán, la vida humana no valía nada.
»Ya en la antigua Roma, Séneca planteó una pregunta crucial: «¿Qué iba a ser de nosotros si a los esclavos les diera por contarse?». Y precisamente eso fue lo que empezamos a hacer. Cientos de miles de personas, incluidos judíos y no judíos como yo, nos refugiamos en la revolución. No parecía el único medio de acabar con tanta porquería.
—Pero ¿por qué, papá? ¿Por qué tanto odio?
—No hay un solo motivo, hijo mío. Desde los inicios del mundo, los seres humanos han poseído una capacidad infinita para hacerse daño unos a otros. Y así hasta nuestros tiempos. En el fondo, seguimos esclavizados por la biología, por el animal que llevamos dentro. Ya sabes que a veces las manadas expulsan o matan a uno de los suyos porque tiene un aspecto diferente o supone una amenaza, por lo general imaginaria. ¿Por qué sucede eso? En el caso de los animales, es un miedo instintivo; y, de algún modo, a los seres humanos les pasa lo mismo cuando se exaltan, se enfurecen y se ponen a matarse entre sí.
—Pero hay una diferencia, Ludwik —le interrumpió Lisa—. Los seres humanos tienen un cerebro con capacidad de comprensión. El raciocinio nos distingue del reino animal.
—¿Tú crees? Cuéntaselo a los alemanes que están huyendo de Hitler.
—¿A lo mejor algún día nosotros también nos vamos a Londres, como Erich?
—A lo mejor —respondió su padre—, pero antes tienes que irte a la cama.
Esa noche, Ludwik se acurrucó en una vieja butaca y, con la vista fija en la chimenea, permaneció largo rato ensimismado. Como conocía bien sus estados de ánimo, Lisa no intentó sacarlo de su silencio. Ya se le pasaría, aunque confiaba en que la espera no fuera larga porque estaba cansada. Cuando al fin lo vio levantarse para servirse una generosa copa de coñac, suspiró de alivio.
—No soporto este piso. Hay que ver cómo está. Las cortinas mugrientas. La butaca desfondada…
—Ludwik —le interrumpió Lisa—, ¿ha llegado el momento de irnos de Viena?
—Sí —respondió él con voz fatigada.
—¿Te ha deprimido el inglés?
—No, es un tipo muy agudo. Yo soy el que resulta deprimente, y Moscú, y el Comintern. Me ha hecho un interrogatorio a fondo sobre la debacle en Alemania, sobre el hecho de que el Comintern contribuyese a allanarle el camino a Hitler. Lo peor es que, estando de acuerdo con él, tengo que defender la línea del partido. Siempre la misma historia. «¿Es que ha estado leyendo los panfletos de Trotsky sobre Alemania?», le he dicho, sólo para ponerlo a la defensiva. Lo ha negado rotundamente y yo he tenido ganas de añadir: «Pues debería leerlos. Trotsky lo ha entendido muy bien, es en Moscú donde no saben por dónde se andan», pero no quería pasarme de la raya.
—¿Has visto a Gertie?
—Sí, qué desastre. Quiere abandonar el partido y denunciar a Moscú. Está de un humor suicida.
—Puede que su humor tenga poco que ver con Moscú y la disparatada política del Comintern.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que está loca por ti y lo que la está abocando al suicidio es tu negativa a acostarte con ella.
—¡No seas cruel! No niego que eso pueda influir, pero sobre todo está muy trastornada por culpa de la política. No te olvides de que es una comunista alemana y su partido está al borde de la extinción. No me gusta ver así a mis agentes. Es un peligro para todos.
—¿Y tú la has tranquilizado?
—¡Sí, claro, políticamente! Le he dicho que estaba de acuerdo con ella, pero…
—¿Pero?
—Pero que no podíamos escupir en el pozo del que seguramente tendremos que beber.
—¿Entonces te parece mal que Trotsky critique al Comintern y haga un llamamiento en favor de una nueva Internacional?
—Me parece poco oportuno. En Europa va a haber otra guerra, de eso no me cabe duda. La Unión Soviética participará y será el final de Stalin. El propio partido se verá obligado a destituirlo.
—¿Ésa es la opinión del Cuarto Departamento?
Ludwik asintió con la cabeza y trató de levantarse de la butaca. Vencido por el cansancio, volvió a hundirse en ella. Lisa se echó a reír y le tendió la mano.
—¿Y Viena?
—Los matones clericales están preparándose para barrer del mapa a los socialistas. Cuando Dolfuss y la Heimwehr hayan acabado con la izquierda, los nazis quitarán de en medio a Dolfuss y tomarán Austria.
—Pero los socialistas están armados, no como el Comintern de Alemania. El Schutzbund resistirá.
—La táctica del Schutzbund es simplemente defensiva. Están a la espera de que el gobierno elija el momento de la batalla. Y para vencer hay que tener la capacidad de pasar a la ofensiva. ¿Qué te voy a contar a ti de eso, comisaria mía? Esta gente carece del instinto de la victoria. Como mucho, les doy seis meses de vida. Luego la derecha le va a enseñar a Otto Bauer cómo se juega al ajedrez.
¿Sigues ahí, Karl? ¿Se te ha revuelto el estómago con la conversación que acabas de leer? Así eran las cosas cuando la gente comprometida políticamente se encontraba sola. Ludwik y Lisa estaban sometidos a tremendas presiones, viviendo una doble mentira. Trabajaban para los servicios secretos soviéticos a la vez que fingían dirigir un pequeño negocio. Y recibían órdenes de un gobierno moscovita liderado por un déspota al que detestaban. Podían sincerarse con muy pocas personas. Y eso era lo que los mantenía unidos.
Gertrude hacía mucho hincapié en esto, pero revisando sus cuadernos he descubierto lo que no me contaba. Ludwik y Lisa también estaban unidos porque se querían. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo la corazonada de que Gertrude nunca fue amante de Ludwik y, por lo tanto, él no es mi padre. ¿Por qué me mintió? De eso no estoy seguro. Espero enterarme a través de los archivos de Moscú que Sao me ha prometido facilitarme.
Ludwik se equivocaba al conceder hasta seis meses de vida a los socialistas.
A la mañana siguiente, cuando se dirigía a pie a su tienda, situada cerca de la universidad, le chocó ver una cola de tranvías parados en la Ringstrasse. Supuso que habría un corte de electricidad, pero luego vio que se acercaba otro tranvía vacío. El conductor lo dejó estacionado y fue a reunirse con sus compañeros, que habían formado un corrillo. Ludwik se acercó a ellos.
—¿Estáis en huelga, camaradas?
La respuesta fue un encogimiento de hombros colectivo.
—¿No lo sabéis?
—No —le explicó el más joven de los conductores—. Hemos oído que los fascistas han matado a tiros a varios trabajadores en Linz. Hay una huelga general. Estamos esperando instrucciones del partido.
Ludwik se despidió de ellos con un apretón de manos y echó a andar a buen paso. En las esquinas había soldados armados y policías con cascos de acero y rifles en las manos. Las unidades de la Heimwehr se dirigían hacia el ayuntamiento para detener al alcalde.
Ludwik abordó a un soldado esforzándose en poner buen acento de burgués de Viena:
—Disculpe, ¿qué está pasando?
—¿Quién es usted?
—Soy un hombre de negocios.
—Los socialistas han puesto en marcha una revolución. El gobierno ha declarado la ley marcial. Lo mejor que puede hacer es irse a casa.
Aceptando el consejo, Ludwik empezó a desandar el camino. Al pasar junto a los tranvías detenidos, vio a los conductores agazapados en el suelo y a una unidad de la Heimwehr pegándoles puntapiés y culatazos. Asqueado por la escena, se apresuró a alejarse. Luego vio que los soldados estaban levantando barricadas en torno a la Ringstrasse y colocando ametralladoras a intervalos regulares.
«Otto Bauer había esperado demasiado y la contrarrevolución había pasado a la ofensiva», pensó, convencido de que correría la sangre y de que Hitler invadiría Austria. Los prusianos no tardarían en pasearse por las calles de Viena.
Esa misma noche, cuando se sentaban a cenar, oyeron unas explosiones sordas procedentes de la zona de los suburbios. Estaban bombardeándolos con obuses y fuego de mortero. La partida de ajedrez había terminado. Mientras sus padres hablaban de lo que iba a suceder en Austria, Félix se asomó a la ventana, pensando en su amigo Erich.
Dolfuss estaba haciendo una demostración de fuerza, emulando a Mussolini, pero de poco le iba a valer. Al aplastar a los socialistas, el único partido que habría podido resistir a Hitler había firmado su propia sentencia de muerte. Ludwik estaba convencido de que Hitler no tardaría en lanzar un ataque para anexionar al Tercer Reich su Austria natal.
—Por lo menos, de esta derrota no se puede responsabilizar a Moscú —masculló Lisa.
—Directamente no, pero ¿habría sucedido esto si no hubiéramos entregado Alemania a Hitler?
—¿Crees que en Moscú habrá mucha gente que opine como nosotros?
—Demasiada desde el punto de vista de Stalin, eso seguro.
Viena estuvo sumergida en la violencia durante tres días, sin que el Schutzbund lograra plantar una resistencia efectiva. Tres días bastaron para arrasar la Viena trabajadora, encarcelar a sus líderes u obligarlos a exiliarse. El Arbeiterzeitung se publicaba clandestinamente. Quien lo distribuyera se arriesgaba a cinco años de prisión. Dolfuss había logrado imponerse.
Molesto con los enfrentamientos entre facciones promovidos por Mussolini en Austria y con su aparente triunfo, Hitler envió el siguiente mensaje a los trabajadores derrotados: «Estoy seguro de que ahora los trabajadores austríacos apoyarán la causa nazi como reacción natural ante la violencia que el gobierno austríaco ha empleado contra ellos».
Ludwik ventiló su rabia a gritos y reanudó su trabajo como si no pasara nada. Este hombre poseía cinco de los seis atributos necesarios para ser un gran espía: una memoria increíble para las caras, los nombres y las conversaciones; don de lenguas; una inventiva inagotable; discreción, y capacidad para entablar conversación con cualquier desconocido. El sexto atributo, la capacidad de anular su conciencia, nunca logró dominarlo, y ese único punto flaco de su espía genial lo tenían muy presente los jefes de Moscú.
Una semana después de la represión, Ludwik se reunió con Philby. Fue una reunión larga y de resultados satisfactorios. Ludwik informó al Cuarto Departamento de que tenían un nuevo agente.
Sus pensamientos íntimos sólo los confiaba a un diario que escribía intermitentemente. Durante mucho tiempo se había resistido a llevar un diario, pues lo consideraba una muestra de narcisismo e individualismo. Lisa se burló de esa idea y le advirtió que corría el riesgo de perder su condición humana. Cuánta razón tenía. Ahora, Ludwik utilizaba el diario como método de aislarse de las conversaciones de las mesas circundantes en los cafés o de los pasajeros de los trenes. La visión de sus páginas en blanco era una invitación a entrar en un mundo sereno, en una agradable isla de soledad en medio de un mar de ruido.
20 de febrero de 1934
Hoy he vuelto a reunirme con P. De mutuo acuerdo, hemos decidido evitar los cafés, que se han convertido en nidos de conspiradores. Por eso hemos quedado en el puente que hay junto al Schottenring. Le propuse dar un paseo por la orilla del Danubio, porque era un día soleado, aunque frío. Al cabo de tres cuartos de hora encontramos un banco desde donde se veía la fachada destrozada del Karl Marx Hof. Y allí nos sentamos a contemplar las ruinas de la Viena socialista. Después de presenciar lo sucedido, su adhesión a la causa se ha reforzado. Estaba tranquilo, sin rastro de emoción en la voz. Su decisión es irrevocable: está de nuestra parte. Cuando le pregunté por G., el otro inglés, me comentó jovialmente que a él le habían afectado los acontecimientos justo al revés. La derrota de los socialistas le había convencido de que era imposible oponerse al Estado. «Una reacción muy inglesa», apostilló.
P. me contó que un líder clandestino del Schutzbund había alardeado ante él de que sus hombres habían guardado en todo momento la disciplina, sin darse al pillaje. Se habían portado como perfectos caballeros. Por eso habían sido derrotados, comenté, y él asintió. Yo le conté una anécdota de la que me había enterado por un comunista vienés. La Heimwehr avanzaba contra una unidad del Schutzbund junto a un parque y el jefe de ésta ordenó a sus hombres que se rindieran. ¿Por qué? No se podía pisar el césped. Betreten Verbotten! Con esto le arranqué una carcajada a P., aunque me acusó de haberme inventado la historia, que en realidad era cierta.
P. me contó de una cena a la que había asistido hacía años en Londres en la que un general austríaco retirado no paró de despotricar contra los crímenes de los socialistas austríacos. Había dicho literalmente: «Hay que acabar como sea con tanto despropósito. ¿Suelos de parquet y duchas para los trabajadores? ¡Sería como poner alfombras persas en las pocilgas y alimentar a los cerdos con caviar!».
A P. le parece curioso que siempre se compare a los trabajadores con cerdos. Burke los llamó una vez «la plebe porcina», y la reacción de los radicales fue hacer suya esa nomenclatura y dar a sus periódicos nombres como El gorrino, Manitas de cerdo y otras cosas por el estilo.
Luego hablamos del hundimiento de los valores liberales burgueses en Austria. Le sorprendió que yo lo atribuyera a la visión elitista de la cultura. Entonces hice un breve análisis de la burguesía vienesa. Rememoré las conversaciones que mantenía con Lisa y otros amigos antes de la guerra. En nuestros tiempos universitarios pasábamos horas y horas contemplando el mural de Klimt La filosofía y debatiendo si realmente representaba la victoria de la luz sobre la oscuridad, como aseguraba el Ministerio de Cultura, o si no sería algo mucho más ambiguo. El cielo y el infierno se fundían, absorbiendo a la tierra. La humanidad sufriente flotaba a la deriva en el universo. Lisa estaba enamorada de esa pintura. A mí también me gustaba, pero me reventaba su misticismo, y a Lisa eso le molestaba. Según ella, el rostro que hay en la parte inferior, das wissen, representaba la mente humana consciente; ese rostro era el eje de la obra. Klimt afirmaba que das wissen era esencial para la humanidad. Con esas cosas nos entreteníamos. Se nos habían contagiado los excesos de la burguesía austríaca.
P. se echó a reír y opinó que no le parecía una explicación muy materialista de la debilidad de la intelligentzia austríaca. Poniendo gesto y voz de maestro de escuela, me dijo: «Te doy otra oportunidad de que me lo expliques». Y nos echamos a reír.
Le dije a P. que, a diferencia de la burguesía francesa e inglesa, la austríaca había sido incapaz de destruir a la aristocracia o fusionarse con ella. Por lo tanto, continuaba dependiendo del emperador y de la corte y era la eterna marginada, sin participación real en el monopolio del poder. Por eso se había refugiado en el arte, elevándolo a la categoría de religión. Le recordé el corrosivo comentario de Karl Kraus de que el campo de acción del liberalismo vienés no se extendía más allá de la platea de los teatros en noches de estreno.
La abdicación del liberalismo había dejado el camino libre a los clero-fascistas. El emperador había defendido a los judíos contra las campañas antisemitas de los católicos. Después, los socialistas se erigieron en defensores de los valores liberales tradicionales. Luego desaparecieron todas las fuerzas que podrían haber mantenido a raya a los fascistas. Europa sólo resistiría si pasaba a la acción.
P. me preguntó si me refería a una guerra civil europea y yo asentí.
Entonces me estuvo interrogando a fondo sobre la debacle alemana. No entendía por qué los líderes del Partido Comunista alemán no habían rechazado las instrucciones suicidas de Moscú. Por primera vez vi a P. bastante excitado. Cometiendo conscientemente una indiscreción, le conté la conversación que había mantenido con uno de los grandes líderes del partido alemán y fundador del Comintern. Como sabía que en privado se dedicaba a poner verde la política de Moscú, le pregunté por qué no aireaba sus opiniones y daba a conocer al mundo que los trabajadores alemanes prácticamente habían sido entregados a Hitler por el Comintern. Aún tengo grabada su respuesta en la memoria: «La existencia de la Unión Soviética me lo impide. Soy perfectamente consciente de que hemos sacrificado el movimiento alemán para evitar un conflicto con Stalin. Seguramente también tendremos que sacrificar el movimiento en otros países. Al final, el fascismo se impondrá sobre el capitalismo mundial. Y entonces se entablará una lucha titánica entre el fascismo y la Unión Soviética».
¿De verdad dijo eso? P. no se lo podía creer. ¿Es que no se daba cuenta ese demente de que si el fascismo se imponía en toda Europa, y no digamos ya en Estados Unidos, tendría recursos sobrados para aplastar a cinco Uniones Soviéticas?
Luego P. me preguntó si podía ir a Moscú y le dije que era imposible. Su trabajo estaba en Occidente. Necesitábamos información de los altos círculos de Alemania y el Reino Unido. Tendría que romper todas sus relaciones con la izquierda y cultivar una nueva personalidad, arrogante y condescendiente, y adoptar un leve tartamudeo. Para sernos de utilidad, tendría que tratarse con la gente de derechas. Y él me respondió que eso no sería ningún problema, porque su padre estaba muy bien relacionado.
Ya veremos. Le informé de que era la última vez que nos íbamos a ver en público.