—Eran muy jóvenes —repetía una y otra vez una mujer de Hanoi de mediana edad—. Sus caras reflejaban un odio tremendo. Tan jóvenes y tan malvados.
Una mujer embarazada de poco más de veinte años le contó a Sao que le habían pateado el vientre.
—Y no paraban de referirse al pasado. «A los extranjeros habría que gasearos, como a los judíos». No han olvidado nada, creen que el pasado fue mejor.
Sao, que estaba tomando un té en la cocina de Vlady, no conseguía apartar aquellas voces de su pensamiento. Tenía un gesto de tensión en su rostro normalmente relajado y compuesto. Se había pasado el día anterior escuchando historias de terror. Su prima, sus amigas de todas las edades y sus hijos pequeños le habían relatado lo sucedido hacía un año en Rostock, cuando una turba fascista incendió su albergue. En su momento, Sao había leído la noticia en Le Monde, pero oír los horrores de primera mano no tenía nada que ver.
—No puedo seguir hablando, Vlady. Cuéntame algo tú.
—¿De qué te sorprendes? —le dijo su amigo—. Aquella noche, en Dresde, tú te libraste por los pelos de que te castraran, y eso fue en tiempos de la RDA. Suena raro decirlo, los tiempos de la RDA. En fin, que si entonces ya sucedían estas cosas, cómo no van a suceder ahora. Y el caso de Rostock no es el peor, ni mucho menos. Allí por lo menos no murió nadie. En Sollingen quemaron vivos a los turcos.
Sao le replicó a gritos, con una voz chillona indicativa de que estaba cansado y perdiendo los nervios:
—¿Qué pretendes decir, gilipollas despistado? ¿Que los alemanes del oeste son más bestias que los del este? En Rostock no murió nadie por pura chiripa. ¡Nos salvó nuestro sentido de la solidaridad! Todo el mundo echó una mano.
—Ya lo sé… y no sólo los vietnamitas. También hubo familias alemanas que les ofrecieron refugio. Tranquilízate, Sao, por favor. Hacía mucho que no venías por aquí, por eso te escandalizas. Pero yo vivo aquí. Es horrible, es cierto, pero no estamos peor que en Francia o en Italia. Allí queman vivos a los africanos. El nuevo fascismo es un fenómeno de toda Europa. La pauta se repite en Inglaterra y en Suecia. Lo cual no resta importancia a lo que está pasando, pero te agradecería que no empezaras a corear el estribillo de que Alemania está al borde del Cuarto Reich. No hace tanto que superamos el fascismo y no estamos por la labor. La historia se repite a sí misma por segunda vez como una farsa.
—Eso sí que tiene gracia. Ese epigrama absurdo de Karl Marx jugando a ser Oscar Wilde. Se le ocurrió hacer ese comentario ingenioso y los fieles del partido lo convirtieron en artículo de fe. No me vengas con sermones, Vlady, como siempre me dice mi tío de Louisiana. Déjalo para otro día. Vamos a cambiar de tema.
Vlady suspiró pero no rechistó. Quedaron en silencio durante un rato.
—¿Echas de menos las clases? —le preguntó Sao.
—A veces dar una sola clase me fatigaba más que hacer el amor tres veces seguidas.
—¿Y si hubieras hecho el amor cinco o seis veces, también te habrías cansado menos? Sí, la lengua está ocupada en ambos casos, pero las señales cerebrales son distintas. A veces no hay quien te entienda, Vlady.
Vlady se echó a reír. Las aguas tornaban a su cauce: Sao volvía a ser él mismo. Aunque el impacto de la visita a Rostock hubiera sido tremendo.
—¿Qué es lo que te disgustó tanto, Sao?
—El fuego.
—Lo comprendo.
—No, Vlady, no lo comprendes. En mi adolescencia tuve una novia que se llamaba Dua. Ella tenía diecisiete años, uno más que yo. Su padre estaba combatiendo en el sur. A nosotros nos habían evacuado de Hanoi a un pueblecito a veinte kilómetros de Haifong. Cuando terminábamos las labores del campo, Dua y yo caminábamos un largo trecho para ir a sentarnos sobre unas rocas desde donde veíamos la puesta de sol sobre la bahía de Halong. Había un momento mágico en que el sol brillaba sobre los islotes rocosos en forma de dragón, haciéndolos parecer un dragón auténtico. Después el sol se ponía y nos quedábamos un rato viendo cambiar el agua de color. «El cuadro que pinta la naturaleza», susurraba Dua, y nos abrazábamos.
»Esa época, en plena guerra, fue la más bonita de mi vida. Todo era muy puro. Y yo me decía que, cuando terminase la guerra, iría a conocer el mundo en compañía de Dua —abrumado por los recuerdos, Sao hizo una pausa—. Ese año, fui a celebrar el Año Nuevo en Hanoi con mi padre, aprovechando una tregua de un par de días.
»Al regresar, oí que estaban bombardeando el pueblo y tuve que esperar dos días refugiado en una cueva antes de acercarme. Al tercer día, al fin pude ir hasta el pueblo, pero no quedaba nada, Vlady. Sólo los restos calcinados de las casas y de los amigos. Dua se había abrasado viva, dentro de un jeep, con unos amigos. La reconocí. Tenía la carne acartonada, pero la reconocí, Vlady. La reconocí.
A Vlady le habría gustado abrazar a su amigo, consolarlo, contarle que toda la familia de Gertrude había perecido en los campos de exterminio. Tenemos más en común de lo que imaginas, pensaba Vlady, pero no pudo hablar. Con los ojos arrasados en lágrimas, se levantó y se acercó a la ventana. Allí estaba el fiel peral de ramas retorcidas. De niño, cuando se disgustaba, la visión de ese peral le reconfortaba, aunque no entendía por qué. Sonrió al recordarlo y volvió a la mesa. Sao ya se había sobrepuesto y estaba de un humor más filosófico.
—Yo creo que los dioses nunca tuvieron la intención de dar la felicidad al ser humano.
—¿Así de negro lo ves, Sao?
—Y aún más, Vlady, y aún más. Tómame de ejemplo. Soy rico, tengo una preciosa mujer francesa, dos hijos. Puedo ir a donde me plazca y hacer lo que me venga en gana. El dinero es mi pasaporte para el mundo entero. Estoy satisfecho, pero ¿soy feliz? No.
—¿Por qué no?
—¿Y me lo preguntas tú?
—Sí. A ti nunca te ha preocupado mucho la política. ¿No ves que, comparado con la mayoría de los ciudadanos del este o del oeste, vives una vida paradisíaca? Si todos tuvieran una mínima parte de tu fortuna, no habría agresiones como la de Rostock. Además, Sao, permíteme que te diga que tienes mucho mejor aspecto que nunca. Este modo de vida te sienta muy bien. Te quejas por quejarte, por pura superstición. ¿A quién quieres engañar, Sao? Todo porque crees que si reconoces que vives de maravilla, la fuerza del destino tendrá que equilibrar la balanza fulminándote con un rayo.
—Entonces —replicó, risueño, Sao—, permíteme que te ofrezca parte de mi dinero para que esos mismos comentarios tan perspicaces se hagan extensivos a ti.
—Ahí te equivocas, amigo mío. Tú no tienes que pelearte con la concepción marxista-luterana del pecado que me atormenta a mí. Pertenecemos a distintas tradiciones.
—Sigues siendo un materialista, Vlady, y un bobo. Yo soy una persona realista con amplitud de miras. Ésa es la diferencia. Te he ofrecido lo que te hace falta para ser feliz. Si montaras una editorial, de rebote me harías a mí menos infeliz.
—¿Eso te tranquilizaría la conciencia?
—Puedes decirlo así, Vlady. En fin, si no es eso lo que quieres, ¿qué te gustaría?
—¡Tener un padre!
La ferocidad de su tono tomó por sorpresa a los dos. A Vlady le había salido del alma. Sao se sintió conmovido. Durante sus años de amistad habían hablado de muchas cosas, incluidas sus relaciones sexuales, pero nunca de algo tan profundo como lo que acababa de decirle Vlady. Sao trató de atraer su mirada, pero Vlady, confuso y avergonzado, desvió los ojos.
—No sé por qué he dicho eso… supongo que, en el fondo, me duele. No conocer a tu padre pesa mucho.
—En mi país es una experiencia casi universal. Yo soy muy afortunado en eso. Tres guerras han dejado huérfano a nuestro pueblo. Los jóvenes, casi niños, marchaban valerosamente hacia la muerte. Menos la última vez. Entonces ya no hacía falta moverse, sólo esperar a que la muerte te cayera del cielo. ¡Aplastar al Vietcong! En fin, a veces el recuerdo vale más que la propia persona.
—En mi caso, no. Lo raro es que ese padre al que nunca conocí se convirtió en objeto de culto. Gertrude hablaba de él como si fuera un dios. Creo que ya te he comentado otras veces que esa forma suya de hablar de él era muy rara. Y se le cambiaba la expresión. A lo mejor son imaginaciones mías, pero a mí me daba la impresión de que mentía.
—¿Quieres decir que no le quería?
—No, creo que le quería mucho, pero ¿era una persona real?
—¿Cómo?
Vlady se encogió de hombros.
—Una vez le pregunté si Vlady era su nombre real y ella me dijo que no lo sabía. Como esa vez no mintió, me convencí de que sí había existido. Luego, una noche Gertie volvió de una reunión del partido bastante achispada y de un humor expansivo. Se puso a echar pestes contra Honecker y el régimen. A animarme a formar una red clandestina de disidentes socialistas. A hablar de los viejos tiempos y del Comintern.
»Y yo aproveché la ocasión para interrogarla bastante a fondo. Murió unos tres años después. Debíamos de estar en 1981. Fue entonces cuando me confesó que Ludwik estaba enamorado de otra y nunca habían vivido juntos. Me dio la sensación de que esa vez tampoco mentía y así lo comprendí todo. En fin, si mi nacimiento era consecuencia de una noche loca, qué le íbamos a hacer. No me escandalicé, aunque sí me sentí un poco decepcionado, pero nada más.
—Así que, en realidad, ¿no hay ningún misterio? —preguntó Sao con su voz bien modulada.
—Yo creo que sí lo hay, Sao —repuso Vlady.
Fue a la habitación contigua a buscar una fotografía de Ludwik y se la colocó en el regazo a Sao. Era un retrato desvaído en blanco y negro de un hombre y una mujer apretujados bajo un paraguas en una calle muy concurrida. Además, se veía a un hombre delgado sentado a la mesa de un café, fumando un puro.
—Si con Gertrude apenas me veo el parecido, con Ludwik mucho menos.
Sao examinó con atención el rostro de Ludwik y le devolvió la foto a su amigo, riéndose.
—Tienes razón —dijo moviendo la cabeza—, pero esta foto no vale de nada. Si hasta podría ser mi padre. Es absurdo, la foto no prueba nada. Nada de nada.
—¡O lo prueba todo!
—¿Así que estás convencido de que la verdad, sea cual sea, está depositada en los archivos del KGB? —preguntó, sonriente, Sao.
—Sí.
—En tal caso, pronto la descubrirás. El mes que viene voy de viaje de negocios a Moscú. Si el expediente existe, lo conseguiré, no te preocupes. Además, tengo que ir a Ulan Bator y a Beijing, o sea que calcula que tardaré un par de meses.
—Gracias.
Hacía una tarde soleada y Vlady recorría su estudio a zancadas. ¿Y si llamaba a Evelyne? ¿O salía a dar un paseo? Hacía tres horas que se había marchado Sao y Vlady no había parado de darle vueltas a la cabeza. Para algunas personas, el pasado era como un país abandonado. Pero no para Vlady. A él le obsesionaba, le abrumaba, se colaba en sus sueños y ocupaba sus pensamientos durante días enteros. Se había convertido en una pesadilla. La vía de escape de Gerhard había sido un suicidio público, pero se había equivocado. La muerte no era la única salida. El pasado se puede reescribir, asumir, desmitificar, olvidar. Es lo que suele hacer la gente. Vlady era demasiado combativo y curioso como para contemplar seriamente la posibilidad de un suicidio. Un suicidio con afán de pasar a la historia era un acto de insufrible arrogancia.
Hoy había sido incapaz de reprimir ante Sao la inquietud que le inspiraba la historia de su padre, que lo había atormentado desde niño. A veces trataba de imaginar cómo sería la relación con un padre e inventaba largos diálogos. Sus ideas sobre la paternidad derivaban en buena parte de la ficción y, por lo tanto, no eran fijas. Las primeras páginas de La marcha de Radetzky, la obra maestra de Joseph Roth, bastaban para ponerle de un humor truculento y hacer que renunciara a todo sentimentalismo, agradeciendo a la historia que le hubiera dejado sin padre. Pero el estado de ánimo de aquel día estaba muy alejado del humor corrosivo de Roth. Más bien pensaba en su hijo Karl y no sabía si achacar en alguna medida el fracaso de su relación al hecho de que él no hubiera tenido padre.
Sacó la máquina de escribir, decidido a escribirle una carta a Karl. Las memorias quizá las terminara o quizá no. Probablemente, no pasarían de ser una autobiografía bastante deslavazada y caótica. Karl la comprendería; los rompecabezas se le daban bien de niño. De momento, Vlady le debía una carta.
Mi querido Karl:
El otro día, después de tu llamada para felicitarme el cumpleaños, me sentí muy arrepentido. ¿Por qué no te demostré más afecto? ¿Cómo es posible que no seamos capaces de apearnos del tono tenso y formal después de haber sido tan amigos? Es algo que me apena y por eso he decidido escribirte, hijo mío. ¿Qué te puedo contar tras una laguna de cuatro años? Querría decirte muchas cosas, pero no sé por dónde empezar. Tal vez por donde más duele. Sé que atribuyes el abandono de tu madre a mi aventura con Evelyne, pero te equivocas. La verdad es que Helge nunca situó la vida personal por encima de la política. Para tu madre, para tu abuela y para mí eso siempre fue un artículo de fe.
Sea como fuere, quiero que sepas que la marcha de tu madre ha sido el peor golpe que he sufrido en mi vida personal. Ha sido una pérdida tremenda. Después de la muerte de Gerhard, Helge se convirtió en mi mejor amiga y compañera. No teníamos secretos el uno para el otro (no, ni siquiera lo de Evelyne). Nos consolábamos mutuamente en los malos momentos personales o políticos. Su decisión de irse a Nueva York fue tan repentina y extraña que me dejó sin habla. Quería ponerme de rodillas y rogarle que se quedara, decirle que la vida sin ella era inconcebible, pero se fue antes de que me repusiera de la impresión.
En un momento dado, estaba tan deprimido que consideré la posibilidad de seguir el ejemplo de Gerhard. Con la diferencia de que él se fue de este mundo por razones de Estado y yo me habría ido sólo porque tenía la autoestima por el suelo, me sentía muy solo y me daba lástima a mí mismo.
Cuando tenías diez u once años, te llevamos a ver La ópera de dos centavos de Brecht. Te encantó el actor que interpretaba a Macheath. Como era un viejo amigo de Gertrude, al terminar la representación fuimos a su camerino y allí te dedicó la canción Mac el cuchillo. ¿Te acuerdas? Ya no volverá a cantar. Él también se ha quitado la vida. Estaba deprimido desde la reinstauración del viejo sistema. Personalmente, no tenía problemas. Había recibido ofertas de trabajo en Hamburgo y no andaba mal de dinero. No tenía ninguna conexión con la Stasi y nadie le había acusado de eso, pero se sentía mal. No soportaba vivir en la nueva Alemania. Lo que peor llevaba era que nuestro pueblo votara por los democristianos, que todo cambiara tan deprisa y que no quedase espacio para la esperanza, al menos en lo que nos resta de vida. Por todo eso decidió que no tenía sentido seguir viviendo. Pocas personas de nuestras ideas habían dado ese paso tan radical en los años más negros de este siglo, cuando parecía que el Tercer Reich llegaría a dominar Europa. ¿Por qué ahora sí lo dan? Porque un negro pesimismo nos corroe el espíritu y a algunos nos cuesta mucho entonar el canto del cisne hasta el amargo final. Este ha sido un siglo de dolor, de fealdad, de angustia.
La mitología cristiana considera que el suicidio es un pecado. Y los regímenes laicos de hoy día lo tratan como un delito, lo que es absurdo, porque si el «delito» se lleva a cabo con éxito, no se puede castigar a quien lo ha perpetrado. Hay que reconocer que las fantasías cristianas son más coherentes, ya que se basan en la creencia de la perduración del espíritu.
Su poeta de mayor talento sitúa el «Bosque de los suicidas» en el séptimo círculo del infierno, cerca de su centro. Los árboles y arbustos de ese bosque han crecido de las almas de los suicidas de la tierra, y, según Dante, hasta las almas están mancilladas, porque en ese bosque no hay «hojas verdes… ni ramas suaves… ni frutos, sólo espinas venenosas».
¿Por qué vamos a tragarnos esta sarta de estupideces? Quitarse la vida es una decisión radical, y no voy a negar que existen numerosos ejemplos de personas arrastradas a la autodestrucción por un ataque de locura pasajero o un desengaño muy profundo del que no se sienten capaces de recuperarse. Esas personas necesitan ayuda, tratamiento o lo que sea. Pero no son las únicas. Hay otras como Gerhardy Macheath que, tras una reflexión serena y honda, llegan a la conclusión de que, antes que vivir en este mundo, prefieren morir. Por muy doloroso que sea para los que les sobrevivimos, debemos reconocerles el derecho a decidir su futuro. ¡Autodeterminación personal! ¿No opinas como yo? ¿Opinarán así los hijos que tengas? Quién sabe. ¿Te sorprende que ahora piense así? ¿Te parecen mis razonamientos demasiado solipsistas y existencialistas? ¿Crees que son contrarios a mis inclinaciones socialistas, que deberían llevarme a considerar a las personas como parte de una comunidad, de un entramado social? Puede que así sea, pero éstos son momentos de emergencia, Karl. Han destruido deliberadamente nuestra dignidad de seres humanos, el respeto que nos debemos a nosotros mismos, y con ello también han hecho saltar en pedazos el sentimiento de comunidad. Hay ocasiones en que a los individuos sólo les cabe optar por soluciones existenciales.
Haz un esfuerzo por comprender a tus padres, Karl. Estamos en nuestro derecho. Sé que estás enfadado y te sientes herido. Crees que Helge y yo estábamos obsesionados con la Idea, que al final implosionó, y por eso miras con malos ojos cualquier ideología. Sin embargo, sabes muy bien que nuestra Idea no era la RDA. Puedes criticar a Marx cuanto quieras, pero no sería justo hacerle responsable de las llamadas experiencias socialistas. Eso déjalo para los demagogos.
Te imagino leyendo estas líneas y estremeciéndote ante las iniciales: RDA. Pero había muchas personas dispuestas a esforzarse para que hasta ese lamentable sistema funcionara. Tu abuela Gertrude, para empezar, pero no sólo ella. Centenares de miles de trabajadores confiaban en poder construir una casa decente, con un mobiliario decente, cuando acabaran los horrores de la guerra. Por desgracia, las cosas no fueron así. Los cimientos de la RDA se pusieron sobre los hombros del Ejército Rojo y los muebles que encontraron Ulbricht y Honecker eran de tercera mano, desechos de la prisión moscovita de Lubianka. A pesar de todo, me pregunto si ellos habrían permitido que quemaran vivos a los vietnamitas o a los turcos. Y creo que no, aunque sólo fuera para preservar la ley y el orden. Nuestro país adquirió una triste reputación al enviar a millones de personas a las cámaras de gas en la etapa nazi. Prender fuego a las casas de los trabajadores extranjeros es un nuevo privilegio democrático. Tendremos que acostumbrarnos, como a todo lo demás. Tus líderes dicen que es un crimen, pero ¿y la policía que lo permite o, lo que es peor, los ciudadanos que lo contemplan tranquilamente o cruzan de acera, igual que hacían sus abuelos durante el pogromo de la Kristallnacht de los años treinta o al ver llevarse en masa a los judíos a los campos de exterminio? Cuando la gente común se vuelve inhumana, es que algo va muy mal en el Estado que tiene esa ciudadanía.
Cuando empezaron las manifestaciones de Dresde y Berlín, Helge y yo nos alegramos muchísimo. Nos creíamos capaces de limpiar esta parte del país sin importar el lodo de la parte donde estás tú ahora, pero era una utopía. La fuerza económica de Bonn hacía prever su inevitable hegemonía. Y el hecho de que no lo entendiéramos demuestra que estábamos en las nubes, flotando en el amor universal. Tu madre siempre fue para mí un apoyo fundamental, un árbol contra el que podía recostarme. Hablábamos de todo, no teníamos secretos entre nosotros, sólo uno, y acabó por destruirnos. Te lo contaré cuando hayamos reanudado nuestra amistad. Si te lo contara ahora, te perdería para siempre, y no quiero que pase eso. Sin Helge me siento perdido, mutilado, avanzando a medio gas y con riesgo de estrellarme en cualquier momento. ¿Me comprendes?
A veces me pregunto si podría haber sido el padre que querías o necesitabas. Recuerdo que una vez te pegué un buen bofetón, aunque he olvidado el motivo, lo cual indica que debió de ser cualquier trivialidad, algún pequeño desafío a mi autoridad paterna. Lo que no he olvidado es tu expresión de espanto. Debías de tener unos doce años. Aquella violencia inesperada fue para ti una traición inconcebible. Me retiraste la palabra durante toda una semana y tuve que implorarte que me perdonaras. No sé de dónde salió ese golpe. Y es que, al no haber tenido padre, carezco de puntos de referencia. La brutalidad paterna se transmite de padres a hijos hasta que alguien rompe la cadena, pero a mí no me maltrataron de pequeño, y Gertrude siempre decía que Ludwik, tu abuelo, era la persona más bondadosa que había conocido. Algún día, cuando me entere de toda la historia, te la contaré. Tu tío Sao me está ayudando a rastrearla a través de sus contactos en Moscú. Tal vez sea tu hijo el que logre comprender este siglo, con la distancia del tiempo.
El otro día me invitaste a visitar Bonn. Como no es la ciudad alemana que más me gusta, en lugar de eso te propongo que nos veamos en Munich el mes que viene. Allí está enterrado Leviné. Me gustaría mucho verte y, de paso, visitar el cementerio judío. Rendir tributo a ese buen hombre, arrinconado por la historia. Sé muy bien lo que eso significa. Claro que las épocas son distintas. En vida de Leviné aún existía la esperanza. Mi generación ha renunciado a «toda esperanza de llegar a ver el cielo». Nos están conduciendo a «la eterna oscuridad, el hielo y el fuego», aunque estoy seguro de que tú no lo verás así desde tu piso de Bonn. ¿Crees que no es más que otra de mis ilusiones románticas? ¿Una utopía perdida en una época pretérita? Pues no tienes razón. ¿Te ríes?
La razón la tengo yo.
Escríbeme pronto.
Un abrazo muy fuerte,
Vlady
(¡Tu padre!)
Después de haber escrito la dirección de Karl en el sobre marrón, Vlady empezó a pensárselo mejor. Con esa carta quizá sólo lograría disgustar aún más a su hijo, pero no estaba de humor para confesarlo todo. Todavía no. Tal vez dentro de un año. ¿No sería mejor romper la carta? ¿Enviarle sencillamente una postal banal? Qué lástima que se hubiera ido Sao, se lo podría haber consultado. En lugar de eso, recurrió al método que siempre utilizaba cuando no sabía qué hacer: consultar sus libros, tal como las personas de inclinaciones más místicas consultan a un astrólogo que les dice lo que desean oír. Vlady escogió a un poeta. Se subió a un taburete y sacó delicadamente del estante superior el de los poetas rusos, las Obras completas de Pushkin. Sentado al borde de la mesa, abrió el libro al azar y empezó a leer en voz alta, pensando que era su día de suerte:
Multitud de pensamientos opresivos
bullen en mi angustiado cerebro; silenciosamente,
ante mí, la Memoria despliega su largo pergamino;
y al leer con hastío la crónica de mi vida,
me estremezco, maldigo y derramo amargas lágrimas
que no logran borrar las tristes líneas.
Vlady siguió el consejo de Pushkin. Cerró el sobre, pegó el sello y lo echó al buzón. Al regresar hacia casa, sus pensamientos derivaron hacia su madre. —Mutti, ¿cuándo te enamoraste de papá? La pregunta había sobresaltado a su madre, pero enseguida se sobrepuso.
—Creo que en Berlín. Sí, seguro. En la barra del Fürstenhof de Berlín.
—¿Viajasteis mucho juntos?
—Cuántas preguntas, Vlady. Se diría que nunca logro satisfacer tu curiosidad. Viajamos por todas partes. Moscú, París, Berlín y, claro está, Viena. Recuerdo que en 1934 tuve que transmitirle un mensaje importante en Viena. Nos citamos en el Zentrale pese a que estaba atestado de espías nazis y agentes de Mussolini. Ludwik lo consideró seguro porque decía que básicamente se espiaban unos a otros, tratando de averiguar si los nacionalistas austriacos se iban a inclinar hacia Italia o hacia Alemania…
Sí, pensaba Vlady, siempre tenía algo interesante que contarle para distraer su atención de lo que realmente quería saber. Un día, después de haber estado acosándola, Gertrude le contó que la primera vez que hizo el amor con su padre fue en Viena, en una habitación de hotel, una fría mañana de febrero, y que luego se acercaron a la ventana desnudos para contemplar las aceras nevadas.
En su momento, los detalles de la historia convencieron a Vlady, pero ahora ya no lo convencían. Ahora dudaba de todo lo que le había contado de él. Siempre estaba tratando de rastrear la verdad entre las mentiras que habían dominado sus conversaciones con Gertrude.
El mundo que obligaba a su madre a contar mentiras, el mundo que a él le había puesto en un compromiso moral, haciéndole sentir repugnancia de sí mismo, era un mundo que estaba en ruinas. Sólo por eso tendría que sentirse feliz. Pero no se sentía feliz.