Diez

—¿Por qué siempre llega tarde, mamá? ¿Por qué? —Félix, con su pelo rubio pajizo recién cortado y bien peinado, lo preguntó con un deje de desesperación en la voz. Ese día cumplía diez años y había querido celebrarlo con una comida en Sacher. Lisa había encargado una tarta para conmemorar la ocasión.

Félix vestía su primer traje de chaqueta, color marrón oscuro, y una corbata roja. Después de una hora de práctica frente al espejo, había logrado anudarse la corbata tal como quería. Y estaba muy emocionado, pero ¿dónde se había metido Ludwik?

Lisa también iba muy elegante, con una blusa beis de seda, una falda larga del mismo color y chaqueta a juego. Su abrigo de piel reposaba en un sillón junto a la puerta, listo para protegerla del frío de las calles.

—¿No iba a llegar hoy, mamá?

Lisa le sonrió y le acarició la cabeza, tratando de disimular su propia inquietud. Siempre la misma historia. Cada vez que Ludwik se retrasaba, ya estaba imaginándose lo peor. La muerte. Una tumba anónima. ¡El tormento de no saber si estaba vivo o muerto! En la guerra civil, cuando los destacamentos rojos y blancos luchaban cuerpo a cuerpo, la muerte les parecía intrascendente comparada con la supervivencia de la revolución. Además, ella era comisaria y también estaba en el frente. Ambos afrontaban peligros similares y eso hacía más llevadera su separación. De hecho, Lisa tenía que resolver tantos problemas que apenas le quedaba tiempo para pensar en Ludwik.

Pero ahora su labor era dar la imagen de una buena madre y esposa. Y tenían a Félix. Recordó la advertencia de Krystina sobre cómo los hijos perjudicaban el compromiso revolucionario. Y se permitió una sonrisa irónica. Krystina sabía muy bien de lo que hablaba.

Desde la victoria nazi en Alemania, la situación había empeorado mucho. Berlín, la ciudad en la que habían cifrado tantas esperanzas y sueños, estaba en manos enemigas. Ludwik y Gertrude habían ido a pasar allí dos semanas largas. El tenía que reorganizar las redes clandestinas, enterarse de qué agentes habían ido a parar a la cárcel, reunirse con los que seguían en libertad y averiguar, con la mayor delicadeza posible, si les había afectado de alguna forma la marea reaccionaria que barría el país.

A Lisa le dolían las ausencias de Ludwik más de lo que podía imaginar. A veces sentía todo su ser traspasado por la añoranza. Recordaba su voz, sus movimientos y gestos, sentía el tacto de su mano en la cara, el aroma del café del Zentrale donde se citaban los primeros días de su noviazgo. En esos momentos se quedaba paralizada, incapaz de hacer nada, y sólo la insistente voz de su hijo era capaz de arrancarla de sus sueños.

—¿Mamá?

—Mira, hijo, vamos a esperar diez minutos más. Luego llevarás a tu madre al restaurante. Vamos a darnos un banquete, a brindar por ti y a pasarlo en grande.

A Félix se le llenaron los ojos de lágrimas. Lisa se arrodilló y lo abrazó contra su pecho.

—Dondequiera que esté tu padre, estará pensando en ti. Además, seguro que está llegando a Viena en tren. Venga, en marcha, no le esperamos más.

Madre e hijo salieron del edificio de viviendas del brazo. Hacía frío en la calle y estaba oscuro. Esperaron al tranvía tiritando. Pero cuando el portero de Sacher les abrió la puerta, suspiraron de alivio. La atmósfera caldeada era acogedora. Félix miró a su madre y ella sonrió. Dejaron los abrigos en el guardarropa y, acompañados por el maitre, se dirigieron a su mesa, reservada a nombre de Félix. Entonces al niño se le iluminó la mirada y se olvidó de todo decoro.

—¡Papá! ¡Papá!

Ludwik apartó el periódico y se levantó para abrazar y besar a su hijo. Lisa lo miraba fijamente, tratando de dominar sus emociones. Estaba a salvo.

—Bueno, bueno, como para fiarse de vuestra puntualidad —dijo Ludwik poniendo voz de padrazo—. Creía que la cita era a las ocho en punto. Me habéis hecho esperar.

Félix rió de contento. Su padre le tendió un paquetito y el niño lo abrió emocionado: otro álbum y varios sobres marrones reventando de sellos para su colección. El hundimiento de los Habsburgo había llevado a la creación de nuevos países, que acuñaban nuevos sellos. Félix se había especializado en Europa Central y del Este. Los continuos viajes de su padre por lo menos tenían algo de bueno: le servían para mejorar mucho su colección. Félix se puso a examinar las esvásticas y las camisas marrones de los nuevos sellos alemanes.

—¿Qué tal has encontrado Berlín? —formulada en un tono muy natural, la pregunta de Lisa sonó de lo más banal.

—Mal. La mayoría de nuestros amigos han desaparecido.

No dijeron nada más. Estaban seguros de que Félix, aunque hacía pocas preguntas, captaba más de lo que creían. Ya no era un niño pequeño, y, con los años, Ludwik y Lisa mantenían conversaciones cada vez más cifradas.

Lisa se inclinó hacia Ludwik y le acarició la mejilla. El le sonrió con los ojos, le cogió la mano y se la llevó a los labios. Llevaban en Viena poco más de un año y, en todo ese tiempo, habían evitado escrupulosamente los lugares que antes frecuentaban y a sus amigos del mundo político. Pero era imposible dar carpetazo al pasado. Viena escondía muchos recuerdos. En aquel momento, los dos sonreían pensando en los viejos tiempos. Félix los devolvió al presente.

—Mamá, ¿puedo tomarme otro helado?

—Cómo no —respondió su padre—, hoy es tu día. Toma lo que te apetezca.

—Ludwik —dijo Lisa—, ¿te he dicho alguna vez por qué siempre iba a tomar café al Landtmann?

—Porque estaba cerca de la universidad, porque no te interesaba la política, porque al idiota de tu novio le gustaba, porque querías averiguar cómo conservaba su belleza Alma Mahler.

Félix se echó a reír.

—No, bobalicón —Lisa le dio un golpecito en los nudillos con la cuchara de postre—. Para ver a Sigmund Freud.

—En el Zentrale, hijo mío —dijo Ludwik—, disfrutábamos de un espectáculo mucho más interesante que ver al doctor Freud. ¡Allí era donde Adler y Trotsky jugaban al ajedrez!

—¿Quién ganaba? —preguntó Félix.

Por la noche, después de que Félix se durmiera, Ludwik pudo desahogarse. Le explicó a Lisa que la situación era irrecuperable a corto plazo en Alemania.

—Hemos sufrido una derrota que transformará el mapa de Europa. De eso no me cabe duda. Se podría haber evitado si esos cabezas huecas de Moscú hubieran comprendido que…

—Trotsky tenía razón —Lisa lo dijo con rabia.

—Sí, en efecto. Ahora ya es demasiado tarde. A los comunistas y a los socialdemócratas se los están llevando en camiones a los campos de concentración. Ahora sí que van a estar unidos contra Hitler. En el cementerio no tendrán más remedio.

—¿Y Gertrude? ¿Sigue en Berlín?

—No. La mandé a Múnich para que averiguase si nuestra organización estaba intacta. Recibí un mensaje suyo antes de marcharme. Nuestra gente sigue en su sitio, pero su padre está perdiendo a la mayoría de los pacientes que no son judíos, y eso que apoya a Hitler.

—¿Ludo…?

—¿Qué?

—¿Gertrude y tú… habéis…?

—¿Qué?

—Es evidente que te encuentra muy atractivo. Por eso se me ha ocurrido que a lo mejor…

—¿Qué se te ha ocurrido? Mira que eres tonta. ¿Te parece que es mi tipo? ¡Es como si me preguntaras si he hecho el amor con una berenjena con gafas!

—No es cuestión de tipos, Ludo, sino de camaradería, de soledad. En nuestras circunstancias, es normal darle importancia a otras cosas. Lo sabes tan bien como yo. Sólo quiero que me digas la verdad.

Al darse cuenta de que iba en serio, Ludwik cambió de tono.

—Ya va siendo hora de que me conozcas, ¿no crees? No soy un Richard Sorge, ¿o sí?

Lisa sonrió. La promiscuidad de Sorge era pasto del chismorreo en la sede moscovita del Cuarto Departamento. Los jefes de Inteligencia lo consideraban un agente de lo más capaz, pero les preocupaba que su incontinencia sexual unida a su afición al vodka lo traicionara alguna vez ante el enemigo.

—Ludwik, no juegues conmigo.

—Me hizo una proposición.

—Ya me lo temía yo.

—Le dije que no.

—¿Por qué?

—Porque habría significado mucho más para ella que para mí. Y no siento la menor atracción física por ella. Nada de nada. ¿Está claro? ¿O quieres continuar con el interrogatorio? En tal caso, te sugiero que llames a los otros Eles para que te ayuden. Se les da mucho mejor que a ti.

—Te quiero, Ludwik.

—Lo sé, así que vamos a dejarnos de tonterías.

Más tarde, después de haber hecho el amor, cuando Ludwik, cansado y feliz, ya estaba medio dormido, Lisa volvió a sacar a relucir el mismo tema.

—Despierta, Ludo. Llevo semanas sin verte. Mañana te puedes levantar a la hora que quieras.

Ludwik gimió y abrió los ojos con un gesto de protesta en la cara. Satisfecha de que le hubiera obedecido, Lisa le preguntó con su voz más ingenua y seductora:

—Si alguien está en tierras extranjeras, trabajando mucho, y siente de pronto sed, supongo que es lícito que tome un vaso de agua.

—No volvamos sobre eso.

—¡Responde!

—Sí, es lícito.

—Tanto para las mujeres como para los hombres.

—¡Por supuesto!

—Sin restricciones.

—Eso no. Si el agua está contaminada, es fundamental usar un filtro.

—¿Sólo eso? —replicó Lisa riendo.

—Creo que sí.

—¿Y si se convierte en costumbre beber agua siempre del mismo vaso?

—Entonces habría que preguntarse si el que bebe lo hace para satisfacer la sed o porque se ha vuelto adicto al vaso.

—Gracias, herr Ludwik. Te agradecería mucho que, si alguna vez te vuelves adicto al vaso, me lo hagas saber.

—Prometido, camarada Lisa —dijo Ludwik, imitando a Stalin.

—Basta. Esta noche no estás de humor para hablar en serio. Vamos a dormir.

—Pero si yo estaba durmiendo —gimió Ludwik.

A la mañana siguiente, después de que Félix se fuera al colegio, Ludwik se sentó a escribir a máquina, con el manual de lenguaje cifrado delante, un informe detallado aunque autocensurado de la situación en Alemania. Se limitó a registrar los hechos, evitando la tentación de arremeter contra el sectarismo desencadenado por el Sexto Congreso moscovita del Comintern. Los líderes de la revolución mundial habían identificado a la socialdemocracia como a su principal enemigo y lanzado un llamamiento para luchar implacablemente contra sus organizaciones.

¿Y el fascismo? «Hitler nos está preparando el terreno», era la frivola respuesta. Así pues, la menor insinuación de sus verdaderas opiniones habría supuesto que convocaran a Ludwik a Moscú para degradarlo y quién sabe si ejecutarlo. En Europa había mucho que hacer, sobre todo ahora que Hitler estaba en el poder. La independencia de Austria iba a ser la primera baja. La situación empeoraba a ojos vistas y Ludwik sabía que tendrían que marcharse de Viena antes de fin de año.

Era un día despejado y calmo. La calidez del sol insinuaba la llegada de la primavera. Una vez entregado el informe en la Embajada soviética para su inmediata transmisión, Ludwik respiró hondo el aire fresco de media mañana y echó a andar a buen paso hacia el Zentrale. Teddy, uno de sus agentes húngaros destinados en Viena, lo había citado allí para que viera al inglés al que pensaban reclutar.

—Es mejor que lo veas personalmente, Ludo. Va a trabajar a tus órdenes. Si estamos a punto de cometer un error, que la responsabilidad sea tuya. Si no, Bortnotsky dirá: «¿Es posible que hayáis confiado en lo que decían los húngaros?».

Ludwik sonrió. La rivalidad entre los polacos y los húngaros que trabajaban para el Cuarto Departamento daba lugar a muchas bromas por ambas partes. En cambio, ¿por qué aquel inglés los tendría tan entusiasmados a todos?

Al entrar en el Zentrale, los vio sentados en un rincón y, haciéndose el despistado, se retiró a cierta distancia, desde donde los podía observar sin que lo vieran. La mujer era a todas luces húngara, la delataba esa mirada un tanto asilvestrada de los magiares. Seguramente era una de las amantes de Teddy. Así como la mayoría de los hombres se contentaban con beber vasos de agua, Teddy prefería beber directamente de la jarra y apurarla hasta el fondo. Aquella jarra aún no estaba vacía, eso era evidente.

Examinó al inglés con atención y lo que vio le agradó: un tipo convencional, vestido correctamente de traje. Hablaba poco, y eso también era positivo. ¿Sería por la famosa reserva inglesa o es que era de carácter introvertido? Qué tonterías, se reconvino Ludwik. La intuición valía de poco. Aquel tipo bien podía ser un borracho bocazas que en esos momentos estaba comportándose correctamente. Imposible saberlo, aunque la primera impresión fuera positiva.

Teddy le hizo una seña con la mirada y entonces Ludwik asintió y se dirigió a su mesa. Los dos se abrazaron.

—Soy Ludwik —se presentó, mientras le tendía la mano a la mujer y miraba directamente a los ojos al inglés.

—Hannah —dijo ella, con una sonrisa que reveló una hilera de dientes perfectos.

—Philby —dijo el inglés con un leve tartamudeo, y le tendió la mano a Ludwik.