Nueve

En 1928, a Ludwik le concedieron la Orden de la Bandera Roja, la más alta condecoración militar de la República Soviética. La mención honorífica se refería a los servicios prestados a la revolución mundial, servicios que por razones de seguridad no podían especificarse. Lisa sabía que Ludwik había establecido redes clandestinas en varios países europeos, pero para recibir la Bandera Roja tenía que haber hecho algo realmente especial.

Se le ocurrió que tal vez hubiera matado a algún enemigo importante, pero él lo negó rotundamente. Le dijo que, de momento, nunca había matado a nadie. Y no es que una sola muerte tuviera gran trascendencia para aquella generación que había vivido la Primera Guerra Mundial, en la que perdieron la vida casi dos millones de alemanes. La Gran Guerra había devaluado la muerte y la vida humana hasta tal punto que eliminar a un solo individuo no planteaba problemas morales a ninguno de los bandos en los años de entreguerras. Si no era un asesinato de gran importancia estratégica, ¿qué podía ser? Lisa no salía de su asombro.

—¿Qué hiciste, Ludwik? Dímelo, por favor. ¿Fue peligroso?

Ludwik nunca se lo contó, igual que le ocultaba la mayoría de los éxitos obtenidos en misiones especiales. Prefería dejarla al margen por si algún día llegaban a detenerlos. Y Lisa comprendía su cautela, lo cual no impedía que le irritara tanto secretismo. Hubo un tiempo, se decía, en que no tenían secretos el uno para el otro. Durante ios años de guerra civil nunca se sintieron en la necesidad de ocultarse nada. Pero ahora, aunque ella insistía muchas veces que le explicara por qué le habían dado la medalla, él nunca se lo dijo.

Años después, Lisa descubrió que los hechos habían sucedido mientras vivían en Ámsterdam, en 1927, precisamente cuando los tres estuvieron más cerca de llevar una vida normal. Ludwik montó una papelería de tapadera. Y Lisa la llevaba tan bien que ese negocio sin ninguna perspectiva empezó a rendir buenas ganancias, ante su propio asombro y el regocijo de Berzin y el resto de los compañeros de Moscú.

Fue Hans, el pintor, uno de los camaradas y agentes de Ludwik más antiguos, quien se lo contó todo a Lisa durante una visita a París. Le extrañó mucho que Lisa no supiera nada, cuando él la imaginaba al cabo de la calle.

—O sea, ¿que nunca te lo explicó?

Lisa negó con la cabeza, frunciendo el ceño. Hans encendió su pipa y le relató la historia en su alemán de fuerte acento holandés.

—Tu Ludwik siempre conseguía que todo pareciera muy sencillo. Un día se presentó en mi estudio y me dijo: «Haz el equipaje, amigo, que nos vamos de viaje». Y, en un abrir y cerrar de ojos, ya estábamos en Londres, donde nos alojamos en casa de Olga. ¿La conoces? ¿No? No tiene importancia. Estuvimos allí tres días. El primero, Ludwik me sacó de paseo, hicimos el típico recorrido turístico: Trafalgar Square, Buckingham Palace, el Parlamento. Luego me enseñó el Foreign Office. «Fíjate bien en ese edificio, Hans» sí lo hice, y no le vi nada de particular. Arquitectura imperialista, como todos los demás. Me encogí de hombros. «Olvídate por un momento de la estética, camarada. Este es el centro de su Internacional. Desde este edificio se planifica y dirige la contrarrevolución. Necesitamos meter ahí a uno de los nuestros». Le reí el chiste y él se sumó a las risas. Luego me olvidé del asunto hasta que volvimos a Ámsterdam.

»La semana siguiente cenamos juntos en vuestra casa. Y, de pronto, Ludwik me dijo: «No lo decía en broma, ¿sabes?». Yo no entendía a qué se refería. Me había olvidado por completo de aquel episodio, hasta que él me lo recordó. Me pareció una locura. ¿Cómo quería que yo, un pintor holandés, con un inglés deplorable, colara a nadie en ningún lugar de Londres y mucho menos en el Foreign Office? Pero, como siempre, Ludwik tenía un plan. Un plan que, en mi opinión, seguramente saldría mal. Pero salió bien. Oye, ¿de verdad no te apetece salir ya a tomar algo?

—No, idiota —le contestó Lisa casi a voces—. Primero termina la historia.

—Era un plan muy simple, tanto que lo podría haber concebido cualquier descerebrado, pero tu Ludwik no era un descerebrado, ni mucho menos. Tras la aparente simplicidad de sus planes había siempre un toque genial, y eso es mucho más de lo que puedo decir de mis cuadros.

—Hans, no te vayas por las ramas —le suplicó Lisa.

—Era una operación en tres fases. Así es como lo habría dicho él. La primera fase consistía en que me fuera a Ginebra y montara allí mi estudio. Por el día, me dijo, podía hacer lo que me diera la gana, pintar o fornicar. Pero de noche estaría al servicio del Cuarto Departamento. ¿Te preguntas por qué Ginebra?

—¿La Liga de las Naciones?

—Exactamente. En la Liga había una delegación británica. Y en la delegación, unos cuantos criptógrafos. Mi labor consistía en localizar a alguno de ellos y hacerme amigo suyo. Con mi inglés chapucero, no lo tenía nada fácil. Pero Ludwik pasó allí unos días y no tardó en enterarse de quiénes eran los criptógrafos y dónde salían a tomar copas de noche.

»Los estuve observando de cerca durante un par de semanas. Y escogí de objetivo, no me preguntes por qué, imagino que por pura intuición, al mayor de los dos, un hombre muy inteligente de familia de clase media baja, que dominaba el alemán, el francés y el ruso. Eso resolvía el problema de comunicación. Nos hicimos buenos amigos. Con eso concluyó la primera fase.

»Al cabo de unos meses, le confesé mis simpatías por el comunismo y empezamos a hablar de la Revolución Rusa y ese tipo de cosas. Luego le presenté a Ludwik. A tu marido, Lisa, le bastaron tres semanas para alistar a nuestro amigo inglés en las filas de la Internacional Comunista. Era un tipo inteligente, que captaba enseguida el meollo de las argumentaciones. Y conocía muy bien a la clase dirigente inglesa. Nos contó anécdotas despiadadas y divertidísimas sobre Curzon. Detestaba cordialmente a los hombres que dirigían su país. Un día, Ludwik le planteó con la mayor naturalidad si no le interesaría trabajar para nosotros. Y David dijo que sí. Ya teníamos acceso al centro operativo de sus actividades mundiales, y sin habernos gastado ni un penique. Política pura. Las cosas ya no son así, pero en aquellos tiempos… —Hans hizo una pausa y volvió a encender la pipa.

—¿Y la tercera fase, Hans?

—Muy sencillo —dijo Hans con voz monocorde—. Una vez concluido su periodo de servicios en Ginebra, David regresó al Foreign Office de Londres. Y Ludwik también me trasladó allí, pero esta vez de fotógrafo. Monté un estudio en Fleet Street y me especialicé en retratos. Ganaba más de lo que nunca había ganado pintando. Ludwik nos decía siempre que la tapadera que utilizásemos debía ser real para no correr riesgos.

Lisa se echó a reír, recordando la papelería de Ámsterdam. Adivinado el motivo de su risa, Hans dijo:

—Vuestra tienda, ¿eh? ¡Exactamente! A mí siempre me había interesado la fotografía y, gracias a Ludwik, me hice profesional. Empecé por vender fotos a los periódicos ingleses y europeos. Eso sí, periódicos serios y burgueses, porque Ludwik me advirtió de que no estableciera ningún contacto con la prensa de izquierdas. Algunas de mis fotos eran buenas, muy buenas. Así que me convertí en una pequeña institución en Fleet Street. Todo el mundo sabía cómo me ganaba la vida. David, el criptógrafo, venía a verme una vez por semana. Nos citábamos en un restaurante o un café, y él me traía un rimero de papeles. Me los llevaba al estudio, los fotografiaba, volvía corriendo al café y se los devolvía. Entonces, David suspiraba con alivio y se iba. Esa misma tarde yo procesaba el material y por la noche un mensajero lo recogía y se lo llevaba a Moscú. A veces, en Moscú leían los documentos antes de que llegaran a manos del secretario de Asuntos Exteriores o del gobierno. Fue por ese golpe maestro por el que le concedieron a Ludwik la Orden de la Bandera Roja.

—¿Qué fue de David, el criptógrafo?

—No te lo vas a creer —el rostro de Hans se frunció en una sonrisa que prácticamente hizo desaparecer sus ojos—. Lo transfirieron a la Embajada británica de Moscú.