Ocho

En enero de 1924, Moscú vivía el más frío de los inviernos que recordaba. El día que murió Lenin el termómetro marcaba cuarenta grados bajo cero. Todo estaba helado y en las plazas se habían encendido fogatas. Las multitudes empezaron a congregarse a medida que se difundía la noticia. El camarada Lenin ha muerto. El camarada Lenin ha muerto. Desde todos los rincones de la ciudad y los suburbios muchedumbres vestidas de negro y rojo se encaminaron despacio hacia la Sala de las Columnas, donde yacía el líder difunto.

El humo de las hogueras estaba cargado de alquitrán y había reducido tanto la visibilidad que hasta los tranvías avanzaban a paso de tortuga, tocando la campana. Cubiertos de hielo, los carruajes daban la impresión de estar parados porque la gente que iba a pie se movía más deprisa.

Ludwik oía la música que llegaba desde la plaza Lubianka. Era la Marcha fúnebre, con acompañamiento intermitente de explosiones de dinamita. Ni siquiera muerto dejaban reposar a Lenin. Estaban rompiendo la tierra para excavar su sepultura. Ya había oscurecido y la noche polar se tragó Moscú y a sus ciudadanos.

Avanzaron hacia su cuerpo en silencio absoluto. El féretro estaba en alto, rodeado de flores y banderas rojas, y el rostro fatigado de Lenin quedaba oculto. A Ludwik le resbalaban las lágrimas por la cara. Lisa le apretó el brazo mientras pasaban junto al difunto de frente protuberante y manos diminutas. Le habían oído hablar muchas veces. Ludwik lo había tenido muy cerca en algunas reuniones del Comintern, y había hablado con él en varias ocasiones. Lisa se acarició el vientre abultado y le dijo a su hijo por nacer:

—Estamos en el centro de la historia, ¿comprendes?

De camino a la salida, Ludwik vio a Gertie, vestida de negro, tocada con un pañuelo rojo y con la cara humedecida por el llanto y desfigurada por el dolor. La cogió del brazo y se alejaron de la Plaza Roja. ¿Qué otra generación había tenido que pasar por tantas cosas, una guerra, una revolución y una guerra civil? En su cuartito, a la luz de las velas, bebieron vodka y hablaron sobre Lenin.

Ludwik les contó a Gertie y a Lisa que corrían rumores inquietantes. Al parecer, Stalin había insultado a Krupskaya, el viejo compañero de Lenin, y éste había roto relaciones con Stalin. Lenin había propuesto a Trotsky que hicieran frente común contra Stalin. En su testamento, Lenin pedía al partido que destituyera a Stalin del puesto de secretario general. Stalin había envenenado a Lenin.

—¿Es verdad? —preguntó Gertie, con el aliento entrecortado por la emoción.

Ludwik se encogió de hombros.

Al día siguiente, Trotsky no asistió al entierro porque estaba enfermo, con fiebre alta, lejos de Moscú. El Politburó le había aconsejado que se repusiera antes de regresar a la capital.

«Nos postramos ante ti, camarada Lenin…», así se inició el responso fúnebre de Stalin. Era un lenguaje que sonaba extraño tanto a la mayoría de los militantes como a Ludwik. Sus resonancias religiosas le repelían. Además, ¿por qué Stalin? Trotsky, que había hechizado a Petrogrado con su oratoria en 1917 y que, como comisario de guerra y comandante del Ejército Rojo, consiguió mediante la persuasión y el ejemplo que sus soldados dieran lo mejor de sí, estaba ausente, cierto era. Pero cualquiera habría sido mejor que Stalin. Bujarin, Zinóviev, Kamenev. Todos estaban presentes y en forma. ¿Por qué Stalin? Incluso la gente común se había quedado perpleja.

—Ha empezado una nueva guerra —le dijo Ludwik a Lisa aquella noche—, la guerra de la sucesión, y me temo que nuestro amigo ha quedado descalificado de entrada. Tendría que haber venido aun estando enfermo. Yo lo he visto conducir a sus hombres a la batalla teniendo fiebre alta —el comisario de guerra había conquistado a Ludwik cuando combatió bajo su mando en la guerra civil, aunque no llegara a tratarlo personalmente.

—¿Crees que se derramará más sangre? —preguntó Lisa—. ¿Vamos a devorar a los nuestros, como los franceses?

La mirada de Ludwik delataba su malestar. Le había disgustado terriblemente que, incitado por Lenin y Trotsky, el partido hubiera decidido cruzar las aguas heladas, tomar Kronstadt por la fuerza y disolver los comités de marinos, acusando a los rebeldes de ser «agentes objetivos de la contrarrevolución», lo cual significaba que, fueran cuales fuesen sus motivos, el Estado tenía derecho a tratarlos como si hubieran sido sus enemigos consciente y deliberadamente.

Era el Termidor de la Revolución Rusa, explicó Lenin. No había que olvidar la suerte que corrieron Robespierre y Saint-Just. Ésa es nuestra tragedia, pensaba Ludwik, que toda revolución esté abocada al mismo destino que la que le precedió. Lenin estaba obsesionado con Termidor. Había que retener el poder a cualquier precio. Por ello se había ilegalizado a mencheviques y socialrevolucionarios de izquierda, así como sus periódicos. Y se habían disuelto las facciones del Partido Bolchevique. Todo en nombre del maldito Termidor.

Recordó que Radek les había hablado de una conversación que tuvo con Rosa Luxemburgo en Berlín tres días antes de que la asesinaran. «Ellos no han logrado aplastarnos con el terror. ¿Cómo quieres que nosotros recurramos al terror?», le había dicho Rosa. Llegado a ese punto, Radek dio una calada a su pipa en espera de que Ludwik o alguno de sus amigos le preguntaran qué le había respondido él.

Impaciente e irritado porque nadie se lo preguntara, Radek se lo contó de todas formas. «Se lo dije bien claro: Mira, Rosa, la revolución mundial está en peligro. Tenemos que ganar tiempo como sea. Es cierto que el terror de nada sirve en manos de una clase condenada a hundirse por el ascenso de otra. Pero sí es valioso cuando nosotros lo utilizamos contra una clase sentenciada a muerte por la historia».

Entonces, sin dejarse convencer por aquel sofisma, cinco voces se alzaron para preguntar: «¿Y ella qué te respondió?».

Radek los miró con indignación. Los conocía y sabía que eran veteranos de la clandestinidad polaca. Que todos habían pasado por la cárcel. Y que amaban a Rosa. Sin dignarse responder, Radek se levantó de la mesa y salió del café.

La luz mortecina de la lámpara iluminaba el semblante de Lisa y, al mirarla, Ludwik vio su gesto de preocupación. Se abrazaron, más por desesperación que movidos por la pasión. Ludwik tomó el rostro de ella entre sus manos y le besó los labios, luego los ojos. Su hijo nacería dentro de un mes. ¿A qué mundo iba a venir, a qué Moscú?

Ya en aquella primera etapa de la revolución, a Ludwik le preocupaba el futuro. Habían apostado fuerte por una victoria en Alemania, pero la victoria les eludía. Y es que, a su parecer, la revolución alemana era imposible. Los socialistas tenían mucha fuerza en las fábricas. El campesinado les era hostil. Las universidades estaban dominadas por el nacionalismo alemán. Los intelectuales estaban divididos y las clases medias asustadas por la Revolución Rusa. Esto era lo que pensaba Ludwik, y eran unas ideas que, en 1924, rozaban la herejía.

¿Y qué había de Gertie? En el viaje en tren de Berlín a Moscú, Gertie llegó a la conclusión de que le gustaba Ludwik y quería tenerlo a su lado, no sólo durante el viaje, sino durante toda la vida. Celebraron la llegada del Año Nuevo en el tren, con otros pasajeros. Y luego se retiraron a su compartimento. Según sus pasaportes, eran marido y mujer. Y Gertie le propuso a Ludwik que se hicieran amantes.

Con muchísima delicadeza, él declinó su proposición, aludiendo a sus compromisos emocionales —esperaba un hijo de su esposa, que estaba en Moscú—, y a las normas de la profesión. En su línea de trabajo, entablar relaciones sentimentales con los compañeros era incurrir en una falta de disciplina y en un grave riesgo, que incluso podía poner en peligro sus vidas. Lo único que podía ofrecerle era camaradería.

Gertie recurrió a la frivolidad para disimular su desengaño:

—O sea que ni siquiera eres un hombre «vaso de agua».

Lenin le había dicho a Clara Zetkin —¿o se lo dijo a Kollontai?— que mantener relaciones sexuales era como beber un vaso de agua. Ni más ni menos. Muchos comunistas de toda Europa convirtieron en dogma ese comentario casual, y, en consecuencia, el agua empezó a consumirse a raudales.

—No —respondió Ludwik con una sonrisa—. Además, Vladimir Ilych se refería a su relación con Krupskaya cuando dijo eso, pero la comparación no era aplicable a su relación con Inessa ni con otras mujeres de las que podría hablarte.

Aquel desaire hirió a Gertie, que además se enfadó por sentirse herida. En cuanto llegaron a Moscú, se sumergió en un programa intensivo de adiestramiento y, poco a poco, su pasión se fue aplacando y se conformó con mantener una amistad con Ludwik. Además, cuando conoció a Lisa, comprendió que debía descartar para siempre la posibilidad de tener una relación seria con él.

Gertie se convirtió en defensora a ultranza del Comintern y en seguidora de Grigori Zinóviev. No toleraba que se pusiera en entredicho la ortodoxia y discutía acaloradamente con Ludwik en privado y en las reuniones del partido celebradas para debatir «la situación de Alemania». Reaccionaba como una tigresa ante la menor muestra de lo que ella llamaba «pesimismo pequeño burgués».

—¿Acaso crees que el proletariado es optimista por definición? —se burlaba de ella Ludwik.

Pero la ironía no hacía mella en Gertie, que estaba embriagada de esperanza, poseída por una energía que hasta a ella le sorprendía. Estaba viviendo en la capital de la revolución mundial, conociendo a camaradas de todos los rincones del mundo, disfrutando del miedo que la revolución les había metido en el cuerpo a la burguesía y a los líderes imperialistas de Occidente. Y las trivialidades de la vida cotidiana apenas le interesaban.

Cierto día, un periodista británico de un periódico radical acudió a entrevistar a Zinóviev sobre una carta que presuntamente había escrito a los sindicalistas de Gran Bretaña. Ese documento, que pasó a conocerse como «la carta de Zinóviev», era en realidad una burda falsificación de los servicios secretos británicos, con la cual pretendían poner en evidencia al minoritario gobierno laborista. Y lo consiguieron. El incidente no molestó a Zinóviev, que se lo tomó a broma; a decir verdad, más bien se sintió halagado.

El periodista, un hombre alto y delgado llamado Christopher Brown, quedó impresionado por la habilidad de Gertrude como intérprete y luego la invitó a cenar. Gertrude habló por los codos y él la escuchó con atención, dejándose contagiar por su entusiasmo. Gertrude le presentó a sus amigos y lo llevó a escuchar a Maiakovski, poeta aficionado a destripar sus propios poemas. Aquella noche estaba en plena forma: «Una fina capa de moho cubre el fondo del crisol soviético; el hocico de la burguesía asoma sobre los hombros de la URSS».

Una vez que Gertie tuvo a Brown en el bote, le tocó el turno a Ludwik. Pasó mucho tiempo con él, informándose en profundidad sobre la situación en Gran Bretaña y en India. Y Brown, que tenía planeado pasar un par de semanas en Moscú, terminó por quedarse tres meses. Los reportajes que enviaba a su periódico eran cada vez más encomiásticos.

Luego sucedieron dos cosas. Gertrude lo tomó como amante y Ludwik lo reclutó como agente secreto.

—No somos los soldados de a pie de la revolución mundial —le dijo Ludwik—, sino sus ojos y oídos. Cuando regreses a Inglaterra, tienes que romper públicamente con nosotros y decir que algunos aspectos de lo que has visto te han desagradado profundamente. No hará falta que mientas, te pasaremos materiales de apoyo. Quiero que te vayas del Manchester Guardian y entres a trabajar en el Times.

Brown se sintió desbordado. No se le daba bien actuar y dudaba de su capacidad para engañar a sus amigos. No esperaba tener que embarcarse en una duplicidad de tal calibre. Gertie lo convenció de que era necesario. Brown, que se había enamorado de ella, le propuso matrimonio y le pidió que volviera con él a Londres. Ludwik estuvo sopesando esa posibilidad y, finalmente, la descartó. Necesitaba a Gertrude en Alemania.

Gertie y el inglés se acostaban todos los días, pero ella se plantó cuando él le declaró su amor. Su romántico y tortuoso matrimonio con David Stein lo tenía olvidado hacía mucho y se había propuesto desterrar el sentimentalismo de sus relaciones personales.

—¡El amor! —le espetó a Brown una noche, a punto de meterse en la cama—. ¡El amor! ¿Qué significa eso? Es una enfermedad que asedia la mente y te vuelve irracional. Detesto esa palabra. ¡Vaya farsa! Para las personas como tú, amor significa una casita encantadora, hijos y una cuenta bancaria bien saneada. El amor es un concepto burgués. Has leído demasiada poesía romántica. Y yo te comprendo, porque es una vieja enfermedad alemana. Un trastorno y nada más, Christopher. Cúrate, por lo que más quieras. Los poetas y novelistas que hablan del amor y la ternura están cerrando los ojos a la vileza del mundo. Y, ahora, date la vuelta para que te folle.

Aquella salida de tono escandalizó a Brown, que, pese a su ardor de converso, sabía que Gertie no estaba en lo cierto. ¿A qué vendría aquel estallido? En todo caso, excitado por su actitud desdeñosa, hizo lo que le pedía. Una semana después, regresó a Londres.

Entretanto, Gertie había hecho el esfuerzo de entablar una buena amistad con Lisa y las dos hablaban de lo divino y de lo humano: de sus vidas, sus familias, su ruptura con el pasado y sus amantes. A través de Lisa, Gertie se enteró de la historia de Ludwik y sus cuatro amigos.

Un domingo gélido de cielo despejado, Gertrude fue a visitar a su amiga, que estaba sola. Ludwik tenía previsto volver de Praga esa tarde. Lisa, a punto de dar a luz, sentía al bebé agitándose en sus entrañas. Tenía la intuición de que era un niño y lo imaginaba como un Ludwik en miniatura atrapado en su interior. Con ese pensamiento, que intensificaba su ternura, empezó a acariciarse el vientre y a cantar una vieja canción ucraniana que su madre le cantaba de pequeña.

Se alegró mucho al ver llegar a Gertie, pertrechada con un abrigo del Ejército Rojo y un gorro de astracán y cargada de provisiones: pan negro, queso y chocolate. Al cabo de un rato, su charla derivó hacia Ludwik.

—La primera vez que lo vi —le confesó Lisa—, me pareció un hombre muy vulgar.

Se rieron de aquella impresión disparatada.

—Por eso es tan bueno en su trabajo. Un hombre de negocios de Centroeuropa bajito y normal. En Praga se reúne con sus agentes en la planta de arriba de una taberna, que también hace las veces de burdel. ¡Y sabes que el tabernero está convencido de que es un chulo!

De pronto a Gertie le llamó la atención una fotografía enmarcada sobre la repisa de la chimenea. Cinco chicos de expresión traviesa, chorreando agua de la cabeza a los pies, sorprendidos por la cámara con sus extraños bañadores, que les llegaban hasta la rodilla.

—¿Reconoces a Ludwik? —preguntó Lisa.

—¿Quién es?

—¡Adivínalo!

Gertie lo adivinó y Lisa sonrió.

—¿Conoces a los otros?

Gertie hizo un gesto negativo.

—Seguro que sí. Si trabajan todos en tu departamento.

—¡Increíble! ¿Todos ellos?

Lisa asintió y, justo en ese momento, sintió una contracción y se llevó las manos al vientre. Gertie dejó en la mesa su vaso de té y empezó a masajearle suavemente el cuello y los hombros.

—Me parece que estoy a punto, Gertie. Necesito tener a Ludwik a mi lado. Ya mismo. ¿Estás segura de que volverá hoy?

—Claro que sí. ¿Dónde lo conociste? ¿Erais del mismo pueblo?

—¡No! —Lisa lanzó una carcajada ronca—. Yo era una chica de Lemberg. Lo conocí en la Universidad de Viena. Allí estaban los cinco, cada cual haciendo una carrera diferente. Ludwik estudiaba literatura. Era el más divertido de todos, me hacía reír mucho. En aquellos tiempos, justo antes de que estallara la guerra, vivíamos despreocupadamente. Nos sentíamos en un mundo seguro. La doble monarquía parecía existir desde siempre. Si alguien nos hubiera dicho que iba a haber una guerra que desencadenaría una revolución que acabaría con el zar, el káiser y el emperador, nos habríamos reído en sus narices y le habríamos mandado a ver al doctor Freud.

—¿Ludwik es su nombre auténtico?

Lisa sonrió sin decir nada. Gertrude sabía que de ahí no podía pasar. Una de las primeras cosas que le habían enseñado en el Departamento era que nunca debía revelar su verdadera identidad, ni siquiera a sus amigos más íntimos. Por su propia seguridad, estaba obligada a olvidar el pasado.

—¿Qué ha sido de Krystina?

—Murió en Bakú el año pasado. De tifus. Los cinco Eles cargaron con su ataúd. No te imaginas cómo se pusieron. Esos hombres curtidos en la revolución, y cuatro de ellos héroes de la guerra civil, lloraban como niños, a gritos, sin parar. Jamás había visto a Ludwik en tal estado. Para ellos debió de ser como si muriera la inocencia, una especie de adiós a su juventud. Pobre Krystina.

—¿No te caía bien, Lisa?

—A decir verdad, no. Tenía un ascendiente tremendo sobre Ludwik y yo estaba celosa. Su amistad no era física, ya lo sabía, pero era muy profunda. Demasiado para mi gusto. Sí, sentía celos y se me notaba. Para ser sincera, te confieso que no sentí mucho su muerte. Me daba pena verlos a ellos así, pero en el fondo para mí fue un alivio. Bueno, es la primera vez que lo cuento, me he quitado un peso de encima. Yo creo que era mutuo. Krystina nunca intimó conmigo. Y no veía con buenos ojos nuestra relación, porque se parecía demasiado a un matrimonio.

—¿Una mujer de hielo?

—Probablemente. Ninguno de los cinco Eles se acostó con ella, eso lo sé. La tenían en un pedestal y la adoraban como a una auténtica santa bolchevique. Dudo mucho que hubiéramos decidido tener un hijo si Krystina siguiera viva. Ella estaba totalmente en contra. Una vez le comenté que tener un hijo nos vendría bien porque así nos aceptarían en cualquier parte de Europa como a la típica pareja burguesa, y ella me miró con tal cólera que durante un rato fuimos incapaces de pronunciar una palabra. Luego, con la cara convulsionada por la ira, me dijo: «Somos revolucionarios y llevamos a cabo un trabajo peligroso. Procuramos erradicar el miedo de nuestro corazón y los hijos nos lo impiden. Nos llenan de preocupaciones, nos vuelven cobardes». Lo dijo con un desprecio tremendo.

Lisa se interrumpió y se llevó las manos al vientre. Acababa de romper aguas. En el edificio vivía una comadrona que ya estaba sobre aviso. Pero ¿dónde estaba Ludwik? Al salir a buscar a la comadrona, Gertie oyó que el portón de acceso al recinto se abría y vio llegar a Ludwik, animoso y cargado de paquetes de distintos tamaños. Sonrió al verla y con la mirada le preguntó si llegaba tarde.

—No, todavía no, pero date prisa. Llegas justo a tiempo, Ludwik.

—Como siempre.

El pequeño Félix nació unos minutos antes de que el reloj diera las doce de la noche.

—Sabía que era un niño. Tenía que ser niño —dijo Lisa unos minutos después de haberlo traído al mundo y justo antes de pedir un tazón de chocolate caliente. Luego, mientras lo bebía, les explicó por qué—: Si hubiera sido niña, Ludwik se habría empeñado en llamarla Krystina. No me gustan los fantasmas.

—Miradle bien. Mirad a Félix —canturreó Ludwik, pasando por alto aquel comentario—. Es igual que la revolución: ¡feo e insolente!

Gertrude, que vivía a varios kilómetros de los barracones donde estaban alojados Ludwik y otros cuatro agentes del Cuarto Departamento, se encaminó hacia su cuarto alquilado. La luna avanzaba por el cielo tras los abedules negros. El suelo estaba cubierto de nieve. Y ella caminaba despacio, muy despacio, tratando de seguirle el paso a la luna.

La visión de Ludwik con la mirada radiante y su recién nacido en brazos había despertado la pasión que tenía reprimida. Y no se sentía culpable en absoluto. ¿Se siente culpable un volcán al darse cuenta de que ha dejado de estar inactivo?