Cuando Hitler invadió la Unión Soviética yo tenía cuatro años. Estaba con tu abuela Gertrude en Moscú. Ella había solicitado que la dejaran permanecer en la capital soviética y echaba una mano en las retransmisiones en alemán de Radio Moscú. Unos amigos que se iban a marchar le suplicaron que les dejara llevarme con ellos. Estuvieron a punto de convencerla, pero yo me negué en redondo. Monté una rabieta, rompí vasos, amenacé con tirarme por la ventana. En fin, todo un numerito, y la cosa funcionó. Asustados, me dejaron quedarme.
¿Sabes, Karl, que la mayoría de la gente con la que tratábamos no sentía el menor miedo? Hitler nos había unido en su contra, haciéndonos olvidar los horrores de las purgas y las demenciales campañas de colectivización. Aunque era pequeño, recuerdo muy bien las expresiones de la gente. Aunque tal vez sea un recuerdo entremezclado con lo que me contaba Gertrude, entonces y más adelante, tras la derrota de los nazis. Te parecerá extraño, pero lo cierto es que en Moscú se vivieron con mucha alegría los años de guerra. Era como si aquella catástrofe nos hubiera hecho sobreponernos a las torturas que nos infligían nuestros propios gobernantes.
Los alemanes habían llegado a las afueras de la ciudad. Stalin tuvo que armar al pueblo. Algunos amigos míos mayores que yo, de diez años para arriba, recibieron rifles y se unieron a las fuerzas irregulares de defensa. Yo me moría por irme con ellos, pero mi madre me tenía siempre bien vigilado.
Me llevaba con ella a la emisora de radio y allí asistía a las interminables y aburridísimas emisiones de mensajes heroicos dirigidos «al pueblo alemán, a los patriotas alemanes». Sí, patriotas. La propaganda estalinista había adquirido un tono muy nacionalista, pero los muy idiotas no se daban cuenta de que la mayoría de los «patriotas» alemanes apoyaban a los nazis, de grado o a la fuerza, y confiaban en alzarse con la victoria en Moscú. El alto mando alemán hitleriano vencería allá donde Napoleón había fracasado.
También Stalin estaba obsesionado con Napoleón. La victoria del zar sobre el general francés que pretendía propagar la Ilustración a punta de bayoneta había sentado un precedente heroico y patriótico. Los generales del Ejército Rojo que aún no habían sido ejecutados fueron liberados y enviados al frente.
Cuando volvíamos a casa de noche, Gertrude me hablaba de su infancia y de por qué había escapado de Alemania. En tiempos normales, seguramente me habría quedado dormido, pero la emoción de la guerra, el ambiente cargado de tensión, el auténtico heroísmo de la gente común que vivía en nuestro mismo edificio… todo aquello me mantenía en vela y a la escucha.
Años después, cuando había olvidado parte de sus relatos, volvía a interrogarla una y otra vez hasta que quedaran fijados en mi memoria. Creo que a ti también te contaba la historia de su vida cuando te acostaba. Debías de tener siete u ocho años. Pero recuerdo que Gertrude me comentó riéndose: «Tu Karl tiene madera de buen burgués. Siempre se queda roque en los momentos álgidos».
Ella conocía bien la vida burguesa, ya sabes. Los olores veraniegos la hacían rememorar su infancia en Múnich, una ciudad que siempre amó. Me hablaba del amplio jardín de la casa de su familia en Schwaben. De la emoción de descubrir las primeras fresas, del aroma vigorizante de las agujas de pino.
Unos días antes de marcharse a Berlín, Gertrude y David, su pareja, asistieron a la representación teatral de la obra de Ernst Toller Masse-Mensch, que era un llamamiento a las armas. A Gertie le sobrecogió mucho más el mensaje que la interpretación.
Yo he leído esa obra, Karl, y es un auténtico horror. Como ciudadano de la RDA me pareció repugnante, pero tu abuela tenía otra visión. Nunca olvidó el férreo impulso revolucionario que transmitían las palabras del coro y que a David y a ella les caló muy hondo:
Nosotros, toda la eternidad presos en el abismo de ciudades inhumanas; nosotros, sacrificados en el altar de un sistema mecanizado y despiadado; nosotros, con el rostro empañado por las lágrimas, huérfanos durante una oscura eternidad, alzamos la voz desde el abismo de las fábricas: ¿Cuándo trabajaremos con amor?
¿Cuándo trabajaremos por voluntad propia?
¿Cuándo llegará la liberación?
La obra de Toller reafirmó a Gertrude en sus ideas. Ella nunca sería como la protagonista. No retrocedería ante la violencia. No se dejaría vencer por los prejuicios humanistas.
Fue en Berlín donde Gertie conoció a mi padre. Me contó la historia centenares de veces, siempre con las mismas palabras, sin saltarse un detalle. La voz se le alteraba y adquiría un tono levemente artificial al rememorar ese episodio, y yo me preguntaba qué habría detrás de su angustia.
Gertrude se citó por primera vez con Ludwik en el bar del Fürstenhof de la Potsdamer Platz. Una fría noche de noviembre; el siete de noviembre, para ser precisos. Esta expresión siempre me irritaba. El siete de noviembre, para ser precisos. Imposible que fuera el siete de noviembre, para ser imprecisos, ¿no te parece? Ya sabemos que es el aniversario de la Revolución Rusa, claro. Quizá fuera la carga de devoción que le ponía lo que me molestaba.
Mi madre estaba tensa, nerviosa, desbordada. Ludwik era el emisario de la Internacional Comunista y el Cuarto Departamento del Ejército Rojo. Y ella no era más que uno de los seis miembros del Partido Comunista alemán escogidos por los dirigentes de Berlín para realizar un trabajo clandestino. Los seis habían renunciado a todo: identidad personal, nacionalidad, pertenencia formal al partido. Se consideraban los ojos y los oídos de la revolución mundial, y actuaban tras las líneas enemigas. Ludwik le permitió conservar su nombre de pila argumentando que nunca había conocido a una comunista llamada Gertrude. Típico de él. Era un hombre que iba a su aire, con sentido del humor, y siempre leal a sus amigos, aun cuando esa lealtad chocara con la línea del partido.
—Fraulein —dijo Ludwik, haciendo una exagerada reverencia a la camarera—, dos vasos del mejor Riesling de la casa, por favor. Hoy es siete de noviembre, el cumpleaños de nuestro hijo. Tome una copa con nosotros, por favor.
—Muchas gracias, Ludwik. ¿Cómo se llama el niño?
Por un instante, Ludwik se quedó sin saber qué decir. Luego sonrió y levantó su copa.
—Por Vladimir. Lo llamamos Vlady, ¿sabe?, en honor de su padre.
Gertrude estaba demasiado nerviosa para reírse. Además, le pareció muy poco ortodoxo hacer bromitas sobre Lenin y la revolución. La camarera no se había enterado de nada, claro está, pero Gertrude lo consideró un sacrilegio.
Había recibido instrucciones de vestir bien. Los trapos pseudoproletarios no eran adecuados para su nueva línea de trabajo. Para Gertrude aquello no era ningún problema. Se presentó a la primera cita con Ludwik con un traje sastre marrón oscuro, medias negras y una blusa beis, con un broche de amatista, que había sido de su abuela, prendido al cuello. Llevaba el suave pelo negro recogido en un moño bajo, que reposaba sobre su cuello de blanco alabastro. Había dejado las gafas sobre la mesa. Eran feas. Ludwik decidió recomendarle otra óptica.
Gertrude hablaba con sinceridad, afablemente, y en sus ojos con oscuras ojeras brillaba una sonrisa. ¿Por qué aquellas ojeras?, se preguntó Ludwik. ¿Qué penurias habría vivido? Había leído minuciosamente su expediente. Sabía de su etapa en Múnich y de la ruptura con su familia. De su breve matrimonio con David Stein en Wedding. Pero las razones de las profundas ojeras, que ni el maquillaje ni las gafas alcanzaban a disimular, no sabía cuáles eran.
Por su parte, Gertie se preguntaba cómo Ludwik, que no aparentaba ser mucho mayor que ella, habría llegado tan alto en el Comintern. Tenía un aspecto de lo más vulgar. ¿Sería realmente un intelectual? Para ella, el rostro de un intelectual estaba simbolizado por los de Rosa Luxemburgo, Eugen Leviné, Karl Radek y León Trostsky.
De pronto, Gertrude interrumpió sus cavilaciones. Ludwik era eslavo, no judío centroeuropeo. Con eso sólo acertó a medias. Ludwik era hijo de madre rusa y padre judío de Galitzia. De su madre había heredado la frente despejada y el cabello rubio oscuro. Tenía los ojos azules de su padre, y, cuando sonreía, la cara se le llenaba de arruguitas. Gertie se fijó en sus manos grandes de campesino, con las uñas perfectamente cuidadas. Ni manchas de tabaco ni la menor deformidad.
Durante la cena, Ludwik se puso severo. Se le endureció la expresión y sus ojos adquirieron una mirada fría y penetrante. Le dijo que el motivo de que la hubieran reclutado era que hablaba inglés, francés y ruso, y eso la hacía muy valiosa. No iba a tener un trabajo fácil, le explicó. Viajaría mucho dentro y fuera de Alemania. Para empezar, iría a Moscú a recibir dos semanas de adiestramiento; luego le entregarían un pasaporte nuevo. Debía romper de inmediato su vinculación con el partido alemán y devolver el carné. No podría dejarse ver en compañía de simpatizantes del partido.
—¿Tiene novio?
—¿Y eso qué más da?
—¿Es un camarada?
—¡No! —lo dijo con tono de desafío.
—¿Quién es? —insistió Ludwik.
—Ya que se empeña en saberlo, es fotógrafo. Socialdemócrata, pero no se dedica activamente a la política. Es decir, que…
Ludwik sonrió.
—Muy bien, excelente. ¿Podemos confiar en él?
—¿Para qué?
—Para que saque algunas fotos que necesitaremos de vez en cuando.
—¿Pagándole?
—Por supuesto.
—Entonces, sí.
—¿Por qué se separó de David Stein? Una gran persona y un buen camarada. ¿Por qué?
—¿Qué relevancia tiene eso?
—Todo lo que le pregunto tiene su relevancia.
—Siendo así, nos separamos porque David se enamoró de otra. Una médico socialdemócrata.
—Lo sé.
Gertrude se echó a reír mientras Ludwik mantenía el gesto serio.
—Lo siento. Me ha hecho gracia cómo ha dicho «lo sé». Se llama Gerda. David siempre quiso ser médico, pero la revolución bávara se lo impidió. Gerda le ha servido para retomar la medicina. Ahora viven en Heidelberg y ella le está pagando los estudios. Amor verdadero. Según me han dicho, ya no desarrolla ninguna actividad política.
—Le han informado mal —replicó fríamente Ludwik.
Así empezó todo, el siete de noviembre de 1923. Si a Gertie le hubieran contado adonde les conduciría todo aquello y cómo encontraría Ludwik la muerte, no se habría reído en sus narices ni lo habría tomado por loco.
Ya en aquel entonces había personas, como el amargado de Karl Kautsky, que no se cansaban de advertir que, aislado de la realidad mundial, el experimento bolchevique estaba abocado al desastre. Lenin y Trostky, maestros de la polémica, le rebatieron por escrito. Y los comunistas de toda Alemania acogieron con entusiasmo la réplica y se burlaron de los socialdemócratas dándoles en las narices con El renegado Kautsky y la revolución proletaria y Terrorismo y comunismo. Así, tal cual. Fue una buena revancha.
¿Y Ludwik? Al ir conociéndolo —su sentido del humor, sus repentinos cambios de ánimo, su radiante inteligencia, su profunda comprensión de los puntos fuertes y débiles de los líderes comunistas de Moscú y Berlín—, Gertie empezó a entender cómo y por qué había ascendido tan deprisa. Era una persona muy especial. A medias poeta y a medias comisario, tan implacable como sentimental.
Recuerdo un hermoso día de verano en Pushkino. Estábamos en casa de unos amigos, la tía Yelena y su marido, el tío Mitya. Su hijo Sasha tenía mi edad y éramos compañeros de colegio en Moscú. El tío Mitya era físico y estaba trabajando en la escisión del átomo; por eso habían puesto a su disposición aquella bonita dacha en el campo, para facilitarle el trabajo.
Sasha y yo estábamos grabando nuestros nombres en un abedul cuando oímos las alegres voces de Gertrude, que venía corriendo hacia nosotros seguida por los padres de Sasha, todos bailando de alegría.
—¡El Ejército Rojo avanza hacia Berlín! ¿Sabes lo que significa eso, Vlady? ¡Hemos ganado la guerra!
Sasha y yo nos quedamos pasmados, mirando a los adultos.
—¿De verdad, mutti?
—¡De verdad, hijo mío! —el tío Mitya habló con voz ronca, acariciándose la barba muy satisfecho—. Se acabaron los alemanes. La hoz y el martillo ondearán sobre Berlín.
—Pero si nosotros somos alemanes —dije, y recuerdo que me alejé enfadado cuando todos se echaron a reír, igual que te enfadabas tú cuando tu madre y yo nos reíamos de algunas de tus preguntas. Sasha se quedó preocupado por lo que yo había dicho.
—¿Van a matar nuestros generales a todos los alemanes?
—Por supuesto que no, bobalicón —le regañó su madre—, sólo a los nazis.
Cansados de escuchar a los mayores, nos fuimos a nuestro escondrijo favorito, en los campos junto al río. Allí solíamos tumbarnos boca abajo, con la cara apoyada en las manos, y contemplar las aguas durante horas y horas, absortos en nuestras fantasías. Sólo se oía el canto de los pájaros y el rumor de un arroyo que se abría paso entre las viejas rocas y la tierra arcillosa camino del río.
Trepábamos por las rocas resbaladizas, cubiertas de liqúenes verde oscuro que mudaban a un castaño rojizo cuando les daba el sol, y nos tirábamos de un salto al arroyo, aunque eso lo teníamos prohibido porque era muy somero. En aquel lugar idílico se te olvidaba que la Unión Soviética estaba en guerra, que había millones de muertos, centenares de ciudades y pueblos convertidos en cascarones huecos, y que, mientras estábamos sobre esas rocas, el Ejército Rojo avanzaba hacia Berlín. Nunca olvidé esa tarde en Pushkino, nunca. Años después aún rememoraba su paisaje encantado, la serenidad de aquel rincón. Gertrude me contó más adelante que ella también se sintió así.
Los malos recuerdos pasaron a un segundo plano, y, mientras flotaba en el río, sola como era su costumbre, se sintió embargada por elevados pensamientos, deseos utópicos y sueños sobre mi futuro.
Gertrude había visto Stalingrado y Leningrado después de la guerra. En su día, había entrevistado para Radio Moscú al general Von Paulus y a soldados de su derrotado Sexto Ejército. Y empezó a pensar en cómo iba a encontrar Alemania a su regreso. La asaltaron los recuerdos de Schwaben y lloró por Heiny y por sus padres. Yo me precipité a consolarla. Siempre tuvimos una relación muy cálida, mucho más que la que tú tienes con tus padres. No entiendo por qué. ¿En qué nos equivocamos, Karl? A fin de cuentas, nunca fuimos apologistas del viejo régimen. Los dos luchábamos por el cambio, pero no por una terapia de choque, por las descolectivizaciones forzosas que nos han impuesto aplastando nuestra dignidad humana. Incluso tú y tus amigos del Ebert Stifung debéis comprender que las cosas podrían haberse hecho de otra forma.
Recuerdo que Gertrude me pidió que fuera a la dacha y le trajera limonada, y ahí terminan mis recuerdos de ese día feliz. Pero, tiempo después, Gertrude me refrescó la memoria sobre cómo había terminado el día. Volví al río sin limonada y llamándola a voces:
—¡Mutti, mutti! —cuando ya estaba cerca de ella, vio que tenía la cara bañada en lágrimas y me estrechó entre sus brazos—. Tres hombres preguntan por ti —le dije, tratando de recobrar el aliento—. Soldados. Quieren verte.
—Tranquilo, tranquilo, ahora mismo voy. ¿Por qué estás tan disgustado, mi Vladimiro?
—Uno de ellos, con el pelo negro y bigote como el del camarada Stalin, me agarró del brazo para que no pudiera escapar. Luego me lanzó por los aires y todos se echaron a reír. Hablaban entre sí en un idioma extranjero. Luego me dijo: «Ve a buscar a tu madre. Y dile que, si no se da prisa, le cortaremos su cabeza alemana».
Gertie empalideció. Bien agarrada a mi mano para evitar que le temblara la suya, regresó a la dacha. Sabía quién era aquel hombre y por qué me había retenido con brutalidad. Sentía náuseas.
No entré con mi madre en la casa. Nos quedamos observando desde fuera las siluetas que gesticulaban y escuchando de lejos sus voces enardecidas. Me agradó comprobar que, evidentemente, a Gertrude tampoco le caía bien el hombre del bigote. De pronto, nos sorprendió espiándolos y levantó el puño en señal de amenaza. Sasha y yo corrimos a escondernos en el bosque y no regresamos hasta que oímos cómo el coche militar se alejaba.
—¿Quién era ese hombre, mutti? ¿Por qué ha venido?
—Cálmate, Vlady, no pasa nada. Trabajé con él hace muchos años.
—Es cruel —dije—. Es un hombre cruel. Gertrude dio un respingo, sorprendida por mi acertada intuición infantil.
—Espero que no lo vuelvas a ver nunca más.