Seis

Estamos en el año 1913. Viena, la capital de un imperio a punto de extinguirse, vive con aparente normalidad. Sus ciudadanos no dan muestras de miedo y las celebraciones del Año Nuevo son tan frivolas como de costumbre. Los valses de Strauss mantienen su popularidad en los círculos burgueses y plebeyos. Sólo una pequeña minoría escucha la nueva música de Schoenberg, apreciada exclusivamente por una vanguardia alejada de la realidad cotidiana. O eso es lo que parece. El inminente conflicto entre las grandes potencias va a transformarlo todo, pero en la Viena de la belle époque son pocos los que piensan en una guerra destructiva.

A la universidad seguían acudiendo alumnos de la periferia del imperio. Y gracias a eso, Ludwik conoció a Lisa, cuando ninguno de los dos había cumplido aún los diecinueve años. Ludwik la avistó en un café, sentada a una mesa con un amigo, y vio su cara transfigurada por una sonrisa y oyó su risa ronca y grave. Tenía un rostro bien delineado y con personalidad, la frente despejada, los pómulos marcados, penetrantes ojos azules y una exuberante melena castaña, recogida en un moño. Llevaba un vestido negro y un pañuelo de seda con un broche de plata.

En realidad, Ludwik andaba buscando a otra persona, pero se le quedaron los ojos pegados a ella, hasta que Lisa se dio cuenta y frunció el ceño. A primera vista, Ludwik no era particularmente atractivo. Tenía los ojos bonitos, pero le faltaban centímetros de altura y le sobraban kilos. Lisa, que era una perfeccionista, prefería a los hombres espigados. Además, el cabello negro y corto ya empezaba a ralearle, y ella lo imaginó calvo al cabo de pocos años y, sin más, le dio la espalda. Pero Ludwik persistió. El sonido de su voz fue lo que encantó a Lisa y, al oírlo hablar, percibió la fuerza de su personalidad. Pero continuó resistiéndose, sin querer reconocer su derrota.

Iniciaron un cortejo agotador, interminable, que semana tras semana les iba chupando la energía y desgastando las emociones. Las calles de Viena fueron cobrando un significado nuevo para Ludwik durante sus largos paseos. Mudos de emoción, y esperando que fuera el otro quien rompiera el silencio, les llegaba el momento de separarse sin haberse dicho una palabra. Luego él repasaba mentalmente el día y las calles volvían a cobrar vida. Aquí ella se había reído, más allá se habían cogido de la mano y justo al llegar al Zentrale se habían enzarzado en otra discusión. Consumido por la pasión, Ludwik no fue capaz de tomar ni un bocado, pero Lisa pidió pasteles para acompañar su café.

En cuanto se conocieron, Ludwik no esperó ni una semana para declararle su amor. Ella se resistía, intuyendo que esa relación podía ser peligrosa y abrumadora. Así pues, le dijo que ni le amaba ni le amaría nunca. El palideció y, sin decir nada, se levantó y se fue.

Lisa estuvo un par de semanas ocultándose, evitando los cafés donde podrían haberse encontrado, y pasó unos días espantosos con un antiguo novio. Cuando el chico trató de seducirla, ella tomó conciencia de cuánto echaba en falta a Ludwik. El ocupaba todos sus pensamientos. Ya no tenía sentido seguir resistiéndose. Se separó de su viejo amigo y fue a buscar a Ludwik.

Hicieron el amor una tarde muy feliz que se convirtió en noche. Tendido entre los brazos de Lisa, Ludwik quiso decir algo, pero ella le tapó la boca con la mano.

—Shh. Esta noche no hablemos de penas.

—¿Por qué?

—Ya no habrá para nosotros días tristes.

A Ludwik le gustaron sus palabras, pero la melancolía se apoderó de él.

—Quién sabe qué nos deparará el futuro.

—Lo único que importa es esta noche, Ludwik. Imaginemos que somos dioses y estamos en el cielo.

Y así borraron los recuerdos cargados de angustia y la divisoria entre el ayer y el mañana. Nunca se lamentarían ni llorarían por el pasado. A Ludwik le había sorprendido el talante ultrarromántico de Lisa, pero se dejó contagiar por él. Y, de puro placer, rompió a reír.

Lisa le hizo retirarse de la ventana, desde donde amenazaba con comunicar su felicidad al mundo. Él le besó los ojos y ella le consoló diciéndole:

—¿Qué sentido tiene padecer por lo que el destino pueda depararnos? ¿Es que te hace feliz pensar en eso?

Los dos se sintieron reconfortados. Estaban embriagados el uno del otro. Pero aún eran muy jóvenes, y cuando Ludwik creyó que su relación había madurado, Lisa se retrajo y empezó a ponerle barreras. No quería sentirse atada a él ni a nadie. Era demasiado pronto. Necesitaba tiempo para pensar. Y le propuso unos meses de separación para ver qué tal sobrevivían por su cuenta.

—Me da miedo enamorarme de ti, Ludwik. No me preguntes por qué, sencillamente es así. Ten paciencia, por favor.

Él reaccionó con violencia y empezó a despotricar. La cubrió de insultos en yídish, lengua que Lisa no entendía. Después pasó al polaco y al alemán, y esos insultos sí los entendió. Luego volvió la calma. Decidieron romper. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Ludwik se distanció de ella.

Una noche, al salir de una reunión en el cuarto de Krystina con los otros Eles, Ludwik se desahogó con ella.

—He levantado un muro alrededor de mi corazón. Y tengo que fortificarme mejor antes de que abra fuego con su artillería. Porque en realidad no quiere conquistar mi corazón, ¿entiendes?, lo único que quiere es echar abajo mis defensas.

Krystina lo entendía muy bien. Le aconsejó reposar, cambiar de aires y concentrarse en el trabajo político. Estaba convencida de que el ardor revolucionario siempre acababa por imponerse sobre otros ardores. Y, así, Ludwik se marchó a Varsovia. Allí, un viejo impresor judío le enseñó el arte de falsificar documentos y pasaportes, pero no billetes de banco. Para eso, le dijo su maestro, se necesitaba una habilidad especial, y Ludwik no la tenía. Tras un mes de aprendizaje intensivo, regresó a Viena. Traía nuevas instrucciones y varios pasaportes falsos solicitados por Krystina. Se los enseñó orgulloso de haberlos confeccionado él mismo. Después de felicitarle, decidida a mantenerlo ocupado, Krystina le encomendó una serie de tareas urgentes y Ludwik se enfrascó, agradecido, en el trabajo político clandestino.

—¿Está la solución en el trabajo, Ludo? —le preguntó Krystina un día.

Y Ludwik negó con la cabeza en silencio.

A las pocas semanas de separación, Lisa había comprendido que lo que más deseaba en este mundo era estar con Ludwik. La añoranza la devoraba. Era como si se hubiera apagado la luz que iluminaba su vida. Se reía de las bromas que le había hecho Ludwik. Reconstruía sus conversaciones. Releía sus cartas y le escribía todos los días. Pero no recibía respuesta. Un viernes por la mañana tuvo la corazonada de que Ludwik había regresado a Viena. Y empezó a merodear por el café Zentrale día tras día. Pensaba tenderle una emboscada, pues sabía a qué horas solía acudir allí. Pero, sin que ella lo supiera, Ludwik y los cuatro Eles habían cambiado de costumbres y ahora iban al café de noche.

Una tarde, vencida por la desesperación y el desánimo, Lisa se quedó en el Zentrale más tiempo del acostumbrado, ahogando sus penas en café. Quizá Ludwik seguía en Polonia. Quizá fueran imaginaciones suyas. El Zentrale tenía planta de catedral, con columnas por todas partes. Lisa solía ocupar la mesa de un rincón cercano a la entrada, prácticamente aislado del resto del café por columnas pareadas. Desde esa ventajosa posición veía sin dificultad la mesa donde se sentaban normalmente Kristyna y los cinco Eles.

Quien hubiera observado a Lisa desde lejos habría visto a una mujer guapa y vivaz tomando notas frenéticamente y habría deducido que era escritora. En realidad, Lisa sólo estaba garabateando: su pluma trazaba círculos y más círculos, reproduciendo la depresión que nublaba su mente.

Al salir de sus ensoñaciones, Lisa consultó el reloj y reprimió una maldición. Las nueve menos cinco, ya se había hecho de noche. Entonces, justo cuando se disponía a marcharse, Ludwik entró del brazo de Krystina, seguidos por los cuatro Eles restantes. Iban riéndose. Lisa se quedó lívida y empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas. Lloraba de rabia, frustración y celos, y también de alivio. Tan absortos estaban en su conversación que ninguno la vio y, como siempre, se sentaron a su mesa.

Ludwik le daba la espalda, pero también le veía parte de la cara reflejada en un espejo de pared. ¿Por qué no estaba triste? ¿Qué les había contado Krystina para hacerles reír tanto? Cuando la cólera empezaba otra vez a desplazar al sentimiento amoroso y Lisa estaba pensando en irse sin que la vieran, de pronto Ludwik giró en redondo y la miró de frente. Por un instante, se observaron con perplejidad. Luego él se levantó y, como si estuviera en trance, se precipitó hacia su mesa y se sentó frente a ella. La emoción les tensaba las facciones y les ponía un nudo en la garganta. La pasión no se había mitigado, al revés, los tenía electrizados. Lisa hizo un gesto de asentimiento y él lo entendió. Salieron juntos bajo la atenta mirada de Krystina y los cuatro Eles.

Fueron directamente a la habitación de Lisa. La tensión del ambiente se disipó al estallar la pasión como una tormenta tropical, que se llevó por delante sus recriminaciones y les hizo reírse de su estupidez. Cuando uno de los dos empezaba a hablar, tratando de disculparse, de justificarse, de analizar el torbellino de emociones, el otro se apresuraba a interrumpirlo. Lisa sencillamente lo besaba, y los movimientos de sus labios y su lengua hacían innecesario seguir hablando. Ludwik decidió imitarla. Por la mañana, se despertó con la sensibilidad a flor de piel. Acarició la cabeza de Lisa, la besó y luego le acarició y mordisqueó los pezones.

—Te quiero, Lisa.

Ella lo miró con una sonrisa ausente. A Ludwik se le cayó el alma a los pies. ¿Iban a empezar otra vez sus conflictos emocionales?

—Es que estoy un poco preocupada por un trabajo de clase, ¿sabes? El profesor Loew tendría que habérmelo devuelto la semana pasada. Es sobre el sistema nervioso y…

—¡Lisa! —la interrumpió—. Mi sistema nervioso es incapaz de soportar que me rechaces otra vez.

Rompieron a reír e hicieron el amor de nuevo. Los dulces recuerdos los inundaron.

—¡El Landtmann! ¿Te acuerdas, Ludo?

Sonrieron. Allí se habían conocido, en 1913. El archiduque aún no había ido de visita a Sarajevo y, aparentemente, Viena seguía siendo la misma ciudad, tan sólida como siempre, aunque bajo la superficie ya se iban abriendo grietas.

Lisa está sentada con su novio, un compañero de la Facultad de Medicina, en el café Landtmann. Tienen las tazas de café mediadas y aún no han tocado los vasos de agua que reposan en la mesa. De pronto entra un chico de aire austero, con la chaqueta desgarrada, camisa de cuadros, unos pantalones que le quedan cortos y calcetines negros. Lleva en la mano el Arbeiterzeitung. No lo han visto nunca por allí, pero se nota que es estudiante. De pronto se queda mirando fijamente a Lisa, sonriendo. A ella le asombra cómo puede transformar el rostro una sonrisa. Su amante le susurra al oído:

—Quiere conquistarte. ¿Cuánto te juegas a que se va a acercar a darte conversación?

Sin darle tiempo a responder, Ludwik ya estaba de pie junto a su mesa. Le dirigió la palabra en alemán, con un fuerte acento polaco.

—Discúlpeme, fraulein. Hasta las águilas de dos cabezas se fundirían con el tiempo que hace.

Una manera indudablemente original de entablar conversación. Lisa rompe a reír y no puede parar. Su compañero también ríe, pero con moderación. La sonrisa de Ludwik se esfuma. Lisa sigue riéndose como loca. De pronto, una voz procedente de la mesa de al lado interrumpe su primer encuentro.

—Para fundir un águila hace falta algo más que un periódico.

Ludwik acusa las palabras como un golpe y gira sobre sus talones. Una mujer de cerca de sesenta años, vestida con falda larga y blusa de algodón negra, con un precioso chal de seda blanca sobre los hombros y un sombrero rojo de paja, observa fijamente a Ludwik, taladrándolo con la mirada. El se sonroja. (Sí, se sonrojó). Se apresura a disculparse y sale del café con la mujer mayor.

Rememoran riéndose el encuentro, que parece muy lejano en el tiempo aunque sea reciente.

—Podríamos seguir así siempre, Lisa. No nos hace falta nada más.

—¿Y la revolución? ¿La has olvidado? Espero que conmigo no seas tan veleta —le pinchó.

Afuera ya anochecía. Habían pasado todo el día en la cama. Y se sintieron por ello felices y decadentes.