Cinco

Era una fría noche de febrero de 1982. Un aguacero caía sobre Dresde, donde Vlady y Helge habían ido a visitar a la madre de ésta. Después de una semana consagrada a cuidar a la madre, que había tenido un ataque apoplético, y de consolar al octogenario padre, Vlady insistió en que aceptaran una invitación a cenar. La velada fue agradable. Una docena de disidentes se reunieron en un pisito minúsculo para charlar de sus experiencias, comentar la situación del Politburó y beber cerveza a mares.

Cuando regresaban a casa dando un paseo, vieron por la calle a un apuesto vietnamita que llevaba del brazo a una atractiva chica alemana. Helge se preguntó si sería un estudiante o un trabajador esclavizado por alguna fábrica local. De pronto, tres o cuatro figuras salieron de la nada y rodearon a la pareja. Tiraron al hombre al suelo y, mientras uno de los agresores sujetaba a la chica, tres pares de botas empezaron a patearlo. Luego dos hombres se sentaron sobre su pecho y el tercero le bajó los pantalones y blandió un cuchillo.

Al principio, ni los agresores, ni Sao ni su amiga levantaron la voz. Vlady y Helge se quedaron paralizados por aquel cuadro silencioso, que desde lejos parecía un grotesco espectáculo de marionetas. Luego la chica empezó a pedir socorro a gritos y Vlady y Helge se precipitaron a cruzar la calle, insultando a voces a los agresores y llamando a la policía. Los tipos salieron de estampida. Vlady ayudó a levantarse a Sao, que sangraba por la nariz. Helge se quitó la bufanda y la usó para detener la hemorragia. La muchacha sollozaba.

—¿Está usted bien?

—Mis huevos siguen en su sitio —respondió Sao, esbozando una sonrisa lánguida—. Por lo demás, ya lo ve. Gracias.

—¿Quiénes eran? —preguntó Helge.

Entonces habló por primera vez la amiga de Sao.

—Jóvenes comunistas —siseó—. Uno de ellos lleva meses detrás de mí. Cuando se enteró de que salía con Sao, amenazó con matarlo.

—Espero que lo denuncien a la policía. Seré su testigo con mucho gusto —dijo Vlady, un poco pomposo—. ¿Sabe cómo se llama?

Sao se echó a reír.

—¿El chico que pretendía castrarme? Sí, claro, pero ¿sabe que su padre es el jefe del partido en esta ciudad? Si presenta usted una queja, el perjudicado seré yo. Me deportarán.

—¿Cómo puede quedarse tan tranquilo?

—No estoy tranquilo —replicó Sao, dominando su cólera—. Estoy furioso, resentido y con unas ganas locas de vengarme, pero en su República Democrática también estoy vendido. Si perdiera el autodominio, sería hombre muerto en poco tiempo.

Asombrado, Vlady le dijo al vietnamita que no seguía su lógica. Sao sonrió con la boca ensangrentada.

—Soy un soldado experimentado. Un veterano de guerra. Me enseñaron a matar al enemigo en silencio. Si no hubieran llegado ustedes, quizá les habría partido el cuello. Y luego la Stasi habría preparado un incidente en mi fábrica. Algún objeto pesado me habría caído encima. Un pequeño accidente, otro trabajador extranjero muerto. Ya ve, amigo mío, que, además de poner a salvo mi virilidad, me ha salvado usted la vida. Y, ahora, discúlpennos, tenemos que volver a casa. Ella a casa de su madre y yo a mi barracón.

Helge se empeñó en llevar a Sao a casa de sus padres. Allí le curó las heridas, ninguna de las cuales era grave, y tras convencerlo de que no estaba molestándoles en absoluto, le hizo tomar un baño y una cena improvisada. Luego Vlady lo llevó en coche al barracón vietnamita, un feo edificio de estilo carcelario en la periferia. Quedaron en verse al día siguiente y así surgió su amistad.

Un año después del incidente de Dresde, Sao desapareció. Nadie sabía dónde se había metido. Hasta que un día recibieron carta suya desde Moscú. Sao quería que Helge y Vlady supieran que se había instalado allí y estaba contento. Tenía primos, amigos y compañeros de la guerra de Vietnam repartidos por toda la Unión Soviética. Se mantenía en constante comunicación con ellos y viajaba mucho. Esperaba que los dos y el pequeño Karl estuvieran bien. No tardaría en ir a verlos. Eso decía la carta.

Luego, a lo largo de varios años, de vez en cuando recibían una postal suya o una visita de Moscú que les traía un regalo de Sao, por lo general una gran lata de caviar sin etiqueta, acompañada de una nota en la que su amigo les informaba de que aquel caviar se había enlatado para consumo del Politburó. Después de probarlo, Vlady y Helge comprendieron que Sao no bromeaba. Hablaban de él a menudo, especulando sobre su paradero y lo que se traería entre manos.

Vlady rememoró ahora sus numerosas conversaciones con Sao. Al cabo de algún tiempo, había optado por hacer caso omiso de las fantasías inagotables de su amigo, que siempre giraban en torno a sistemas para hacer dinero. Ambos hombres eran tan distintos como se puede ser. Sus contrastes reflejaban sus diferentes orígenes y condicionamientos.

Vlady Meyer había absorbido el idealismo alemán. Pese a su adicción a muchos aspectos del pensamiento marxista, en su fuero interno era un pesimista romántico. El testimonio viviente, si no la parodia, de por qué la lengua franca mundial, el inglés, había incorporado vocablos alemanes como weltschmerz, angst[5].

Sao, ferviente comunista en su juventud, había salvado la vida de milagro en la guerra y, viendo el rumbo que tomaban las cosas, rechazó toda ideología. Procedía de una familia campesina y su padre había combatido con el ejército francés. Durante mucho tiempo, Sao no quiso recordar sus orígenes, pero las privaciones y la desolación de los tiempos de posguerra lo llevaron a recordar a su madre y a sus tíos y la importancia que en su vida cotidiana tenían verbos como «comprar», «construir», «intercambiar» y «vender». Cada vez más distanciado del Estado por el que había luchado, Sao dio un salto atrás en el tiempo que, a la vez, lo impulsaba hacia delante. Empezó a valorar los méritos de la vieja economía campesina y de las relaciones familiares preurbanas. Aunque éstas no se pudieran recuperar, la memoria le ayudó a reconstruir su identidad social. Sao no aspiraba a amortiguar las convulsiones creadas por el nuevo orden del mundo. Así como Vlady tendía instintivamente a considerar la nueva realidad como una intromisión deprimente, Sao estaba decidido a aprovecharse de ella. Y era esa faceta del amigo de su familia la que atraía al pequeño Karl.

Vlady y Sao se equilibraban mutuamente y sus contactos periódicos, en los que ponían en común ideas y experiencias, sentaron las bases de una amistad que sería fructífera para los dos.

Pasaron diez años y, un día de 1992, Sao llamó de improviso a la puerta de casa de sus amigos. Helge no lo reconoció de inmediato. Luego lanzó un grito de alegría y llamó a Vlady y a Karl. Ninguno daba crédito a lo que veía. El antiguo trabajador explotado lucía un traje de chaqueta a medida, un sombrero de fieltro de ala ancha con el que no parecía sentirse muy cómodo y tenía los brazos llenos de regalos. Parecía Bao Dai en persona, el depuesto emperador de Vietnam fotografiado en su exilio parisino en los años cincuenta.

Fue un reencuentro feliz. Sao los invitó a pasar unos días en una pequeña isla de la costa báltica, un enclave turístico que en su día estaba reservado a los peces gordos del partido. Sao, que se había vuelto asiduo del casino de Niza, dio por sentado que en la isla dispondrían de instalaciones de gran lujo, pero su imaginación iba por delante de la realidad. Su manifiesto desengaño divirtió mucho a Helge. En todo caso, pasaron una semana muy relajada. Vlady y Helge no eran conscientes del cansancio que habían acumulado en los últimos seis meses de continua actividad política. Los mítines, las manifestaciones y los debates hasta la madrugada habían monopolizado sus vidas, y al pobre Karl lo tenían prácticamente olvidado. Gracias a Sao, en esos días disfrutaron de estar todos juntos.

Los ciudadanos de la RDA estaban a punto de quedarse huérfanos y ser estafados y violados, pero en aquellas semanas de entusiasmo previas a la reunificación pocos se daban cuenta de ello. Vlady, que era una de las excepciones, había aireado sus recelos en la prensa y la televisión. En aquellos tiempos, los pequeños repollos, imitando al Gran Repollo de Bonn, le respondían en tono amistoso, aunque condescendiente.

—Profesor Meyer, usted y sus amigos pertenecen al viejo mundo. Sabemos que en el fondo siempre seguirá siendo socialista, pero no se lo reprochamos. Estamos dispuestos a perdonar y a olvidar. Puede seguir prestando servicios a la democracia. Únase a nosotros. Construyamos juntos la nueva Alemania.

Sao notaba que Vlady tenía la cabeza en otra parte. No demostraba más que un interés puramente cortés en la historia de la transformación de su amigo de trabajador-esclavo en millonario. Tras unos días de descansar al sol, Vlady y Helge empezaron a sentirse culpables. Sao les oía hablar en susurros de noche, y, aunque no distinguía bien sus palabras, sí entendía lo suficiente como para saber que estaban obsesionados con el futuro de su país.

El joven Karl fue quien no se perdió ni un detalle del relato de Sao, de cómo había aprovechado el ritmo acelerado de los acontecimientos históricos para cambiar su propia vida. Las aventuras del empresario vietnamita y el sistema que había empleado para ganar su primer millón le parecían de lo más emocionantes. En cambio, Karl se sentía incómodo con las cosas a las que se dedicaban sus padres. Las grandes manifestaciones de Berlín y Dresde lo habían dejado indiferente. Por su carácter, se inclinaba más al trabajo de despacho que a la actividad callejera. Las demostraciones públicas de emoción le avergonzaban. La pasión de las muchedumbres le asustaba. Y Vlady y Helge cruzaban miradas de desesperación o de resignación mientras veían crecer a su cachorro.

Hechizado por las palabras de Sao, Karl se apasionaba con sus peripecias. Escuchaba atentamente, con los ojos centelleantes, y de vez en cuando interrumpía la narración para preguntar algo. El interés de Karl movió a sus padres a prestar atención a las historias de su amigo vietnamita, cuando personalmente sólo les interesaba pensar en la precaria condición del Politburó berlinés.

Sao había huido a Moscú. Comparado con Dresde o Berlín, Moscú era un paraíso cosmopolita. Allí enseguida estableció contacto con la comunidad vietnamita y encontró alojamiento en un piso de dos habitaciones, que sólo compartía con otras cinco personas. Uno de sus compañeros de piso era un paisano de una aldea vecina y otros dos viajaban continuamente. Sao les preguntó por un primo suyo que vivía en Kiev y del que no tenía noticias desde hacía años. Sus compañeros no lo conocían, pero cuando Sao les pidió que le llevaran una carta en su próximo viaje a Ucrania, ellos se echaron a reír y, en lugar de la carta, se llevaron a Sao. La documentación y el dinero para el viaje no plantearon ningún problema. Y es que pronto quedó claro que los dos viajeros eran hombres de negocios que actuaban por libre y se dedicaban a la acumulación primitiva de capital. Su negocio era dirigir el mercado negro en expansión para las comunidades vietnamitas repartidas por la Unión Soviética. Su red de distribución era tan eficiente como de confianza.

La escala de sus operaciones y el hecho de que no emplearan más divisas que el dólar y el marco alemán dejaron pasmado a Sao. En el tren, camino de Kiev, se entretuvo pensando en su país. Desde la caída de Saigón en 1975, los dirigentes de Hanoi estaban al frente de un país en ruinas: la ecología había sufrido graves daños como resultado de la guerra química; había que reconstruir las ciudades bombardeadas, colocar a los huérfanos en hogares y dar trabajo a los soldados desmovilizados y traumatizados por la guerra; la única solución fue vender el exceso de mano de obra a la Unión Soviética y a Europa del Este a cambio de maquinaria imprescindible y productos de primera necesidad.

Aunque Estados Unidos había prometido indemnizaciones, lejos de cumplir su promesa, impuso un embargo económico a Vietnam. Su país estaba recibiendo el castigo merecido por haber osado resistir y ganar. Le estaban pasando factura por haber logrado una victoria contra la potencia más poderosa del mundo.

Los años de guerra estuvieron plagados de tensiones, angustia y miedo, pero también de emoción ante la expectativa de derrotar al enemigo y reunificar Vietnam. Todo eso era cosa del pasado. La paz había dado muy pocos dividendos al pueblo. Sao estaba amargamente decepcionado, pues había combatido con todo su ser, a sabiendas de que el paraíso no era más que un sueño, pero pensando que el futuro inmediato les depararía algo mejor.

Esperanzas, lucha, esperanzas, traiciones, esperanzas, venganzas, esperanzas, hundimiento… y se acabaron las esperanzas. Todo esto lo había expuesto en una reunión del partido en Hanoi, en la que muchas cabezas, demasiadas, recibieron sus palabras con gestos de asentimiento. En menos de tres semanas lo despacharon a un nuevo frente, la RDA, un país cuyo nombre no respondía a la realidad, mal dirigido por burócratas. Qué vida esta.

Se sentía en una encrucijada, avanzando sobre terreno movedizo. Su vida podía tomar múltiples direcciones. Al observar a sus compatriotas, ocupados en decidir lo que iban a vender y comprar en Kiev, decidió trabajar con ellos. La red debía extenderse a todas las ciudades importantes de la Unión Soviética y también les convenía establecer conexiones con los trabajadores vietnamitas de Europa del Este.

—Las mercancías tenían que circular —les comentó Sao entre risas—, ¿y quién mejor que nosotros para ponerlas en circulación? Durante muchos siglos nos habían gobernado los chinos, luego los franceses y a continuación los rusos. Así que, para variar, decidimos trabajar para un sistema económico.

Sao y sus amigos organizaron una sólida red de intermediarios que cubría todo el país. Y amasaron una fortuna. Cuando se inició el desmembramiento, pusieron la condición de que se les pagara en dólares o en marcos. Parte del dinero lo filtraban hacia Vietnam. Muchas motocicletas, televisores y aparatos de vídeo nuevos de Hanoi fueron resultado de sus actividades. De hecho, Hanoi estaba experimentando un pequeño florecimiento, tratando de ponerse a la altura de la Ciudad de Ho Chi Minh, que en realidad seguía siendo Saigón.

—Al principio —continuó Sao— tuvimos que compartir las ganancias con burócratas del partido de todo pelaje, desde funcionarios regionales hasta miembros del Comité Central. Luego decidieron cambiar de sistema y nos entró el pánico: ¿iban a acabar con nosotros? Hasta entonces éramos peces pequeños en un lago de tamaño mediano y de pronto nos íbamos a convertir en morralla en el ancho mar. Los tiburones se lo llevarían todo. Qué equivocados estábamos, amigos, qué equivocados.

Llegado a ese punto, Sao hizo una pausa y se echó a reír. Reía y reía, y en su risa había una clara nota de histeria.

—¿Qué te hace tanta gracia, tío Sao? —preguntó Karl con tono de extrañeza.

—Lo gracioso del asunto es que nosotros éramos los únicos que estábamos en condiciones de sacar provecho del desastre. Nadie imaginaba que la Unión Soviética se desintegraría a tal velocidad. Pero así fue. Yeltsin estaba tan ansioso de deshancar a Gorbachov, que nada se le iba a poner por delante, ni siquiera la necesidad de acabar con la Unión Soviética. Y así lo hizo. A la mafia rusa le pilló desprevenida. No tenían unas conexiones tan amplias ni tan eficientes como las nuestras, dependían en exceso de sus contactos con los funcionarios del partido. El viejo sistema se paralizó, la distribución se vino abajo. Y los vietnamitas llegamos al rescate, pero impusimos nuestras condiciones, tal como nos las habían impuesto quienes acudieron al rescate en la guerra de nuestro país. Vaya si las impusimos. Establecimos una cadena de mando. Como movíamos mucha mercancía, desarrollamos nuestro propio sistema de transporte. A río revuelto, ganancia de pescadores, mi pequeño Karl. Y ahora tu tío Sao tiene piso en París y una mujer francesa. Puedo viajar a donde me dé la gana, pero Vlady y Helge son mis mejores amigos. Amigos de verdad. No tengo a nadie como ellos en ninguna parte. No lo olvides nunca, ¿eh, Karl?

Y, poco después, Sao se marchó de nuevo.

Ahora, hacía cosa de una semana que Sao había llamado a Vlady para anunciarle su inminente visita a Berlín por un negocio importante. Fijaron una fecha para cenar juntos y la fecha había llegado.

Nguyen van Sao, hijo de campesinos vietnamitas, se había sumergido en un baño de espuma en una lujosa suite de la tercera planta del hotel Kempinski. Estaba de un humor de perros tras un día desastroso. El vuelo había salido con retraso de Londres. Los funcionarios de inmigración de Berlín inspeccionaron con excesivo celo su pasaporte francés y, lo que era peor, su mayor desengaño había sido no conseguir adquirir un condón de seda del siglo XVII, con una flor de lis estampada, que en su día había sido usado por Luis XIV, aunque el catálogo no especificaba de qué le había servido. ¿Impidió realmente que el Rey Sol contrajera una sífilis que habría segado su vida?

Sao quería regalárselo a su padre en su setenta cumpleaños, pero en la subasta de Sotheby’s le ganó por la mano un checheno muy lanzado vestido con abrigo de piel, que probablemente trabajaba a las órdenes de algún traficante de Moscú o de Berlín. Por lo menos, reflexionó Sao mientras salía de la bañera y se envolvía en un confortable albornoz, había obligado al hijoputa a desembolsar cincuenta mil dólares por el privilegio de sentir en la piel la seda real. Con los tiempos que corrían, se acuñaban más dólares en Rusia que en Estados Unidos, y Sao confiaba en que el dinero cobrado por Sotheby’s fuera falso. Sao no se identificaba en absoluto con el mundo en el que tanto éxito había alcanzado.

Pero no había resuelto el problema. ¿Qué le iba a comprar a su padre? En los últimos años le había enviado de regalo camisas de seda, zapatos hechos a mano, antiguas túnicas vietnamitas, cajas de champán, coñac y otras muchas cosas. La mayoría de sus regalos habían ido a parar al mercado negro de Hanoi.

Este año, su padre había expresado por primera vez un deseo. Había leído en una revista que iba a salir a subasta un condón de Luis XIV y, por algún motivo muy profundo, místico y, para Sao, totalmente incomprensible, se había encaprichado con él. Sao se sentía culpable. Tal vez debería haberse empleado más a fondo contra el checheno. Para una vez que su padre le pedía algo, no conseguía dárselo. Y Sao quería mucho a su padre.

El père de Sao había combatido en Dien Bien Phu —una pequeña ciudad de Vietnam del Norte ocupada por los franceses, que la creían inexpugnable— en el año 1954. El problema es que había luchado con el bando francés, un hecho que se había echado en el olvido y del que jamás se hacía mención. En la familia se contaba siempre que había sido agente comunista, lo cual no era cierto.

En realidad, había sido un criado de uniforme, un ordenanza al servicio de un aristocrático coronel francés que tenía una finca enorme cerca de Nímes y le trataba bien. Prendas de vestir viejas, botas desechadas, propinas generosas, restos de coñac y alguna que otra palabra amable habían bastado para que el sencillo soldado vietnamita se sintiera feliz. Y todo porque era un barbero muy hábil que afeitaba con gran esmero a su señor todas las mañanas.

Tan contento estaba el coronel con él que le ofreció llevarlo consigo a Francia. Y así lo habría hecho de no ser por un giro asombroso de la historia. Una mañana de 1954, el padre de Sao despertó en la sitiada ciudad de Dien Bien Phu y comprendió sin necesidad de ser un gran estratega militar que lo impensable estaba a punto de suceder. Su bando iba a venirse abajo. El jefe del ejército de la resistencia vietnamita, Vo Nguyen Giap, a quien los franceses llamaban el «general del matorral», estaba en vísperas de obtener una victoria sensacional. El cuerpo de élite del ejército francés sólo tenía una alternativa: la rendición más abyecta o la aniquilación.

El desánimo cundió entre las tropas. El padre de Sao desertó al bando vencedor, y no fue el único. Dos días después, el ejército francés se rendía. La segunda guerra de Vietnam había concluido.

Sao padre estaba convencido de que su antiguo jefe preferiría la muerte a la rendición. Su tardío cambio de bando resultó ser la medida acertada, tanto política como emocionalmente. Después de la derrota, los franceses se retiraron de la península vietnamita para siempre. Y el coronel actuó tal como su ordenanza nativo había intuido que lo haría: se pegó un tiro en la sien.

Lo más importante fue que así el padre de Sao conoció a la madre de Sao. Thu Van, de veinte años de edad y ya considerada como una veterana por sus compañeros de guerrilla, participó en el sitio de Dien Bien Phu. Fue ella la que primero avistó a su futuro marido, vestido con traje de faena del ejército francés, reptando bajo una alambrada y agitando un pulcrísimo pañuelo blanco anudado a un palo. Sin saber por qué, aquella visión le produjo risa. Thu Van sometió a Sao a un interrogatorio concienzudo, notificó su deserción, se lo entregó a su jefe político y regresó al frente de batalla.

Después de la rendición, Sao la acosó sin descanso. La seguía por todos lados y, al final, ella tuvo que reconocer que también le amaba. Thu Van era una comunista comprometida a fondo con la causa y se tomó muy en serio la educación política de su amante. Sólo cuando estimó que su proceso de formación había terminado y era un hombre nuevo, se dignó darle un hijo: el pequeño Sao.

Después de los acuerdos de 1956, cuando el país se dividió y quedó pendiente de la convocatoria de unas elecciones generales, el padre de Sao permaneció en el norte con Thu Van y los comunistas, dejando Hue a los sacerdotes católicos y su pequeña vivienda a un primo.

Aunque se arrepentía de haber servido en el ejército francés, en su fuero interno Sao padre añoraba las costumbres de los franceses. Y, a decir verdad, echaba en falta los restos de coñac del coronel y las latas de ancas de rana. Echaba en falta las canciones que solían cantar y las fotos de las hermosas mujeres francesas y los niños de pelo rizado. Añoraba la época colonial francesa. Los costosos regalos y exquisiteces que su hijo le enviaba de París no sabían igual. Tenían un sabor moral que le repugnaba.

Al final, en Vietnam no se celebraron ningunas elecciones. ¿Por qué? Porque los estadounidenses, que habían reemplazado a los franceses, temían que ganaran los comunistas. Comenzó la tercera guerra de Vietnam. Thu Van, cuyo conocimiento del terreno en el sur la hacía valiosísima, dejó a su hijo en Hanoi al cuidado de su marido y se unió al recién creado Frente de Liberación Nacional para combatir en el sur.

—Mientras esté fuera, haz el favor de comer bien, Sao. De pequeño eras redondo y blandito como un pastelillo. Y hay que ver cómo estás ahora. ¡Si pareces un espantapájaros! Prométeme que comerás bien.

Sao se lo prometió y ella lo levantó en brazos y le dio un par de besos en los ojos. Los suyos estaban cuajados de lágrimas. Al despedirse de su marido y de su hijo, tuvo la intuición de que no volvería a verlos.

—Cuídalo bien —le susurró al oído a Sao.

Murió unos meses después, en 1962, en la batalla de Ap Bac, en la que los estadounidenses sufrieron su primer revés importante. El enfrentamiento en sí fue de pequeñas dimensiones, pero con él quedó decidido el futuro de la guerra.

Un día, el joven Sao entró en la cochambrosa barbería de Haifong donde trabajaba su padre y cuya clientela estaba formada básicamente por marinos de permiso. Era tarde y no había ningún cliente. Hijo y padre se miraron en el espejo y, de pronto, la mirada intensa del padre se anegó en lágrimas. Sao lo abrazó en silencio.

—Los estadounidenses son unos idiotas —dijo el padre de Sao con esa voz dulce que se le ponía cuando pensaba en Thu Van—. ¿Es que no comprenden que si los franceses no lograron derrotarnos, nadie lo logrará?

Sao siempre llevaba encima una foto de su madre en la que se la veía vestida con pantalón y camisa sin cuello negros, sombrero de paja y un rifle en la mano. Era una de esas fotografías tomadas pensando en hacer propaganda política, un retrato para la posteridad. Su cara risueña rebosaba esperanza. Esa fotografía, la última tomada a su madre, acompañó a Sao toda su vida. En la guerra se la había mostrado con orgullo a sus compañeros.

¿Cómo podía albergar tantas esperanzas? Eso era lo que más le envidiaba Sao desde su nuevo mundo de hombre acaudalado, cómodo y estable pero sin visión entusiasta de futuro.

Terminó de secarse y, viendo en el reloj que se le hacía tarde, se apresuró a vestirse. Cuando estaba guardándose la cartera en el bolsillo, sonó el teléfono. No respondió hasta haberse atado los cordones de los zapatos.

—Disculpe, herr Sao, el profesor Meyer le espera en la recepción.

—Dígale que suba, dígale que suba —respondió Sao, emocionado, y se puso los gemelos muy contento.

Vlady, que había ido caminando al Ku-Damm, tenías las mejillas arreboladas por el viento frío. Se sentía despejado, más en forma de cuerpo y espíritu. Subió al último piso, pensando sonriente en los cambios de la última década que tanto habían transformado la vida de Sao y la suya propia desde su encuentro casual en Dresde, hacía ya casi doce años.

Sao lo esperaba a la puerta de su habitación. Se abrazaron.

—Permítame, profesor, que para empezar le haga una pregunta —dijo Sao con un brillo travieso en los ojos—: ¿Están contentos los trabajadores hoy día?

Los dos se echaron a reír.

—No todos los trabajadores pueden vivir como tú, Sao.

—Qué lástima —dijo, risueño, el vietnamita mientras descendían a la planta baja y se encaminaban a la marisquería. Sao pidió caviar, langosta y champán, lamentándose de que no tuvieran ni de lejos la calidad del marisco de la bahía de Halong. Vlady se contentó con un filete y una ensalada. Dos días seguidos comiendo bien. Su cotización en el nuevo mundo debía de estar en alza.

Después de la cena, subieron a la habitación de Sao a beber una botella de coñac. A Sao le dio sentimental y empezó a ofrecer a su amigo dinero, un piso en Berlín o en París, la dirección de un instituto en Dresde, una editorial en Múnich o en Viena, en fin, cualquier cosa que Vlady deseara.

Vlady sonrió agradecido y rechazó los ofrecimientos con un gesto.

—Escúchame bien, Vlady. Me salvaste la vida, ¿crees que lo voy a olvidar? Ahora soy rico, me sale el dinero por las orejas. A mis hijos y a mi mujer no les faltará de nada cuando me vaya. Sigo ganando dinero a espuertas. Y te quiero ayudar. ¿Dónde está el problema, Vlady? ¿Es un dilema moral? ¿Sí? ¿Por qué?

Vlady se conmovió y se le ablandó el gesto.

—No es un dilema moral, sino existencial. Cómo vivir es una pregunta mucho menos importante que si hay que vivir. Gerhard resolvió el problema colgándose en su jardín de Jena, pero yo…

—Pero tú no, Vladimir Meyer —Sao lo agarró por el brazo con tanta fuerza como si fuese un prisionero de guerra—. Tú no. Me niego a creer que vayas a rendirte. Que unos capullos de Occidente te han despedido, ¿y qué? Plántales cara con tus puños. Yo te financiaré el contraataque. Te voy a recordar ese poema de Brecht que me enseñaste hace años: «Si se levantara el viento, alzaría una vela; si no tuviera vela, la fabricaría con una lona y unos palos».

Vlady sonrió.

—Además de que no hay ni pizca de viento, el mar está lleno de barcos gigantescos en los que sólo se oye cantar una saloma, el nuevo himno alemán: «Deutschmark, deutschmark uber alies», nada que ver con Brecht. Se les ha subido a la cabeza la reunificación, Sao. ¿Sabes lo que dicen algunos? Si no crecemos aún más, nos comerán el terreno.

Sao sonrió, feliz de ver que Vlady volvía a indignarse.

—¿Qué hay de los caracoles? —preguntó, refiriéndose al SPD—. A Karl no le va nada mal, y eso me viene muy bien. Con un amigo en la cancillería, mis negocios prosperarán aún más. Tómatelo con calma, Vlady. La nueva Alemania no es el embrión del Cuarto Reich. Habrá idiotas que sueñen con eso, pero la burguesía alemana no va a repetir los mismos errores. Qué va, estoy seguro de que el SPD volverá a ganar.

—De momento, no. Necesitan un trasplante cerebral para superar la crisis. Pero basta ya de hablar de política caduca y de esos muertos vivientes que son los políticos. Quiero que me cuentes de dónde sacas el dinero, Sao. Quiero saber la verdad.

—O sea, que te has olvidado —respondió Sao con una sonrisa—. Ya te lo he contado todo. Sobre mi familia, mi dinero, mi persona. Todo. ¿No recuerdas esa semana que pasamos juntos antes de la reunificación? Te has olvidado. Estabas embriagado de libertad y democracia y, en comparación, la historia de mi vida parecía insignificante. Tenías razón. Es insignificante. Oye, Vlady, espérame un momento mientras hago una llamada a la costa oeste. Toma un poco más de coñac. Tengo que contarte muchas cosas.

Vlady reaccionó con enfado. Consultó el reloj y vio que eran más de las doce de la noche.

—Tus malditas llamadas las puedes hacer más tarde. Antes quiero saber la verdad. Y no he olvidado nada, por cierto. Pero debes de tener una nueva entrega de la historia de tu vida, ¿no es así?

Sao volvió a arrellanarse en su asiento y suspiró.

—¿Y bien? —dijo el vietnamita, sirviéndose más coñac.

—Estoy esperando la respuesta, Sao. ¿De dónde proceden ahora tus ganancias? ¿De las drogas o del armamento?

Se miraron y Vlady vio preocupación en los ojos de su amigo. Se hizo un silencio opresivo. Después de un rato que pareció eterno, Sao empezó a hablar.

—Nunca se me ocurriría meterme en asuntos de drogas, Vlady. Eso nunca. Es cierto que mis antiguos socios van mucho de vacaciones a Pakistán y a Colombia. Pero yo no, Vlady, yo no.

—¿Entonces lo tuyo es el tráfico de armas?

—¿Tráfico de armas? —Sao lanzó una carcajada—. Estás anticuado, Vlady. Ahora se habla de compraventa de tanques, misiles, aviones de combate. Los chinos quieren misiles. Pues me voy a Alma Ata y hago negocios con los kazajos. Los serbios quieren tanques. Irak necesita repuestos para sus aviones de combate Mig. Yo me encargo de proporcionárselos. Es la ley de la oferta y la demanda, Vlady. El capitalismo que tanto detestas ha conquistado el mundo.

—Habla de tu mundo, Sao, pero existe otro mundo —Vlady se esforzaba para que su voz no dejase traslucir amargura—. De momento ha quedado soterrado, pero volverá a aflorar. Me asombra que precisamente tú seas capaz de olvidarlo, después de tantos sacrificios hechos por el pueblo.

—«Si las arenas invaden el pueblo, el pueblo tiene que trasladarse», dice un antiguo proverbio chino. ¿Me hablas a mí de sacrificios? Los vietnamitas sabemos de eso más que cualquiera. Yo ingresé en la Brigada de la Juventud Comunista de Hanoi a los dieciséis años y un año después ya estaba combatiendo en el sur. Vi morir a todos mis compañeros, y hasta a mí me dieron por muerto. Sobreviví gracias a que una familia campesina que estaba rebuscando objetos de valor entre las ruinas se dio cuenta de que aún respiraba. Cargaron conmigo e informaron a la unidad más cercana del FNL[6]. Me llevaron a un hospital de Camboya, pero volví a tiempo para presenciar la caída de Saigón. Una victoria que nos habíamos ganado a pulso, ¿no crees? No me vengas a mí con sacrificios…

»A veces me pregunto si valió la pena. Perdimos a dos millones de personas, Vlady. ¿Para qué? ¿Para construir un futuro mejor? Eso ya no se lo creen ni los niños, y muy pocos profesores opinan que sea una experiencia que se vaya a repetir. Recuerdo que, cuando tenía doce años, los aviones estadounidenses bombardeaban día y noche nuestras ciudades y pueblos. Y qué orgullosos nos poníamos cuando el profesor puntuaba nuestros trabajos con avioncitos del enemigo derribados. ¿Por qué sentíamos tanto orgullo, e incluso alegría, a pesar de las muertes y la destrucción? Porque creíamos en algo. Lo que no imaginábamos es que acabaríamos de mano de obra esclava en la antigua Europa del Este, y mucho menos en el nuevo mercado global. En fin, de haberlo sabido, podríamos haber negociado con Washington mucho antes.

»Los especuladores y los parásitos que huyeron con los estadounidenses van volviendo poco a poco al país. Otra vez los mismos explotadores contra los que combatimos durante treinta años. ¿Valió la pena, entonces?

Vlady comprendió que no podía responderle a la ligera. En lugar de eso, decidió volver a la carga.

—¿Y qué me dices de la compraventa de plutonio, Sao? ¿No tendrás inhibiciones morales, verdad? Según la ley del mercado, la demanda de plutonio es enorme. ¡Pues nada! ¡Pon la bomba nuclear al alcance de todos!

—Estás enfadado, amigo. Por favor, Vlady, no me interpretes mal a propósito. No soy un degenerado ni un monstruo. Vivo de mi trabajo, y vivo bien. Así de sencillo. ¿Te habría gustado más que volviera a Hanoi o a Hue para abrir una pequeña librería o hacerme burócrata, o chulo, o vendedor ambulante? No pretendas decirme que no hay vías intermedias entre rebañarte el pescuezo y mancharte las manos de sangre. Pues no, amigo mío, no comercio con plutonio ni con armas químicas. Eso lo tengo estrictamente prohibido.

Vlady lo escudriñó con frialdad.

—¿Me crees?

—Sí —respondió Vlady. Estaba convencido de que Sao no mentía—. Pero ¿qué te ha traído esta vez a Berlín?

—El antiguo Ejército Rojo aún no ha desaparecido, ¿a que no? Los generales quieren vender y yo quiero comprar. En Irak me han hecho un pedido importante. Y pagan en dólares. Te aseguro que más de un general ruso tardará en marcharse de Berlín.

Sao se interrumpió de golpe al darse cuenta de que su amigo se había distraído. En efecto, Vlady cavilaba si alguna lucha de ese siglo había valido para algo. La Revolución Rusa y la resistencia épica de los vietnamitas habían terminado de rodillas ante el mercado financiero de Nueva York. Empezaba a hacer un cómputo de las vidas perdidas en Rusia cuando la voz de Sao lo sacó de sus cavilaciones.

—Bueno, Vlady, ya que te lo he contado todo, ¿no vas a permitirme que te compre una editorial? Hoy día los libros son una mercancía más, como el salmón ahumado. ¿Quieres ir a vivir a Estados Unidos, igual que tu amiga Christa Wolf? Adelante, yo lo organizaré, tengo amigos en la Universidad de California.

—¡No! A Christa la echaron a la fuerza. Mientras existía la RDA les vino muy bien, la necesitaban porque era una salvaje noble. Ahora tienen que acabar con ella para convencerse de que en la RDA todo estaba corrupto. Y eso tenemos que aguantárselo a personas que contrataron a miles de ex nazis para que dirigieran el nuevo Estado de posguerra. En la Luftwaffe aún se conmemoran las hazañas de los héroes de guerra nazis. Todo lo miden con un doble rasero moral.

—¿Qué vas a hacer con tu vida, Vlady?

—No lo sé. Se puede vivir en el presente hasta que te llega la muerte. Es lo que hoy día hace la mayoría de la gente. Para mí eso es como vivir en la jungla. Gerhard no pudo soportarlo más. Y tú, Sao, has cambiado tanto…

—Amigos nunca te han faltado, Vlady.

—Es que en otros tiempos la amistad tenía su valor. Ahora las amistades no duran más que las hojas de un árbol otoñal.

Sao sonrió. La postura política de Vlady era tan absurda que le enternecía. Pero también era admirable. Sao tenía la impresión de que, desde que lo habían expulsado de la vida académica y su sueño de una Alemania Oriental ni occidentalizada ni sovietizada se había convertido en una pesadilla, su amigo continuaba librando una batalla dialéctica que la historia ya había dado por concluida. No le podía decir a Vlady que su mayor deseo era romper en mil pedazos el espejo al que Vlady seguía mirando sólo para ver reflejado el espejo que tenía detrás. Tenía que ser el propio Vlady quien lo hiciera.

—Déjame que te ayude, Vlady, por favor.

Tras una larga pausa para reflexionar, Vlady habló de nuevo, esta vez en un tono más sereno.

—Me gustaría pedirte una cosa, Sao.

Sorprendido, Sao, que estaba tumbado en el sofá, se sentó de golpe.

—¿Qué?

—Mi padre. Quiero saber cómo murió y quién lo mató. Con los contactos que tienes en Moscú, ¿podrías sacar su expediente de los archivos del KGB?

Muy satisfecho, Sao sonrió de oreja a oreja.

—Por supuesto que sí. El marco alemán lo compra todo. A veces se venden y se compran ciudades enteras. Y tú sólo quieres unos papeles. Eso no es ningún problema. La historia se compra con mayor facilidad que las propiedades inmobiliarias. A la mafia no le interesan los archivos. Te conseguiré lo que me pidas. Basta con que me lo expliques bien. ¿Tienes una foto?

Vlady asintió.

—Estupendo. Tráemela mañana.

—Si lo ves tan fácil —dijo Vlady con un suspiro—, ¿por qué no me consigues también el expediente de mi madre? Ya puestos, lo mejor será conocer toda la historia.

—Hecho —dijo jovialmente Sao—, y si quieres el de alguien más, basta con que me lo digas. Además, Vlady, me gustaría echarte una mano de otra forma.

Vlady se levantó y se despidió con una reverencia burlesca.

—Hasta mañana.

Sao se puso en pie y abrazó a su amigo. Mientras Vlady se desembarazaba suavemente de su abrazo, Sao le susurró:

—Tú me salvaste la vida. Déjame que ahora te salve a ti.

Vlady sonrió con los ojos y le expresó su gratitud haciendo una inclinación de cabeza antes de salir. A la puerta del Kempinski se sorprendió al ver la hora, las dos y media de la mañana, y cogió un taxi. Una vez en casa, se desvistió enseguida, pero tenía un sordo dolor de cabeza y el sueño, el cruel sueño, le rehuía.

Pensó en sus viejos compañeros de la antigua Unión Soviética y la antigua Checoslovaquia. Hacía mucho que no sabía de ellos. ¿Cuántos se habrían caído del enloquecido tiovivo de la nueva Europa? La Europa de los nuevos ricos y la nueva libertad. ¿Estaría alguno de sus viejos amigos a la vanguardia de aquel caótico y repelente fin de siglo? ¿O habrían optado, como él, por resguardarse del espectáculo y hacerse exiliados interiores? Lo importante era sobrevivir. Taparse la cabeza con una manta y esperar a que acabara de caer la lluvia contaminada.

De pronto, le asaltaron las dudas sobre la petición que le había hecho a Sao. ¿De verdad quería enterarse de más cosas? Tal vez fuera mejor conservar el pasado en su sitio. ¿Qué le aportaría descubrir, por ejemplo, que el hombre al que consideraba su padre era en realidad alguien muy distinto? ¿Qué sentido tenía remover el pasado? Con eso no iba a cambiar nada. No, no era verdad. Con eso dejaría de atormentarle la memoria. El siglo estaba condenado, pero él seguía queriendo conocerlo a fondo. Por mucho que lo intentara, nunca podría dar por perdido el pasado ni desligarse por completo del presente. Finalmente, las contradicciones que le bullían en la cabeza se evaporaron y se quedó dormido.