Vladimir Meyer disfrutaba de un breve momento de gloria. El Neues Deutschland de la víspera había publicado un largo artículo suyo sobre las nuevas tendencias de la literatura rusa. Una pieza polémica, escrita en clave cómica, en la que hablaba de cómo el «realismo socialista» había sido reemplazado por el «realismo del mercado», con resultados igualmente desastrosos. Una refinada pornografía había sustituido a las referencias rituales a los diversos primeros secretarios.
Era la primera vez que publicaba desde su destitución como catedrático y se sentía satisfecho de su pequeño triunfo. Así demostraba al enemigo que no se había rendido. Y a Karl, que no eran simples motas de espuma. Estaba dispuesto a plantar batalla con sus armas literarias.
Varios viejos amigos le habían llamado para felicitarle. En otros tiempos, Gerhard habría sido el primero en llamar, pero Gerhard había muerto. «Él sí que me conocía bien —pensaba Vlady—, y sabía cómo rescatarme de la melancolía. Siempre tenía opiniones sustanciosas y bien fundadas. Y no había en él ni un ápice de envidia. El bueno de Gerhard no le pedía gran cosa al mundo, pero al final se había rendido. Se había entregado a la muerte, disfrazada con la máscara del nuevo orden alemán».
Ya era de noche y un manto de niebla envolvía la calle. Vlady había decidido no salir. Mejor estar rodeado de fantasmas que participar en la forzada frivolidad de las relaciones de bar. Estuvo leyendo y dando vueltas por su cuarto, releyó viejas cartas, habló consigo mismo, con Karl, Helge y Gerhard, y luego, cuando el reloj daba las dos, se durmió.
Al día siguiente se despertó tarde. Era un día soleado, pero las sombras invernales ya dejaban notar su presencia y la luz no duraría más que unas horas. Se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y salió a la calle. Deambuló sin rumbo durante hora y media y, al final, con un sentimiento de soledad y tristeza, entró en una librería de viejo del bulevar Ku-Damm. La visión de los estantes repletos de libros le levantó un poco el ánimo.
—¿Qué haces tú aquí?
Era la voz de Evelyne, a sus espaldas. Se miraron con sorpresa, ella sonrió y le dio un abrazo con sentido afecto.
—El mismo abrigo de siempre. El mismo Vlady de siempre. ¿Por qué no te has afeitado?
Él sonrió y se encogió de hombros. Su depresión se esfumó momentáneamente. El encuentro con Evelyne relegó sus preocupaciones al futuro. Echaron a andar hacia una pequeña galería de arte donde servían el mejor café de Berlín. Evelyne se comportaba como si no hubiese pasado nada entre ellos y lo trataba como si sólo fuera su viejo profesor. Insistió mucho en que esa noche asistiera al pase de prensa de su primer largometraje y, a continuación, a una cena de celebración con el equipo y los actores. Vlady titubeaba y se resistía, poco dispuesto a dejarse rejuvenecer.
—Anda, ven, así conocerás a mi marido y a su novio. Anímate, Vlady. Veo que no tienes ningún otro plan. Y mi película es una comedia. Ya verás como hasta tú te ríes.
Al final aceptó la invitación, diciéndose que siempre estaría a tiempo para cambiar de idea.
—¿Has encontrado otro trabajo?
Vlady hizo un gesto negativo.
—¿O un nuevo partido?
Otro gesto negativo.
—Deja de vivir en el pasado, Vlady. Despierta. Nos vemos luego.
Evelyne se marchó. Vlady pidió otro café y se pasó un buen rato sumido en la contemplación. Hacía tan sólo unas horas se sentía indiferente al hermoso sol otoñal y desesperado por la jornada vacía que tenía ante sí.
¿Podría ser Evelyne el remedio de sus males? Vlady cerró los ojos para rememorar el tiempo que habían compartido, pero en vano. Eran las imágenes del mundo que no quería ver las que le ocupaban la mente, pertinaces.
La realidad había hecho saltar en pedazos su mundo, pero aún sobrevivía en sus sueños y pesadillas. Intacto, incólume. La antigua RDA pruso-estalinista con su laberíntica burocracia, sus peculiares costumbres, su irracionalidad profundamente arraigada, su crueldad cotidiana y su lente distorsionante por la que el mundo se veía desfigurado. La historia lo obligaba ahora a vivir en un mundo nuevo que le había privado de su dignidad como ciudadano. Y no era el único que pensaba así, como le había dicho en una ocasión a Gerhard, que se impacientaba con él.
No, Vladimir Meyer no era el único que pensaba que, en algunos aspectos, la antigua RDA era preferible a lo que tenían hoy. Aunque mucha gente creía que sus problemas eran el resultado pasajero de una calamitosa transición del sistema de propiedad estatal al mercado libre, Vlady no compartía esa opinión. Para él, la nueva situación era una catástrofe sin paliativos. Cuando exponía su visión a sus viejos amigos, ellos le decían: «Claro que se nos han puesto difíciles las cosas, Vlady, pero al menos en Berlín no empezamos el día con la incertidumbre de no saber si seguiremos vivos cuando caiga la noche, como les ocurre a tantas personas en Sarajevo y en Moscú».
Esos argumentos no le agradaban. El culto ciego a los hechos consumados conducía a la pasividad. ¿Por qué había que aceptar el presente? Con una actitud así jamás se habría derribado el Muro. Él se negaba a resignarse a la situación sencillamente porque en otros lugares las cosas fueran mucho peor. La historia se convertía en una coartada. Era una historia maldita que engendraba nuevas repúblicas diminutas, auténticos monstruos. No podía ser de otra forma, después de muchas décadas de restricciones forzosas.
Hombres, mujeres y niños vivían y morían por aquellos nuevos estados, como en otros tiempos por los grandes imperios, pero con una diferencia: antes luchaban de mala gana, con cinismo, por obligación, mientras que ahora iban a la guerra con una siniestra determinación, con la mente y el cuerpo deformados por la intolerancia y el fanatismo. Aquello no podía terminar bien, de eso estaba seguro, aunque en los últimos años hubiera abandonado muchas certezas. El sistema burocrático de gestión de la economía había pasado a mejor vida, lo cual no significaba que el nuevo sistema fuera superior o preferible. Hacía tan sólo una semana habían detenido por intento de asesinato a uno de los mejores alumnos de Vlady, un poeta que era una joven promesa. Su víctima, un vendedor ambulante turco de Kreuzberg, había perdido un ojo.
Vlady recordó que el poema de su alumno que más le gustaba era una evocación de la vieja Kónigsberg, donde vivían los abuelos del chico antes de la guerra y adonde huyeron después de la derrota, justo antes de que se cambiara el nombre de la ciudad por Kaliningrado. El poeta invocaba el espíritu de Immanuel Kant, pero lo que reflejaban sus líneas era la añoranza subconsciente por las viejas fronteras. O quizá estuviera cargando la interpretación y, a fin de cuentas, el poema tan sólo expresara la alienación que en cierta medida todos sentían con respecto a las estructuras de la RDA.
Pagó la cuenta y salió de la galería. Desechando la visita al parque Tiergarten que había planeado antes de encontrarse con Evelyne, cogió un autobús para regresar hacia el este. A las cuatro llegó a su casa, que estaba toda revuelta. Recogió la cocina y limpió la sala. Luego se tendió en la cama. A veces envidiaba a quienes se refugiaban en su pequeño mundo sin que nada más les importase, indiferentes al curso de la historia.
Sao, por ejemplo, que había abandonado la historia para dedicarse al comercio. Por mucho que lo intentara, Vlady no lograba escapar de la historia. Retirarse al bosque no era una salida para personas como él. Por su educación, el medio en que había vivido y sus premisas vitales, era muy distinto de Sao. Nada era inmutable, la sociedad debía transformarse. La rabia dolorosamente contenida de los pobres no se podría reprimir eternamente.
Con estos pensamientos elevados se quedó dormido. Despertó al cabo de una hora, sobresaltado por la oscuridad exterior, pero sólo eran las cinco de la tarde. Tenía tiempo de sobra. Se levantó despacio y fue al cuarto de baño. La luz fría le hirió los ojos mientras empezaba a afeitarse. Era un hombre alto y bien formado. La tez aceitunada, los pómulos marcados y los ojos castaños levemente rasgados le habían acarreado muchas pullas en el colegio. En el último año se había echado algunos kilos encima, pero, por lo demás, parecía un hombre salido de un fresco italiano, oscurecido por la edad. Hacía años que tenía el cabello gris. Se puso el desgastado traje de pana verde, se cepilló el pelo y salió.
A la una de la mañana el resto del grupo proponía ir a tomar algo a un club gay que acababan de abrir en una bocacalle de la Kantstrasse y Vlady estaba agotado. Una leve melancolía le pesaba en el corazón. El encuentro casual con Evelyne le había alegrado porque guardaba un buen recuerdo de ella. Pero había creído que asistiría a una celebración discreta, a una pequeña reunión de amigos en un restaurante agradable, y en vez de eso se encontró en una delirante fiesta de disfraces en un estudio de cine vacío.
Se sentaron en bancos medievales en torno a una mesa surtida de exquisiteces de la cocina turca e iluminada como un plató. Los camareros vestían trajes multicolores de arpillera. Y a su alrededor había maniquíes sugerentemente iluminados: vampiros, esqueletos, Marx, Engels, Lenin, caballeros de armadura y proletarios.
Observó las caras petulantes que lo rodeaban. ¿Serían reales? ¿No se les había agotado el combustible? ¿Sería sólo la diferencia de edad o es que estaban borrachos de éxitos imaginarios? Aburrido de las personas que tenía a su lado y perplejo por aquella ocurrencia de Evelyne, Vlady dejó vagar la mirada a su alrededor.
Una mujer que había estado observándolo se sorprendió cuando sus miradas se cruzaron. Ella sonrió. Iba vestida con un chaleco de seda rojo con dibujos bordados en oro y en negro y unos pantalones negros holgados. Él sonrió. Los dos habían declinado la invitación a ponerse disfraces cinematográficos después del pase de la película. Vlady creía conocerla de antes y trató de recordar su nombre. Por lo general, sus recuerdos de la gente eran vagas impresiones de palabras e imágenes. La ropa que vestían, sus rasgos físicos y otros detalles concretos siempre se desdibujaban.
De pronto la reconoció: Leyla. Kreuzberg, Leyla. La pintora que sin proponérselo le había destrozado la vida. Recordó la primera exposición de pintura organizada tras la caída del Muro, en la que había un impactante autorretrato de Leyla, inspirado en Frida Kahlo. Aunque tenía el cabello del color de la miel y los ojos verdes, en el cuadro se había pintado con el pelo negro y los ojos castaños. Sus obras tenían un tinte irreal y, ciertamente, no eran decorativas. Las figuras y colores procedían de los recuerdos de su infancia en Anatolia, pero el entorno era inequívocamente berlinés. Niños turcos de expresión añorante que observaban por la ventana a niños alemanes que jugaban en las calles. Una calle con un par de coches. Uno de ellos repleto de turcos con rostros ansiosos. El otro conducido por un obeso burgués alemán de abultada nariz y expresión plácida, autocomplaciente y presuntuosa. A su lado pasaban unas bailarinas cuyas piernas se perfilaban fantasmagóricamente en los parabrisas. Y luego estaba Besos robados, el cuadro que Helge vio aquel día de lluvia, que llevó a casa y luego se fue con ella cuando lo abandonó. Aquella fiesta habría espantado a Helge.
Vlady puso cara de consternación y, con un gesto, indicó a Leyla que la velada había adquirido un cariz desolador. Ella asintió con complicidad. Tal vez también estuviera aburrida de todo aquello: las estridentes risitas falsas, el entusiasmo exagerado con que felicitaban a Evelyne por su éxito, la afabilidad postiza, las banalidades triunfalistas. Cómo había cambiado Evelyne. La estudiante atrevida de ojos centelleantes que ocupó su corazón durante un tiempo se había convertido en un monstruo egocéntrico. ¿O tal vez no? Quizá sólo pretendía escandalizar, y, en tal caso, no había cambiado mucho.
Como si no tuviera bastante con Evelyne, un hombre corpulento y bien afeitado, que le sonaba vagamente familiar pese a su ridículo disfraz, se puso a saludarle a voces. Estaba borracho, y precisamente fue su nariz abotargada por los excesos lo que sirvió a Vlady para reconocer a Albert, cuyo rostro enjuto y cubierto por una barba negra como el carbón había dominado muchos debates clandestinos en los viejos tiempos. Albert escribió después una crítica filosófica y maravillosamente críptica de la RDA y el sistema de relaciones sociales en Europa del Este. El manuscrito se pasó de contrabando a Berlín occidental y fue publicado en Frankfurt. Albert estuvo un mes en la cárcel.
Pocos occidentales entendieron sus ideas y las categorías marxistas que desplegaba hábilmente contra quienes decían gobernar en nombre de Marx, pero eso no obstó para que le lloviera el dinero y durante algún tiempo su libro, Preguntas sin respuesta, se exhibiera en todas las mesas de centro de los intelectuales de vanguardia de Europa occidental. Los obtusos gobernantes del país no le permitieron regresar de Frankfurt, donde había ido a dar un ciclo de conferencias invitado por la Fundación Ebert. Albert se había convertido en una celebridad.
Y ahora había regresado a Berlín con una nueva imagen. Era un importante ideólogo de los verdes y creía en la misión civilizadora de las bombas de la OTAN en el golfo Pérsico, el cuerno de África y, últimamente, en los Balcanes.
—Hola, Vlady. Después de haber dedicado tanto tiempo a cambiar el mundo, ha llegado el momento de volver a interpretarlo. ¿No estás de acuerdo?
Vlady le respondió con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa ausente, y le habría dado la espalda de inmediato de no ser porque la sonrisa suficiente de Albert le sacó de quicio.
—Las tonterías de altos vuelos son lo tuyo, Albert. Por algún lado tiene que salir, claro. Ya sabíamos que tienes el hígado permanentemente escabechado, pero nunca pensé que se te hubiera atrofiado tanto el cerebro.
Albert embistió hacia donde le lanzaban los insultos, pero Vlady se apartó y una camarera tuvo que ayudar a levantarse a su antiguo camarada. Vlady no sintió pena ni arrepentimiento. Hacía tres días, una familia turca había sido quemada viva en una pequeña población alemana mientras la policía y el populacho contemplaban el espectáculo, y ahora aquel idiota vestido de centurión romano venía a contarle que todo iba bien.
Vlady trató de volver a cruzar su mirada con la de Leyla y, en ese momento, los gritos estridentes de Evelyne hicieron callar a todos.
—¡Vlady!
La expresión descarada de Evelyne iluminada por los focos y el grotesco maquillaje producía conjuntamente el efecto de hacerla parecer fea y dura. Vestía una falda corta de cuero negro con un sostén a juego.
—¿Por qué miras así a Leyla? Apártate de ella, que es mía. Toda la gente aquí reunida son mis amigos. Me quieren. Saben que tengo mucho más talento que los realizadores de cine que tanto admiras. Vamos, contestadme todos, ¿a que me queréis?
Los rostros embriagados le sonrieron y las manos la saludaron, pero no hubo expresiones verbales de apoyo. Vlady sonrió con los labios, pero su mirada era acerada y severa. Se arrepentía de haber aceptado aquella invitación. Evelyne siempre había sido una chica insegura, manipuladora y tremendamente ambiciosa, aunque también de una inteligencia perspicaz, receptiva a las ideas nuevas y alérgica a la ortodoxia. Ahora, su energía largamente reprimida bajo el gobierno de la RDA había explotado en la pantalla. Lástima que la película fuera tan mala.
Aunque, en realidad, no lo era. Atrapado en su melancolía, Vlady no había comprendido el objetivo de la película ni captado su sutil tono autocrítico y burlesco. Tan ocupado estaba en sentir lástima de sí mismo, que la sátira que encerraba le había pasado inadvertida.
Miró a Evelyne y suspiró. Qué ganas tenía de escandalizarlo con aquella velada absurda, que no era nada nuevo, sino un especie de parodia de la decadencia de la República de Weimar. Con otro estado de ánimo, Vlady tal vez habría disfrutado de la fiesta, pero estaba cansado y se quería ir a casa. Cruzó una mirada de despedida con Leyla, que le sonrió y le dijo adiós con la mano, y se marchó. «Leyla tendría sus planes hechos», pensó apesadumbrado mientras se calaba el viejo gorro ruso y se embutía el abrigo.
Al respirar el aire helado y brumoso de la madrugada, suspiró de alivio. Había logrado escapar. Pero no: una voz conocida rompió la calma de la noche berlinesa.
—¡Vlady!
Se volvió y vio a Evelyne enmarcada en la puerta. Se había quitado el sujetador y tenía los pechos envueltos en la neblina.
—¡Vlady, capullo! —gritó. Su voz retumbó ensordecedoramente en el silencio y atrajo a un corrillo de juerguistas. Ya que tenía público, volvió a dirigirse a su antiguo amante. ¿Por qué no te quitas de encima la solemnidad un rato? ¿Por qué te vas ya? ¿Qué te pasa? ¿No te apetece echar un polvo esta noche? Lo tienes fácil, a menos que prefieras a Leyla en lugar de a mí. Entonces…
—No, gracias, Evelyne. Ni a ti ni a Leyla. Gracias por la proposición.
Tenía que reconocer que estaba magnífica, como una Cleopatra moderna, «enamorada de la lascivia de los hombres aunque a los hombres los detestaba». La Cleopatra de Dante, no de Shakespeare. Estuvo a punto de decírselo, pero no eran horas para ponerse a hablar de los círculos del Infierno, y Vlady no estaba de humor para oír llamar a Dante gilipollas toscano. Así que se despidió amistosamente.
—Entra ya, no te vayas a enfriar. Espero que tu película sea todo un éxito.
Salió del gigantesco patio oyendo los ecos descarnados de su voz:
—¡Tonto del culo! ¡Gilipollas! ¡Comunista! ¡Picha floja! No se te levanta ni con condón, así de seguro te has vuelto. ¡Vete a tomar por saco!
Vlady se echó a reír. Esa frase se la había dicho hacía tiempo, una vez que se resistió a acostarse con ella, justo antes de que iniciaran su aventura. Apretó el paso para alejarse. Qué noche tan espantosa. No sólo por las bromas sin gracia, lo cual ya era penoso. Más penoso aún era que aquel humor forzado formase parte de la máscara que usaban los nuevos amigos de Evelyne. Trataban de ocultar por todos los medios su infelicidad. Vivían vidas vacías, sin esperanza, sin creencias, sin lealtades. Como esto no alcanzaban a comprenderlo, y mucho menos a reconocerlo, vivían al día, sin pensar más allá.
Poco a poco fue recobrando la capacidad de concentración. Le abandonó esa embriagadora sensación de estar flotando que se había apoderado de él cuando Leyla se coló en sus fantasías durante la cena. Ahora que tenía la mente despejada, empezó a disfrutar de Berlín. Su Berlín. Sólo a esas horas, cuando no había tráfico, se podía tomar el pulso a la vieja ciudad. Un amigo suyo había escrito hacía poco una monografía en favor de que se restringiera el tráfico rodado en determinadas zonas y se rehabilitasen los viejos tranvías.
Vlady caminó hacia su casa disfrutando de la soledad. Eran cerca de las dos de la madrugada. Soplaba un viento gélido y la tierra estaba helada. En las aceras había zonas peligrosas, cubiertas de hielo, así que caminaba despacio. Sonrió para sí. Ese día cumplía cincuenta y seis años. La amenaza que se cernía sobre él como un iceberg gigante al fin lo había alcanzado, pero él había sobrevivido al choque. Seguía vivo; a pesar de los pesares, no se había tirado a la vía de un tren. Aún estaba sobre la tierra, y eso era motivo suficiente de celebración.
Cuando llegaba al Tiergarten empezó a amanecer. La fatídica noche en que mataron a Rosa Luxemburgo, en enero de 1919, debió de ser como aquélla. Se detuvo a contemplar con tristeza el monumento conmemorativo de Rosa, situado sobre el canal, y luego cruzó por el puente hacia el monumento de Karl Liebknecht. Los junkers jamás perdonaron a Liebknecht que proclamara al mundo en 1914 que un patriota no era más que un esquirol internacional. A la generación de su hijo todo eso le daba igual. Karl incluso le había levantado la voz la última vez que habló ante él de Rosa. «¡Qué me importan a mí tus dioses muertos, Vlady! Tienes que comprender que el pasado pasado está. Es una pesadilla. Trata de olvidarla, por favor».
A ellos sólo les interesaba el presente, el maldito presente. Vlady recordó unos versos escritos por Heine a mediados del siglo XVIII. «Lo que el mundo de hoy persigue y espera se ha vuelto totalmente ajeno a mi corazón». El problema era que el joven Karl estaba en el epicentro de todo lo que era ajeno para su padre.
Mientras metía la llave en la cerradura, por una vez Vlady pensó en el futuro en lugar de en el pasado. ¿Tendría hijos Karl? ¿Viviría Vlady para conocerlos? ¿Acabaría su hijo siendo ministro del SPD? Esta idea le hizo estremecerse, pero a la vez reforzó su convencimiento de que debía esforzarse al máximo para tender un puente entre ambos, para que al menos pudieran encontrarse a medio camino. Karl disfrutaba leyendo, no como muchos de sus amigos. Y Vlady se propuso escribir un relato de su vida, a medias confesión, a medias explicación. No para la posteridad, sólo para Karl. Sí, ésa sería la solución. Sentarse a poner por escrito todo lo que sabía.
¿Lo sabía todo Vlady? Había algunas lagunas fundamentales en la cronología que le había transmitido Gertrude, su madre. Y de su padre poco sabía, aparte de algunas anécdotas heroicas y que lo habían matado por orden de Stalin unos meses antes de que naciera Vlady, en diciembre de 1937.
Pensaba mucho en su padre, pero su madre le había contado las cosas a medias. Pertenecía a una generación a la que poco importaba subordinar la verdad a las necesidades de Moscú o incluso a las suyas propias, con tal de proteger su nueva identidad de posguerra en la nueva Alemania. Vlady nunca dio crédito a lo que le contaba de su vida en los años veinte y treinta, meros cuentos de hadas.
La verdad, o una parte de ella, estaba depositada en los archivos del KGB. Necesitaba acceder a ellos, y en su círculo de conocidos sólo una persona le podía ayudar en esa empresa.
Esa persona era su viejo amigo Sao, antiguo guerrillero vietnamita convertido en empresario. Sao, que lucía sus trajes de chaqueta hechos a medida en París con tanto orgullo como en otro tiempo luciera su uniforme negro del Vietcong. Sao tenía contactos en la nueva Rusia, donde todo estaba a la venta. Los rusos no paraban de descubrir cuadros del Hermitage e incunables de colecciones privadas, y los sinvergüenzas del KGB vendían sus memorias en la Feria del Libro de Frankfurt con tanto descaro como los generales vendían armamento militar antes de retirarse de Berlín. Con los contactos adecuados se podía comprar uranio y misiles. Sí, no había otro sistema. Sao era el hombre que necesitaba, y precisamente llegaba a Berlín al día siguiente y lo había invitado a cenar.
Rendido de cansancio, Vlady se desvistió y se desplomó en la cama. Ya estaba amaneciendo y el sueño llegó al rescate sin hacerse esperar. Podría haber pasado el día entero durmiendo, pero el persistente timbre del teléfono lo despertó al mediodía. Con los ojos turbios y el frío metido en los huesos, se cubrió la cabeza con las mantas, maldiciendo la calefacción central, que se había estropeado hacía días. El teléfono no paraba de sonar. La idea de que podía ser Sao fue como una descarga eléctrica en el cerebro. Salió de la cama de un salto y, envuelto en una manta, levantó el auricular.
—¿Sí?
—Feliz cumpleaños, Vlady. ¿Estás ahí? Empezaba a preocuparme. ¿Vlady?
Era Karl, que lo llamaba desde Bonn. Vlady se sintió conmovido, pero no lo demostró.
—Hola Karl. Muchas gracias. Estoy bien, ¿y tú?
—Sí, también. ¿Qué noticias hay del piso?
—Sigo aquí, ¿no lo ves?
—Pero…
—Los Heuvel van a tener que esperar unos años más para recuperarlo. El muy sinvergüenza hasta me ha ofrecido dinero.
—¿Cuánto?
—Cincuenta mil marcos.
—Con ese dinero no podrías comprarte un piso en ninguna parte.
—En eso al menos estamos de acuerdo.
—El mes que viene voy a ir a Berlín, Vlady. ¿Puedo quedarme en mi habitación de antes?
—O sea, que piensas alojarte en casa en lugar de con tu jefe en…
—Vlady, por favor.
—Cómo no, Karl, cómo no. Aquí tienes tu casa hasta que la agencia de privatización me eche a la calle. Por cierto, esta noche voy a cenar con tu tío Sao. ¿Te acuerdas de él?