En Bonn, Karl Meyer se asomó por la ventana de su piso de una segunda planta de la Fritz Tillman strasse. A veces se arrepentía de haber escapado a aquella ciudad extraña. Al principio su intención era echar en el olvido todo lo relacionado con Berlín: el Muro, la caída, sus padres, Gerhard, Marianne, aquella profesora tan guapa, la abuela Gertrude. No quería saber nada de ellos. A todos los quería, pero siempre se enfadaba al rememorar la irritabilidad de su padre y su ceguera ante la realidad, o la insistencia de su madre en interpretar monocordemente la compleja variedad de la política europea. Sus padres habían sido irracionales hasta el delirio. El muro protector que construyeron alrededor de sí mismos y de sus amigos cayó al mismo tiempo que el otro Muro. Y ahora se quejaban amargamente de la mezquindad y la locura del nuevo orden. Pero, en opinión de Karl, ellos eran los responsables de su fracaso.
Ahora que se había trasladado a aquella capital moribunda para estar cerca de los centros de poder, le daba miedo que sus padres se olvidaran de él. Su madre vivía feliz en Nueva York, pero la salud y el estado psicológico de su padre le preocupaban.
Karl se puso un traje azul oscuro con una corbata de lazo a juego y se examinó en el espejo. Vio a un joven de mandíbula cuadrada, delgado y digno. Movió la cabeza satisfecho y salió de casa. Bajó en el ascensor y se dirigió al café de esa misma manzana donde solía desayunar. Mientras tomaba un espresso, hojeó el Frankfurter Allgemeine Zeitung matinal. Se especulaba si esta vez Kohl resistiría hasta al final de su mandato como canciller; en Bosnia se había establecido una alianza de disidentes musulmanes y serbios; otra crisis entre los conservadores británicos.
Los Balcanes no le interesaban. El Reino Unido era, en su opinión, un experimento de laboratorio que había salido mal y los conejillos de Indias estaban a punto de rebelarse en las elecciones. Con un nuevo gobierno, ese país quizá tuviera algún interés para Alemania. Quizá.
En realidad, lo único que interesaba a Karl era la política alemana. Estados Unidos, Japón y China podían ser los grandes jugadores del escenario mundial, pero eso no bastaba para despertar su interés por los países de Asia. Karl era un alemán de los nuevos tiempos y quería que su país desempeñara el papel que le correspondía. Los crímenes del Tercer Reich no anulaban su tradicional posición en el centro de Europa.
Hacía algunas semanas, siguiendo instrucciones de su jefe, Karl había pasado toda una tarde conversando con dos demócratas independientes que funcionaban como parlamentarios bisagra, uno de los cuales había roto la disciplina del partido y no había votado por el candidato a canciller de los democristianos.
Karl tenía una misión muy clara y actuaba en consecuencia. Quería que depusieran a Kohl y nombraran en su lugar al líder del SPD. Los parlamentarios lo acribillaron a preguntas sobre el futuro. ¿Cuántos puestos les reservarían en el gabinete? ¿Qué intenciones tenía el SPD con respecto a Europa? ¿Les podía garantizar que Scharping no era una simple marioneta del aparato?
Sin guardarse ninguna información, Karl explicó a sus atónitos interlocutores que un canciller controlado por el aparato era la mejor opción para la estabilidad política alemana. Mejor un pelele provinciano que un populista vocinglero que despertaba esperanzas falsas. Sólo con un gobierno del SPD podría Alemania desarrollar su capacidad económica y ejercer una presión política acorde con el nuevo estatus que le correspondía en el mundo poscomunista. Para redondear su visión, añadió que sólo una Alemania políticamente fuerte sería capaz de reconstruir Centroeuropa. La seguridad y el entusiasmo de aquel joven político impresionaron a los dos hombres del Bundestag. Sólo le interesaba el poder, igual que a ellos. Era la persona adecuada para negociar, desde luego. Le citaron para verse con otros compañeros al cabo de unos días.
Esa misma tarde, Karl fue a un cóctel que celebraba el director local de la CNN en honor de un dignatario de Atlanta de visita en Bonn. Tres ministros, numerosos embajadores, la plana mayor del SPD y otros muchos notables estaban allí reunidos. Un compañero le presentó a Monika Minnerup, una chica de unos veinticuatro o veinticinco años. Cuando le sonrió, sus ojos almendrados se iluminaron como lamparillas de aceite. Karl le tendió la mano y la examinó de arriba abajo. Tenía un rostro ancho y sensual enmarcado por una melena negra corta y rizada, y labios finos. Como llevaba un holgado traje sastre de seda gris, tratar de adivinar los contornos de su cuerpo era bastante difícil. Era analista de sistemas en un gran banco y ganaba una pequeña fortuna. Karl estaba deslumhrado, y en cualquier otra ocasión se habría pegado a ella, pero en aquel momento la vista se le iba en busca de los famosos y los poderosos. Tenía ganas de unirse al grupo que estaba escuchando al ministro de Asuntos Exteriores.
—Si quieres ir a lamer culos, ¿por qué no te largas? Charlar de banalidades con arribistas de medio pelo no es lo que más me divierte. Adiós.
Y Monika lo dejó plantado y estupefacto. Su reacción instintiva habría sido salir corriendo detrás de ella, pero la chica ya estaba cerca de la salida, y, además, se dijo una vez recuperado de la impresión, tenía mucho interés en escuchar lo que estaba contándoles a los estadounidenses el ministro de Exteriores.
En cuanto se licenció, Karl sólo tuvo un deseo: escapar, salir de Berlín lo antes posible. La deserción de Helge a Nueva York le había disgustado mucho, y le reprochaba que lo hubiera abandonado. ¿Por qué no había establecido su consulta en Frankfurt en lugar de irse del país en un momento así? Karl no entendía por qué había escogido Nueva York. Al final, llegó a la conclusión de que debía de ser por un amante. Le parecía muy bien, pero ¿por qué no se lo había contado?
Supo que su madre no estaba contenta con él cuando en una carta lo llamó «aprendiz de agente del aparato, al servicio de un sistema político que es una mierda». Aquello le hizo reír. No obstante, le envió una respuesta cortante que provocó una tregua y después una retirada definitiva por parte de Helge, que dejó de escribirle. Ahora se comunicaban por teléfono una o dos veces por semana y sólo hablaban de trivialidades.
Karl suspiró al pensar en su padre. Ése si que no tenía solución. Vlady era imposible, vivía en su mundo, aislado de la realidad. No había logrado nada en la vida, salvo escribir unos cuantos libros sobre estética marxista plagados de términos complicados, libros que ya no estaban de moda. En otros tiempos, pese a que pocos de sus alumnos comprendieran qué pretendía decir, sus libros eran decoración obligada en las bibliotecas de los intelectuales de izquierdas de ambos lados del Muro. Pero ahora habían dejado de venderse. Karl no se identificaba en absoluto con su padre. Su modo de vida era lamentable; ¡si hasta seguía negándose a vestir como es debido! Y sus ideas políticas enfurecían a Karl. ¿Es que nunca iba a comprender que todo había terminado? Karl había dejado de discutir, pero Vlady conservaba suficiente capacidad intelectual como para provocar e irritar a su hijo. La última vez que se vieron, Karl no pudo contenerse y le replicó subiendo la voz, lo que era muy raro en él:
—¡Se acabó, Vlady! Todo se acabó. Tu RDA no resurgirá de sus cenizas como el ave fénix. Y yo me alegro de que así sea. Vlady sonrió.
—Y yo también, pero ¿qué tiene eso que ver con el marxismo?
De pura frustración, Karl casi chilló: —¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Se acabó! La utopía se ha ido al garete con todo lo demás. ¿Cómo va a existir el marxismo si ha sido abandonado por su sujeto, el heroico proletariado? ¿Es que Helge y tú no lo podéis comprender? Los marxistas no son más que motas de espuma sobre el inmenso océano.
Aunque en otros tiempos se sentía muy unido a sus padres, ahora Karl aspiraba a olvidarlos. Estaba construyéndose su carrera, de acuerdo con un plan preciso. El éxito, se decía, era el sistema más rápido para borrar los recuerdos de la RDA, que aún le obsesionaban. Karl tenía intención de llegar a ser miembro del Bundestag en 2000 y canciller en 2010.
Todo esto era paradójico, puesto que Karl nunca había demostrado verdadero interés por la política. Para él era una adicción muy reciente. Había escogido el SPD como se escoge un equipo de fútbol. Hay una regla muy simple: si te mantienes fiel a tu equipo en los malos tiempos, más pronto o más tarde serás recompensado. Cuando vivía con su familia, Karl hacía oídos sordos a la incesante cháchara sobre cuestiones históricas y políticas. Su abuela Gertrude era distinta; la adoraba, y ella le dedicaba mucho tiempo. Siempre le contaba aventuras para que se durmiera, historias heroicas de la última guerra y de la resistencia contra Hitler en Alemania. Quién sabe si no fue el recuerdo de aquella época lo que le hizo optar por el SPD en lugar de por los democristianos. Quién sabe.
Karl quería empezar desde cero. Se presentó a un anuncio en el que solicitaban candidatos para un puesto de investigador, sin imaginar que lo convocarían a una entrevista y, mucho menos, que le concederían el trabajo. La Fundación Ebert quería licenciados jóvenes. Le interesaba reclutar a veinteañeros brillantes cuyos cerebros pudieran conectarse a ordenadores de donde saldría documentación para los responsables de trazar programas en la sede del SPD, en la Ollenauerstrasse.
Salió airoso de la entrevista. Su crítica desapasionada de la RDA causó muy buena impresión a sus dos entrevistadoras. A diferencia de otros candidatos de la antigua Alemania del Este, Karl no se mostró emocional ni lanzó una soflama en favor de la libertad. Con actitud clínica, se concentró en la incapacidad del sistema de propiedad estatal para distribuir bienes. En su opinión, la razón del hundimiento había sido la escasez material, la insolvencia de una economía que ponía de manifiesto la ineficacia de la ideología. Fue eso lo que desencadenó la caída y no el ansia de valores abstractos como democracia o libertad.
Muy favorablemente impresionadas, las mujeres escudriñaron a aquel joven alto, vestido de traje azul oscuro y corbata de lazo gris. Era inteligente, sin duda. Con una personalidad conservadora. Y todos los detalles —su manera de tomar notas, el cuidadoso sistema de archivar documentos en su cartera— indicaban una forma de trabajar ordenada y sistemática.
Estuvieron casi dos horas hablando con él y, en todo ese tiempo, sólo delató una leve emoción cuando le preguntaron si le daría igual trabajar para la CDU.
—¡Claro que no! —replicó Karl, alzando un poco la voz—. Soy socialdemócrata.
A la mayor de aquellas mujeres, Eva Wolf, veterana del movimiento estudiantil de los sesenta, le habría gustado que aquel joven diera alguna señal de rebeldía, pero no la dio. Los jóvenes de hoy eran distintos, qué le vamos a hacer.
En el informe que presentó a la Fundación recomendando que se diera el puesto a Karl, Eva lo describía como el arquetipo del nuevo socialdemócrata. «Es un auténtico esclavo del poder, obsesionado con la idea de cómo lograr que el SPD ascienda al poder. Si para ello es necesario desarrollar conceptos aceptables para los bávaros, está dispuesto a preparar un borrador; si supone relegar viejas consignas del partido, aun cuando eso disguste a nuestros viejos amigos del sindicato metalúrgico, le parece de maravilla».
«Le preguntamos si estaría dispuesto a mudarse a Bonn en el plazo de unos meses, y él sonrió y dijo que estaba dispuesto a irse de Berlín al día siguiente. Creo que Tilman debe entrevistarse con él antes de que adoptemos la decisión definitiva. Tener de investigador en el Instituto a Karl Meyer sería desperdiciar su capacidad. Lo mejor sería incorporarlo de inmediato al aparato del partido. Tiene rapidez mental, pero no se precipita a sacar conclusiones intuitivas. Lo medita todo cuidadosamente. Adjunto una copia del discurso que escribió por encargo nuestro. No os pasarán inadvertidas algunas expresiones originales. Si Scharping lee discursos así, hasta es posible que ganemos».
La intuición de Eva en estos asuntos era muy respetada en las altas esferas del partido. Al cabo de un mes de incorporarse a la Fundación, Karl fue destinado a la oficina de investigación del SPD.
Instalado en Bonn, Karl entabló una buena amistad con Eva. Esta mujer que le sacaba veinticinco años actuó de alguna manera como sustituía de Vlady y Helge en aquella importante etapa de transición. Era la amiga mayor con la que podía desahogarse sobre su pasado. A ella le habló del suicidio de Gerhard, que le había afectado mucho. Gerhard le entendía, aunque le preocupara su indiferencia hacia el marxismo. Gerhard le había enseñado una canción que empezaba así: «El diablo expulsa caos por su trasero, de las posaderas de Dios sólo sale aburrimiento…».
Había momentos, le contó a Eva, en que le habría gustado que Gerhard fuera su padre. La intimidad que tenía Gerhard con Vlady, su gran afinidad política, quizá fuera el motivo de la confusión de Karl. A Helge le había escrito varias veces hablando de Gerhard y ella le había respondido afectuosamente. En cambio, a Vlady no le había escrito ni una línea, cuando en realidad era él quien necesitaba hablar sobre Gerhard. Karl se preguntaba a veces por qué castigaba así a su padre, pero no hallaba respuesta.
Eva siempre le escuchaba con simpatía, sorprendida del contraste entre la confusión emocional de su joven protegido y la claridad de sus ideas políticas. La noche anterior habían cenado juntos y ella le había consolado, pero también le había hecho reproches.
—Todo tiene un límite, Karl. Hay un límite para lo que se hace por la pareja, para lo que un padre hace por su hijo o una hija por su madre. Lo cierto es que tú quieres a tu padre muchísimo más de lo que estás dispuesto a reconocer. La muerte de Gerhard te ha obligado a reconocerlo. Y, sin embargo, titubeas. ¿Por qué? Te duele que tu padre no te ayudara cuando más lo necesitabas, pero ¿le has ayudado tú alguna vez?
—Y Matthias, ¿te ayuda él alguna vez?
Eva sonrió. Le había hablado mucho de su familia a Karl. Mantenía la amistad con su ex marido, Andi, un director de cine del que se había separado cuando la nombraron jefa de Investigación de la sección alemana de la Fundación. Matthias, su hijo, era cantante de un grupo de rock berlinés, medio anarco, medio ecologista. Tenía la misma edad que Karl y nada más en común con él. Pese a sus rarezas, Eva lo adoraba.
—No —respondió—, pero yo no necesito tanto a mi hijo. Matthias está muy unido a su padre. Se parecen mucho por sus defectos. Nunca tienen estabilidad económica, pero van tirando. Y no me dejan que les mande dinero, se ayudan entre sí. Los dos me consideran una traidora. Matthias ha escrito una canción sobre una madre que era radical y pura hasta que se afilió el SPD y se dejó contaminar. Me han dicho que los seguidores de Stefan Heym la cantaban en la calle durante su campaña. Matthias no es como tú, Karl, él detesta Bonn. Por eso voy a Berlín una vez al mes. Y tú también te irás pronto a Berlín. Voy a quedarme sola. ¿Irá Monika contigo?
Karl se ruborizó. ¿Cómo demonios se había enterado de lo de Monika? El SPD iba a restablecer su sede en Berlín y a Karl le horrorizaba la perspectiva del traslado. Y no sólo por Monika. Pero ¿cómo se habría enterado Eva? Se lo preguntó.
—No es ningún misterio. Varias veces que he tratado de hablar por teléfono contigo, tu compañero me ha dicho que no te podías poner porque estabas hablando con Monika. ¿Va en serio?
—Yo qué sé… Tiene un puestazo en un banco, ¿sabes? Y a sus jefes les da miedo que se la robe algún banco rival.
—¿Está de nuestra parte?
—No lo sé. La política no le interesa. Dice que los políticos son una panda de embusteros sin escrúpulos. Monika ha vivido algún tiempo en San Francisco. Su abuelo fue coronel de las SS; Himmler lo apreciaba mucho. Su madre era maoísta y ahora se ha hecho maestra. Su padre murió en la cárcel de Stammlieim con otros compañeros de la Baader-Meinhof. Monika está convencida de que no se suicidó, dice que lo asesinaron. Yo qué sé.
—Ahora entiendo por qué no quiere saber nada de política.
—A veces es cruel. Cuando discutimos, me dice que no soy más que otro arribista de mierda, loco por meterme en el Bundestag para decir mentiras y forrarme. Si le recuerdo que ella gana más que cualquier parlamentario del SPD, se defiende diciendo que sus ganancias no se basan en el engaño, que sigue las reglas del juego del mercado. La quiero, Eva. Y quiero que sea la madre de mis hijos.
—Vaya, y yo que empezaba a temerme que fueras una especie de robot y hubieras escogido a una chica de ese estilo, una especie de ratoncita del aparato del partido. Me has dado toda una sorpresa. ¿Qué verá en ti? La semana que viene quedamos con ella también, ¿de acuerdo? ¿Qué tal si cenamos juntos el miércoles?
—Por mi parte, estupendo. No sé qué dirá Monika.
—Cuéntale que mi hijo Matthias canta en un grupo de rock demencial. Eso quizá me vuelva un poco más interesante a sus ojos. Cuéntale lo que quieras, pero tráela para que la conozca.
Karl dedicó el día siguiente a redactar un informe sobre la posibilidad de establecer una nueva coalición. Quería ver al SPD en el poder y a Scharping de canciller. Además, quería quedarse en Bonn hasta el año 2000. Un plazo razonable para que sanasen sus heridas. Y para volver a tratarse con Vlady. Hizo una anotación en su agenda para que no se repitiera lo del año pasado: en su etapa de mayor distanciamiento del pasado, se había olvidado del cumpleaños de su padre. Seguía queriéndolo muchísimo, sí, se había dado cuenta. Y ese descubrimiento fue toda una conmoción.