Pero olvidemos por un instante a Ludwik, mi padre, y a sus amigos, mientras Krystina los adiestra en el arte de la guerra política. Pronto volveremos a ellos, pero de momento quiero ocuparme de lo que me inquieta tanto como para no dejarme dormir de noche.
Lo que más deseo es recuperar mi relación contigo, que la risa vuelva a nuestras vidas. Sé dónde radica el peligro: en los reproches que nos hemos guardado y las tensiones sin resolver, que se han quedado enquistados. Y quiero encontrar el antídoto para ese veneno. Espero que estés de acuerdo, Karl.
Al ponerme a escribir me ha parecido absurdo remontarme tanto en el tiempo en lugar de plantar cara a las historias más recientes. Me refiero a la decisión de abandonarnos que tomó tu madre, de la que siempre me has culpado. Si tu madre se hubiese quedado y yo me hubiera ido, quizá se lo reprocharías a ella, sin que tuvieras más razón.
Las cosas empezaron a torcerse entre tu madre y yo al morir la abuela Gertrude. Era como si no tuviéramos nada que decirnos. Cuando estaba solo en casa, sus ausencias se me hacían más duras y empecé a sospechar que había perdido todo interés por mí. Pasaba cada vez más tiempo en la clínica. Y, para colmo, un día en que salí a tomar café con Klaus Winter, me dijo algo que debería haberse callado. Te acuerdas de Klaus, ¿verdad? Era amigo de toda la vida de Gertrude y lloró a mares en su entierro. Fue él quien te trajo de regalo un par de vaqueros del otro Berlín cuando cumpliste catorce años.
Klaus me comentó con toda naturalidad que había visto a Helge en un concierto hacía un par de días, acompañada de un amigo, y me preguntó por qué no había ido yo. La cuestión, Karl, es que, además de no decirme nada de ese concierto, Helge había excusado su asistencia a la reunión del Foro de esa noche porque no podía cancelar la cita de un paciente que estaba en muy mal estado. ¿Por qué me había mentido?
Dejé plantado a Klaus Winter en el hotel donde nos habíamos citado y volví corriendo a casa, muerto de celos. Por suerte, o por desgracia, tú habías salido con tus amigos. Cuando llegó tu madre, la acusé de lo que había hecho. Y ella me dejó pasmado al limitarse a sonreír y llamarme estúpido. Entonces le di una bofetada de la que me arrepentí al instante. Le pedí que me perdonara. Sin pronunciar una palabra, se dirigió lentamente al dormitorio y empezó a sacar su ropa del armario. Me quedé paralizado, incapaz de decir ni hacer nada para detenerla. Me senté en silencio al borde de la cama mientras Helge continuaba recogiendo sus cosas y guardándolas en la desgastada maleta de antes de la guerra que heredó de su abuela. Recordé el día en que había traído a tu madre a casa después de la boda y transportado esa misma maleta hasta el dormitorio.
—No te he mentido, Vlady. Ni ahora ni nunca. El hombre del concierto era mi paciente y eso formaba parte de su terapia. Tu reacción es un síntoma de tu propio sentimiento de culpa. Me marcho. La semana que viene, cuando estemos más tranquilos, hablamos, y luego hablaremos con Karl. Dile que me he ido a Leipzig a ver a mi madre. Y si quieres que Evelyne se mude contigo, no tengo inconveniente.
Sin decir nada más, salió de casa. Quise chillar, correr tras ella, traerla a rastras, ponerme de rodillas y suplicarle que se quedara para darnos una última oportunidad, pero lo único que hice fue derramar unas cuantas lágrimas mientras se alejaba.
Puede que en mi fuero interno supiera que no valdría de nada. Nos habíamos distanciado tanto, que nada, ni siquiera tú, Karl, podía volver a unirnos. Lo demás ya lo sabes. Tu madre regresó y yo rompí con Evelyne. La gran ruptura se produjo mucho después, por razones que nos atañen a los dos.
Helge se equivocaba con Evelyne. Si se lo hubiera confesado, se habría enfadado pero lo habría entendido. Se enteró accidentalmente, por una estúpida carta de Evelyne que yo no debería haber conservado. En esa carta argumentaba que el orgasmo femenino es una invención del hombre y que no debía desesperarme por mi incapacidad de satisfacerla. La encontré divertida y por eso la guardé. Tu madre la interpretó de otra forma y atribuyó a Evelyne poderes que esa joven, por desgracia, nunca poseyó. Supongo que lo mejor será empezar por el principio.
A lo mejor, Karl, te sorprende que te diga que en Humboldt fui un profesor popular entre los alumnos. La literatura comparada es un campo que permite una enseñanza muy creativa. Evelyne era alumna de uno de mis seminarios sobre literatura rusa.
Una de las cosas que hice, por ejemplo, fue contar a los alumnos que Gogol le leía extractos de Las almas muertas a Pushkin, y luego les pedí que escribieran un diálogo imaginario entre los dos. Evelyne era muy ocurrente. Escuchamos con una sonrisa en los labios su ingenioso diálogo hasta que llegó a un pasaje surrealista. Como era alérgica a la ortodoxia dominante, hacia el final de la imaginaria conversación incluyó unas referencias brutales a Honecker y al Politburó. Todos los ojos se clavaron en mí. Sin hacer el menor comentario, seguí con el turno de lectura.
Nunca habíamos hablado fuera de clase. Nuestra relación se limitaba al cruce de miradas de complicidad y a alguna que otra sonrisa, sobre todo cuando uno de los alumnos con ganas de destacar planteaba una pregunta particularmente obtusa.
Esa misma semana era mi cincuenta cumpleaños y Helge había organizado una fiesta. Evelyne me sorprendió presentándose con algunos amigos suyos de la universidad sin que nadie los hubiese invitado. Helge los recibió hospitalariamente.
La fiesta fue informal y caótica, y creo que sólo Evelyne permaneció sobria toda la noche, observándonos a través de la neblina del humo del tabaco. Allí la vi como a una joven atractiva por primera vez. De mediana estatura, delgada, con el pelo rubio corto y primorosamente arreglado. No tenía unos pechos voluptuosos como los de Helge, sino pequeños y firmes. Y una cara inteligente y angular remataba su figura, con un par de penetrantes ojos azules.
Una semana después hicimos el amor por primera vez en un pisito que daba al cementerio judío. Era de una tía suya que siempre se ausentaba por las tardes. Durante varios meses lo compartimos todo: experiencias, confidencias, preocupaciones, fantasías y sueños. Nuestro amor creció como una rosa silvestre. Salíamos al parque y, sentados en la hierba, nos cogíamos de la mano y nos besábamos como adolescentes ansiosos. Pero cuando me estaba planteando seriamente contárselo a tu madre, la relación se agotó de pronto. ¿Qué fue lo que la arrancó de cuajo? Por mi parte, imagino que fue el cuchillo de la razón. Una tarde fui incapaz de tomarla y ella reaccionó burlándose con cinismo.
—Se ve que mis valores están en baja y los tuyos se niegan a subir. Esto se ha agotado, creo yo. Ha llegado el momento de pasar a otra cosa. No sé de qué te sorprendes, Vlady. Para tu edad no estás nada mal. Y tu mordacidad me atrajo. Eras distinto de todos esos robots de Humboldt. Me hacías reír. Pero nunca pretendí detenerme mucho tiempo en tu estación, tontaina. Además, tu sistema de señalización necesita una reparación, y creo que te hará falta un mecánico con más experiencia que yo.
Entonces tuve la impresión de que sólo la movía la ambición. Su necesidad vital de cambiar de amantes dependía de quién le sería más útil para trepar. Hacía poco le había presentado a un director de cine amigo mío y me había dado cuenta de cómo se lo trabajaba. No me cupo duda de que él sería la siguiente estación. Y así fue.
Quizá no estoy siendo justo. Puede que sencillamente nuestra relación se le hubiese quedado corta y tuviera que iniciar otra etapa de su vida. Yo había dedicado mucho tiempo a revisar sus redacciones, haciendo comentarios críticos e incitándola a escribirlas una y otra vez hasta que me parecía que ya no podía dar más de sí. Además, le leía relatos y poemas, y al advertir que tenía buena mano con los diálogos, la animé a escribir guiones de cine.
A los pocos días de nuestra ruptura, la vi en la calle con el director de cine y me porté como un imbécil. Interrumpí su charla y me la llevé a rastras. Su reacción me demostró que no quería saber nada más de mí. Me puso a caer de un burro, me cubrió de improperios y me amenazó con llamar a Helge. Luego se marchó. Me quedé muy resentido, sintiéndome explotado y con ganas de tener otra confrontación. Pero Evelyne desapareció. Huyó con el director de cine al oeste. Una de sus amigas me contó que se había establecido en Heidelberg.
Ya que todo había terminado, no tenía sentido contárselo a tu madre. Pero el episodio había quedado registrado. Sin que Evelyne ni yo nos diéramos cuenta, nuestros escarceos veraniegos habían llamado la atención de Leyla, una pintora turca de Kreuzberg que tenía el encargo de pintar una serie de paisajes de Berlín oriental. Y nos hizo un retrato con un toque surrealista, inmersos en un abrazo ilícito en el parque. El cuadro se titulaba Besos robados.
Transcurrieron muchos meses y Evelyne quedó felizmente sepultada en mi inconsciente. Un día de tormenta, tu madre entró en una galería de arte para resguardarse de la lluvia. Vio el cuadro y, a través de la pátina surrealista, me reconoció y sometió a Leyla a un interrogatorio.
Aunque no podía permitirse comprarlo, al verla tan trastornada, Leyla se lo regaló. Cuando terminó la exposición, Helge lo trajo a casa y entonces se desató un verdadero huracán. Todavía me estremezco al recordarlo, Karl. Qué día tan espantoso. Imagino que nuestra relación ya no tenía futuro, pero Besos robados le dio el golpe de gracia. Helge se lo llevó al marcharse, diciéndome que aunque el tema le daba náuseas, le gustaba mucho la composición y se había hecho buena amiga de Leyla.
Hay momentos en la vida en que un revés pone en marcha una reacción en cadena, como cuando el desplazamiento de un pequeña roca suelta desemboca en una avalancha. Un mes después me cité a comer con Klaus Winter y él me puso al corriente de que el Servicio de Seguridad estaba recibiendo periódicamente informes minuciosos de las reuniones directivas del Foro por la Democracia Alemana. Me repitió literalmente comentarios que se atribuían a mí. Y eran exactos. Fue entonces cuando me reveló que tenía un cargo destacado en el Servicio de Inteligencia Extranjera y que tu abuela Gertrude y él habían trabajado para la Inteligencia Militar soviética desde finales de los años veinte. Después de la Segunda Guerra Mundial los asignaron a los servicios secretos de la RDA.
Me quedé sin habla, Karl. No tenía ni idea de que Gertrude seguía implicada en aquellos asuntos. En sus papeles no había dejado el menor rastro. Encajé el golpe como pude para disimular ante Winter. Gertrude nos había animado a crear el Foro y hasta me había ayudado a redactar el documento fundacional. También había asistido a algunas reuniones. Y yo había comentado con ella nuestros secretos mejor guardados, incluido el plan de robar documentos del Politburó, puesto que uno de nuestros simpatizantes trabajaba en sus oficinas.
Me fui de casa de Winter preguntándome hasta dónde estaría enterado de las cosas. ¿Le habría contado Gertrude todo? ¿O nada? ¿Sólo algunos detalles? En tal caso, ¿por qué no nos habían detenido y desmantelado el Foro? Podrían haberlo hecho sin problemas. Tal vez habían informado a Moscú y la camarilla de Gorbachov les había aconsejado que nos dejaran crecer.
Necesitaba respuestas, pero antes de planteárselas a Winter debía descubrir a la verdadera Gertrude y los fantasmas que la habían poseído. Como ya había muerto, sólo cabía ir reuniendo retazos sueltos de su vida. ¿Qué relación tenía con Ludwik? ¿Cuándo y dónde había conocido a Winter? Y, por encima de todo, ¿quién era en realidad? Empecé a obsesionarme con su vida.
Recuerdo que, poco antes de su muerte, le preguntaste si no tenía fotografías de su familia. Yo también solía preguntárselo de pequeño, y ella siempre se apresuraba a hacer un gesto negativo y a cambiar de tema. Cuando se lo preguntaste tú, se echó a llorar. ¿Lo recuerdas? ¿Y sabes por qué, Karl? Porque al irse de su casa rompió por completo las relaciones con su familia.
Los padres de Gertrude eran judíos alemanes de tercera generación. Su abuelo se enriqueció con el comercio de té y caviar y construyó una magnífica mansión en Schwaben, un barrio residencial de Múnich que en aquel entonces estaba de moda. De la mayoría de aquellas casas antiguas no queda ni rastro, y no por la guerra, sino por la especulación inmobiliaria.
El padre de Gertrude era un médico muy reputado y su madre vivía a todo tren. Ninguno era religioso, así que lo poco que aprendieron sobre religión Gertie y su hermano Heinrich fue lo que les transmitieron la cocinera y las dos doncellas, que eran buenas católicas.
Tu abuela tuvo una infancia feliz. A veces hablaba del gran jardín comunicado por una puerta con un bosquecillo donde en verano Heinrich y ella cogían fresas silvestres. Había además un viejo cedro con un columpio y a ella le encantaba empujar a su hermanito cada vez más alto hasta que se ponía a dar gritos que eran tanto de miedo como de placer. Entonces una doncella salía corriendo de la casa para rescatar al chiquillo.
Recibieron la educación que a la sazón se daba a los alemanes de su clase y generación. En el instituto a ella la castigaban por insolente cuando rechazaba la visión antisemita que el profesor de historia les inculcaba con la mayor naturalidad. El director del instituto escribió una carta bastante subida de tono a su padre, que se lo tomó a la ligera.
—Son unos ignorantes, Gertie —le dijo a su hija—. Reaccionar con enfado es rebajarse a su nivel. Tienes que aprender a controlarte.
—Si es un ignorante —replicó Gertie—, ¿por qué le permiten enseñarnos historia?
Sin saber qué responder, el doctor Meyer sonrió y se mesó la barba. A Gertrude se le iluminaban los ojos cuando recordaba este incidente: la primera ocasión en que se había impuesto en una discusión.
—Esa pregunta no te la puedo responder, Gertie. Pero sencillamente te recomiendo que aprendas lo que te enseñan, pases los exámenes y te prepares para el acceso a la universidad. ¿Crees tú que habría llegado a ser médico si hubiera respondido a todos sus insultos e improperios? El antisemitismo está fuertemente enraizado en su cultura y lo han fusionado con el cristianismo. Con Lutero las cosas empeoraron aún más, pero no hay que darle importancia. No tiene la menor importancia.
Gertie superó los exámenes y, cuando estudiaba su primer año de carrera en la Universidad de Múnich, se enamoró de un compañero llamado David Stein. Hace unos meses, repasando sus papeles, encontré una foto de los dos en sus tiempos de estudiantes.
Stein era un pelirrojo desgreñado de mediana estatura y con los ojos muy vivos. Como era hijo de un ferroviario, en la universidad lo marginaban y lo veían como a un bicho raro: judío y, para colmo, de familia pobre.
Pero la confianza que irradiaba y su capacidad para desdeñar las pullas que le lanzaban continuamente deslumhraban a Gertie. A lo mejor te parece extraño, Karl, pero no olvides que las universidades alemanas eran reductos de la reacción, en las que triunfaron las ideas de Hitler mucho antes de que ascendiera al poder.
Stein tenía verdadero talento para las matemáticas y Gertie siempre se quedó con la impresión de que le habría sido fácil escalar a la cima de su profesión si ella no le hubiera distraído tanto. Pero probablemente también habría sido fácil que, de no haber intervenido el destino encarnado en tu abuela, Stein hubiera acabado sus días en Auschwitz.
Los dos se volvieron inseparables y, poco a poco, empezaron a investigar mutuamente sus emociones y sus cuerpos. Juntos se reían de las normas ortodoxas judías. Aunque la familia de Gertie era totalmente laica, la mesa familiar nunca se vio mancillada por la carne de cerdo. Por su parte, los padres de David eran ateos convencidos y activistas del Partido Socialdemócrata, lo cual no obstaba para que también observaran estrictamente el antiguo tabú relativo a la carne de cerdo.
David y Gertie consolidaron su amor yendo a comprar jamón asado a una carnicería no judía, dirigiéndose al viejo cementerio judío y dando cuenta de su compra sentados en la sepultura del abuelo de David. Al terminar, conminaron al Creador a demostrar su existencia fulminándolos allí mismo con un rayo. El cielo permaneció en calma. Pero Gertie, alterada por la experiencia, vomitó en plena calle. David la ayudó a limpiarse la boca y los dos se echaron a reír. Se habían curado para siempre de todas las supersticiones. Después de este episodio, David se decidió a presentársela a sus padres.
Los Stein vivían en un sótano de dos habitaciones, con una cocina minúscula. Un retrato ajado de Eduard Bernstein decoraba la pared. Cómo han cambiado los tiempos, Karl. En aquella época, se consideraba a Bernstein el padre del pensamiento revisionista. Un chaquetero y un reaccionario que había hecho las paces con los enemigos de su clase. Y esta visión aún prevalecía hace veinte años. Si ahora lees alguna de sus obras y las comparas con los discursos que escriben tus nuevos líderes socialdemócratas, Bernstein te parecerá el máximo exponente de la resistencia, ¡poco menos que un dinosaurio! Claro que han cambiado los tiempos. No sé por qué siempre me sorprendo.
En la pared, junto al retrato de Bernstein, había una fotografía en sepia del padre de David y otros seis hombres, todos vestidos con su mejor ropa de domingo y alardeando de las cadenas de sus relojes de bolsillo. Eran el comité ejecutivo del Sindicato de Trabajadores Ferroviarios de Múnich. El padre de David impresionó vivamente a Gertie, que se hizo asidua visitante de su casa. La política socialista era el tema exclusivo de conversación en aquella cocina. Pese a ser uno de los líderes locales del Partido Socialdemócrata, el padre de David era muy humilde, hablaba serenamente y estaba siempre dispuesto a escuchar a sus adversarios políticos, cuyo número aumentaba a ojos vista en el Sindicato de Trabajadores Ferroviarios.
Estamos en el año 1918. Los aliados habían desmembrado Alemania. Lenin y Trotsky ocupaban el poder en Petrogrado y Moscú. La agitación barría Europa. El káiser había sido derrocado y lojunkers prusianos, los grandes terratenientes, habían entablado conversaciones con los socialdemócratas como única vía para evitar la revolución en Alemania.
Llegó al fin el día en que Gertie estimó imprescindible que David conociera a su familia. Ya que se iban a casar, al menos tendría que presentárselo a sus padres. Era una perspectiva inquietante, dado el abismo que separaba a ambas familias. Y, en efecto, los padres de Gertie ni siquiera trataron de disimular su horror. La mirada viva e inteligente de David no les hizo la menor impresión, y les horrorizaba que su hija pudiera casarse con un pobretón cuyos padres debían de ser judíos recién llegados de Rusia.
El David que veían ellos era un muchacho con pantalones remendados y el calzado hecho trizas, porque Gertie no le había dejado que se pusiera su único traje de chaqueta. Notaron que hablaba con acento plebeyo y, lo que es peor, que su pobreza no le avergonzaba en absoluto. El afable doctor Meyer, y su aún más afable mujer, lo tomaron por un descarado sólo porque David no se mostraba deferente. Así pues, decidieron enseñarle los rudimentos del comportamiento civilizado sometiéndolo a un interrogatorio insolente. ¿Quiénes eran sus padres? ¿De dónde eran? ¿Era socialista su padre? ¿Dónde vivían? ¿Cuánto medía su piso? ¿Cómo había ingresado David en la universidad?
Gertrude se quedó espantada, sin comprender que en realidad sus padres estaban expresando el miedo a lo diferente y preocupados por la posibilidad de perder a su hija. Para ella, estaban dando testimonio de la decadente hipocresía burguesa. Una faceta de sus padres que, según me comentó, hasta entonces había preferido pasar por alto.
David lo encajó con deportividad y respondió todas y cada una de las preguntas con impecable dignidad a la vez que, con la mirada, trataba de advertir a Gertie de que se calmara y evitase por todos los medios montar una rabieta. Pero de nada valieron las advertencias, porque tu abuela se había ido caldeando y estaba a punto de estallar; avergonzada de sus padres, de su casa, de la presencia de doncellas uniformadas que no apartaban los ojos de David, y avergonzada de pertenecer a la familia Meyer.
Nunca más invitó a David a su casa y, en lugar de eso, cada vez pasaba más tiempo con la familia de él. Durante las vacaciones de aquel diciembre apenas salía del sótano de los Stein, y fue allí donde aprendió la importancia que tenía la Revolución Rusa.
En opinión del padre de David, Lenin le venía muy bien a Rusia, un país sin tradición de partidos políticos ni sindicatos, pero el caso era distinto en Alemania. No le hacían ninguna gracia los revolucionarios de la Spartakusbund[3] que habían escindido el Partido Socialdemócrata alemán, llegando a acusar de traición a Karl Kautsky. David señaló que el gran partido alemán había votado a favor de los créditos de guerra del káiser, mientras que el partido ruso, además de negar su apoyo al zar, había indicado a los trabajadores que el verdadero enemigo estaba en casa. Su padre asintió con tristeza. La decisión del SPD de apoyar la guerra también había sido un gran disgusto para él, pero en lo demás no daba su brazo a torcer. Alemania no estaba preparada para una revolución leninista. Su única esperanza eran los viejos métodos ya puestos a prueba por el partido.
—Un viejo proverbio alemán —les dijo una noche herr Stein a David y Gertie— dice que los sombreros de seda son estupendos, siempre que yo tenga el mío. Karl y Rosa no saben por dónde se andan… —según él, los espartaquistas vivían de ilusiones.
Por no disgustar a sus padres, David no les contó que Gertie y él habían comenzado a asistir a un grupo de estudio espartaquista en Múnich. Más que por sus diferencias políticas, no quiso que lo supieran para que no les preocupara que esos nuevos intereses políticos lo apartaran de su carrera universitaria, después de los grandes sacrificios que habían hecho para darle una educación.
Un mes después, en enero de 1919, cuando los paramilitares de los freikorps asesinaron a sangre fría a Rosa Luxemburgo y a Karl Liebknecht en Berlín, toda la familia Stein guardó luto por ellos. ¿Sabías, Karl, que uno de los implicados en el asesinato fue un tal Canaris, que más tarde sería almirante de Hitler y un hombre muy admirado por algunos dirigentes occidentales durante la guerra? Les parecía el hombre adecuado para pactar con él, y no se equivocaban.
Abatido y encolerizado, el padre de David lloró a mares. Había escuchado a Rosa y a Liebknecht en muchos mítines antes del estallido de la guerra, y también había recaudado fondos para ellos cuando los encarcelaron por oponerse a la contienda. No obstante, pese a su admiración por los revolucionarios asesinados, no estaba de acuerdo con que hubieran lanzado una revuelta.
—Soñadores ilusos, eso es lo que eran —les dijo a David y a Gertie, todavía con el rostro bañado en lágrimas—. Los trabajadores les echarán en falta en los años venideros. Rosa tendría que habérselo pensado mejor. Es el momento de actuar, no podemos permanecer inactivos. Si no nos movemos, los junkers acabarán con todos nosotros: espartaquistas, independientes, socialdemócratas. Según ellos, todos estamos cortados por el mismo patrón.
David abrazó a su padre sin decir nada. El viejo Stein se equivocaba, porque los junkers sabían muy bien en qué se distinguían unos grupos de otros. Y el mariscal de campo Von Hindenberg tenía clarísimo que en Friedrich Ebert había encontrado un patriota que no vacilaría a la hora de cumplir su misión. Sin el apoyo de Ebert y de los otros líderes socialdemócratas, Noske y Scheidemann, los junkers no podrían haber sofocado sangrientamente la revuelta de Berlín.
Tal vez, Karl, deberías convencer a la Fundación Ebert de que en 2018 conmemorasen la revuelta y los asesinatos. Tu SPD puede alegar que Ebert es el padre de la democracia alemana. Mi PDS, si aún existe, argumentará que la tragedia de Berlín de 1918 y 1919 despejó el camino para la catástrofe de 1933. Engels comentaba en una carta a un amigo que la historia es el resultado del conflicto entre muchas voluntades individuales, que se ven afectadas de distintas formas por una miríada de diversas condiciones de vida. Y, a menudo, el resultado final no responde a la voluntad de nadie. Creo que es una observación acertada en general, pero Hindenberg y Ebert sabían lo que querían y lo consiguieron: aplastar la revolución berlinesa.
Ya ves, Karl, que mi siglo comenzó con una tragedia y termina en el mismo tono. A los de mi generación nos educaron contándonos que todo habría sido distinto si en Berlín hubiese triunfado la revolución. Quizá te parezca que sigo tratando de agarrarme a un clavo ardiendo, a los escombros de las revoluciones fracasadas. Y puede que no te falte razón. Pero te pido que, aunque sea por un instante, olvides que soy tu padre y me aceptes como el profesor de literatura comparada que te aconseja leer a uno de los grandes novelistas de este siglo.
Pese a que los comisarios de la RDA no miraban con muy buenos ojos a Alfred Dóblin, yo hacía muchas referencias a él en mis clases. Leía pasajes de sus obras, y, en mi tablón de anuncios, colgué, escrita en letras grandes, esta afirmación suya:
«El tema de una novela es la realidad sin cadenas, una realidad que se presenta al lector con absoluta independencia de cualquier curso establecido de sucesos. Juzgar es tarea del lector, no del autor. Hablar de la novelística es hablar de tender capas, de apilar en montones, de revolcarse, de tirar y avanzar a empujones. El teatro trata sobre su magra trama, esa trama siempre desesperadamente presente. El teatro no puede ir sino “¡adelante!”. Pero “¡adelante!” nunca es la consigna de la novela».
Dóblin no sólo es el autor de Berlín, Alexanderplatz. Escribió otras dos novelas épicas. Cuando tengas tiempo, deberías leer Noviembre de 1918. Una revolución alemana, y su continuación, Karl y Rosa: Una tragedia alemana. No soy el único que opina así. Hasta Günter Grass, el poeta lírico de la socialdemocracia alemana, está de acuerdo conmigo sobre Dóblin. Ha reconocido su deuda con él y lo coloca en un pedestal aún más alto que el de Mann, Brecht o Kafka. No sé si a Grass le gustan las novelas que te he recomendado, porque no he leído ningún comentario suyo al respecto, pero eso no debe preocuparte.
Igual que Brecht, Dóblin se refugió en Los Ángeles en los malos tiempos. Trabajó para la Metro Goldwyn Mayer mientras esperaba con impaciencia la caída del Tercer Reich. Brecht regresó al Este, Dóblin al Oeste. Te enterarás de todo esto por sus memorias, Schicksalreise, un libro que me influyó mucho hace treinta años.
Léelo, Karl, lee a Doblin. Será una bocanada de aire fresco después de esos interminables informes del Bundesbank que te están obstruyendo el cerebro. Ya sé que necesitas estudiarlos para transmitírselos a los descerebrados que te dan trabajo, pero concédete un descanso.
Alentados por sus ideales, Gertrude y David Stein, su amante, trazaron planes para escaparse juntos. Tu generación no entiende de estas cosas, pero lo cierto es que durante la mayor parte de este siglo miles de millones de personas se han movido por sus ideales y muchos estaban dispuestos a sacrificar su propio futuro en aras de un mundo mejor.
A David y Gertrude les obsesionaba la suerte que corrían sus camaradas de Berlín. Los supervivientes de la masacre estaban traumatizados, y para reconstruir la organización berlinesa se requería el apoyo de personas de otras ciudades, personas como ellos.
Aún estaban trazando su futuro cuando la revolución estalló en Múnich. Hoy resulta inconcebible que sucediera. ¿En Baviera? ¿En qué Baviera? ¿La región de las cervecerías donde el público de Hitler se emborrachaba a base de odio? ¿Esa región que luego se convertiría en bastión del fascismo? ¿O en la Baviera de posguerra, el feudo de Franz Joseph Strauss? Ninguna de ellas; la Baviera de la que hablo es otra más antigua.
En noviembre de 1918, Kurt Eisner, líder de los socialdemócratas independientes, proclamó la república en Baviera y fue elegido primer ministro. Tres meses más tarde, Eisner fue ejecutado por el conde Arco. Todo el mundo, incluidos los moderados como el padre de David Stein, clamaban venganza. Instaron a los líderes del SPD a actuar, pero se les dijo que dejaran las decisiones en manos con experiencia.
«¡Con experiencia en asesinar!», gritó airadamente el viejo Stein al salir de la sede de su partido en Múnich. Los trabajadores estaban soliviantados, eso sin duda, pero ¿querían una revolución? Eugen Leviné opinaba que no, aunque ésa era precisamente la misión que le había encomendado el Comintern[4] al enviarlo a Múnich para que ayudase a preparar y organizar la revolución.
En Múnich, que estaba lleno de soñadores utópicos, Gertrude y David no se iban a encontrar solos.
Miles de camaradas pretendían como ellos hacerse de inmediato con el poder. ¡Pobre Leviné! El sabía que ese intento estaba condenado al fracaso. Gertrude, que se había medio enamorado de Leviné, solía contar cómo pasaba las noches en blanco tratando de hacerles entrar en razón. Leviné les advirtió de que estaban aislados e intentó que se pospusiera el levantamiento, pero Gertrude y sus amigos eran mayoría.
Cuando en marzo de 1919 se recibió en Munich la noticia de la revuelta de Budapest y de que Bela Kun había proclamado la República Soviética Húngara, David le dijo a Gertrude que había llegado su ocasión de hacer historia, de vengar las muertes de Berlín e impulsar la revolución. Y así fue. Ante el horror de las clases medias y el campesinado católico, se proclamó la República Soviética Bávara.
En Moscú lanzaron las campanas al vuelo. Ni a Lenin ni a Trotsky les faltaba tenacidad, pero sabían que su situación era muy precaria debido al aislamiento. Lenin estaba convencido de que la recién nacida República Soviética tendría una vida breve si en Alemania no se hacía la revolución. Y tenía razón, ¿no es cierto, Karl? Desde el punto de vista histórico, ¿qué son setenta y cinco años? Prácticamente nada. Así pues, Lenin y Trotsky inundaron Múnich de telegramas de solidaridad, confiando en que también cayera Viena. Ya habían encargado a Tukachevsky, el mariscal rojo, ese Tuka a quien tanto quería mi padre, que indagara en las posibilidades militares de abrir un corredor desde la Unión Soviética hasta Baviera. Pero su hombre en Múnich no se dejaba engañar por esas ilusiones: Leviné se despidió de su mujer y de su hijo recién nacido y se preparó para sacrificarse por una causa sin posibilidades de triunfo.
Los junkers podrían haber tomado Múnich sin causar bajas, pero no habría sido un buen método disuasorio de cara al resto del país. Mejor provocar un derramamiento de sangre. Lo mismo pasa en la actualidad, cuando serbios y croatas podrían apoderarse pacíficamente de los pueblos, sin infligir daños a la población civil, pero rara vez lo hacen. Están ávidos de sangre. La biología humana aún no se ha desprendido de ese instinto animal.
El general Von Oven aplastó la República Bávara con brutalidad ejemplar. Sacaron de la cama a sus habitantes para matarlos a tiros o a golpes, violarlos y acuchillarlos. Gertrude huyó a Schwaben, a casa de sus padres. A David le ofreció refugio un profesor suyo. Leviné se ocultó, pensando en su mujer y su niño, aunque luego sólo pudo pensar en cómo huir. Pero fue traicionado, capturado, juzgado y ejecutado. Su juicio constituyó todo un espectáculo. Gertrude, arreglada como una buena fraulein burguesa, asistió a todas las sesiones. Y, hasta el día de su muerte, nunca olvidaría el discurso final de Leviné ante el tribunal. Solía recitármelo cuando era todavía un niño que crecía en lo que algún día sería la Unión Soviética:
Los comunistas somos muertos que están de permiso, soy perfectamente consciente de ello. No sé si me prorrogarán el permiso o si tendré que ir a reunirme con Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. En cualquier caso, aguardo su veredicto con compostura y serenidad interior. Sencillamente, he cumplido mi deber con la Internacional y la revolución mundial…
Esas palabras seguían grabadas en la memoria de tu abuela mucho después de que el sistema al que había vendido su alma hubiese degenerado hasta el punto de resultar irreconocible. Ahora nos dicen que siempre fue igual, pero yo no les creo, Karl, y tú tampoco deberías creerles. Los objetivos eran nobles; utópicos, tal vez, pero malévolos nunca, al menos para la mayoría de los soldados rasos. Si no, serían incomprensibles los motivos de todos los hombres y mujeres que sacrificaron su vida en los primeros años. Para ellos, el mapa del mundo carecía de sentido sin la palabra utopía inscrita en cada continente. Y es la vida de esas personas la que estoy tratando de reconstruir para dártela a conocer.
Leviné fue ejecutado al alba. Hubo que emborrachar a la fuerza a dos soldados del pelotón de fusilamiento para que fueran capaces de apretar el gatillo. Ese mismo día, por la tarde, Gertie les comunicó a sus padres que se había hecho comunista. Nunca olvidaría la expresión de espanto y miedo que transfiguró sus rostros. Su padre salió de la sala y, al cabo de un rato, Gertie oyó cómo le acometía un violento ataque de vómito. Su madre se sentó en una silla y se puso a llorar.
Tenían recogido en casa a Otto Müller, un joven oficial que había sufrido heridas leves en las batallas callejeras. Gertie se quedó contemplando por la ventana el viejo cedro y el columpio, y entonces Müller se le acercó por detrás y le susurró al oído:
—Lo he oído todo. Su decisión me parece admirable. Ojalá yo hubiera estado en el bando de Leviné. No suplicó clemencia y mantuvo la cabeza bien alta ante el pelotón.
El sobresalto inicial de Gertie se transformó en asombro. Si había hombres como él, del bando de los vencedores, capaces de decirle cosas así en aquellos momentos, es que no todo estaba perdido. Es curioso que los incidentes triviales tengan muchas veces efectos trascendentes. Tu abuela estaba convencida de que el gesto de aliento del joven oficial fue decisivo para ella. Muchos años después se topó con Müller en Berlín, donde ejercía de médico. Fue un encuentro fugaz porque, en esos momentos, Müller tenía prisa: estaba ayudando a mandar a Dinamarca el mobiliario de su amigo íntimo de la infancia. Era el año 1933 y su amigo se llamaba Bertolt Brecht.
Una vez que se hubo recuperado, el padre de Gertie le dijo con una voz acerada, aunque trémula:
—Has dejado de ser mi hija.
Su madre guardó silencio. Gertie se retiró a su cuarto a llorar.
—Mutti, mutti —sollozaba—, ¿por qué no has dicho nada? ¿Por qué?
Luego guardó en la maleta algo de ropa, una fotografía enmarcada de Heinrich y ella, sus libros y un pequeño chal verde que había sido de su abuela. Su hermano estaba de viaje con el colegio. Se sentó a escribirle una nota de despedida:
Mi queridísimo Heiny, tengo que irme y te voy a echar muchísimo de menos. No me olvides. Te escribiré para darte mi dirección de Berlín. Muchos besos y un abrazo enorme de tu hermana Gertie, que te quiere.
Salió de su casa y, antes de doblar la esquina desde donde la perdería de vista, sintió un impulso casi irrefrenable de volverse a echar una última ojeada, pero su orgullo la hizo resistir. Más adelante, Heiny le contó por carta que, mientras Gertie abandonaba la casa familiar, su madre la observaba pegada a la ventana, con la cara bañada en lágrimas. Se lo había contado cuando regresó de su viaje. Estoy seguro de que ninguno creía que la ruptura fuese definitiva; y es que no podían imaginar lo que se avecinaba.
Unos años después de la guerra, ya de regreso en Berlín, Gertie quiso visitar Múnich y volver a ver su casa. Aún no habían levantado el Muro y era sencillo viajar entre ambas zonas. Yo tenía once años y me llevó con ella. Guardo un recuerdo muy nítido de nuestro viaje a Schwaben. La casa continuaba en su sitio, tal como era antes. Gertie me abrazó con fuerza y rompió a llorar. Ella, una comunista, había combatido contra los nazis y había sobrevivido. Su padre, un nacionalista alemán convencido, un hombre de derechas, había perecido en los campos de exterminio, con Heiny, su madre y el resto de la familia. Los únicos supervivientes éramos Gertrude y yo. Estuvimos contemplando la casa desde el camino de entrada porque mi madre no se armó del valor necesario para pasar adentro. Cuando giramos en redondo y echamos a andar lentamente hacia la calle, vimos que un anciano con muletas se había detenido a observarnos desde fuera.
—¿Quién es usted? —le preguntó a Gertie.
Ella me apretó la mano con más fuerza y respondió:
—Hace mucho tiempo viví en esta casa.
El hombre se acercó y la miró directamente a los ojos.
—¿Fraulein Gertrude?
Mi madre asintió.
—¿No me ha reconocido? Soy Frank, el jardinero. Solía pasearlos al pequeño Heinrich y a usted cargándolos a la espalda —los ojos se le llenaron de lágrimas.
Gertrude se fundió en un abrazo con él. Cuando al fin se apartó e iba a preguntarle qué había pasado, no fue necesario porque él leyó la pregunta en sus ojos y, moviendo la cabeza de lado a lado, dijo:
—Me alistaron en el 36 y entonces aún seguían aquí. El doctor tenía muchos pacientes influyentes. Los nazis lo respetaban y no habrían cambiado de médico por nada del mundo. Cuando volví en 1942, porque fui de los primeros heridos del frente ruso, ya no quedaba nadie.
Asentimos con la cabeza.
—¿Y la casa, Frank?
—¿Recuerda a aquel médico joven que a veces ayudaba a su padre? Pues se metió en el Partido Nacionalsocialista y ésta fue su recompensa. Se mudó aquí con su familia. Heredó los pacientes, la casa, los muebles, todo. Unos años después le entró miedo y la vendió. Ahora está vacía. Van a demolerla para hacer apartamentos. Sin dejar ni un centímetro de jardín. El médico sigue en Múnich. Es un ciudadano muy distinguido que ha montado una editorial de medicina.
Comimos con Frank en un café. Gertie quería darle algún dinero, pero cayó en la cuenta de que ella también estaba sin blanca.
Ese viaje me vino a la cabeza cuando llegaron los inquisidores de Bonn hace un par de años. Recuerdo la fecha porque coincidió con el cumpleaños de Helge: el seis de abril. Aquellos tres tipos habían venido a examinarme y a dictaminar si era apto para dar clases en la universidad. No les importaba un pimiento que me hubiera opuesto al antiguo régimen, que hubiera protegido a disidentes y distribuido panfletos, que me hubiese manifestado en las calles y hubiera contribuido a derribar el Muro. Si hasta se echaron a reír cuando les enseñé el manifiesto que había ayudado a redactar para el Foro por la Democracia Alemana.
—Palabrería marxista —fue el veredicto de uno de ellos, el pelirrojo.
—Puede que ustedes consiguieran sacar a la gente a la calle, pero luego votaron por el canciller Kohl —me informó uno de sus compañeros en tono cortés.
Hasta ahora no te había hablado de este incidente, Karl, porque me temía que pudieras estar de acuerdo con ellos. Ha sido una equivocación. Perdóname. Sentí ganas de gritarles a aquellos hipócritas, de recordarles Schwaben y preguntar cuándo me iban a devolver la casa de Gertrude. De preguntar por qué el nazi que robó la casa de mis abuelos seguía prosperando mientras a nosotros nos dejaban en el paro. Pero mantuve la calma y les hablé de la inestabilidad de la situación. Les recordé que a los turcos y a los vietnamitas estaban quemándolos vivos en sus casas mientras los ciudadanos de la nueva Alemania presenciaban el espectáculo sin hacer nada y el canciller se lavaba las manos.
—¿Por qué nos detestan tanto a los del este? —les pregunté en un momento dado—. Para nosotros, ni siquiera hay Tratado de Passau.
Se me quedaron mirando con cara de pasmados, sin querer reconocer que no sabían qué era aquel tratado. Fue el único triunfo que me apunté aquel día. Les expliqué que mediante ese tratado de 1552 los luteranos habían aceptado una coexistencia incómoda y desdeñosa con la Iglesia católica.
Estuvieron interrogándome durante tres horas, pero sólo tardaron quince minutos en emitir su veredicto. Me hicieron pasar a la sala de interrogatorios, donde en los viejos tiempos había tenido que afrontar en muchas ocasiones la hostilidad de nuestros propios comisarios ideológicos.
—Siéntese, por favor, profesor Meyer. Tras una meticulosa deliberación, la Comisión ha decidido que no es usted apto para impartir el curso de literatura comparada en la Universidad de Humboldt. Apreciamos su don de lenguas, sus conocimientos de inglés, ruso y chino, y confiamos en que continúe con sus labores de traducción, que son de mucha calidad. Pero la enseñanza, en estas nuevas condiciones, es otra cuestión…
Te escribí unas líneas para informarte de que me habían despedido. Me habría gustado contarte que estaba destrozado por el miedo, atormentado por la inseguridad, desesperado porque volviera tu madre. Eché a caminar sin rumbo por la ciudad, durante horas y horas. Por todas partes había polvo y no quedaba una calle importante sin andamios. Hitler y Speer habrían querido cambiarle el nombre a Berlín y el que más les gustaba era Germania. Berlín volverá a ser la capital de Alemania.
La parte buena es que así volverás aquí, Karl, que abandonarás la Ollenauerstrasse y la placidez del viejo Bonn. Aquí, donde me da la impresión de que los arquitectos quieren regresar al siglo XIX y olvidarse de la existencia de este siglo. Si lo consiguen, destruirán Berlín.
Y yo que soñaba con la reunificación de nuestras dos ciudades después de que la zona occidental llevara tanto tiempo prohibida. ¿Sabes que ahora las sex shops han sustituido a iglesias y capillas? Hay para todos los gustos. En Wedding, adonde fueron Gertrude y David huyendo de Múnich, y que era un reducto de la clase obrera comunista, ahora los empresarios comercian con caprichos exóticos: aves tropicales, polvo de cuerno de rinoceronte, orejas secas de cerdo y mil cosas más.
Berlín es una ciudad descaradamente consumista. El chasis de un viejo Cadillac clavado a unas planchas de hormigón y unos bancos de madera con pechos y penes tallados se consideran arte.
Me asombro a mí mismo echando de menos el Berlín gris, cutre y mojigato donde me crié y te criaste tú.