Vivimos en un vacío desolador ahora que toca a su fin este siglo, cuyos entusiasmos y desencantos he vivido en carne propia. He visto ponerse el sol sobre la tundra helada, y, aunque procuro no lamentarme de mi destino, no siempre lo consigo. Sé lo que estás pensando, Karl. Estás pensando que me merezco el castigo que me ha infligido la historia.
Estás convencido de que esta época ya caduca de utopías genocidas subordinó al ser humano a los ladrillos y al acero, a mastodónticos proyectos hidráulicos, a programas de colectivización descabellados y a cosas aún peores. Que la arquitectura social rebajaba la estatura moral de las personas y aplastaba su espíritu colectivo. No te equivocas mucho, pero la historia es más compleja.
A tu edad, mis padres hablaban sin cesar de los caminos que conducirían al paraíso. Estaban construyendo la gran autopista socialista que serviría de puente para traer el paraíso a la tierra. Ellos se negaron a dejarse humillar en silencio, se negaron a aceptar la insignificancia permanente de los pobres. Qué afortunados fueron, hijo mío, al tener esos sueños y consagrar sus vidas a hacerlos realidad. Qué locos parecen ahora, y no sólo a ti y al mundo que representas; también a los miles de millones de personas que deberían luchar por un mundo mejor pero tienen miedo de soñar.
La esperanza, a diferencia del miedo, no es una emoción pasiva. Exige movimiento, requiere personas activas. Hasta ahora, los pueblos siempre soñaron con la posibilidad de una vida mejor. Esos sueños se han interrumpido de pronto. Ya sé que no es más que un inciso, no el final del camino, pero ya no queda tiempo para convencer de eso al pobre Gerhard, que se ha ido para siempre.
Hay épocas en las que seguir viviendo comporta un esfuerzo colosal para personas como yo. Y lo mismo sucedía en los años treinta. Mi madre me contó que, un año antes de que lo asesinaran los hombres de Stalin, mi padre le dijo: «En tiempos como éstos, es mucho más fácil morir que vivir». Ahora comprendo a qué se refería. La propia vida se me antoja perversa y ser un testigo silencioso de mi decadencia es la peor de las torturas. En fin, pretendía iniciar este relato en un tono más alegre, lo siento.
Tu madre y yo, ella en Dresde y yo en Berlín, nos acercamos uno al otro en busca de una vía de escape para la asfixia que sofocaba a la mayoría de los ciudadanos de la República Democrática Alemana. Añorábamos la anarquía porque nuestro burocrático mundo estaba fundado en el orden. Gerhard y todos nuestros amigos compartían esa misma sensación. Disfrutábamos reuniéndonos hasta altas horas de la noche para hablar del futuro llenos de esperanza, caldeándonos a base de café humeante y vasitos de aguardiente. Nunca nos faltó alegría, ni aun en las épocas más negras. Ni canciones. Ni poesía. Gerhard era un mimo fantástico, y el broche final de las reuniones siempre era su imitación de los miembros del Politburó.
Con tanta ansia anhelábamos la liberación, que durante algún tiempo nos dejamos cegar por los destellos de la videoesfera occidental que camuflaban el paisaje desolado que ahora nos rodea.
El viejo orden poseía cuando menos una virtud. Su mera existencia nos impulsaba a pensar, a rebelarnos, a echar abajo el Muro. Si perdíamos la vida en el intento, la muerte nos alcanzaba como un rayo, era misericordiosamente breve. La nueva uniformidad mata lentamente, fomenta la pasividad. Pero bueno, basta ya de pesimismo.
Esta es la historia de mis padres, Karl. La escribo para ti y para los hijos que confío en que algún día tengas. Alimentamos tu niñez con historias de heroísmo, verdaderas en su mayor parte, pero repetitivas. Por eso, tal vez estas páginas te produzcan el mismo rechazo que a los pobres les inspiraban las patatas.
Desde que te convertiste en un joven culto y prometedor, tu madre y yo fuimos incapaces de lograr que nos abrieras tu corazón, de que nos hablaras de tus preocupaciones, tus miedos, tus fantasías. Ahora entiendo por qué no te avenías a hablar con nosotros. A tus ojos habíamos fracasado, y el fracaso es el peor de los delitos según los jóvenes. Sea cual sea tu veredicto sobre nosotros, me gustaría que leyeras hasta el final estas páginas. A mi edad, el tiempo se precipita en el vacío como una catarata; considera, pues, este deseo como el último favor que te pide el pelmazo de tu padre.
Hace mucho que no compartimos un rato para reírnos de los recuerdos de tu niñez, para contarnos nuestras cosas. Tú ibas al colegio, tu madre aún estaba en casa y el Muro seguía en pie. Para mí, nuestra relación no era sólo la de un padre con su hijo, tenía la sensación de que éramos amigos. Gerhard, la única persona de mi círculo que te inspiraba verdadera simpatía y confianza, comentaba al vernos: «Qué suerte, Vlady, tener un retoño como Karl».
Teníamos nuestras diferencias, claro está, pero yo quería pensar que eran generacionales, edípicas incluso. En los últimos tiempos te burlas de mis ideas, y sé que en una ocasión me llamaste dinosaurio en público. Nací en 1937, no es para tanto, ¿verdad, Karl? Me extrañó que escogieras ese epíteto.
Los dinosaurios continúan obsesionándonos, pese a que desaparecieron hace millones de años. ¿Por qué? Porque los motivos de su extinción quizá sirvan para esclarecer la vida en nuestro planeta. Si hasta se habla de reconstruir genéticamente a un dinosaurio. En resumen, hijo mío: estoy orgulloso de ser un dinosaurio. Esa analogía es más reveladora de lo que crees. Puede que en el fondo aún estemos en el mismo bando.
Mis padres fueron revolucionarios en la época dorada del comunismo y también durante sus años más sangrientos. Yo viví la guerra europea, que ya no es más que un recuerdo remoto, de niño, en Moscú. La mayor parte de mi vida ha transcurrido en el siglo XX. Tú naciste en 1971 y es de esperar que la mayor parte de tu vida transcurra en el siglo XXI. La memoria no te alcanza más allá de la agonía final de la Unión Soviética, la decadencia definitiva del sistema estatal llamado comunismo, de los tiempos en que tu madre y yo trabajábamos por un futuro que nunca llegó y en que se reunificó Alemania.
Y, cómo no, recuerdas que tu madre hizo la maleta y se marchó de casa. Sé que me consideras culpable de nuestra ruptura y de que tu madre aceptara el trabajo que le ofrecieron en Nueva York. Crees que mi aventura con Evelyne fue la gota que colmó el vaso, pero en eso te equivocas. Helge y yo estábamos muy unidos y por encima de esas cosas.
¿Por qué se rompen los matrimonios como el nuestro? Yo creo que teníamos personalidades muy semejantes, que nos parecíamos demasiado en muchas cosas. Nuestra boda fue un acto de autodefensa. Ella necesitaba distanciarse de su familia luterana ortodoxa. Yo necesitaba escapar de Gertrude, mi madre. Cuando las presiones externas desaparecieron, de pronto nuestras vidas se nos antojaban vacías pese al tumulto de las calles. Nos sentimos atrapados en nosotros mismos. Evelyne no fue más que una posdata.
A veces me da la impresión de que también me consideras responsable de los crímenes que se cometieron en nombre del comunismo. Y ahora estás disgustado porque me he afiliado al PDS [1]. ¿Por qué? ¿Por qué?, es como si aún escuchara la voz angustiada con que me hiciste esa pregunta cuando te informé de mi decisión. A mí, que nunca había pertenecido oficialmente al sistema, me daba de pronto por afiliarme a un partido que en tu opinión no es más que una tapadera para los antiguos miembros del aparato comunista.
¿No era más que eso, Karl? ¿O también pensabas que podía repercutir en tu meteórico ascenso en el SPD[2] y en tu futura carrera? ¿Soy injusto? Permíteme decir simplemente que dudo mucho que mi afiliación al PDS te impida formar parte del gobierno del SPD en el nuevo siglo. A juzgar por lo que leo y lo que oigo, creo que llegarás lejos. Ya te has hecho un experto en volver «razonable» el socialismo a ojos de sus enemigos naturales, extirpándole toda su carga subversiva. Mejor eso que abrazar la religión. Si te hubieras hecho cura o teólogo, tu madre y yo te habríamos excomulgado de la iglesia de nuestros corazones.
Te ruego que comprendas esto: cuando llegues a sentarte en la antesala del despacho del primer ministro, el recuerdo del fantasma de la Guerra Fría se habrá desvanecido. Tendrás que enfrentarte a monstruos reales y muy diferentes. Europa y Estados Unidos están plagados de demagogos, todos ellos trabajando en su particular versión de Mein Kampf, aunque su estilo sea diferente. La ferocidad animal de los antiguos fascistas da paso al untuoso paternalismo de sus sucesores.
Me afilié al PDS para protestar contra la ignominiosa situación en que nos hallamos los alemanes del este, para declarar en público que nuestra angustia es digna y demostrar a la gente que quizá haya una vía colectiva para salir de este atolladero. Se han producido más suicidios en Alemania Oriental que en cualquier otro lugar de Europa del Este. No morimos de hambre, pero estamos destrozados psicológicamente. Y es algo que nos afecta a todos, al margen de las siglas a las que prestemos nuestro apoyo o por las que votemos en las elecciones. Conozco a muchos partidarios de nuestro grueso presidente que piensan exactamente como yo.
Los alemanes del oeste creían que todo se arreglaría tan pronto como se destruyera nuestro pasado y se eliminaran los vestigios de la RDA. Qué necedad la de esas mujeres y hombres del oeste. Pensaban que el dinero, su dinero, era la solución mágica. Es el único lenguaje que entienden, y, en cierto modo, es comprensible. A fin de cuentas, en la posguerra tenían la consigna de partirse el espinazo para conseguir dinero y más dinero, pues sólo así se les reconocería su valía. Tanto se enfrascaron en esa tarea, que a muchos de ellos les sirvió de terapia para borrar el recuerdo de su complicidad con el Tercer Reich.
Nosotros no lo teníamos tan fácil. Por muy espantosa y grotesca que fuera la RDA, y no niego que lo fuera del principio al fin, no se puede equiparar al Tercer Reich. Sería absurdo, un insulto para la inteligencia. Tú también lo sabes, y espero que contribuyas a que tus nuevos mentores así lo comprendan.
A lo largo de más de cuarenta años fuimos desarrollando culturas diferentes. Piensa en las lenguas, por ejemplo, en lo distintas que son. La gramática casi se ha olvidado en Alemania Occidental. Los colegios de la RDA eran excesivamente rígidos, pero las guarderías eran excelentes. Y, en cuanto a las universidades, las estructuras pruso-estalinistas ya empezaban a desmoronarse en los años sesenta y setenta.
Tus hijos nunca verán El hombre de arena, que era mucho mejor que esos espantosos programas infantiles estadounidenses que ponen en Alemania Occidental, ¿o seré un viejo chocho que empieza a sacarte de quicio?
Muchos nos alegramos de que el país se haya reunificado, pero nos apena que sea a costa de destruirlo todo. Su nuevo Berlín, el Berlín oficial del nuevo siglo, se está planificando y urbanizando con la idea de borrar toda huella del pasado, de volver a encerrar en su lámpara al genio de la historia. Y, sin embargo, a la vez se están creando las condiciones para que resurja la polarización de antaño. Los ricos del oeste hacen inversiones inmobiliarias para engrosar aún más sus fortunas. Y se traen la toalla y el jabón cuando vienen a alojarse en nuestros hoteles. Nos están imponiendo una nueva hegemonía. Eso sí, tenemos libertad para protestar. Lo cual es un avance.
Recibí una carta de Gerhard al día siguiente de haberme enterado de su suicidio por la radio. Fue una noticia breve: un antiguo catedrático se había ahorcado en el jardín de su casa, en Jena. Sólo eso. Leí y releí su carta. Era mi mejor amigo quien me hablaba. Habíamos pasado juntos una velada no hacía ni dos semanas. Igual que a mí, le habían destituido de su puesto. Gerhard no podía seguir dando clases de matemáticas en la Universidad de Jena debido a sus ideas políticas. Y eso que había celebrado la caída del Muro como el que más.
Pero ¡ay!, el padre de Gerhard fue general de los servicios secretos militares, y los occidentales estaban haciendo una purga para vengarse. Dime una cosa, Karl: ¿de qué vale una Alemania que sentencia a muerte a personas como Gerhard? Cuando te enseñé su carta, lloraste amargamente. ¿Recuerdas su rostro amable y sonriente, despistado muchas veces, tantas otras plagado de incertidumbre, pero nunca reconcentrado en sí mismo ni melancólico?
Al principio es como un ascua. Luego comienza a llamear y se convierte en un fuego. Y ese fuego te incendia el cerebro. ¿Qué sucede entonces? Que se siente un dolor constante. Cuando no logro dominar mentalmente ese dolor, cuando se impone sobre todo lo demás —esperanza, amor, recuerdos agradables, todo—, entonces, cuando se apropia brutalmente del pasado, es cuando se me ocurre pensar en ello. El dolor es persistente. Y en esos momentos, en una hermosa tarde soleada como la de hoy, pienso en la mejor forma de marcharme. ¿Por qué no colgarme del viejo roble del jardín? Un acto semipúblico. Los vecinos lo transmitirán a las autoridades. Al final, Vlady, es la única vía de escape que nos queda. Los de Occidente pretenden hacernos desaparecer. Como si nunca hubiéramos existido. Como si todo hubiera sido una mierda. No puedo vivir en un país donde se vuelve a considerar que los seres humanos son basura desechable […] La pobreza espiritual es peor que la muerte, la decrepitud o el suicidio…
La única imagen que tienes de nosotros, Karl, es la de una generación derrotada cuyo legado está envenenado. Quiero contarte la historia de Ludwik porque es una oportunidad de darte a conocer mejor a tu abuela y a mí mismo. No, espera, no te eches las manos a la cabeza. Puedes ahorrarte la condescendencia y la piedad. Esto no será una autojustificación ni un intento de separarte del sistema al que tan unido estás. Todo se ha vuelto relativo. Me congratulo de que seas socialdemócrata en lugar de democristiano; algún día tendrás que explicarme en qué os distinguís.
Lo que pretendo es rescatar a los personajes de esta historia de las garras de quienes no tienen mayor interés en el pasado que el de justificar su versión del presente. Es el mínimo derecho que nos corresponde a los que nos hemos forjado en las tormentas de fuego de este siglo y hemos sobrevivido a ellas.
Si no quieres leer lo que voy a contar, tal vez guardes estas páginas en el fondo de algún cajón, donde permanecerán hasta que tus hijos, o los hijos de tus hijos, las saquen. Tal vez, cuando llegue al final, el deseo de enviártelas haya desaparecido. Buena parte del relato será producto de mi imaginación; no puedo dejar en blanco los espacios entre los sucesos de los que tengo constancia. Y sin más, con tu permiso, voy a empezar a la manera tradicional.
Había una vez, en la aldea de Pidvocholesk, en la provincia de Galitzia, cinco chicos cuyos nombres comenzaban por L. Sucedía esto en la última década del siglo pasado. Los cinco muchachos se bañaban en las aguas del mismo río, asistían al mismo colegio, perseguían a las mismas chicas e iban creciendo sin que les importara el hecho de que su aldea, situada en la frontera entre los territorios austro-húngaros y los dominios del zar de todas las Rusias, estuviera sujeta a los caprichos del imperialismo y, cada pocos años, cambiara de manos. Esto suponía que debían aprender dos lenguas extra en lugar de una y que les enseñaban a leer a Pushkin y a Goethe en versión original.
Tu abuela, Gertrude, rememoraba a menudo una fotografía que había visto en Moscú. Allí estaban los cinco. Unos muchachos vírgenes e inocentes, chorreando agua de la cabeza a los pies, con gestos traviesos, sorprendidos por la cámara con sus bañadores hasta la rodilla.
Hubo de pasar el tiempo para que Ludwik, Lang (a quien todos llamaban Freddy), Levy, Livitsky y Larin comprendieran que el régimen del zar era mucho más opresivo. Los austriacos habían promovido la construcción de una biblioteca y sala de lectura donde ponían a disposición del público todo tipo de periódicos y revistas alemanas. La sala de lectura se convirtió en lugar de cita hasta para los chavales de la aldea menos interesados en las letras, y la decisión de los rusos de clausurarla encendió los ánimos.
Tres de los cinco Eles, incluido Ludwik, mi padre, eran de origen judío y hablaban yídish. Los otros dos eran de familias campesinas polacas. Todo estaba entremezclado en aquel entonces. Unos hablaban las lenguas de los otros. Para cuando cumplieron los diez años, tu abuelo y sus amigos se expresaban con la misma soltura en alemán, ruso, polaco y yídish.
Los aspectos negativos de los viejos imperios son de todos conocidos, pero también tenían su parte positiva. Servían para unificar a las poblaciones que gobernaban al proporcionarles una lengua común y un enemigo común.
Los chavales que iban creciendo en la pequeña aldea de Pidvocholesk no sospechaban que, al cabo de pocos años, la Primera Guerra Mundial diezmaría su población. Y no es que no fueran conscientes de que les había tocado vivir tiempos turbulentos. La vida en la frontera no suele ser tranquila. Atrae a fugitivos de todo pelaje: delincuentes, exiliados políticos, desertores de diversos ejércitos, parejas jóvenes que huyen de la tiranía paterna y tratan por todos los medios de abrirse camino hacia el Nuevo Mundo.
Los Eles tenían el privilegio de que el padre de Schmelka Livitsky fuera el propietario de la fonda del pueblo. Vestido de negro caftán y con una barba a juego, inspiraba tanto temor como respeto, pero era un hombre benévolo que investía al más rastrero de sus visitantes de una curiosa dignidad. Fue allí donde Ludwik y sus amigos se enteraron a través de unos exiliados polacos de que en San Petersburgo había estallado una revolución contra el zar. Corría el año 1905.
Comprendieron que la revuelta había sido aplastada cuando una nueva oleada de exiliados pasó por la aldea, que volvía a estar en manos austríacas. El lugar donde vivían los cinco Eles no era precisamente Essen, Manchester o Lille, pero incluso, de haber vivido en esas ciudades con sindicatos y reformadores, probablemente el ritmo de los cambios les habría parecido exasperantemente lento. Los habitantes de esta aldea campesina de Europa Central, situada en las márgenes de dos poderosos imperios, eran judíos en un ochenta por ciento, y al principio, recibieron las noticias de San Petersburgo con manifiesta alegría; pero no tardaron en volver a su habitual cautela y pesimismo.
Un soleado día de marzo de 1906, cuando la nieve comenzaba a fundirse, llegó a Pidvocholesk un hombrecillo diminuto de poco más de treinta años y gafas de montura de concha. Era un polaco llamado Adam. Había pasado muchos años en las prisiones del zar y no tenía más aspiración que la de estar tranquilo. Ludwik entabló amistad con él y Adam fue admitido en la sociedad secreta de los cinco Eles en calidad de socio honorario.
Los acompañaba en sus largos paseos por la orilla del río, escuchando su cháchara. El tema estrella eran las chicas de la aldea, seguido a corta distancia por groseros cotilleos sobre el rabino y otros notables del lugar. También les gustaba comparar las atrocidades de sus padres.
Adam escuchaba con paciencia, sonreía mucho, hacía pocas preguntas y no comentaba nada sobre sí mismo. Cuando empezaron a interrogarlo, comprendieron qué vida tan distinta había tenido. La historia de Adam los conmovió. Y cuando él comenzó a plantearles preguntas, los sucesos que antes consideraban naturales cobraron un significado diferente. Por ejemplo, los pogromos.
Ludwik le contó a Adam que hacía unos años había acompañado a su padre a la boda de un tío suyo que vivía en una aldea cercana. Como Pidvocholesk, con una población mayoritariamente judía, solía estar bajo dominio austríaco, allí te sentías seguro. Pero su tío vivía en Rusia. La calle Mayor de aquel pueblo era una especie de abismo insalvable: las casas y tiendas judías se apiñaban a un lado, y en el otro lado vivían todos los demás. Ludwik fue enronqueciendo a medida que rememoraba el miedo que había sentido aquella fría noche de otoño. Era sabbat, las velas estaban encendidas y, al caminar por la calle, se veía un leve resplandor mágico enmarcando las ventanas de las casas judías.
Describió a la congregación que salía de la sinagoga: ancianos encorvados, con la cabeza gacha y los caftanes abiertos. Había también muchachos como Ludwik, que se esforzaban en caminar como hombres. Algunos de los mayores debieron de husmear peligro en el aire porque, sin motivo aparente, quedaron súbitamente en silencio.
Sin previo aviso, un grupo de campesinos capitaneados por curas les cerró el paso, y látigos, hoces, guadañas y palos cayeron sobre sus cabezas como una lluvia inclemente. Un joven y corpulento campesino con bigote fustigó a latigazos a un judío sesentón. Ludwik describió aquel rostro desfigurado por el odio, con los ojos vidriosos, como si el hombre estuviera poseído. Y lo estaba: por el viejo odio que los cristianos sienten por los judíos, que es como un monstruo infernal enviado por el diablo a matar a Cristo y a perseguir a los creyentes a sangre y fuego.
El padre de Ludwik lo agarró de la mano y corrieron sin descanso hasta dejar muy atrás el desastre.
Con la premura por escapar, ni se fijaron en que otro grupo se precipitaba hacia las casas judías y les prendía fuego con las velas del sabbat. Fue un pogromo de pequeñas dimensiones. Aquella noche sólo murieron dos judíos. Ya en el camino de regreso a Pidvocholesk, que quedaba a diecinueve kilómetros, el padre de Ludwik le dijo que no se preocupara. En Lemberg y Kiev las cosas iban mucho peor.
Inspirados por Adam, Ludwik y sus amigos tomaron la resolución de huir de Pidvocholesk. Todos habían sido buenos alumnos en el colegio y sus familias tenían reunido dinero suficiente para enviarlos a la Universidad de Viena. Era el año 1911.
Freddy, Levy y Larin decidieron estudiar medicina. Ludwik, pese a la fuerte oposición de sus padres, que deseaban que se hiciera abogado, se matriculó en literatura alemana y se volvía loco con Heine y escribiendo poesía. Schmelka Livitsky estudiaba matemáticas, pero pasaba casi todo el tiempo tocando el violín.
Al principio se reunían todas las noches en un café para comentar sus experiencias, hablar de su pueblo y quejarse de lo caro que era todo y de lo desgraciados que se sentían. Excepción hecha de Livitsky, ninguno se podía permitir ropa hecha a medida, y apiñados alrededor de una mesa, bebiendo café ruidosamente y hablando en yídish, atraían todas las miradas. Detectaban desaires hasta donde no los había y estaban deseosos de superar su provincianismo de la noche a la mañana.
Aquellas reuniones se fueron distanciando con el paso de las semanas. Estaban muy ocupados con sus estudios y empezaban a hacer nuevas amistades. Al poco tiempo, su contacto quedó limitado a los saludos que intercambiaban de una mesa a otra en sus cafés preferidos.
Viena había hechizado a Ludwik, que quedó atrapado en el asombroso torbellino de la historia. Cada cosa parecía tener su contrario. A los cristianos sociales antisemitas se les oponían los socialistas. Schoenberg había lanzado sus andanadas ultramodernistas contra los valses vieneses y la música establecida, que ya era cosa del pasado. Freud ponía en entredicho la ortodoxia médica.
Arrastrado por el entusiasmo, Ludwick no se daba cuenta de que estaba presenciando ni más ni menos que la desintegración del antiguo orden. A diferencia de la burguesía inglesa y francesa, la élite burguesa austríaca no había logrado integrarse en la aristocracia ni tampoco destruirla. Sencillamente, se hincaba de rodillas y trataba de emular a sus superiores. La autoridad del emperador no era cuestionada, salvo desde abajo: por un lado, se le oponían los protofascistas, y por otro, los socialistas.
Sin comprender a fondo la dinámica de este mundo, Ludwik se refugiaba en la sección cultural de la prensa vienesa. Le atraían el estilo folletinesco y sus máximos exponentes, unos tipos especializados en cultivar sus sentimientos personales y hacer creer a los lectores que estaban brindándoles una penetrante visión de la verdadera naturaleza de la realidad. Todo esto impresionaba a Ludwik, tanto el tono literario como el narcisismo.
Pensaba mucho en su casa. Echaba de menos a su madre y las albóndigas caseras. Añoraba los pastelitos que su tía Galina preparaba en días especiales e incluso extrañaba el desdeñoso tono de voz de su padre. A altas horas de la noche, encerrado en su minúscula habitación, escribía a sus padres cartas en las que imitaba el estilo folletinesco y con las que pretendía deslumhrarles.
Pero, en realidad, les causaba una impresión lamentable con aquel tono falso y superficial. El padre de Ludwik ganaba un sueldo escaso enseñando música a los hijos de los polacos acomodados. Su madre horneaba pan y tartas de queso para la panadería de Pidvocholesk. Enviar a su hijo predilecto a Viena había supuesto un gran esfuerzo para ellos; a su hermano se habían contentado con meterlo de aprendiz con un tío relojero de Varsovia y las cosas no le iban nada mal.
Cualquiera sabe hasta cuándo se habría prolongado esta situación y cómo habrían acabado los cinco Eles de no ser por un par de sucesos que los arrancaron de su obsesiva actitud de mirarse el ombligo y los empujaron hacia la realidad. El primero fue la aparición de Krystina. El segundo, el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Krystina entró en sus vidas en el verano de 1913. Corría el mes de junio, los días eran largos, el cielo azul y las noches suaves. Freddy le echó el ojo una noche en que tomaban refrescos de limón en una terraza. Sus intentos de entablar conversación fueron un rotundo fracaso. Pero Ludwik se fijó en que estaba leyendo un panfleto de Kautsky, se acercó a ella y le preguntó si se lo prestaba un rato. Esta estrategia tuvo más éxito: Krystina accedió a sentarse a su mesa, aunque se negó a que la invitaran al té.
Krystina, que les sacaba unos años, tenía una inteligencia viva y combativa. Era además una chica muy guapa, aunque distante y nada aficionada a los piropos. Se había criado en Varsovia, luego estudió filosofía en Berlín y allí participó en los grupos de estudio organizados por el Partido Socialdemócrata alemán. Al regresar a casa, se afilió al Partido Socialista polaco en la clandestinidad. La seguridad en sí misma que irradiaba se la habían dado cuatro meses pasados en prisión. Eso fue todo lo que les contó de sí misma; cualquier intento de enterarse de su vida personal caía en saco roto. Nunca hablaba de sus padres ni de sus amantes, y ni siquiera estaban seguros de que Krystina fuera su verdadero nombre.
Los cinco Eles se enamoraron de ella. Sí, Ludwik también, aunque más adelante, cuando Lisa, su mujer, le interrogaba sobre Krystina, replicaba quizá con excesiva vehemencia: «Sí, claro que la quiero. ¿Cómo no voy a quererla? Pero no estoy enamorado de ella. Una cosa no tiene nada que ver con la otra».
Una noche, después de varios meses de asistir a grupos de estudio del partido, Krystina los reclutó para la causa del socialismo internacional. Había transformado con una rapidez increíble la percepción que tenían de Viena y del mundo. Krystina les enseñó a no aceptar la vida tal como era y a luchar a brazo partido contra cualquier injusticia. Los hechos consumados no existían para ella. Era posible y necesario cambiarlo todo.
Los cinco chicos de Pidvocholesk pasaron a constituir una célula clandestina del Partido Socialista polaco en el exilio. El cuartito de Krystina se convirtió en su verdadera universidad, aunque ella no les presionó para que abandonaran los estudios académicos, todo lo contrario. El movimiento de la clase obrera necesitaba médicos que tratasen gratuitamente a los pacientes pobres, con lo cual tres de los Eles estaban perfectamente orientados.
Al advertir que Ludwik tenía talento para las lenguas, lo convenció de que diera de lado la literatura alemana para dedicarse a estudiar a fondo alemán, inglés, ruso, francés, español e italiano, hasta dominar los matices de todas esas lenguas. Ludwik opinaba que para eso debía familiarizarse con la literatura de sus culturas, y, durante meses y meses, siempre se le veía absorto en la lectura de novelas europeas en los cafés que frecuentaba.
Nunca habían conocido a una mujer así, que luchaba por un mundo mejor y anteponía ese objetivo a cualquier otro aspecto de su vida. Ella les demostró en qué consistía comprometerse con unos ideales. Además introdujo en sus vidas el sentimiento de aventura: ya no se consideraban simples individuos, sino actores con un papel que desempeñar en el escenario de la historia. En el mundo de hoy todo esto suena muy grandilocuente, pero no siempre ha sido así, pese a que tu generación pretenda olvidarlo. Krystina transformó su visión del mundo al obligarlos a reflexionar sobre la necesidad de cambiar la condición humana, y, desde entonces, nunca volvieron a ver las cosas como antes.
Fue ella quien les dotó de nuevas identidades. Solía llamarlos «mis cinco Eles» y ellos se prestaban gustosos a ser los cinco dedos de su mano. No cabe duda de que fue la poderosa personalidad de Krystina lo que los impulsó hacia la revolución. La desintegración social provocada por la Primera Guerra Mundial hizo el resto.
Imagínatelo, Karl. Los cinco se comprometieron con su época y trabajaron pacientemente por la revolución mundial. En Galitzia las opciones estaban limitadas: ¿el zar o el emperador? Pero Krystina les mostró nuevos horizontes. En su cuartito de Viena, a veces se preguntaban si no serían más que palabras, si la visión utópica de Krystina podría alguna vez hacerse realidad. Ludwik, testigo presencial de un pogromo, dudaba de que los oprimidos llegaran a unirse bajo una bandera común. Con cuánta facilidad habían incitado a aquellos campesinos pobres, polacos y rusos, a matar a los judíos y a quemar sus casas. ¿Sería posible que se emanciparan? No sin un milagro que los despertara de la pasividad deferente en la que dormitaban.
Krystina les escuchaba pacientemente, sonriendo. Esas dudas a las que daba voz Ludwik eran las mismas que la atormentaban a ella años atrás. Durante una de esas sesiones de debate, de pronto oyeron mucho alboroto en la calle. De Sarajevo había llegado la noticia de que el heredero al trono de Austria había sido asesinado por un nacionalista serbio. ¿Quién habría pensado entonces, mi querido Karl, que nuestro siglo de guerras y revoluciones empezaría y concluiría en Sarajevo?
Al estallar el conflicto, las incertidumbres de Ludwik se disiparon. La postura de Krystina estuvo clara desde el primer día. No necesitaba consultar a ninguna autoridad superior. En esa guerra sería criminal no tomar partido. Pero no por el zar ni por el káiser. Las potencias europeas combatían entre sí para decidir quién dominaría el resto del mundo y empleaban a los trabajadores como carne de cañón. Krystina quería que los partidos de trabajadores de toda Europa convocaran una huelga general contra la guerra. No quería que los trabajadores británicos mataran ni fueran muertos por sus compañeros alemanes. «¡Los trabajadores no son de ningún país!», exhortaba a sus conversos con los ojos relucientes.
Los cinco Eles no se dejaron convencer desde el principio. Para ellos, el mayor de los males era el zar ruso. La victoria alemana beneficiaría a los demócratas, liberaría Polonia y otras colonias rusas y… Krystina se enfadaba. ¿Por qué cambiar a un gobernante por otro? La auténtica libertad pasaba por la abolición de todas las monarquías y sus imperios. Durante varios días estuvieron enfrascados en un debate del que salió victoriosa Krystina.
Lo que terminó por convencer a los Eles fue verla sollozar sobre el Die Neue Zeit. Los socialdemócratas alemanes habían votado a favor de los créditos para la guerra en el Bundestag. Sólo Liebknecht votó en contra. La histeria bélica se había apoderado de los trabajadores, y su partido no tuvo la fuerza suficiente para nadar contracorriente. Quizá, sugirió tímidamente Ludwik queriendo tranquilizarla, eso significaba que los trabajadores alemanes sí tenían una patria. Pero la mirada tenebrosa que provocó esa herejía lo obligó a retractarse de inmediato. Ludwik vivía más bajo el influjo de las personas que de las ideas, y su filosofía así lo demostró siempre. Toda su vida estaría dominada por esas influencias.
Una vez tomada la decisión, tuvieron que abandonar Viena a toda prisa, puesto que se había decretado una movilización general. Krystina se los llevó a Varsovia.