Fui también al baño y pensé que no era casualidad que para señalar la puerta correcta (hay puertas incorrectas: la moral en la arquitectura: en el frontis: a la entrada: lasciate omnia ambiguitá voi ch’entrate: no hay puertas equívocas) hayan dibujado con realismo un sombrero de copa. Una chistera. ¿Presentirían mi venida? Se lo dije a Cué por sobre la puerta-vaivén tras la que hacía ruidos de orinar. ¿Qué fue primero el water-closet o el saloon? La respuesta-pregunta a la otra pregunta que era mi respuesta, vino rápida. Sacaba veloz las dos pistolas Wyatt Earpsenio Cué.
—¿Te crees un caballero?
¿Era zurdo? No sé, pero a mí que me llamen Wildbilly Hitchcock.
—No, pero sí un chistoso —me reí con seis balas de risa: torpes, ciegas, implacables estas risas mías, que no me explico cómo daban en el blanco—: Además, no sé qué es peor: si creerse un caballero o un cabalista.
Lo vi salir con las manos en alto y pensé que se rendía. Pero no, fue al lavabo a lavarse y a mirarse en el espejo y a hacerse la raya de nuevo. Era un perfeccionista de la raya al lado. No era zurdo en la vida real, sí en el espejo.
—¿Y tú, no crees en nada?
—Ah, sí. En muchas cosas, casi en todo. Pero no en los números.
—Es porque no sabes ni sumar.
Era verdad. Es verdad que sé sumar apenas.
—¿Pero no dijiste tú que las matemáticas eran como la lotería?
—Las matemáticas sí, pero no unos elementos de aritmética. Había magia numérica antes de Pitágoras y su teorema, mucho antes de los egipcios, seguro.
—Tú crees en las piedras preciosas del collar de Madame Fatalité o en los cálculos en los riñones de Doña Fortuna. Yo creo en otras cosas.
Se miraba al espejo pasándose una mano por los pómulos aguzados por la medianoche, por las mejillas lívidas, por la barbilla partida. Se reconocía.
—¿Es ésta la cara?
¿No lo dije? Heleno de troya, el Eneas de toya, el heno de Pravia, el huno de Toyo, el uno deprávico:
—De un hombre que entró en la selva salvaje a los veintidós años y no era rico al salir. Contradigo viviendo al Tío Ben, que no es el arroz silvestre, que no es el del arroz, Silvestre, sino el hermano de Willy Loman, Ben.
—Ben Trovato. Si no, E. Vero. Sin ningún parentesco con el anterior.
—Tú sabes. Tú sí sabes que he vivido peligrosamente.
—Vives.
—Sí, vivo peligrosamente.
Pobre Nietzsche del pobre. Niche de Cuba.
—Digo que vives, de estar vivo. Vivimos peligrosamente, Arsenio Lupino. Todos vivimos en peligro.
—De muerte. Lo dices porque tenemos que morir.
—De vida. Lo digo por la vida, que hay que vivirla, como tú dices, de todas-todas.
Me miraba y me señaló con el índice del espejo y no supe si fue el izquierdo o el derecho.
—Un contradictorio. ¿Del cine, de la literatura o de la vida real? ¿O hay que esperar todavía, como en los viejos seriales de la Monogram, al último capítulo? ¿Titulado como, Desenmascarado o Evilly the Kid Strikes Back?
Hizo una caricatura de una vuelta de manivela.
—En el cine sí crees.
—Crezco no creo. Crecí en el cine.
Hizo como si escribiera letras invisibles en el espejo.
—¿Y en la literatura?
—Escribo siempre a máquina.
Hizo una mímica exagerada del acto de escribir que más que la caricatura de un escritor era la de una mecanógrafa.
—¿Crees en la escritura o en las escrituras?
—Creo en los escritores.
—Crees, cabrón, en el padre Hugo que está en el Olympio et dans le Tout Parnasse?
—Neverd hear of them.
—Pero crees en la literatura, ¿no?
—¿Y por qué no?
—¿Crees o no crees?
—Sí, sí. Claro que creo. Siempre creí, creeré siempre.
—¿Y qué diferencia hay entre los números y las letras?
—No te olvides que dos de los hombres que más influyeron, han influido, influyen en la historia jamás escribieron una letra, nunca leyeron nada.
Lo miré a través del espejo.
—Por favor, Cué, es viejísimo eso. Cristócrates. Tu dúo se divide, mitosis mítica y mística, en Cristo y en Sócrates. Cuando dices literatura, caro, yo entiendo, siempre, literatura. Es decir, otra historia. Pero aceptando tu proposición puedo preguntarte, ¿dónde estarían El Uno y el otro sin Platón y Pablo?
Entró un hombre ya mayor como si fuera una respuesta.
—Que sais-je? C’est á toi de me dire, mon vieux.
El hombre orinaba y nos miró. Pareció, en un gesto de extrañeza, como si creyera que hablábamos griego o ara-meo. ¿Sería un profeta temprano? ¿O un platónico tardío? ¿Plotino con necesidades corporales?
—Moi? Je n’ai rien á te dire. C’etait moi qui a posé la question.
El hombre dejó de orinar y se volvió a nosotros. Vi que no había guardado todavía. Tenía las manos en alto. De pronto habló y dijo la cosa que más nos podía asombrar en el mundo, si algo nos podía asombrar en este lado del paraíso.
—Il faut vous casser la langue. Á vous deux!
Me cago en Némesis. To defatecate. Era un francés. Un francés borracho. Chovin rouge. Cué se repuso antes que yo y le fue para arriba diciéndole a quién, coño, a quién, y después, como en una versión doble, á qui vieux con á qui dis-moi, y cogió por los brazos y empujó contra los mingitorios al viejo (de pronto el intruso envejeció en el baño) que soltaba borborigmos sorprendidos mai monsieur mais voyons y hacía los gestos de un naufragio en aguas menores. Fue entonces que pensé en intervenir. Aguanté a Cué por las axilas. Parecía estar todavía borracho y el pobre francés a quien convertían la lengua de Moliere en lengua molida, se zafó de aquel triángulo confuso y dando un traspiés o dos salió por la puerta con la chistera. Creo que todavía llevaba colgando dos corbatas. Se lo dije y Arsenio Cué y yo pensamos que nos sacarían del baño directo para el necrocomio. Estábamos muriéndonos de risa.
Cuando salimos no estaba. Creí que Cué se iba, pero solamente se asomó a las puertas-vidriera.
—Todavía llueve, mierda.
Luego se rió y dijo le cabrón est sorti meme sous la pluie. He went wet away singing in the rain. Nos reímos. Regresando a la mesa me preguntó, sobre el hombro, estilo Orson Welles, que tan bien imitaba, truculento como un Arkadin recién afeitado:
—¿Qué te pareció mi anuttara samyak sambodhi?
Quería decir su muerte y su nuevo nacimiento: su resurrección metafísica. Somos todos muy cultos en Cuba, si Cuba es mi grupo de amigos. Sabemos además del peligroso francés, mucho inglés sutil, bastante español tradicional y algún sánscrito de añadidura. Rogué que no hubiera un Bodhidharma entre los parroquianos. Lo miré, también, con cara de sueños.
—No has salido todavía de entre los muertos.
—That’s what you think. ¿Qué eres entonces? Un medium.
—Respóndeme tú primero.
—¿A qué?
—Lo que te pregunté de Vivian.
—No recuerdo.
—Tú sí recuerdas.
—No olvides que tú eres el de la buena memoria, no yo. No recuerdo.
—¿Te acostaste o no te acostaste con Vivian?
Pareció espontáneo o lo parecieron sus gestos.
—Sí.
—Por favor, deja ya los malditos espejuelos. No te hace falta antifaz. Nadie te conoce aquí.
Era verdad. Estábamos solos en el comedor. Había dos o tres clientes sentados en el bar, de espaldas, y la cantante y su pianista acompañante, que no cantaban. Suspendidos por lluvia.
—¿Y ella, era virgen?
—Por favor, yo no me ando fijando en esos detalles. Además fue hace tiempo.
—Sí y en otro lugar y la muchacha está muerta para ti y tú andas por ahí envenenando pozos. Marlowe. El otro Marlowe. Todos los que te conocemos, conocemos tus citas. Se pueden contar.
—No iba a decir eso.
Habló con pena. No creí que fuera por Vivian o por nadie que no se llamara Arsenio Cué y sus alias. Casi me pareció que estuvo a punto de decirme imitando a Tintán, ¡ésa no porque me hiere!
—¿Te acostaste antes que Eribó?
—No lo sé. ¿Cuándo se acostó Eribó con ella?
—No se acostó con ella.
—Entonces tuve que acostarme siempre antes que él.
—Tú sabes lo que quiero decir.
—Sé lo que dices. Lo que oigo.
—¿Te acostaste primero que nadie?
—No le pregunté. No hago nunca esa clase de preguntas.
—Hombre, por favor, tú eres un perro viejo.
—An old hand. Es más elegante.
—Deja ahora el dandysmo. ¿Te acostaste con Vivian primero que nadie?
—Es posible. Pero, de veras, no lo sé. Ella estudia ballet en la escuela, desde niña. Además, estábamos los dos bebidos.
—¿Entonces ella le mintió a Ribot?
—Es posible. Si es verdad lo que él cuenta. Sí, le dijo mentira, qué coño. Las mujeres dicen siempre mentiras. Todas.
Lo que siguió, lo que dijo fue tan asombroso que si no lo hubiera oído pensaría que era mentira. Era la noche de los asombros del blasé.
—«Allzulange war im Weibe ein Sklave und ein Tyrann verstecke —más que la cita en sí la sorpresa vino por su pronunciación alemana, imitada de algún actor. Cuérd Jürgens. —Oder, besten Falles, Kühe». Friedrich Nietzsche, im Also Sprach Zarathustra— iba a decirle, ¡no me jodas!, —diciendo una verdad que necesita su templo, que en la mujer han estado escondidos durante mucho tiempo un esclavo y un tirano, que en el mejor de los casos es una vaca. Eksakto. Vacas, chivas, animales sin alma. Una especie inferior.
—No todas. Tu madre no es una vaca.
—Por favor, Silvestre, qué cantidad de sentimientos previsibles y de lugares comunes y de sensiblería municipal. No me voy a considerar ofendido si es una mentada. No conociste a mi madre. No soy un guagüero o palafrenero, que de ambas maneras puede decirse. Pero me voy a ofender si sigues con éste, esta estúpida inquisición. Sí, me acosté con Vivian, vaya. Í fui el primero que se acostó con ella. Sí le dijo mentira a Eribó.
—¿Aquella noche, la noche que te presenté a Ribot, ya te habías acostado con ella?
—Sí. Creo que sí. Sí. Sí señor.
—¿Cuando tú eras novio de Sibila?
—¡Está bueno ya! Sabes mejor que nadie que no fui novio de Sibila, que nunca soy novio de nadie, que detesto esa palabra tanto como odio la relación, que salía con ella como tú saliste con Vivian aquella noche. Si tuve más suerte que tú no es culpa mía.
¿Será eso? ¿Estaría yo celoso? ¿Era ella mi puzzle de recuerdos que el amor completó?
—Entonces ¿me dejaste en ridículo aquella noche en que yo decía que ella se acostaba y tú viniste con tu teoría de la máquina siempre-virgen de escribir, delante de Ribot?
—Pero, por Dios, ¿tú te creíste eso? No era una dosis para adultos. Estaba destinado al consumo de bongoseros, para no decirle la verdad a ese pobre tipo de Eribó.
—Que era que ya te habías acostado con ella.
—¡No señor! Que era que ella lo estaba usando. Que era que quería darme celos. Que era que ella nunca se acostaría con él porque es mulato, y pobre para colmo. ¿Tú ignoras que Vivian Smith-Corona es una niña de sociedad?
Pobre Arsenyo Yatchcué, ¿eres tú también de sociedad?
—Y se acabó. Fin de acto. Telón rápido.
Se puso de pie. Pidió la cuenta.
—Lo único que te duele es haber quedado en ridículo. Por favor, considera esta frase un epílogo. ¿Sería cierto? Prefiero la tesis del temor al ridículo que la idea del amor por Vivian Smith. Pero no iba a dejarme ganar por Arsenio Cuento. Lo conozco bien. Más bien que el carajo.
—Siéntate, por favor.
—No voy a hablar una palabra más.
—Vas a oír. Soy yo quien va a hablar. Voy a decir la última palabra.
—¿De veras?
Se sentó. Pagó la cuenta y encendió un cigarro en su boquilla negra y plateada. Ahora empezaría a fumar en cadena toda la noche, hasta que llenara el cuarto, el salón comedor, el universo, de humo. Cortinas de. ¿Cómo empezar? Era lo que quise decirle toda la noche, todo el día, desde hace días. Llegó el momento de la verdad. Conozco a Cué. Se sentó nada más que para jugar al ajedrez verbal conmigo.
—Vamos. Te estoy esperando. Pitchea. No quiero bolas de saliva. ¿Qué dije? Un ajedrez popular, el beisbol.
—Te voy a decir el nombre de la mujer del sueño. Se llama Laura.
Esperé que saltara. Lo esperé desde hace semanas, lo esperé todo el día, por la tarde, por la noche temprano. Ya no lo esperaba. Tenía lo que no tienen ustedes para saberlo: su cara frente a la mía.
—Fue ella quien soñó el sueño.
—¿Y?
Me sentí ridículo, más que nunca.
—El sueño, es de ella.
—Ya me lo dijiste. ¿Qué más?
Me quedé callado. Traté de encontrar algo más que refranes y frases hechas, una frase por hacer, palabras, alguna oración regada por aquí y por allá. No era ni pelota ni ajedrez, era armar un rompecabezas. No, un juego de bloques de letras.
—La conocí hace días. Un mes o dos, mejor dicho. Hemos salido, salimos juntos. Pienso, creo. No. Me voy a casar con ella.
—¿Con quién?
Sabía bien con quién. Pero decidí jugar con sus reglas.
—Con Laura.
Hizo un gesto como si no entendiera.
—Laura, Laura Elena, Laura Elena Día.
—Never heard of her.
—Laura Día.
—Díaz.
—Sí, Díaz.
—No, es que estabas diciendo Día. ¿Me sonrojé? ¿Cómo saberlo? Cué no era, por cierto, mi espejo.
—Vete al carajo. A esta hora con clases de dicción.
—Enunciación.
Tu problema es más bien de articulación.
—Al carajo.
—¿Estás molesto?
—¿Yo? ¿Por qué? Al contrario me siento muy bien, muy descansado. Como un hombre sin secreto. Lo que me parece torpe que te quedes ahí, así.
—¿Qué quieres que haga? Está lloviendo.
—Digo, cuando te digo que me pienso casar con Laura y que te quedas ahí así.
—¿Cómo?
—Así, como te quedas.
—No veo por qué tenga que adoptar una posición indicada cuando me dices que te piensas casar. Mientras no sea más que piensas. ¿Estoy bien así de perfil?
—¿Y el nombre? ¿No te dice nada?
—Es un nombre corriente. Debe haber por lo menos diez Laura Díaz en la guía de teléfonos.
—Pero ésta es Laura Díaz.
—Sí, tu prometida.
—No jodas.
—Bueno, tu novia.
—Por favor, Arsenio, me senté aquí a hablar contigo y ni siquiera reacciona. Reaccionas.
—Primo, fui yo quien te arrastró hasta aquí y ahora casi que lo lamento.
¿Era verdad? Por lo menos era verdad que insistió.
—Secundo, me dices que te casas. Que piensas casarte. Te felicito el primero. ¿El primero, creo? Iré a la boda, a lo mejor. Les haré un regalo. Algo apropiado para el hogar. ¿Qué más quieres? Puedo ser tu testigo. Padrino, si la boda es por la iglesia y con tal de que no sea en San Juan de Letrán, que detesto, por lo que sabes: que no tiene campanario y pasan un disco con sonido de campanas por los altavoces: una iglesia radial. Más no puedo hacer, de veras. El resto, mi viejo, tienes que ponerlo tú.
¿Me sonreí? Me sonreí. Me reí.
—Bueno, no hay nada qué hacer.
—Sí, presentarme a la novia.
—Te vas al carajo. Dame un cigarro, anda.
—¿Tú fumando cigarrillos? Ésta es una noche toda llena de revelaciones y de música secreta. Creí que no fumabas más que en pipa o tabacos regalados después del postre y el café.
Lo miré. Miré por sobre su hombro. Una escena. Gente en movimiento. Escampaba. Entraba gente al restorán. Salían. Un camarero echaba aserrín ante la puerta.
Una noche de mil novecientos treinta y siete mi padre me llevaba al cine y pasamos por el gran café del pueblo, El Suizo, de persianas de vaivén en las puertas y mesas de mármol y una escena de odaliscas desnudas en un gran cuadro sobre la barra, cortesía de la cerveza Polar que es la cerveza del pueblo ¡y el pueblo nunca se equivoca!, y un mantecado siempre prometido y merengues como bellas durmientes encerrados en una caja de cristal y pomos con caramelos de colores. Vimos en el piso del portal, esa noche, una cinta de serrín mojado, oscuro. El reguero llegaba al final del corredor y serpeaba por entre comentadores exaltados. En aquel café de Oriente ocurrió un drama del oeste. Un hombre enconado retó a su rival a duelo mortal. Habían sido amigos y ahora eran enemigos y entre ellos había ese odio que hay solamente entre rivales que fueron una vez camaradas. «Te mataré endondequiera», dijo uno de ellos. El otro hombre, más cauto o menos habituado, se preparó con paciencia y con valor y con fe. El primer hombre lo encontró esa noche sentado a la barra, bebiendo un ron suave. Empujó una persiana y casi desde la calle gritó, «Date vuelta, Cholo, que te voy a matar». Disparó. El hombre que se llamaba Cholo sintió un golpe en el pecho y cayó contra el mostrador de zinc al tiempo que sacaba un revólver. Disparó. El rival de la puerta cayó con un tiro en la frente. La bala destinada a Cholo (cosas del azar) se alojó en la funda de plata de sus espejuelos, que llevaba siempre (cosas de la costumbre) dentro del saco, a la izquierda, sobre el corazón. El aserrín disimulaba con piedad higiénica la rencorosa, extraviada sangre del retador, ahora el muerto. Seguimos. Llegamos al cine, mi padre pesaroso, yo excitado. Vimos una vieja película de Ken Maynard que entonces era estreno. La serie de El crótalo. La moraleja estética de esta fábula sangrienta es que Maynard de negro, audaz y certero, El crótalo misterioso, malvado y la muchacha bella y pálida y virtuosa son reales, están vivos. En cambio Cholo y su rival, que eran amigos de mi padre, la sangre en el suelo, el duelo espectacular y torpe pertenecen a las nieblas del sueño y del recuerdo. Algún día escribiré este cuento. Antes se lo conté, así, a Arsenio Cué.
—Pareces Borges —me dijo—. Llámalo Tema del Malo y el Bueno.
No entendió. No podría entender. No comprendió que no era una fábula ética, que lo contaba por contar, por comunicar un recuerdo nítido, que era un ejercicio en nostalgia. Sin rencor al pasado. No podía comprender. En fin.
—¿Qué tomaba Cholo?
—Qué carajo sé yo —le dije.
—¿No sería un licorcito?
—Te digo que no sé.
—No entiendes.
Llamó al camarero.
—¿Sí señor?
—Tráiganos dos de lo que toma Cholo.
—¿Cómo?
Miré. Era otro camarero.
—Dos licorcitos.
—¿Contró, benedictino, maríbrisár? ¿Era otro camarero?
—Lo que haya.
Se fue. Sí era otro. ¿De dónde saldría? ¿De una fábrica que había al fondo? ¿De la chistera?
—¿Cómo se llamaba el muerto?
—No recuerdo.
Me corregí.
—Nunca lo supe. Creo.
Regresó el camarero con dos copetines de un licor que un poeta modernista llamaría de color ambarino.
—A la buena suerte y mejor puntería de Cholo —dijo Cué, levantando su copa. No me reí, pero pensé que quizás comenzaba a comprender y estuve tentado de aceptar el brindis.
—To friendship —dije y bebí el licor de un trago.
Me metí la mano en ese gesto casi histriónico de ir a pagar o de tratar de pagar cuando ya es demasiado tarde y me encontré, al tacto, una visión nueva de billetes, o una visión de nuevos billetes. ¿Se me vio la sorpresa en la cara? Saqué los billetes, todos. Había tres pesos viejos, arrugados renegridos por las caricias interesadas y donde Martí casi parecía Maceo y otros dos billetes, los que Cué quizás habría llamado billetes dulces. Eran dos papeles, blancos, doblados y enseguida pensé que Magalena me dejó una nota. Pero ¿y el otro papel? ¿Un recado de Beba? ¿Una nota de Babel? ¿Un mensaje de García? Los abrí. Mierda.
—¿Qué es? —me preguntó Cué.
—Nada —le dije, queriendo decir algo más.
—Secreticos en reunión…
Le tiré los papeles en la mesa. Los leyó. Los tiró sobre la mesa él también. Los cogí, los hice un rollo y los eché en el cenicero.
—Mierda —dije.
—Ah, qué memoria la tuya —dijo Cué imitando al Indio Bedova—. Debe de ser el aire acondicionado.
Volví a coger los papeles, los alisé sobre el mármol. Supongo que Arsenio Cué no es el último mohicano y que todavía quedan curiosos en el mundo.
NO PUBLICABLE
Silvestre, la traducción de Rine es pésima por no decir otra cosa mayor, que sería una mala palabra. Te ruego que me hagas una versión usando el texto de Rine como materia prima. Te envío también el original en inglés para que veas cómo Rine construyó su metáfrasis, como dirías tú. No te duermas o no duermas con ella. Recuerda que no tenemos cuento para esta semana y entonces no quedará más remedio que meter uno de Cardoso, ese Chéjov del pobre, o de Pita, que no tiene nombre. (A Rine van a pagarle de todas maneras la traducción. ¿Por qué se empeña en usar ese increíble pseudónimo de Rolando R. Pérez?).
GCI
PS, No olvides escribirme la nota de presentación a tiempo. Recuerda lo que pasó la semana pasada. El Dire echaba Fab (nuestro detergente patrocinador) por la boca. Se la entregas a Wangüemert.
12 pts negras
Nota......................
Cuentistas Nort..........
William Campbell, sin ningún parentesco con los famosos fabricantes de sopas enlatadas, nació en 1919 en Bourbon County, Kentucky y ejerció los más variados oficios hasta descubrir su vocación de escritor. Actualmente vive en Nueva Orleans y es profesor de literatura española en la universidad de Baton Rouge, Lousiana. Ha publicado dos novelas de gran éxito («All-Ice Alice» y «Map of the South by a Federal Spy») y cuentos y artículos en las principales revistas de los Estados Unidos. Fue, además, corresponsal volante de Sports Illustrated en el II Havana Rally celebrado recientemente en esta capital. De esas experiencias habaneras ha surgido este delicioso cuento que publicó hace poco la revista Beau Sabreur. Las connotaciones autobiográficas se hacen truco literario de la mejor ley cuando se sabe que Campbell es un soltero empedernido, abstemio convencido y no ha cumplido cuarenta años todavía. Este cuento corto de nombre largo tiene, pues, un doble o triple interés para el aficionado cubano y CARTELES se complace en presentarlo a sus lectores en su primera versión española. Ahora dejamos a unos en manos del otro, y viceversa.
—Mierda —dije.
—¿No puedes llevar la nota mañana?
—Tendré que levantarme al amanecer.
—Por lo menos ya hiciste la traducción.
—Eso espero. —¿Cómo eso esperas?
—No hice otra cosa que coger la traducción de Rine y poner los adjetivos que estaban delante, detrás.
—Y viceversa.
Me sonreí. Cogí los papeles de la mesa, los hice de nuevo una pelota y los tiré a un rincón.
—Al carajo.
—Allá tú —me dijo Cué.
Saqué uno de los billetes y lo puse sobre la mesa. —¿Qué es eso?— preguntó Cué.
—Un peso.
—Eso lo estoy viendo, coño. ¿Qué es lo que haces? – Pagar —le dije.
Se rió en forzadas carcajadas de actor.
—Todavía estás fijado en el recuerdo. —¿Cómo?
—Que eres Cholo, viejito. ¿No oíste lo que dijo camarero?
—No.
—Te acabas de beber la cicuta del cliente. Es un regalo de la casa.
No lo oí.
—¿O estabas pensando en la traición o tradición o traducción de Rine, siempre leal, al pie de la letra así?
—Ya no llueve —fue mi respuesta. Salimos, yéndonos.