XX

Arsenio Cué pidió pollo asado, papas fritas y compota de manzana y ensalada de lechuga. Pedí una hamburguesa y puré y un vaso de leche. Comiendo él hablaba del pollo, que es casi una grosería. Me sentí repetido, de nuevo en Barlovento.

—Se me ocurre —dijo— que hay alguna relación (estrecha) entre la mesa y el sexo, que se comparten los mismos fetichismos en cama y en comida. Cuando era joven o cuando era más joven, cuando era adolescente —dijo adoles-cente—, hace unos años, me encantaba la pechuga y siempre la pedía. Un día una amiga me dijo que los hombres preferían la pechuga y las mujeres el muslo. Ella según parece, comprobaba esa teoría todos los días a la hora del almuerzo. Si ponían pollo en la casa de huéspedes.

—¿Quién se come las alas y el cuello y la molleja?

Era yo, claro. Siempre me dejo llevar por el viento de la conversación.

—No sé. Supongo que ése es el pollo del pobre.

Tengo una hipótesis mejor. Te voy a adelantar una tríada posible Jorge el piloto, el conde Drácula y Oscar Wilde. En ese orden.

Se rió y luego frunció el entrecejo, en la misma mueca. Un acróbata del gesto.

—Pensé que esta mujer decía algo interesante, si era verdad. También pensé que mi amiga (cuyo nombre me reservo porque la conoces), muy poética o muy cursi, andaba leyendo, seguramente, a Virginia Woolf por esos días. Pero hoy recuerdo la conversación con tristeza al ver que prefiero el muslo a la pechuga.

—¿Nos hemos afeminado?

—Me temo algo peor: el ruidoso fracaso de la teoría ante la praxis brutal.

Me llegó el turno de reír y reí con gusto, simplemente. El ángel exterminador no debe tener sentido del humor. Ni él ni nadie. El humor también conduce a lo peor.

—¿Tú sabes que a mí también me gusta más ahora el muslo que la pechuga y que ahora que me gusta el muslo de pollo lo que más miro en las mujeres son las piernas? Es más no hace mucho que soñé que en un banquete especialmente onírico me servían las piernas de Cyd Charisse con papas hervidas.

—¿Qué significarán las papas hervidas?

—No sé. Pero hay cierto método en la idea loca de tu escondida y rubia amiga —me miró sorprendido y se sonrió y estuve a punto de decirle, Elemental, mi querido doctor Cuattson, pero seguí—. Antes me gustaba más la pechuga y por aquel tiempo estaban de moda, en mí, Jane Russell, Kathryn Grayson y, poco después, Marilyn Monroe y Jayne Mansfield y ¡Sabbrina!

—¿Has soñado con alguna de ellas? Pásame el soñador, por favor.

—Hablando de sueños prestados.

Me detuve haciendo como si me interesara el postre. Pedí flan y café después. Cué pidió strawberry shortcake y café. Fue un error el postre. No que pidiera strawberry short-cut, sino que yo imitara el método stanislavskiano de pausas dramáticas, calcado de él et al. Fue entonces que al camarero se le ocurrió preguntar si los señores quieren tomar algún licor después. Yo dije que no.

—¿No tiene Cointreaudictorio?

—¿Cómo dice?

—Que si hay Cointreau.

—Sí señor. ¿Quiere una copita?

—No, tráigame una copita de Cointreau.

—Eso le dije.

—No, usted me preguntó, no me dijo, que si yo quería una copita.

Pero no dijo de qué.

—Como usté preguntó primero por el cuantró.

—Podía ser un amigo.

—¿Cómo dice?

—Déjelo. Es un chiste y además, es personal. Tráigame un benedictino. No un fraile, por favor, sino una copita de licor benedictino.

—Bien señor.

No me reí. No me dio tiempo. Ni siquiera me dio tiempo a recordar lo que hablábamos.

—¿Es Jay Gatsby un contradictorio?

Di una respuesta-reflejo.

—Ni él ni Dick Diver ni Monroe Starr. Ni Scott Fitzgerald. Al contrario, eran muy previsibles. Faulkner tampoco. Curiosamente los únicos verdaderos contradictorios en sus libros son los negros, pero los negros soberbios, como Joe Christmas y Lucas Beauchamp, y, quizás, algunos blancos arribistas o pobres, no Sartoris ni los otros aristócratas, rígidos.

—Ahab, ¿lo era o no lo era?

—No. Billy Budd mucho menos.

—Los únicos contradictorios de la literatura americana son mestizos. O actúan como mestizos.

—No sé qué te lleva a esa conclusión. No lo que yo dije. ¿Qué quiere decir «actuar como mestizo»? Es una extraña mezcla de behaviorismo con prejuicio racial.

—Por favor, Silvestre, estamos hablando de literatu ra, no de sociología. Además, fuiste tú quien dijo que Hemingway era un contradictorio porque era medio indio.

—No dije eso. Ni siquiera dije que Hemingway fuera medio indio, sino que él me dijo en una entrevista que tenía sangre india. ¿Cómo puede ser alguien medio indio? ¿Quieres decir que una mitad era barbuda, blanca y con espejuelos y la otra lampiña, oscura, de pelo negro y vista de águila? ¿Que Ernest era blanco y llevaba sombrero y chaqueta de tweed y Chief Heming Way iba emplumado y fumaba su calumet cuando no empuñaba el tomahawk?

Soy el Perry Mason de los débiles y los camareros y sobre todo, de los camareros débiles. Cué hizo un gesto, que le salió muy profesional, de desespero.

—¿Qué quieres? ¿Que llore contigo? ¿Que me coma un cocodrilo? ¿Que me tome una sopa de pichón?

—No, kronprinz Amled, ésta no es la Gesta Danorum. Pero, déjame decirte, que la noción del contradictorio viene de un libro de sociología. —¿Y eso qué? Estamos hablando de literatura, ¿no?

No quise darle la razón, decirle que me interesa tanto la sociología como a Bustrófedon, ahora, el concepto del ser, confiarle que tal vez estábamos devolviendo la contrariedad a los indios.

—Jugando con la literatura.

—¿Y qué tiene de malo eso?

—La literatura, por supuesto.

—Menos mal. Por un momento, temí que pudieras decir, el juego. ¿Seguimos? —¿Por qué no? Siguiendo te puedo decir que Melville fue un formidable contradictorio y Mark Twain otro, pero Huck Finn no lo es ni Tom Sawyer. Quizás el padre de Huck lo fuera de haberlo conocido mejor.

Y Jim es, siempre, un esclavo. Es decir un anti-contradictorio. Por eso ni Tom ni Huck son contradictorios, porque hubieran estallado al menor contacto con Jim.

—Permiso para un leve sobresalto. (Acento mexicano, please). ¿Ese concepto no es de física post-eisensteiniana mano?

—Sí. A la Edward Fortune Teller. ¿Por qué?

—Por nada. Obrigado. Prosigue la trama.

—El más contradictorio de los americanos contradictorios, ¿no sospechas quién es?

—No me atrevo a hacerlo, por temor a hacer explosión.

—Ezra Pound.

—¿Quién lo diría?

Lo miré. Hice un velero, un vaso con las manos, me la, las llevé a la boca, soplé dentro y luego aspiré. Ritual indio.

—¿Qué pasa?

—¿Te molesta mi aliento?

—No.

—¿Tengo mal aliento?

Lancé vapor de agua humana hacia su cara como cuando uno se arrima a la ventana o se afeita muy cerca del espejo porque los espejuelos se quedaron olvidados en el sueño.

—No. Nada. ¿Puse cara como si?

—No. Fui yo solo. Pensé que me visitaba Hali Tossis, armador griego de los mil barcos botados por culpa de Helen Curtis.

—Tienes el aliento que tengo yo, de comida y bebida y conversadera.

Además, piensa que no hay viento en mi contra.

—Hay alientos que se sienten en todas las posiciones.

—Y algunas veces de perfil.

Nos reímos.

—¿Otro partidito?

—Es mejor que el dominó.

—Por lo menos se puede jugar sin camiseta. Como debe hacer tu padre.

—Él no juega dominó. Ni ningún juego.

—¿Puritano?

—No. Difunto.

Se rió porque sabía que era una broma, como lo era también jurar por las cenizas de mi padre, las del cenicero, de mi padre, que no está muerto ni fuma ni bebe ni juega. ¿Abstemio? No, oriental. Abstemio es este personaje que tengo enfrente. Abstemio Cué.

—¿Tú usas camiseta, Arsenio?

—No, yo no, qué va. ¿Y tú?

—No, yo tampoco. Ni calzoncillos largos.

—Bien bien bien. ¿Seguimos?

—Elige tú que canto yo.

—¿Do cabe Queve-do? También conocido por Qué Vedo. ¿Era don Paco o no era?

—El primer problema está resuelto, como tantos otros, por Borges, que dice que Quevedo no es un escritor sino una literatura. Tampoco es un hombre, es una humanidad. La historia de la España de su tiempo. No es un contradictorio, porque esa historia era contradictoria entonces.

—Entonces ni Cervantes ni Lope fueron contradictorios.

—Lope menos que nadie. El Félix de los ingenios, el más feliz de los genios fue lo contrario de Shakespeare.

—Y de Marlowe.

—Ése es el padre de todos nosotros.

—¿Eres tú un contradictorio?

—Es una figura de retórica.

—¿Quién? ¿Marlowe o tú?

—Mi manera de hablar.

—Ten cuidado. Las maneras de hablar son también modos de escribir.

Terminarás haciendo figuras con la retórica, pajaritas de papel impreso, garabatos, et caetera.

—¿Tú crees también que la retórica es culpable de la mala literatura?

Es como achacarle a la física la caída de los cuerpos.

Pasó la página con la mano en vuelo repetido.

—¿Quiénes son los contradictorios que conoces? Quiero decir, personalmente.

—Tú.

—Lo digo en serio.

—Yo también.

—Yo iba por un caminito.

—Hablo en serio.

—Yo también.

—Tú eres, de veras, un contradictorio.

—Tú también.

—Estoy hablando en serio.

—Yo también. Tienes hasta el requisito de los primeros contradictorios, según tú.

—¿Sí?

La vanidad. Pierde a cualquiera y más a los ya extraviados. ¡Ah Salomón!

—Sí. Eres indio. O medio indio. Perdón, tienes sangre india.

—Y negra y china y, tal vez, blanca.

Se rió. Dijo que no con la cabeza en medio de la risa. ¿Este gesto es posible?

—Eres un maya. Mírate al espejo.

—No, porque entonces seré un aztecué o un incué. No se rió. Debía reírse pero se puso más serio que el caraj o.

—Mira. Ahora mismo lo estás demostrando. Sin necesidad de tener sangre india. Solamente un contradictorio se portaría, se comportaría así.

—¿De veras?

Estaba picado.

—De verdad.

—¿Por qué no escribes un libro, de la Contradicción Considerada Como una de las Bellas Artes?

—Lo cierto es que ni tú ni yo somos contradictorios. Somos idénticos, como dijo tu amiga Irenita.

—¿La misma persona? Una binidad. Dos personas y una sola contradicción verdadera.

Tiré la servilleta sobre la mesa, sin que hubiera nada tras el gesto. Pero hay gestos que obligan y cuando la ser villeta cayó sobre el mantel, blanco sobre blanco, supimos los dos que fue como si arrojara la toalla al ring. La toga allál Rin. La talla al Ringo. El juego había terminado.

—¿Cuándo me das la revancha?

—¿Después de ganarte así, en quince rounds?

—Considéralo un KO-técnico, por favor.

—Está bien, Schmeling Gut. Mañana. Otro día. La temporada que viene. El veinte de jamayo.

—¿Por qué no ahora? Así aprendo.

Bueno, Arsenio Gatsby, más conocido en las tablas del ring como el Gran Cué, tú lo pediste.

—Mejor aprendo yo de ti, Arsenio. Tengo otro juego. Y tú lo conoces mucho mejor que yo.

—Venga de ahí.

—Primero voy a contarte el sueño. ¿Te acuerdas? Hablábamos de sueños.

—De senos.

—De senos y de sueños.

—Lindo título para Thomas Woolf. Of breasts and dreams.

—Vamos hablar de otra literatura, del sueño.

Me detuve. ¿Ustedes conocen ese acto en que de veras uno se detiene en una conversación, sin hablar caminando, que la palabra y el gesto se detienen al mismo tiempo, que la voz se calla y la gesticulación se inmoviliza?

—Déjame, por fa-vor, contarte el sueño que tuvo esta amiga críptica, tan oculta como la tuya y casi tan evidente. Te va a interesar. Es muy parecido al tuyo, el sueño.

—¿Al mío? Fuiste tú quien contó un sueño.

—Hablo del que me contaste esta tarde.

—¿Esta tarde?

—Por el Malecón. Por ese Malecón que pasa muchas veces por el parque Maceo.

Se acordó. No le gustó que lo recordara.

—Es un sueño bíblico á la page. Según tú.

—Este también. Mi amiga, nuestra amiga, contó este sueño.

Sueño de la amiga

Ella dormía. Soñaba. Recuerda que era de noche en la noche del sueño. Sabe que está soñando pero el sueño del sueño le pertenece a otro soñador. Se hace negro muy negro en el sueño. Se despierta del sueño en el sueño y ve en su realidad-sueño que todo está negro. Se asusta. Quiere encender la luz, pero no alcanza el conmutador. Si su brazo se alargara. Pero eso no pasa más que en los sueños y ella está despierta. ¿Lo está? El brazo le crece y crece y atraviesa el cuarto (ella lo siente, cree que lo ve más negro en la negrura del sueño-realidad) pero lento, muy lenta, 1,e, n, t, a, m, e, n, t, e y mientras el brazo viaja hacia la luz en dirección del botón de la luz, alguien, una voz en el sueño, cuenta al revés, del nueve abajo, y justo cuando la cuenta llega al cero su mano alcanza el conmutador y se hace una luz blanca-blanca, increíble, de un blanco terrible, pavoroso. No hay ruido pero teme o sabe que hubo una explosión. Se levanta aterrada y comprueba que sus brazos son de nuevo sus brazos. Quizá el brazo que creció fue otro sueño en el sueño. Pero tiene miedo. Sin saber por qué va al balcón. Lo que ve desde allí es espantoso. Toda La Habana, que es como decir todo el mundo, arde. Los edificios están derruidos, todo es destrucción. La luz de los incendios, de la explosión (ahora está cierta ella de que hubo un estallido apocalíptico: recuerda que en el sueño piensa en esta misma frase) alumbra la escena como si fuera de día. De entre las ruinas sale un jinete. Es una mujer blanca que monta un caballo gris. Galopa hasta el edificio en que estaba el balcón, que por un extraño milagro está intacto, el balcón, colgando entre hierros calcinados y la jineta se detiene bajo el balcón y mira hacia arriba y sonríe. Está desnuda y tiene el pelo largo. ¿Será Lady Godiva? Pero no es ella. Esa jineta, esa pálida mujer es Marilyn Monroe.

(Se despierta).

—¿Qué te parece?

—Tú eres el que interpreta sueños y busca confesiones y trata de curar locos. No yo.

—Pero es interesante.

—Es posible.

—Más interesante todavía es que nuestra amiga, mi amiga, repite el sueño y otras veces es ella misma la que monta el caballo, siempre blanco.

No dijo nada.

—Hay muchas cosas en ese sueño, Arsenio Cué, como lo había en aquel sueño de Lydia Cabrera, que nos contó a ti y a mí, ¿recuerdas?, el día que fuiste a su casa en tu maquinita nueva y te regaló un cauri de protección de amuleto y luego me lo pasaste a mí, porque no creías en la magia de los negros, y que Lydia nos contó que hacía años había soñado con un sol que se levantaba rojo en el horizonte y todo el cielo y la tierra se bañaba en sangre y el sol tenía la cara de Batista y a los pocos días fue el golpe del Diez de Marzo. Eso me recuerda también este sueño, que puede ser premonitorio.

Siguió callado.

—Hay muchas cosas en los sueños, Arsenio Cué.

—Hay más cosas entre el cielo y la tierra, mi querido Silvestre, que las que conoce tu pedantería.

¿Me sonreí? Creo recordar que sí.

—¿Qué quieres tú saber?

Dejé de sonreír. Cué estaba lívido, con la piel pegada al cráneo, de cera. Era una calavera. Un pescado, recordé.

—¿Yo?

—Sí. Tú.

—¿Acerca del sueño?

—No sé. Tú sabrás. Hace rato, horas que te siento, que te veo queriendo decirme algo. Casi se te forman las palabras en la boca. Horita me preguntaste, aprovechando al pseudo-Eribó, algo, creo, sobre Vivian.

—No fui yo quien lo vio.

—Tampoco fuiste tú quien soñó.

—No. No fui yo. Te lo advertí.

Hubo entonces una confusión en el salón y la gente dejó las mesas, las banquetas de la barra y corrieron a la puerta. Cué lanzó una exclamación y se dirigió allá. Me levanté preguntando qué pasa qué.

—Nada, carajo, que eres el gran astrónomo. Mira:

Miré. Llovía. Era un aguacero, un torrente, que caía. Las cataratas del Iguazú. Niágara undoso. Templad Milira. ¿Quién sería Milira? Una amiguita canadiense de Humberedia. Dádmela que siento.

—No tengo la culpa. No soy el Gunga Din de Dios.

—Debía haber subido la capota. ¡Coño!

—Se ocuparán en el parqueo.

—Mierda se ocuparán. Si no voy yo. Eres un ingenuo. Pero regresó a la mesa y se sentó a tomar el café, tan tranquilo.

—¿No vas?

—No qué carajo. Debe ser la fosa de Bartlett lo que hay en el carro ahora. Cuando escampe iré —miró a la calle—. Si escampa. De todas maneras tenemos aquí para rato.

Me senté yo también. Después de todo el carro no era mío.

—Deja el agua —me dijo—. Y óyeme. ¿No querías oír?

Me lo contó todo. O casi todo. El cuento está en la página treinta y ocho. Llegó a los disparos fatales. Hizo una pausa.

—Pero ¿no te hirió?

—Sí, morí aquel día. En realidad yo soy mi fantasma. Espera coño.

Pidió más café. Un tabaco. ¿Quieres? Dos tabacos. Un Romeo para acá y una Julieta para mí. Generoso Cué era su verdadero nombre. Espléndido, con los recuerdos y los tabacos. El final de la historia siguió por fin ahora.

Vi descender del cielo a otro ángel fuerte, envuelto en una nube, que habló con voz de trueno. No oía lo que decía. La voz que habló del cielo habló otra vez conmigo y dijo otra cosa tan nublada como su cabeza entre las nubes. El cielo se aclaró y vi en el centro un sol apagado, primero, y después, en el mismo sitio del cielo, una lámpara, dos lámparas, tres lámparas después, una sola lámpara que era un tubo cónico que pendía de un cielorraso blanco. El ángel tenía en su mano un libro-pistola. ¿Sería San Antón? No era un libro-pistola, ni siquiera un libro, era una pistola, simplemente, larga, que movía frente a mi cara. Pensé que sería un libro porque cada vez que oigo la palabra pistola, echo mano a mi libro.

Las cosas que hace el hambre. Hasta oía lo que dijo.

—Vamos.

—¿A dónde iríamos? ¿Al comedor? ¿A la cama con la ninfa mojada? ¿A la calle y al hambre otra vez? Porque era él y no Él quien hablaba.

—Vamos, vamos —repitió—. Eres muy buen actor. Debías ser artista y no escritor.

Quise explicarle (cosas del hambre) que los escritores hacen los mejores actores, porque escriben sus propios diálogos, pero no me salía una sola palabra de la boca. «Vamos, vamos», dijo el hombre de las sorpresas y del dinero. Habló con voz que parecía de miedo. Pero no era miedo.

—Vamos. Arriba. Tengo un empleo para ti.

Me levanté. Con trabajo pero me levanté, yo solo. Solito.

—Así me gusta. Listo para empezar.

Todavía no podía hablar. Miré al ángel y le di las gracias por no haberme dejado comer el librito, en silencio. Al hombre le hablé con mi voz.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo empiezo a trabajar?

—Ah —se rió—. Verdad. Pasa mañana por el canal.

Me sacudí ese polvo siempre imaginario de los que caen y se levantan, el gesto de Lázaro, y salí. Antes de irme miré al ángel por última vez y le di las gracias de nuevo. Él sabía porqué. Lamenté no haber comido del librito. Por muy amargo que fuera, a mí me habría sabido a ambrosía o a mazapán.

—¿Qué te parece?

—Si es verdad es increíble.

—Punto por punto.

—¡Coño!

—Te voy a ahorrar malas palabras y esfuerzo histriónico. No te contaré el resto.

—Pero ¿las balas? ¿Por qué no moriste? ¿Cómo te salvaste de las heridas?

—Ni una bala me tocó. Te podría decir que tenía mala puntería, pero no es verdad. Salvas. El buen samaritano solamente quería asustarme y de paso, divertirse. Tiempo después me dio explicaciones, me aumentó el sueldo, me hizo primer actor, galán finalmente. Entonces me dijo que quiso darme una lección, pero que la recibió él, en cambio, con el susto que le di.

Ya ves. Justicia Poética. No te olvides que me presenté como vate o trovadour en la corte del rey Candole.

—¿Y la muerte aparente?

—El hambre posiblemente. O el miedo. O mi imaginación.

No me aclaró si fue su imaginación de entonces o la actual.

—O una combinación de las tres cosas.

—¿Y Magalena? ¿Es la misma muchacha? ¿Estás seguro?

—¿Por qué tus preguntas vienen en tres?

—Everything happens in trees, diría Tarzán.

—Tiene que ser la misma. Un poco más vieja, más gastada por los golpes de la vida, de su clase de vida, no envilecida pero sí loca ahora y con esa mancha en la nariz. Eso fue lo que me despistó.

—Me dijo que era cáncer.

—Cáncer mierda. Es un síntoma histérico.

—Puede ser también lupo eritematoso exantemático.

—Del carajo.

Suena a muerte. Me despistó sea lo que sea y eso que estuve mirándola toda la noche.

—Te vi y pensé que te gustaba. Tenía miedo que decidieras cambiar.

La tía o falsa tía no me gusta nada-nada, con todo y lo buena que está.

—¿Gustarme ella? ¿Cuándo tú has visto que me gusten las mulatas?

—Es posible. Es una belleza.

—Era una maravilla antes y no me gustó. No tendría más de 15 años.

—Del carajo.

Pidió otro café. ¿Pensaría pasar la noche en vela? ¿Por qué no tomas té?, le pregunté y pasó por alto mi tono. ¿O no lo tenía la pregunta? Aquí lo hacen muy oscuro y sabe mal. Dice Chesterton que el té, como todo lo que viene de Oriente, es veneno cuando se hace fuerte. ¿Se refería a nuestra provincia?, le pregunté. Se sonrió, pero no dijo nada. Esta vez sí estaba seguro de que yo había cargado el dado. Pero Arsenio Cué estaba más interesado en su poker narrativo que en ningún otro juego en el mundo. Ahora.

—Cuando te dije que te ahorrarías malas palabras no era con la descripción de las maravillas del sexo opuesto, sino exactamente lo contrario. Algunas de ellas no se pueden contar en ninguna parte. Ese día de la gracia se detuvo el tiempo. Al menos, para mí. Después caí en un hueco más hondo que el pozo del sueño, de aquella alucinación, las cosas, ¡las cosas que tuve que hacer, Silvestre, para llegar a ser lo que fui! Si es que fui algo. No las creerías. Por eso no te las cuento. Además serías tú el que vomitarías, a estas alturas no lo voy a hacer yo, con lo que me gusta el pollo. Te hablo así porque dice el maestro Nietzsche que de las cosas realmente importantes no se puede hablar más que cínicamente o con el lenguaje de los niños, y yo no sirvo para balbucear.

Además del cinismo voluntario había auto-conmiseración, una gran piedad, compasión de Arsenio Cué por éuCoinesrA, como él llamaba a su alter ego-ego alterado. Enuco e risa. Sin ueco era. E asir un eco. Esperé que me dijera algo más, pero se calló.

—¿Y Vivian?

Sacó los espejuelos negros y se los puso.

—Deja los espejuelos tranquilos que no hay sol. Ni siquiera es un lugar limpio y bien alumbrado. Mira.

La mesa estaba llena de cenizas y pensé que era su tabaco al descuido. Pero vino volando una mancha negra que creí una mosca de los ojos, primero, y luego una mariposa, un insecto y se posó en una manga. Le di con el dedo y se deshizo. Era un fleco de hollín y me extrañó, porque nunca había visto caer hollín de noche. Me pregunté por qué. Debe ser porque las fábricas no trabajan de noche. Hay algunas que trabajan día y noche. Los ingenios azucareros, por ejemplo, y la Papelera de Puentes Grandes. Volaron más copos de hollín, que cayeron en mi traje y en la camisa y en la mesa y luego rodaron por el suelo, muchos, como una nevada negra.

—Creí que era una mariposa.

—En mi pueblo la llamarían tatagua.

—También en el mío. Aquí las llaman alevillas. Allá dicen que trae mala suerte.

—En Samas dicen lo contrario, que son signo de buena suerte.

—Depende de lo que pase después.

—Tal vez.

No le gustó el escepticismo entre creyentes. Cogí un copo en mi mano y casi brillaba, negro, entre las pálidas rayas de la Vida y la Muerte y la Buena Fortuna, y rodó por el Monte de Venus y cayó al suelo, volando.

—Es hollín.

—Carbono casi puro en copos. Si cristalizara sería un diamante.

Cué hizo un chasquido con lengua, labios, boca.

—Y si mi abuela tuviera ruedas sería un Ford Model T. ¡Coño! —dijo quitándose y poniéndose de nuevo los espejuelos—. Es el agua y el viento que rompieron la chimenea y está volviendo el humo y el hollín a la cocina.

Era cierto y me asombró su inteligencia práctica. Nunca se me ocurriría pensar en la cocina, en la chimenea rota, en la lluvia torrencial que ocurría en otro hemisferio: en asociar el hollín con su productor. Cué, más práctico aun, pragmático, llamó al camarero y se lo dijo, señalando la mesa, que limpió y la puerta de la cocina semiabierta, que cerraron.

—Buen servicio —dijo— el del Club 21.

Recordé que también dentro de él había un loro del pragmatismo: un locutor comercial.

—Tengo las manos sucias —me dijo y se levantó y fue al baño. Fui también al baño y pensé que no era casualidad.