Aquí hace falta aire, dijo Cué y detuvo el carro para quitar la capota. Después bajó por Doce y atravesó Línea y regresamos a los predios o pagos de Moebius, vulgo Malecón arriba y Malecón abajo.
—Lo que hace falta es Bustrófedon —dije.
—Y dale con los locos y los muertos y los grandes ausentes. Has oído demasiados cuentos de aparecidos. Eso es lo que es.
—¿Tú sabes qué son los aparecidos?
Me miró con cara de mandarme al másallá o al carajo y luego hizo un gesto de imposibilidad absoluta. No se podía conmigo.
—Los aparecidos son los desaparecidos que vuelven o que no nos abandonan. ¿No te parece fantástico? Los muertos que no pueden morir. Es decir, los inmortales. Cuando digo fantástico, por favor, quiero decir extraordinario, monumental, grandioso. Famoso, si has estado en Camagüey. O en Argentina.
—Te entiendo, pero, ti prego, entiéndeme tú a mí. Creo haberte dicho que un muerto no es para mí ya más una persona, un ser humano, que es un cadáver, una cosa, peor que un objeto, un trasto inútil, porque no sirve para nada, como no sea podrirse y hacerse cada vez más feo.
Por alguna razón esta conversación lo ponía nervioso.
—¿Por qué no entierras a Bustrófedon? Comienza a apestar.
—¿Tú sabes lo que cuesta un gran muerto?
No entendió. Recité una lista que me sé.
3 tablas de madera de cedro.................. $ 3,00
5 libras de cera amarilla........................... $ 1,00
3 libras de clavos dorados...................... $ 0,45
2 paquetes de puntas de París............... $ 0,40
2 paquetes de velas................................. $ 0,15
Gratificación al que construyó el ataúd... $ 2,00
Total........................................................... $ 7,00
—¿Siete pesos?
Siete pesos fuertes o siete duros tal vez. Habría que contar también el pago a enterradores, sepultureros. Pon diez pesos, once.
—¿Eso costó el entierro de Bustrófedon?
—No, eso costó el entierro de Martí. Triste, ¿verdad?
No dijo nada. No soy, no éramos martianos. En un tiempo admiré mucho a José Martí, pero luego hubo tanta bobería y tal afán de hacerlo un santo y cada cabrón convirtiéndolo en su estandarte, que me disgustaba el mero sonido de la palabra martiano. Era preferible el de marciano. Pero es verdad que es triste, es triste que es verdad, es verdad que es triste que es verdad que está muerto, tanto como Bustrófedon, y eso tiene la muerte, que hace de todos los muertos una sola sombra larga. Eso se llama eternidad.
Mientras la vida nos separa, nos divide, nos individualiza, la muerte nos reúne en un solo muerto grande. Mierda, terminaré siendo el Pascal del pobre. Pascual. Aprovecharé que giró, no sé por qué, en la farola de Neptuno, para dejar para otro día mis preguntas, mi pregunta, la Pregunta. No dejes para mañana lo que puedes hacer pasado. Carpe diem irae. Todo es posponer. La vida propone y Dios dispone y el hombre pospone. Silvestre Pascual. Mierda seca.
—Bueno —le dije— después de esta excursión a la nada, después de esta estación (traduciendo del francés, si me lo permiten y no creo que haya quien lo impida), de esta estancia en el infierno, después de este descenso al Maelstrom, después de esta transculturación, ósmosis o contaminatio, que de todas esas maneras podrías tú decirlo, me voy a soñar pesadillas menos perturbadoras, más inocentes.
—Es muy tarde para el cine y muy temprano para los adioses.
—Dije a soñar pesadillas inofensivas no a tener sueños inquietos. Me voy para casa a dormir, recogido, hecho un ovillo: regreso al útero, viajo al seno materno. Es más cómodo y más seguro y mejor. Es bueno siempre ir atrás. Como dijo un sabio por boca de una reina, así puedes recordar más, porque recuerdas el pasado y el futuro. A mí recordar me gusta más que el mantecado.
—Espera, espera, Rodrigo. La noche es joven, como dice otro sabio por boca de Rine. O como dice Marx, el aire está como vino esta noche. Hay mucho qué ver todavía, gracias a Dios y a Mazda, que no es una divinidad asiria de la luz artificial, como sabes. ¿Qué te parece si comemos?
—No tengo hambre.
—El plato crea al hambre, diría Trimalción. Todavía tenemos parque en la santabárbara fiada. En la grande polvareda no perdimos a Don Rine o al don de Rine. Nos queda para opípara cena, capaz de entusiasmar tanto a Lezama como dejar frío a Piñera. Yo seré el príncipe que tiene la torre abolida. Origen de Nerval.
—De verdad que no tengo ganas.
—Bueno, acompáñame entonces. Olvidarás estas revelaciones cotidianas. Tómate un vaso de agua de Leteo con limón, hielo y azúcar. Leche de amnesia se llama este trago. Después te dejo en la puerta. A dormir, y el día será otro mañana.
—Danke. Muy gentil de tu parte. Pensaba que me dejarías en la boca del metro, subway, tube o subte, que de esas maneras se dice y se hace en los países civilizados. Es decir, donde el frío es de los ricos y de los pobres también.
—Quédate un rato.
—No, tengo ganas de llegar a casa.
—¿No irás a escribir esto ahora?
—No, qué va. Hace rato que no escribo.
—Recuérdame regalarte mañana tan pronto abran el tencén un brazalete de Nussbaum. El prospecto recomienda que es lo mejor que se ha inventado para el calambre de escritor.
—Cabrón, ¿quién te enseñó el recorte?
Tú. Silvestre the First, el que llegó primero, yo-lo-dijeantes-que-Adán, el descubridor que vio a Cuba (Venegas) antes que Cristóforibot, el primer hombre en la luna, el que lo enseña todo aun antes de aprenderlo, el Singular, Top Ba nana, el uno de Plotino, Adán, Nonpareil, el Antiguo, Ichiban, Número Uno, Unamuno. Salve. Yo, el Dos, el Yang de tu Ying, Eng de tu Chan, el Gran Paso, el Discípulo, el Plural, Number Two, Second Banana, Dos Passos, el 2, te saludo, ya que voy a morir. Pero no quiero morir solo. Sigamos siendo, como dijo el iluminado Códac, los gemelos, los Jimaguas ñáñigos de Eribó, dos amigos y ven conmigo.
¿Qué quieren? Soy suceptible al halago. Además, Cué no redujo la velocidad nunca, como siempre. No me iba a tirar.
—Bien, voy contigo. Si me prometes que vamos despacio.
—Da, padrecito. ¿A cuántas verstas por hora? Cogimos aire de paseo y regresamos en la volanta de Cué al Vedado. Le señalé el horizonte.
—Hubiera sido un background Universal Pictures para mi diálogo con Prieta Dubois.
Había una tormenta sobre el horizonte. Le pedí que parqueara y la viéramos bien. Valía la pena y no costaba nada. A Rine le encantaría, aunque le teme a los elementos. Había cincuenta, cien rayos por minuto, pero no se oían los truenos, cuando más, a veces, que no pasaban máquinas, un rumor apagado. Un timbal lejano tocado con baqueta, dijo Héctor Berlioz Cué. (Me reí, pero no le dije de qué). Los rayos volaban del mar al cielo y al revés, en bolas rojas, en flechas de azogue, en rayas blancas, en raíces voladoras blancas azules cegadoras y de cuando en cuando todo el cielo se alumbraba por dos o tres segundos y quedaba oscuro y enseguida una centella sola corría paralela al horizonte hasta que se apagaba o bajaba al mar y hacía una burbuja de luz en las aguas, que estaban quietas y recibían la tempestad con la indiferencia que podían reflejar, de este lado, las luces del puerto. Ahora otra tempestad a la izquierda le servía de espejo al cielo y al mar. Vi otra tempestad y otra y otra más. Había cinco tempestades diferentes en el horizonte.
—Tremenda celebración de algún 4 de julio olvidado —dijo Cué.
—Es la Onda del Este. —¿Qué?
—Se llama la Onda del Este.
—¿Las tormentas tienen nombres ahora, como los ciclones? Es la manía adámica. Muy pronto nombrarán a cada nube.
Me reí.
—No. Es un meteoro que viene desde oriente por toda la costa y se pierde en la corriente o en el golfo. —¿De dónde carajo sacas esa información?
—¿Tú no lees los periódicos?
—Nada más que los cintillos. Dentro de mí hay un analfabeto o un présbita. O tal vez una mujer, como dicen tú y Codac.
—Salió un artículo hace poco sobre este «fenómeno eléctrico», firmado por el ingeniero Millás, capitán de corbeta, director.
—Mérito Naval.
Miramos todavía un rato las tormentas que convertían al cielo y el mar en una versión en myorama del gabinete del doctor Frankenstein.
—¿Qué te parece?
—Que viene de donde nosotros.
—¿Del Johnny’s Dream?
—De Oriente, coño.
—El capitán de corbeta y comandante en tierra, ingeniero Carlos Millás, no se refería a ese oriental natal, sino al más abstracto y original de la rosa de los pedos, vulgo vientos, el que queda exactamente sobre la oreja derecha del Eolo de los mapas.
Arrancó y fuimos a paso de astrónomo tranquilo.
—Me imagino que antes —dijo Cué— pensarían que el infierno salió a coger un poco de aire. ¿Qué dices tú a eso, Antiguo?
—Tenían a Vulcano o Hefestos y una fragua olímpica para explicarlo y aun a Júpiter con su múltiple ira.
—No tan antes, que la historia es tu Malecón del tiempo. En la Edad Media.
—¿Tú no has leído en los libros que ésa era una Edad Oscura? Ni el lujo de alumbrarse con tempestades eléctricas se permitían. Pura vida de carboneros a media noche en un túnel. Supongo que lo explicaban como otra forma de la ira de Dios. No les haría mucha falta después de todo. La Edad Media, recuerda, no llegaba a los trópicos.
—¿Y los indios?
—Nosotros pieles rojas amar praderas de la tierra y del cielo y no preocupar pirotecnia de los dioses.
—Pirotecnia de los dioses. Un indio hablando así. ¿No te da pena?
—Ser Cherokee. Poder permitirme licencias. —¿Eran muy cultos?— ¿Tú no has oído hablar de los contradictorios? – No. ¿Qué eran? ¿Una tribu?
—Una casta dentro de la tribu. Samurai de la pradera. Guerreros que por su bravura en el combate y su destreza con las armas y su pericia sobre el caballo, podían permitirse quebrantar las leyes de la tribu, en la paz. —¿Y la moral?
—Es muy interesante. En serio. Los contradictorios eran grandes jodedores, de bromas macabronas, que siempre hacían lo contrario de lo que se esperaba de ellos. No saludaban a nadie, ni siquiera a los otros contradictorios. Sabían a qué atenerse. Por ejemplo, hay el relato de una vieja que tenía frío y se dirigió a un contradictorio para que le consiguiera una piel con qué calentarse. El contradictorio ni siquiera respondió, como es obligatorio con los ancianos. La vieja volvió a su tienda maldiciendo estos nuevos tiempos en que nadie respeta nada, se acabó la tradición, a dónde vamos a ir a parar nosotros los indios y si estuviera vivo el Jefe Buey en Celo estas cosas no pasarían. Pero pasaron esas cosas y pasó el tiempo y pasó un águila de cabeza calva sobre el campamento. Un amanecer, cuando la vieja se levantó encontró una piel humana ante su tienda. Asqueada y chasqueada se fue a quejar al concejo de ancianos. Los elders se reunieron y dictaminaron castigar. A la anciana! En consideración a su edad, solamente fue un regaño. Insensata (le dijeron, me imagino, el equivalente indio de esa palabra), la culpa es tuya y solamente tuya. ¿No sabes, vieja, que no se puede pedir nada a un contradictorio? Sobre ti y los tuyos caerá la maldición del alma de ese pobre desollado. Justicia india.
—Mu intelesante. ¿Pel-ly Mason conocel caso?
—By heart. Mason es un contradictorio. Como Philip Marlowe. Como Sherlock Holmes. Ningún gran personaje literario ha dejado de serlo. Don Quijote es un tipo ejemplar de contradictorio temprano.
—¿Y tú y yo?
Pensé decirle, Seamos más modestos.
—No somos personajes literarios.
—¿Y cuando escribas estas aventuras nocturnas?
—Tampoco lo seremos. Seré un escriba, otro anotador, el taquígrafo de Dios, pero jamás tu Creador.
—Ésa no es la pregunta. La pregunta es, ¿seremos o no seremos contradictorios?
—Lo sabremos en el último episodio. —¿Es Haulden Coldfiel un contradictorio?
—Desde luego.
—¿Y Jake Barnes?
—A veces. El coronel Cantwell es un buen contradictorio.
Hemingway también.
—Que lo digas.
—Lo entrevisté una vez y me dijo que tenía sangre Chickasaw. ¿O fue Ojibway?
—¿Había contradictorios también en esas tribus?
—Es posible. Todo es posible en la inmensa pradera.
—¿Y en la pradera del pasado, Gargantúa, era contradictorio?
—No, ni Pantagruel tampoco. Rabelais sí. —¿Y Julián Sorel? ¿Creí oír unos puntos suspensivos orales entre la conjunción y el nombre propio, una leve duda, un puente de necesidad y al mismo tiempo miedo, una entonación aventurera? Si no lo oí sí había en la boca de Cué como una sonrisa arcaica.
—No. Sorel es un francés y los franceses se empeñan, como tú bien has visto, en ser racionalistas hasta la locura, voluntariamente anticontradictorios. Ni siquiera Jarry fue un contradictorio. Desde Baudelaire no tienen uno. Breton, que tanto quiso serlo, es lo más lejos que hay del contradictorio, el falso contradictorio. Beyle pudo haberlo sido, si hubiera nacido en Inglaterra, como su amigo Lord Byron.
—¿Y Alphonse Allais?
—Sí Allais: palíndromo de regalo para él.
—Porque te da la gana. —¿Quién inventó el juego?
—Está bien: tú. Pero ahora no te lleves el bate, los guantes y la pelota.
Me sonreí. ¿Fue una sonrisa moderna?
—¿Fue Shelley uno?
—No, pero Mary, su mujer, sí, que fue Mary Shelley la doctora Frankenstein del doctor Frankenstein de Frankenstein.
—¿Eribó es contradictorio?
—Esos saltos no te van a convertir a ti en uno. Cuando más en un preguntón epiléptico.
Sonrió. Sabía. Le entregué mi vaticinio, que llevan un Rx arriba.
—Yo no lo diría. Eribó es un presuntuoso, un suficiente.
—¿Y Ascilto?
Si él saltaba más alto podía hacerlo yo.
—Era un contradictorio. Y Encolpio. Y Gitón también. Trimalción, no.
—¿Y Julio César?
—¡Sí, cómo no! Era un moderno, además. Si estuviera aquí podría hablar con nosotros, sin mucho esfuerzo. Hasta aprendería español. ¿A qué sonará el español con acento latino?
Apareció en sus labios, nítida, la sonrisa arcaica de la escultura griega temprana. Ayudaba la noche y además, estaba de perfil.
—¿Y Calígula?
—Quizás el más grande de todos.
Dimos la vuelta por Paseo y subimos por estas terrazas naturales hechas parque por la historia, que siempre me confunde con su avenida gemela de los Presidentes, y bajamos por Veintitrés hasta La Rampa, torcimos por la calle M y dimos la vuelta al Habana Hilton, subiendo por Veinticinco a coger la calle L hasta Veintiuno.
—Mira —me dijo Cué—, hablando del rey de Roma.
Creí que Cayo César se paseaba por La Rampa en sus cáligas doradas. Era otro moderno, si no que lo digan Hitler y Stalin. Le habría gustado La Rampa y casi no desentonaría. Mucho más lo haría el caballo que nombró primer ministro. Pero no eran ni el César ni Incitator.
—Ahí va el SS Ribot —dijo Cué—, escorado. Debe llevar una doble carga de alcohol y cueros de chivo.
Me señalaba la calle al otro lado, en la acera de enfrente.
—¿El Saint Exupery del son?
—Señor sí.
Miré bien, antes y después de su perfil intruso.
—Ése no es Eribó.
—¿No?
Miró mejor, frenando.
—Tiés razón. No es. Carajo cómo se parece. Ya tú ves, cualquiera tiene su doppelgänger o como tú dices, su robot importado de Marte, ya que aquí todo viene de fuera.
—No se parecen tanto.
—Eso quiere decir que aun el concepto del sosia es relativo. Todo se reduce, en definitiva, a un problema de puntos de vista.
Decidí empezar. Provocando revelaciones artificiales, ya que tan apto era en suscitar las espontáneas.
—Dime una cosa. ¿Tú te acostaste con Vivian?
—¿Vivien Leigh?
—Hablo en serio.
—¿Quieres decir que la noble encarnación primera de Blanche Dubois no es seria?
—En serio que hablo en serio.
—¿Quieres decir, acaso, Vivian Smith-Corona y Álvarez del Real?
—Sí.
Aprovechó que doblaba por Veintiuno y enfiló hacia el Nacional, a todo trapo. El capitán Kuédd. ¿Fue para no responder? Entramos en el ámbito, en el lobby vegetal del hotel.
—¿Dónde quieres comer?
—Recuerda que yo no quería comer.
—¿Te parece bien el Monseñor?
—Voy donde vayas. Considérame tu chaperón espiritual.
Hizo una reverencia.
—Bueno, Vamos al Club 21. Voy a dejar el carro aquí. Siempre es bueno tener un amigo que engorde los caballos de fuerza con su ojo ubicuo.
O bizco, pensé yo. Entramos al parqueo y dejamos el carro bajo una luz. Cué regresó a sacar la llave. Miró al cielo.
—¿Tú crees que llueva, padre Governa?
—No creo. Todavía está la —tempestad sobre el mar.
—Bueno. Supongo que la lectura de partes de guerra hace mejores soldados que el campo de batalla. Andamio.
—Nada hay escrito sobre el tiempo.
Me miró, con la cabeza ladeada, y el entrecejo fruncido en burla, Cuéry Grant.
—Me refiero a la meteorología —le dije.
Pagó a la entrada.
—¿No anda Ramón por aquí?
—Qué Ramón.
—El único Ramón, Ramón García.
—Es que yo también me llamo Ramón, Ramón Suárez.
—Mil perdones. ¿No está el otro Ramón?
—Él anda de alquiler. ¿Lo quería para algo?
Un mensaje a García, pensé y casi lo dije.
—Nada más que saludarlo. Dígale que Arsenio Cué preguntó por él.
—Cué. Está muy bien. Se lo diré mañana o le dejo recado si no lo veo.
—No tiene importancia. No es más que un saludo.
—Será dado.
—Gracias.
—No hay por qué.
Versalles. Si el Nacional hablara. Caminamos bajo las palmeras y me quedé mirando la ninfa que sostiene una copa de agua eterna en la fuente del hotel, desnuda, parada en punta y descalza, rodeada de la noche pero iluminada por un reflector que se empeñaba en hacer notorio un acto de tan evidente ebriedad íntima, casi un narcisismo interior, como la niña que se mira desnuda al espejo del baño y es sorprendida por un ojo vigilante y entrometido, ajeno. Era obsceno.
—Linda, eh. Un poco loca con toda esa agua que bebe que no termina nunca. Alégrate, Silvestre, que Pigmalión y Condillac no anden sueltos. Arrebatada, como todas las mujeres. Además, demasiado limpia para mi gusto. She’s spoiling her flavour.
¿Por qué tenía que afectar esa pronunciación inglesa, jamaicana en último caso?
—Conozco una o dos que no son locas.
—More power to you. Pero redúcete a tus cuarteles. Es un consejo sano. ¿Quién carajo se lo pediría? Señorita Cuerazones Solitarios.
—It’s a watering Lilly —dijo al ver que yo seguía con la vista aquella monada mojada. Lo que no le dije fue que llevaba un ojo cerrado mientras le daba vuelta.
Frente al casino del Capri, Arsenio saludó al cojo de las gardenias y le compró una flor y habló dos o tres cosas con él, que no oí porque no quise.
—¿Tú usas gardenia en la solapa?
—Si ni siquiera tengo solapa.
—¿Qué haces con ella?
—Ayudo a un mutilado.
—De la guerra de la vida.
—Lo mismo haría por Jake Barnes o por el capitán Ahab. Además, horita aparece una corista.
Del sombrero de copa que es la noche saltó un conejo. Una curiel.
Cueriel. Era igualita a la ninfa hidrófila.
—¡Cué, mi vida! ¡Dichosos los ojos!
—Qué hay, ricura. Sirena, te regalo esta flor. Flores para un búcaro.
Te presento, además, un amigo. Silvestre Noche Desán, Irenita Atineri.
—Tú siempre tan galán. Uy qué lindo nombre! Encantada —enseñó sus dientes como un atributo.
—Galán de noche.
—Mucho gusto, bella donna.
—Precioso. Uy si son igualitos.
—¿No sabes decir quién es Cué y quien es Quién? Se rió. Estaba en otro círculo que Magalena y Beba.
—Pero los amo a los dos.
—Por separado —dijo Cué.
Se fue entre besos, risas y ciaos y vengan a verme por las vegas un día. Una de estas noches, dijo Cué y vuelto hacia mí:
—¿Qué te dije?
—Conoces la topografía de tu infierno.
—Eso se llama La Rampa en español. En cubano, perdón.
A la puerta del Club Veintiuno, le dije.
—No consigo quitarme de la cabeza a esa chiquita.
—¿A Irenita?
Lo miré con una de sus miradas tópicas.
—¿A la estatuica? Por favor, Silvestre.
—No jodas.
—Floro es un hombre, te advierto.
—A Magalena, coño. No hago más que pensar en ella. Me hechizó. Es una maga Lena.
Cué se detuvo y se agarró a una columna de la marquesina, como si el muro del jardín fuera el brocal de un pozo.
—Dilo de nuevo.
Me asombró también el tono en que habló.
—Es una maga Lena.
—Repítelo, por favor. El nombre y el título nada más.
—Maga Lena.
—¡Ya sabía yo!
Saltó hacia atrás y se pegó en la frente con la palma de la mano abierta.
—¿Qué pasó?
Nada nada me dijo y entró en el restorán.