Creo que fue entonces cuando nos preguntamos, tácitamente (a la manera de Tácito decía siempre Bustrófedon), por qué hacerlas reír. ¿Qué éramos? ¿Clowns, el primero y el segundo, enterradores entre risas o seres humanos, personas corrientes y molidas, gente? ¿No era fácil enamorarlas? Era, sin duda, lo que ellas esperaban. Cué, más decidido o más ducho, empezó con su Murmullo Número Uno en sí en una esquina y yo le dije a Magalena por qué no salimos.
—¿En dónde?
—Afuera. Solos. Al claro de luna.
No había claro ni siquiera luna nueva, pero el amor está hecho de lugares comunes.
—No sé si Beba.
—¿Por qué no vas a beber?
Perro huevero, aunque esté entre avestruces.
—Digo que no sé si Beba, aquella que etá allí se pondrá braba. ¿Tú entiende?
—No tienes que pedirle permiso.
—Permiso no, ahora. Y luego?
—¿Luego qué?
—Que ella va hablar y comentar y decir bobera.
—¿Y qué?
—Cómo que y qué! Ella me mantiene.
Lo suponía. No lo dije, sino qué interesante poniendo cara interesante a lo Tyrone Cué.
—Ella y su marido me tiene recogida.
—No me tienes que dar explicaciones.
—No son explicaciones, te lo digo para que tú sepa por qué no puedo.
—Tú también tienes tu vida.
Era el truismo contra el altruismo.
—No permitas que vivan tu vida por ti.
Amor versus amor propio.
—No dejes para mañana lo que puedas gozar hoy. Ah «frío epicúreo».
Razón de Cué vence. Hasta en la batalla de los sexos la vanidad es la única arma prohibida. Pareció pensarlo llevada por mi versión cubana del carpe diem o al menos puso cara de pensarlo, que ya es bastante y en el mismo gesto, continuado, miró de reojo a Beba Beneficiencia. Estaba ella en el rincón más oscuro, olvidada y cubierta de polvos Max Fáctor. Ganamos. El viejo Píndaro y yo.
—Etá bien, vaya.
Salimos. Se está mejor al fresco. Gran descubrimiento de los cafés al aire libre. Arriba refulgía en rojo y azul y verde el letrero que decía Johnny’s Dream y se apagaba y encendía. Color exótico. Neon-lit Age. Di un traspiés en una de las oscuridades del anuncio no siempre lumínico, pero mi sentido del ridículo más que del equilibrio lo convirtió en un paso de baile.
—Me deslumbré —dije como explicación. Siempre doy explicaciones. Verbales.
—Etá muy oscuro adentro.
—Eso es lo que no me gusta de los clubes.
Se extrañó. ¿Sería por el singular plural?
—¿No?
—No. Tampoco me gusta el baile. ¿Qué es el baile? Música. Un hombre y una mujer. Abrazándose apretados. En la oscuridad.
No dijo nada.
—Tú debías decir y qué tiene eso de malo —le expliqué.
—No lo encuentro nada malo. Aunque no crea que a mí tampoco que me guta el baile.
—No, que digas, repite: ¿Y qué tiene eso de malo?
—Qué tiene eso de malo.
—La música.
No sirve. Ni siquiera sonrió.
—Es un viejo chiste de Abbott y Costello.
—Quiéne son eso.
—El embajador americano. Es un nombre doble. Como Ortega y Gasset.
—Ah.
Cabrón. Abusando con los más pequeños.
—No. Es otra broma. Son dos cómicos del cine americano.
—No lo conoco.
—Fueron famosos cuando yo era chiquito. Abbott y Costello contra los Fantasmas. Abbott y Costello contra Frankestein, Abbott y Costello contra el Hombre-lobo. Muy cómicos.
Hizo un gesto vago, vago-simpático.
—Tú eras muy chiquita.
—Sí. A lo mejor no había nacío.
—A lo mejor no naciste. Quiero decir, que naciste después, a lo mejor.
—Sí. Como por milnovesiento cuarenta.
—¿No sabes cuándo naciste?
—Más o menos.
—¿Y no tienes miedo?
—Y por qué.
—Deja que lo sepa Cué. Por nada. Por lo menos sabes que naciste.
—¿Estoy aquí no?
—Prueba concluyente. Si estuvieras conmigo en una cama, sería definitiva. Coito ergo sum.
Claro que no entendió. Me pareció que ni siquiera oyó. No tuve tiempo de asombrarme de mi tirada a fondo. Eso pasa cuando se sube un tímido en un trampolín.
—Latín. Quiere decir que si pisas, piensas existes.
Serás hijo de puta!
—Como piensas, estás aquí, caminando, conmigo, bajo el calor de las estrellas.
Si sigues hablando así terminarás, Tú Juana, yo Tartán. Anti-lenguaje.
—Qué complicadera la de ustedes. To lo complican.
—Tienes razón. Toda la.
—Y qué habladera. Habla que te habla.
—Más razón. Te cabe el derecho. Le das en la yema a Descartes.
Dije Des-cartes.
—Sí, lo conoco bien.
Debí pegar un salto. Tan grande como el que dio Arsenio Cué un día en el Mambo Club, una noche, una noche toda llena de putas y de mesa con carteras encima y de música de alas, Alas del Casino, de moda entonces, con una pupila enamorada de su voz, que no hacía más que poner los cinco discos una y otra vez, hasta que no solamente me sabía el final de un disco sino el comienzo del siguiente, empatados, como una sola canción larga. Cué empezó a pedantear como siempre, a hablar con una puta, preciosa, una ricura, y le dijo que yo me llamaba Senofonte y él Cirocué y que vine a combatir junto a él en esta batalla de los sexos, nuestro Mamábasis, y una puta en otra mesa, solitaria, algo vieja (en el Mambo una mujer de treinta años era una anciana, Balzanciana) y ella, de ojos dulces, le preguntó suavemente a Cué, ¿contra Darío Codomano?, y se enfrascó en una larga disertación sobre el Anábasis que casi parecía la retirada de las diez mil putas hacia el mar por lo bien que la conocía y resultó ser una normalista que por azares de la historia (se hacía llamar Alicia, pero nos dijo su verdadero nombre que, cosa curiosa, era Virginia Hubris o Ubría) y de la economía vino a parar en puta hace poco, al revés de las otras, que comenzaban por ahí desde que eran unas niñas ¿y pueden creer que Arsenio Toynbee Cué, más conocido por Darío Cuédomano, dejó a su bombón vestida a medias en su bata de papel plateado y el muy pedante elefantino se acostó con Virginia Ubres, la maestra de historia antigua y media? ¿Qué le enseñaría? Regresé del salto. No habían pasado dos segundos. Teoría de la relatividad extendida al recuerdo.
—Es del tute. Yo sé jugar. Beba me enseñó. Pócar también.
Del carajo. Si los hombres jugaran al bridge como juegan las mujeres al póker. Pócar.
—Sí. Eso mismo.
Decidí cambiar de tema. O mejor, volver a otro tema. Ciclismo. Casar a Mircea Eliade con Bahamonde.
—¿No te gusta el baile?
—No si tú supiera que a mí, poco.
—¿Y eso? Tú tienes cara de gustarte el baile.
Mierda, ésa es una forma de racismo. Fisiognomancia. Merecía que me dijera que se baila con los pies, no con la cara.
—¿Sí? Si tú supiera que de chiquita etaba loca por el baile. Pero ahora, no sé.
—De chiquita no se vale.
Se rió. Ahora sí se rió.
—Mira que utede son raro.
—¿Quién es ustedes?
—Tú y tu amigo ése. Cué. —¿Por qué?
—Porque sí. Son raro. Dicen cosa rara. Hacen la mima raresa. Son igualitos, raros los do. Y hablan y hablan y hablan. Tanta habladera ¿pagué? ¿Sería un crítico literario in disguise? Maga Macarthy.
—Es posible que sea cierto.
—Sí, es así.
Debí poner cara de algo porque añadió:
—Pero tú solo no lo ere tanto.
Menos mal. ¿Es un cumplido?
—Gracias.
—No hay polqué.
Vi que me miraba, fijo, y en la penumbra sus ojos se veían, casi se sentían quemantes, intensos.
—Tú me cai bien.
—¿Sí?
—Sí, de verdá.
Me miraba y se plantó frente a mí mirándome a los ojos y levantó los hombros y el cuello y la cara y abrió la boca y pensé que las mujeres entienden el amor felinamente. ¿Dónde aprendió ese gesto que parecía una actitud de baile? Nadie me lo dijo porque no había nadie. Estábamos solos y le cogí una mano, pero se soltó y al hacerlo me arañó mi mano, sin querer y sin saber.
—Vamo allá.
Señaló con la cabeza la oscuridad de detrás, la orilla. ¿Sería tan tímida? Del otro lado del río brillaban las luces del Malecón. Vi una estrella que cayó al mar por detrás de La Chorrera. Caminamos. Le cogí una mano invisible. Me apretó la mía, fuerte, clavándome sus uñas en la carne, invisibles. Le di vuelta y la besé y sentí su aliento, carnal, más tibio que la noche y el verano y era un vaho, un aura, otro río y llenaba, inundaba el descampado con sus besos sus olores sus ruidos amorosos su perfume salvaje y doméstico (porque sentí algún vago Chanel, Nini Ricci, no sé, no soy experto) y me besó fuertemente, duro, ruda, en la boca, me abrió los labios con su lengua y mordió mis labios, fuera y dentro, las mucosas, la lengua, las encías, buscando algo, mi alma pensé y me clavó las manos que eran ya garras en el cuello y me acordé de Simone Simon no sé por qué, si sé por qué, allí en la oscuridad, y le devolví beso por beso y fueron todos un solo beso y le besé el cuello dráculamente y dijo, gritó sí sí sí, y le abrí la blusa y no tenía ajustadores, sostén o brassieres, también llamados soutiengorges, Georges que era yo encima de ellos y pensé sobre los besos en las caricias de sus manos expertas que guardaron las uñas mientras buscaban una brecha amorosa, ideé que ella soñaba que era una equilibrista sin red y sin Maiden-Form bra esta noche y me reí para dentro mientras para afuera movía mi lengua sobre sus senos desnudos (por poco digo dormidos) y sobre los botones, que eran dos y dos se me escapaban no como peces sino como pezones sorprendidos, y regresé por el mismo camino lentamente, del cuello hacia mi casa de su boca y la besé de nuevo, nuevamente, y ella había encontrado su ruta, su camino interior y
Se separó brusca. Miraba detrás de mí y creí que venía alguien y pensé que ella podía ver en la oscuridad y me pregunté si tendría manchas o pintas o rayas y me dije, ha vuelto a ser toda negra y como seguía mirando fijamente pensé que era Beba. No, no era Beba. No era nadie. No venía nadie. Personne. Nessuno. Nada.
—¿Qué pasa?
Miraba detrás de mí todavía, di una vuelta, rápida, en redondo, y detrás de mí no había nadie, nada, la noche, la oscuridad, las sombras solamente. Sentí miedo o por lo menos frío y había calor, mucho, a la orilla del río.
—¿Qué pasó?
Estaba en trance, hipnotizada por algo que yo no podía ver, que no vería, que nunca veré. Marcianos en la orilla. ¿Vendrían en bote? Mierda, ni los marcianos podrían ver en esta oscuridad. Casi no la veo a ella. La sacudí por los hombros invisibles. Pero no salía del trance. Pensé darle una bofetada. Al tacto. Es fácil pegarles a las mujeres. Además siempre salen así del trance. En las películas. ¿Y si me devolvía el golpe? Quizás no fuera una cristiana. Desistí, no quiero peleas confusas en la oscuridad. Volví a sacudirla por los hombros.
—¿Qué te pasa?
Dio un tirón y al mismo tiempo tropezó y cayó sobre algo oscuro que abultaba debajo, a un lado de nosotros. Tierra de cuando terminaron el túnel, apilada. Tierra y tal vez fango. El río está ahí mismo. Podía oír el agua batiendo contra su respiración, que es una imagen que no tiene lógica, pero ¿qué quieren?, nada tenía lógica entonces. En estos momentos la lógica se fuga con el valor y el calor, por algún poro del cuerpo. La levanté por los brazos y vi que no me miraba todavía. Es asombrosa la cantidad de cosas que se pueden ver en la oscuridad cuando uno está dentro de ella. No me miraba, no, pero ya no era una mirada perdida buscando nadie en la nada.
—¿Qué fue?
Me miró, ¿qué será?
—¿Qué era?
—Nada.
Empezó a sollozar, tapándose la cara. No tenía necesidad, la oscuridad era un buen pañuelo. Quizás no se cubriera los ojos de adentro para afuera sino al revés, los protegía. Le quité las manos.
—¿Qué es?
Cerraba los ojos y apretaba los labios y toda su cara era una mueca oscura en la noche. Del carajo. Tengo espejuelos de lince. Mejor de búho. Soy la lechuza del alma.
—¿Qué coño pasa? ¿Las malas palabras serán mágicas? Algo conjurarán, porque empezó a hablar desata furiosa desaforadamente, ganándonos a Cué y a mí, porque hablaba con una violencia interna, vehemente, tartajeando las palabras.
—No quiero. No. No. No quiero ir. No quiero volver.
—¿A dónde? ¿A dónde no quieres volver? ¿Al Johnny’s?
—A casa de Beba, no quiero regresar con ella, ella me pega y me encierra y no me deja hablar con nadie pero con nadie, por favor no me dejes regresar, no quiero volver, me encierra en un cuarto oscuro y no me da ni agua ni comida ni nada y me pega cuando abre o si abre la puerta y me coge mirando por la ventana me amarra a la pata de la cama y me pega duro durísimo y me paso días enteros semanas sin comer, no me ves más flaca. No. No quiero volver coño no quiero regresar con ella. Es una fresca. Abusa de mí y deja que él también abuse de mí y no son nada mío para andar con esa frescura y no quiero y no quiero y no quiero. Vaya. No vuelvo. Me quedo contigo. Verdá que me vas a dejar que me quede contigo. No regreso. No dejes que me hagan regresar.
Me miraba con los ojos botados y se soltó de mí y echó a correr, rumbo al río, creo. La alcancé y la sujeté bien. No soy fuerte, más bien soy gordo, de manera que estaba jadeando mientras la sujetaba, pero ella tampoco era muy fuerte. Se serenó, pareció componerse y volvió a mirar por sobre mi hombro, que no es difícil, ahora buscando algo concreto, preciso. Lo encontró. En la oscuridad.
—Ahí vienen —me dijo. Los marcianos coño. Eran Cué y Beba. Era un solo marciano. Beba sola. Gritando, ¿qué pasa ahí?
—Nada. Nada.
—¿Pasó algo?
—No —dije yo—. Caminábamos por aquí y estaba oscuro y Magalena dio un tropezón. Pero no se hizo nada.
Vino más cerca y la miró / nos miró / la miró. Otra fiera nocturna.
Podía traspasarte con su mirada en noche oscura. Gorgona pura.
—¿Y no estuvo haciendo cuento? Ella tiene manía dramática.
Del carajo. Manía dramática. Preciosa nomenclatura. Sabiduría única.
—No, no dije nada. Te lo juro. Ni hablamos. Pregúntaselo a él. ¿Cómo coño? Yo, de testigo. Mierda. ¿En qué quedamos? ¿Quieres o no quieres?
—¿Qué es lo que pasa ahí?
Cue. Salvador. Cué. Conocía su voz, voz amiga, voz eterna.
—Nada. Magalena que se cayó.
—A quoi bon la force si la vaseline suffit —dijo Cué.
Ellas no dijeron nada, parecía que no existían, silentes en la oscuridad. Shakuéspeare tiró la cosa a broma, definitivamente.
—Envainad vuestras espadas, no sea que os las enmohezca el rocío de la noche y del río, y volvamos todos al castillo.
Regresamos al club. ¿El Sueño de Juanito, eh? Mierda. La pesadilla sin aire acondicionado. Al pasar por mi lado ella me dijo (bajito) por favor. No dejes que me lleve. Ten piedá y se juntó a Beba Martínez o como carajo se llamara. Fueron directo al baño y aproveché para contárselo todo a Cué.
—Hermano, santas y buenas noches —me dijo—. Lo siento por ti. Tienes suerte. Te tropezaste con una loca. La tía, porque es su tía, aunque tú no lo creas yo lo creo porque es más fácil que sea su tía que otra cosa cualquiera. La gente común y corriente es más bien simple, el barroquismo viene con la cultura. ¿Por qué iba a decir que es su tía, si no lo es? Su tía, pues, me lo explicó todo cuando estaban ustedes fuera. Al verlos salir se inquietó por ti. La chiquita es una loca peligrosa, que ha atacado gente y todo. Ha estado bajo tratamiento. Intenso. Electroschocks. Mazorra no y por suerte. Galigarcía. El gabinete del doctor Galigarcía, como tú dices. Recluida una o dos veces. Se fuga de la casa y hace todo eso que ya conoces o que creo que conociste afuera. Revelaciones, hermano, experiencias vividas. Buenas para el escritor, muy jodidas para el ser. Lo sé.
—Te digo que la otra no es tía ni un carajo. Feroz lesbiana es lo que es y tiene a ésta prisionera del miedo. ¡Prisionera del miedo! ¡Mierda! ¿Por qué no llama a la policía del sexo?
—¿Qué tú te crees que es Magalena? ¿Santa Efigenia? ¿La virgen morena? Claro que lo es. Lo son. Pero eso, como dice tu ecobio Eribó cuando se cree que está imitando a Arturo de Córdova, no tiene la menor importancia. ¿Qué somos tú y yo? ¿Jueces de moral o qué carajo? ¿No hablas a cada rato de que la moral es un convenio mutuo impuesto por los socios que tienen la mayoría de las acciones? Claro, por supuesto, of course, bien sure, natürlich, que la tía o supuesta tía para ti o tía en cualquier sentido, es lesbiana o lo que le da la gana en su cuarto y en su cama y durante media hora o una o dos a todo tirar, también es un ser humano y el resto del tiempo es una persona, y ésa, ella, me contó los trabajos que pasa con la sobrina, hija adoptiva o mantenida. No creo que estuviera mintiendo. Conozco a la gente.
Dios mío. Lo habían convertido en baina o vaina mientras estuve fuera. Llegaron los body-snatchers y le pusieron un frijolito chino gigante al lado y esto que conversa conmigo ahora es un facsímil de Arsenio Cué, un zombi, el doppelgänger de Marte. Se lo dije y se rió.
—En serio —le dije—. Esto es serio. Debía verte el ombligo. Eres un robot de Cué.
Se rió.
—Sí fuera un robot tendría también ombligo.
—Bueno, cualquier lunar, una marca de nacimiento o una herida, la cicatriz. Estarían en el otro lado del cuerpo.
—Entonces no soy un doppelgänger. Soy mi imagen del espejo. Eucoinesra. Arsenio Cué en el idioma del espejo.
—Te digo, muy en serio, que esa chiquita tiene graves gravísimos problemas.
—Claro que los tiene, pero tú no eres un psiquiatra. Y si quieres convertirte en uno, conmigo no cuentes. La psiquiatría conduce a lo peor.
—Ionesco dice la aritmética.
—Es lo mismo. La psiquiatría, la aritmética, la literatura conducen a lo peor.
—La bebida conduce a lo peor. La máquina conduce a lo peor. El sexo conduce a lo peor. Cualquier cosa conduce a lo peor. El radio conduce a lo peor —hizo un gesto como diciendo, me lo vas a decir a mí— y el agua conduce a lo peor y hasta el café con leche conduce a lo peor. Todo conduce a lo peor.
—Sé lo que te digo. No hay que entrar al jardín prohibido y mucho menos comer del árbol del bien y del mal.
—¿Del árbol?
—Del fruto del árbol ¡logicista de mierda! ¿Quieres que te haga la cita completa, que te recite —hice señas de que no, pero demasiado tarde—: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas…»?
—Entonces lo mejor es no moverse. Ser una piedra.
—Te estoy hablando de algo concreto y real y próximo y, sobre todo, peligroso. Conozco la vida mejor que tú mil veces. Deja a esa chiquita, olvídala. Deja que la tía o lo que sea cargue con ella. Ésa es su misión. La tuya es otra. Cualquiera: que sea.
—¡Cállate que ahí viene!
Venían. Estaban muy arregladas. Magalena, porque Beba nunca se descompuso. Magalena era otra. Es decir, era la misma, igual a sí misma, idéntica, la de antes.
—Tenemos que irno —dijo la tía o Beba Martínez o Babel, en su lengua confundida—. Se hace tardísimo en la noche.
Qué retórica. Gimme the gist of it, Ma’am, the gift to is, the key o’it, the code. Cué dijo bueno y pidió la cuenta y pagó con el dinero de Rine. Regresamos a La Habana y dónde quieren señoritas que las deje dijo Hernando Cortés Cué y la tía dijo por donde nos encontraron vivimo terquísimo y Cué dijo bien y como lo cortés no quita lo bizarro le dijo a la tía que realmente estaba muy bien, toda ella, buenísima, que lo llamara y le dio su teléfono y lo repitió como un jingle hasta que la tía se aprendió el número y ella dijo que no prometía nada pero lo llamaría y llegamos a la Avenida de los Presidentes y las dejamos en la esquina de Quince y nos despedimos todos, amables, y Magalena se bajó sin siquiera apretárme la mano ni dejarme un billete amargo entre los dedos ni decirme su número de teléfono. Ni un arañazo, excepto los del recuerdo. Así es la vida. Hay gente afortunada. Algo las salva y jamás se meten en el castillo de Drácula y nunca leen demasiados libros de caballería, porque la lectura de las aventuras de Lanzarrota y de Amadís de Gaulle y del Caballero Blanco se sabe que siempre conduce a lo peor. Hay que seguir yendo, pasivos, al cine por lo menos las mujeres reales que hay allí conducen nada más que a la luneta. Son acomodadoras. Aunque quizás, allá en Suiza, un ruso blanco exilado varias veces tenga la opinión de que ellas también pueden conducir a lo peor. ¿Qué hacer entonces? ¿Quedarme con Kim Novak? ¿No es la masturbación lo peor? Por lo menos eso me decían cuando niño, que si tuberculizaba, que si ablandaba el cerebro, que si gastaba energía más que diez. Carajo. La vida conduce inevitablemente a lo peor.