El aire se levantaba, malva y todo se volvía púrpura violeta magenta azulmarino y negro y Arturio Gordon Cué encendió las luces y cortó el viento de frente en ban das oscuras que pegaron contra el parque y los jardines y las casas veloces, y rebotaron nítidas las franjas ultravioletas y corrieron junto al carro y quedaron detrás haciendo la noche a nuestra espalda, y porque íbamos hacia el oriente el crepúsculo no era más que un temblor azul más claro, atrás, sobre el horizonte y la barra de nubes también negras, no sólo porque el sol cayó realmente al mar, sino porque viajábamos, acelerábamos hacia la ciudad y bajo los árboles del Biltmore y dejábamos el camino de Santa Fe, el oeste, a sesenta, a ochenta, a cien y el pie de Cué, ávido, buscaba hacer de la ruta un abismo por la velocidad, que era ya una aceleración, caída libre. Seguía corriendo, viajando en su precipicio horizontal.
—¿Tú sabes lo que estás haciendo? —le pregunté.
—Regresar.
—No, mi viejo, es otra cosa. Quieres convertir la calle en una cinta de Moebius.
—Explícate, por favor. Yo no terminé el bachillerato, como sabes.
—Pero tú sabes lo que es la cinta de Moebius.
—Vagarosamente.
—Entonces sabes que quieres continuar la carrera hasta encontrar no La Habana, sino la cuarta dimensión, que quisieras que quieres que la calle, continuada, fuera más que un círculo una órbita temporal, que éste es tu trompo del tiempo, Brick Bradford.
—Esto se llama la cultura total. De Moebius y el continuo espaciotiempo a King Features, Syndicate.
Apenas vi la fachada ojival de Santo Tomás de Villa-nueva, que se hizo una corrida mancha blanca y gris y verde noche.
—Aguaita. Vas a matar a alguien.
—Solamente al reposo, Silvestre. Al reposo y al tedio de la tarde.
—Vas embalado.
—¿Y cuál es mi crimen? Te lo voy a decir, no ser un halcón. ¿Tú sabes cómo hacen el amor los halcones? Se abrazan a una altura vertiginosa y se dejan caer pico contra pico, en un vuelo en picada, presas de un éxtasis intolerable —¿recitaba o no?—. El halcón, después del abrazo, se eleva rápido, soberbio y solitario. Ser un halcón ahora y que mi oficio sea la cetrería del amor.
—Estás borracho.
—Ebrio de vértigo.
—Estás borracho como un borracho de bodega y, por favor, no busques coartadas literarias. No eres Edgar Allan Cué.
Cambió el tono de voz.
—No, no lo soy. Tampoco lo estoy. Pero si estuviera borracho, déjame advertirte que es cuando mejor manejo.
Podía ser verdad porque aminoró justamente para que el semáforo gemelo al del Náutico pasara del rojo al verde como llevado por nuestra inercia.
Le sonreí.
—Eso se llama acción simpática.
Cué hizo que sí con la cabeza.
—Estás montado hoy en el tándem del delirio físico —me dijo.
Ahora frenó sin violencia porque un arria de perros atravesaba la avenida, llevados por tres hombres de uniforme rojo que tenían, fuertes, en las manos, las traíllas.
—Galgos para el cinódromo. No me vayas a decir, por favor, que soy como ellos, que corro tras una liebre ilusoria.
—Sería una imagen grosera por obvia.
—Además, no olvides el aspecto espiritual. Nadie apuesta por mí.
—Tal vez tu ventrílocuo.
—Ése es un mal ajedrecista o, como tú dices, a poolplayer. Y ya tú sabes que el ajedrez es lo contrario de los juegos de azar. Nadie le va nunca a Botvinnik porque no tiene rival.
—Si jugara con él Capablanca, por medio de una médium, aceptaba todas las apuestas en mi contra.
—Apostando a favor de tus mitos. Ah bárbaro.
Pensé sonriendo en ese posible ajedrez escatológico y recordé al antepasado mío y antiguo artífice que fue más que un jugador científico porque era un intuitivo, mujeriego incorregible, jugador alegre, perdedor que era un banco de ajedrez porque reía cuando perdía, lo contrario de la invención de Maeltzel, no una máquina de jugar ni un científico: un artista, un jugador de corazón, a chestplayer, a jazz-player, un gurú, sabio del ajedrezén, que daba lecciones de maestro inmortal del juez de caballos al más ínfimo o infame discípulo.
«Recuerdo el caso de un amigo, aficionado poco fuerte, que jugaba por las tardes en su club. Entre sus adversarios había uno que le ganaba con regularidad, y eso llegó a molestarle. Un día me llamó, me contó lo que pasaba y me pidió ayuda. Le contesté que estudiase los libros y que vería qué pronto las cosas cambiarían. Me dijo: “Bien; así lo haré; pero mientras tanto dime qué tengo que hacer cuando él hace tal y cual cosa”. Me explicó la apertura que el otro jugaba y qué cosa en particular le molestaba en el desarrollo de su adversario. Le mostré la manera de evitar aquella posición que le mortificaba y le llamé la atención sobre algunos puntos de orden general; pero sobre todo insistí en que estudiase los libros y procediera de acuerdo con las ideas allí expuestas… A los pocos días me lo encontré encantado de la vida. Enseguida que me vio me dijo: Seguí tus consejos y me va muy bien. Ayer le gané dos al señor de quien te hablé». Así hablaba el Maestro en sus Últimas Lecciones. No lo mandaría a comprar caballos, pero supe que había alguna relación entre sus lecciones y las lecciones del maestro del zen y la arquería y si supiera que la Muerte quiere jugar una partida de ajedrez por mi vida, pediría un solo favor: que Capablanca fuera mi campeón. Este sabio budista del nombre luminoso es el ángel protector, la verdadera razón para que la única buena película de ese mediocre Vsevolod que los idiotas del cine llaman el Gran Pudovkini, su solo encuentro con el camino recto se llame El Jugador de Ajedrez, y que Capablanca sea su protagonista y su gracia como el negro caballo que salta al final de sus manos ligeras y cae sobre la capa blanca de la nieve son algo más y algo menos que un símbolo.
Cogió con gracia la rotonda del Yatch y entró de nuevo en la Quinta Avenida, paseando casi debajo de los pinos, los dos alumbrados, deslumbrados, acribillados de luz por el vértigo radiante de Coney Island y la alegría eléctrica de los bares y las señales públicas de los faroles del encendido y por la premura luminosa de los autos que venían en contra. Cuando volteamos la rotonda oscurecida del Country Club, vi a Cué concentrarse en el manejo una vez más. Era un vicio. Dipsómano de la distancia, le dije pero no me oyó. ¿O fue que no lo dije? Atravesábamos la avenida y la noche envueltos en la velocidad y en el aire tibio y tierno y en el olor del mar y de los árboles. Era un vicio agradable. Me habló sin mirarme, atento a la calle o su doble borrachera. Triple.
—¿Tú te acuerdas de los juegos de letras de Bustrófedon?
—¿Los palíndromos? No los olvido, no quiero olvidarlos.
—¿No te parece significativo que no acertara con el mejor, el más difícil y más fácil, con el temible? Yo soy.
Deletreé, leí de atrás para adelante yos oY, antes de decirle:
—No especialmente. ¿Por qué?
—A mí sí —me dijo.
La ciudad era ahora una noche quántica. Una bomba del alumbrado que pasaba rápida al costado haciendo amarillo y visible un costurón de contén o una acera con gente que espera el autobús o árboles lívidos, jaspeados, que dejaban de ser tronco y ramas y hojas al perderse en una fachada oscura, también era una sola luz blanca, azulosa, tratando de iluminar más espacio desde arriba y solamente conseguía deformar las cosas y las gentes con una irrealidad enferma, a veces, era un ventanal fugitivo, de crisólito, en que podía verse una escena hogareña que por ajena parecía siempre apacible, feliz.
—Bustrófedon, que fue amigo mío tanto como tuyo —estuve a punto de decirle, ¡no me digas!— tenía un defecto, aparte de su grosería. Como aquella noche —coño, todavía le molestaba: rencor al pasado se llama ese recuerdo— y su falla de carácter es que se preocupaba, mucho, de las palabras como si estuvieran siempre escritas y nadie las dijera nunca, nada más que él y entonces no eran palabras sino letras y anagramas y juegos con dibujos. Yo me ocupo de los sonidos. Al menos, ése es el único oficio que aprendí de veras.
Se calló, dramáticamente, como otras veces y atendí a su perfil, a que los labios temblones, dibujados apenas por la luz ambarina de la pizarra, me advirtieran que iba a seguir hablando.
—Di una frase cualquiera.
—¿Para qué?
—Por favor.
Acompañó la petición con un gesto insistente.
—Bueno —dije y me sentí un poco en ridículo: en una trampa sonora: a la prueba de un micrófono ilusorio y estuve tentado de decir uno dos tres probando, pero dije—: Deja ver —hice otro silencio y dije por fin—: Mamá no es un palíndromo pero ama sí.
Homenaje al Difunto tan execrado en estos días.
De labios de Cué salió un ruido familiar y a la vez desconocido.
—Ísama orep omordnílap núseón ámam.
—¿Qué cosa es eso? —le pregunté sonriendo.
—Lo que acabas de decir pero con los sonidos invertidos.
Me reí tal vez un poco admirado.
—Es un truco que aprendí en las grabaciones.
—¿Cómo lo haces?
—Es muy fácil, como escribir al revés. Lo único que tienes que hacer es pasarte horas y horas grabando mierda, programas con diálogos increíbles, casi indecibles o por lo menos inaudibles, conversaciones de silencio, dramas rurales o tragedias urbanas de personajes más imposibles que Caperucita y que debes impersonar con una ingenuidad inhumana y al hacerlo saber que por culpa de tu voz, eso que llaman eufonía, no serás nunca el lobo, perdiendo tu tiempo como si fuera algo que puedes recoger de nuevo, como un tritón de la fuente a la entrada del túnel bota agua.
Le dije que lo hiciera de nuevo. Cué carajo. Cuérajo.
—¿Qué te parece?
—Formidable.
—No, no —me dijo rechazando el halago como si yo estuviera pidiéndole un autógrafo, considerándome un fan—. Quiero decir que a qué te suena.
—¿A mí? No sé.
—Vuelve a oírlo —y desanduvo otras frases.
No sabía decirle.
—¿No te suena a ruso?
—Puede ser.
—¿Osura aneus eton?
—No sé. Más bien a griego antiguo.
—¿Cómo carajo sabes tú a qué sonaba?
—Por favor que no es una lengua secreta. Quiero decir que hay amigos míos que estudian filosofía que lo hablan —con acento habanero iba a añadir, pero no tenía cara de bromas.
—Suena a ruso, te digo. Tengo un buen oído. Debías oír una grabación completa, un pedazo y te darás cuenta que el español al revés es ruso. ¿No te parece curioso, raro?
No. Lo que me extrañó no me extrañó entonces sino ahora. Entonces me asombró que en su voz no hubiera rastro de lo que bebimos. Tampoco en su manejo. Debió haberme sorprendido, más, la referencia al tiempo y los tritones y el agua. Pero fascinado con su acrobacia verbal pasé por alto la única vez que oí a Arsenio Cué hablar del tiempo como algo vagamente precioso.