Estuvimos, estábamos bebiendo. Cué fue al baño hace un rato, pero ahí están sus seis copas vacías alineadas y la séptima copa a medias. Mayito Trinidad! Fui un día a su casa, al cuarto del solar donde vivía, con Jesse Fernández, a retratarlo, y me tiró los caracoles en una ceremonia secreta, a oscuras, en su cuarto en penumbras al mediodía con una velita alumbrando los cauris en una versión afro-cubana de un ritual órfico y recuerdo los tres consejos que me dio como recuerdo las leyendas, los secretos de la tribu decía él, africanas, cubanas ya, que me contó. Tres. Periodista (en Cuba nadie es escritor: Esa profesión no existe, como me dijo una bibliotecaria de la Biblioteca Nacional un día en que llené la boleta para sacar un libro y puse donde preguntan la profesión esta mala palabra, escritor), me dijo, periodista no dejes que nadie escriba nunca con tu pluma (siempre escribo a máquina) ni en tu maquinita de escribir entonces, me dijo, ni dejes que se peinen con tu peine, ni dejes tampoco un trago a medias sólo para luego venirlo a buscar. Así me dijo. Allí, sin embargo, seguía su copa medio llena o medio vacía y Arsenio Cué no regresaba. En la única magia en que cree es la brujería de los numeritos y las sumas y el último guarismo, como ahora, antes de ir al baño, en que sumó mil novecientos sesenta y seis de nuevo y le daba, como siempre, veintidós, y después volvió a sumar y a sumar otra vez y el resultado es que la cantidad final, que él llamó definitiva, era siete y siete son las letras de su nombre. Tuve que decirle que no había visto antes un nombre que se estirara hasta veintidós unas veces y otras se encogiera a siete, que eso no era un nombre, que era un acordeón. Como respuesta se fue al baño.
Discutimos, discutíamos y bebimos la sexta copa porque la conversación cayó otra vez, ella solita, en lo que Cué llamaba El Tema y que ahora no fue el sexo ni la música ni siquiera su Pandectas inconcluso. Creo que vino a parar aquí rodando y rodando sobre las palabras que querían evitar la pregunta, la única pregunta, mi pregunta. Pero era Cué quien preguntaba, insistente.
—¿Qué sería yo entonces? ¿Un lector mediocre más? ¿Traductor, otro traidor?
Me detuvo con un gesto de su mano, policía del tránsito de la conversación.
—No vamos a entrar a discutir los detalles y mucho menos, por Dios, nombres. Deja eso a Salvador Bueno o como sé que eres Latinista, hombre de Nuestra América y toda esa panoplia de plumas colgadas, déjalo a Anderson Imbert, a Sánchez o a sus sustitutos. Pero yo, Arsenio Cué, considero que todos los escritores cubanos, todos —y dijo las eses de cubanos y de todos con eco, húmedas por el ron— con tu posible excepción y si la hago no es porque estés delante tú, tú lo sabes, sino porque —No estoy detrás, le dije— porque vagamente siento que es assí —le di las gracias—. De nada. Pero, un momento, con un paréntesis o si quieres una frase musical, con un compás de espera. Toda la demás gente de tu generación no son más que malos lectores de Faulkner y Hemingway y Dos Passos y entre los más adelantaditos del Pobre Scott y Salinger y Styron, para no mencionar más que escritores que empiezan con ese —¿A escribir con ése?, le pregunté yo, pero ni oyó—, hay también los peores lectores de Borges y alguien que lee pero no entiende a Sartre ni entiende a Pavese pero lo lee y leen y no entienden ni sienten a Nabokov —me dijo—. Si quieres que te hable de otras generaciones puedes poner Hemingway y Faulkner donde dije Faulkner y Hemingway y añadir Huxley y Mann y Lawrence el Hete-ro, y para hacer una vez más ese establecimiento que es una metáfora nacional, para completar la quincalla añades entonces a Herman Hesse, Dios mío, y a Guiraldes —dijo así y no Güiraldes— y a Pío Baroja y a Azorín y a Una-muno y a Ortega y, quizás, a Gorky, aunque haya ido a dar a la tierra de ningún escritor que es la otra generación republicana. ¿Qué queda? Algunos nombres sueltos como…
—Pero tú dijiste que no ibas a mencionar nombres.
—Ahora es necesario —no se detuvo más que para decir esas tres palabras—. De tu gente, los nombres entre los hombres de tu generación, tal vez René Jordán. Si deja la frivolidad que exhibe con tanto despliegue en sus críticas de cine y se olvida de la otra Quinta Venida y del New Yorker. Más atrás algún Montenegro salvable pese al subdesarrollo de la prosa, su Hombres sin Mujer, dos o tres cuentos de Lino Novás, que es un gran traductor.
—¿Lino? ¡Por favor! Tú no has leído su versión de El viejo y el Mar. Hay por lo menos tres errores graves ya en la primera página. Me dio lástima seguir buscándolos. No me gustan las decepciones. Por curiosidad miré la última página. Allí llega a convertir los leones africanos del recuerdo de Santiago, ¡en «leones marinos»! Es decir, en morsas. Del carajo.
—Si me dejaras acabar. Pareces un senador de la minoría. Sé eso y recuerdo que en el libro de Gosse traduce vessels por vasos en lugar de traducir veleros, con lo que hay doscientos vasos a la entrada del puerto de Argel esperando a los piratas berberiscos.
—El brindis más grande y rencoroso de la historia de la navegación.
—Sí, pero no olvides que es un precursor en el uso del lenguaje popular. Cuando dije traductor lo dije irónicamente, queriendo decir que adaptó muy bien a Faulkner y a Hemingway al español.
—Al cubano.
—Bien, al cubano, entonces. Siguiendo un orden que pudiéramos llamar anacrónico, aparte de Lino y Montenegro y pedazos de Carrión, francamente, no veo a más nadie. ¿Piñera? No quiero hablar del teatro. Por razones obvias, que siempre son las más ocultas. —¿Y Alejo?— le dije, llevado por el juego y la conversación. —¿Carpentier?— ¿Hay otro?
—Sí, Antonio Alejo, un pintor amigo mío.
—También está Carpentier, la violeta o la orquídea del ring. Sí, Alejo Carpentier.
—Es el último novelista francés, que escribe en español devolviendo la visita a Heredia —dijo Herediá.
Me reí.
—¿Te ríes? Es el signo de Cuba. Aquí siempre tiene uno que dar a las verdades un aire de boutade para que sean aceptadas.
Se calló y bebió el daiquirí de un golpe, como un punto final. ¿Se beben los puntos finales? Hay setas comestibles. Decidí enlazar el fin con el principio, para que la conversación fuese feliz.
—¿Qué vas hacer entonces?
—Ah no sé. Pero no te preocupes. Algo vendrá. Sí sé que todo, menos creerme escritor.
—Quiero decir que en qué vas a trabajar.
—Ésa es otra pregunta. Por lo pronto vivo, para copiarte el léxico, de un fenómeno de física económica que se llama inercia pecuniaria. El dinero me durará más allá del, aprende, Límite del deRoche, si soportamos mi bolsillo y yo las presiones ambiente y el período de fatiga de los metales, particularmente crítico en el caso de la plata. Resistiré el viaje espacial si entonces cambio todo por quilos prietos, ya que se sabe que el cobre dura más, incluso más que el níquel.
Me sonreí. La bebida devolvía a Cué a los orígenes. Ahora hablaba en el dialecto popular de Códac y Eribó y Bustrófedon a veces.
—Sé donde quieres llegar —me dijo—. Que es saber a dónde voy.
—No solamente en tu carrera.
—Puedes decirlo en todos los sentidos, si quieres. Ya sé. Pero te voy a hacer una cita penúltima. Tú la recuerdas —no me preguntaba, me decía: «C’est qu’il y a de tragique dans la Mort, c’est qu’elle transforme notre vie en destin».
—Es bien conocida —dije con Sorna. En estos casos procuro no estar solo.
—No hay carrera, en realidad, Silvestre. No hay más que inercia.
Muchas inercias o una sola inercia repetida. Inercia y propaganda y, en algunos casos, tanto por ciento. Ésa es la vida. La muerte no es un destino, pero hace de nuestras vidas destinos. Es decir, que sí es, en las diez de última, un destino. ¿No es así?
Le dije que sí con la cabeza, que se me fue de lado. Alcohol, no énfasis.
—En las diez de última. Sabiduría de las naciones. Siguiendo esta mayéutica etílica puedo preguntarte, ¿no es entonces cualquier destino la muerte o la Muerte, si quieres hablar con grandes palabras, a la Malraux?
Hizo una pausa y dijo por favor viejito repite aquí al camarero. O al dueño.
—Curioso cómo una foto transforma la realidad cuando más exactamente la fija.
Fue al final de la oración, como en alemán, que me di cuenta de qué hablaba, porque seguí su vista y pude empatar el discurso, tirar una línea zigzagueante de su mirada a un mural fotográfico que había al fondo. El Vañe de villales. El llave de niVales. El valle de Viñales.
—Observa que hay un balcón en primer término. También que el término primer término es una convención de Códac e le altri. Pero ahora, precisamente ahora, balcón y palmas y mogotes y nubes distantes y cielo de fondo son una misma cosa. Una sola realidad. Una realidad fotográfica con respecto a la realidad Viñales. Otra realidad. Una irrealidad. O para emplear uno de tus términos, una metarrealidad. ¿Te das cuenta cómo una foto deviene fenómeno metafísico?
Pensé en sus pandectas y en la popularidad de la palabra metafisica, pensé en que no hacía falta más que Códac para que asienta haciendo así con la cabeza. Códac llamado Cádóc por Bustro. Que venga, que debe Él venir para que haga bromas con el bromuro. ¿Habrá un limbo de los chistosos? ¿O estará en el Bustrofierno? Si no ¿dónde está? ¿En el cielo? ¿En esas partículas de polvo que fijan, como quimicales de Códac, el azul, todavía prisionero de la gravedad terrestre? ¿O más allá del Límite de Roche, donde un armario salido de la tierra se haría mil pedazos? Pero Bustrófedon no es un armario, ni su alma. Un almario, ¿se hará también pedazos fuera del Límite de Roche? ¿Estará Bustrófedon hecho una pelota de gas sólido rodando por el frío sideral? Pienso mucho, no ahora, otras veces, he pensado mucho en la provincia de las ánimas, quiero decir, donde viven los espíritus, los fantasmas. ¿Habré resuelto el enigma gracias a la física actual y a la astronomía? No es la primera vez que la física alimenta a la metafísica: cf. Arist-hóteles, los alquimistas, Raimundo Ludio, Tailhard DuJardin: pero el fenómeno me asombra, ahora todavía. Supe dónde estaba esta provincia de ultramás, Nether-Land, el Leteo, por una noticia de astrofísica en Carteles, que hablaba de la velocidad de la luz y la relatividad, que hacía mención de una zona próxima a la tierra, un magma gaseoso donde la luz alcanza extrañas velocidades por encima de su tope: su borde último, la velocidad total, el absoluto metafísico descubierto por los físicos. Este artículo y un hecho sin importancia casi, que coincidieron en el automóvil de Cué, hace un tiempo, en que yo viajaba pensando en la nota y vi en el cristal del parabrisas, a ochenta y porque Cué mencionó algo entonces o antes sobre que íbamos a paso de tortuga para el sonido y le dije que para alguien que viajara a la velocidad de la luz no nos movíamos y le gustó y vi la burbuja y pensé en la luz viajando a velocidades superiores a sí misma y pensé que los corpúsculos que viajaran a tal velocidad pensarían que sus colegas del rayo de luz lenta iban a paso de tortuga y pensé que quizás hubiera otras velocidades aún mayores para las que estos corpúsculos viajarían a cero velocidad, pensando así, en cajitas chinas, sentí un vértigo semejante a si cayera en el vacío, a una velocidad mayor que la noción de la caída. Fue entonces, exactamente en ese momento (que no olvidaré jamás y para que sea así, tomé estas notas al llegar a casa), que vi la ampolla en el cristal. No sé si saben, ustedes los del otro lado de la página, que el cristal de los autos, el del parabrisas, está formado por dos láminas hialianas de idéntico grosor divididas por una hoja plástica invisible. La ventana no pierde su calidad diáfana pese a cierta opacidad de la celulosa. Las tres hojas se unen luego a presiones de una resistencia diez veces mayor que la calculada como límite de seguridad para la lámina final. En algún lado, pues, de esta superficie homogénea en apariencia y en efecto, se metió un poco de aire —un hálito, un aliento, la milésima parte de un suspiro— y formó una burbuja ante mis ojos. Pensé, por supuesto, en Lovecraft y en sus criaturas anteriores y en el magma gaseoso y de nuevo en la velocidad de la luz. ¿No estará el éter poblado de fantasmas, burbujas del «último aliento» dentro de la gran burbuja del vacío? ¿No serán sobre estas pompas fúnebres que corren los corpúsculos de luz? Me parece que hay aquí tanta materia para pensar como insustancia para creer. Última hipótesis: el magma estaría compuesto por las ánimas finales, mientras que el vacío, el éter cósmico, iría acomodando a los espíritus antiguos, disparados hacia sus confines por un Límite de Ro-che metafísico. ¿Estará nuestro Bustrófedon, el Nostrófedon en el éter cómico? En la parte seria de la hipótesis, en el espectro (buena palabra) en el espectro grave veo los restos gaseosos de Julio César Cué buscando la nariz invisible de Ella, de Cleopatraysha, a Platón, espíritu esencial, presenciando otro simposio, no de sombras sino de burbujas socráticas, a Juana de Arco de humo lívido arder en un fuego menos que fatuo, a Shakespeare casi íntegro en su pompa de circunstancias retóricas, a Cervantes manco de un brazo aéreo o sútil, como diría Góngora, gaseoso, a su lado y rodeando la mano ingrávida de Velázquez que trata de pintar con luz negra, el polvo sideral y enamorado de Quevedo, y más acá, mucho más acá, casi de este lado del límite, ¿a quién veo? No es un avión no es un pájaro de sombras es Superbustrófedon, que viaja con luz propia y me dice, al oído, a mi oído telescópico, Ven ven, cuándo vas a venir y hace sus malas señas y susurra con voz ultrasónica, Hay tanto que ver, es mejor que el aleph, casi mejor que el cine, y estoy por dar el salto, columpiándome en el trampolín del tiempo, cuando la voz terrena de Cué me trae al siglo.
—¿No es así?
—Lo que a ti te perturba de las fotos es la fijeza. No se mueven.
Hizo un ruido sordo. ¿Habrá ruidos oyentes? Estupidez de las naciones. Ruidos sordos. A ruidos sordos ganancias de pecadores. A oídos revueltos cuñas de palabras necias. No hay peor sordo que del mismo palo. Cría cuervos y te sacarán astillas. De tal palo tal colmillo. A caballo más temprano no se le miran los ojos. No por mucho regalar amanece más ayuda. A quien madruga Dios castiga sin palo ni piedra. Hace falta, coño, una revolución de los refranes. El refranero a la lanterne. Diez proverbios que conmovieran a Mao. Soldados, desde esta frase veinte siglos os contiemplan. Sabidupinga de las naciones. Un fantasma recorre Europa, es el fantasma de Sartre, de Stalin. Crimen, cuántas libertades se cometen en tu nombre. Al hombre hay que cuidarlo como se cuida un árbol. Preparen. Apunten. Timmmbeerrr! Sólo la beldad nos pondrá la toya viril. ¿No es así? ¿No es así? No, es así.
—¿NO ES ASÍ? Te hablo de la vida, carajo, no de la fotografía.
Del fondo del bar llegó un silbido.
—A callar a su gallina —gritó Cué.
—A Silvestre Sugallina Un servidor —dije yo, el Cid Conciliador, en alta voz pero hacia nadie.
—Te hablaba de la vida, viejo.
—Sí, pero no tan alto, mon viux.
Signo inequívoco de alcoholíssimo. Galvanización del francés. Volta abre su pila y sale alcohol. ¿Cuántos amperes tendrá mamere? Sixte Ampere, (Científico francés de origen español). El nombre se escribía originalmente Ampérez. Su abuelo, Grampere, emigró a Francia cruzando los Pirineos a lomo de elefante en busca de Libertad Lamarque y murió en París. Pompée fúnebre. Ohm y Soit qui mal y pense. ¡Que inventen ellos!, dijo Unamuno al ver a la familia atravesar el país vasco Encíclicopedia España.
—Ya en este país ni hablar se puede.
—Lo que no se puede es gritar.
—Mierda, no es la forma lo que importa, es el fondo. Lo que se dice.
—¿No quedamos en que no querías hablar de política?
Se sonrió. Se rió. Se puso serio. One two three. Estuvo callado un rato. ¿Efectividad de silbar?
—Mira, me acaban de dar una solución.
Miré, pero no vi una solución. Vi un mojito y siete copas de daiquirí.
Seis vacías y una llena.
—Veo dos soluciones.
—No, no —dijo Cué— es una sola.
—Es que ya estás viendo simple. Anti-alcoholismo.
—Es una sola solución. A mis problemas. La única.
—¿Cuál cuál entonces?
Se acercó en ondas alcohólicas hacia mí y me dijo muy bajito en el oído:
—Me voy al Sierra.
—Es muy temprano para la noche y muy tarde para la madrugada. No va a estar abierto.
—A la Sierra, no al Sierra.
—¿A Nicanor del Campo ahora?
—No, coño, me voy al monte. Me alzo. Me hago guerrillero.
—¡Qué!
—Que me uno a Fiel, a Fidel.
—Estás borracho hermano.
—Nonó, en serio. Estoy borracho, sí. Pancho Villa estaba siempre borracho y míralo. Por favor, te lo pido, no te vuelvas a mirar si entra o no entra Pancho Villa. Hablo en serio. Me voy al monte.
Se bajaba. Lo cogí por una manga.
—Pérate. Hay que pagar primero.
Se zafó con un gesto impaciente.
—Ahora vuelvo. Voy al baño, vulgo pipi-rrom.
—Tú estás loco. Es como la Legión Extranjera.
—¿El baño?
—No qué baño ni qué carajo. Irse a la Sierra, a la guerra. Es meterse en la Legión Extranjera.
—Será la Legión Nacional.
—Sigue así y terminarás como Ronald Colman. Primero mucho Beau Geste y después creyéndote Otelo y al final muerto en el cine y muerto en la vida y muerto total.
«Muerto profundo, muerto fundamental, muerto muerto. Muerto. Definitiva, Terry, terriblemente, terminantemente muerto».
Recitó con la voz congolesa de Nicolás Guillén. Seguí yo: ¿Seré yo Guillén Banguila, Guillén Kasongo, Nicolás Mayombe, Nicolás Guillén Landián?
—«¡Qué enigma entre las aguas!».
—¡Qué enigma ni qué esfingenealogía! Lo que tiene que hacer Nicolás es ir al registro civil.
—¿Cuál será mi nombre acaso? ¿Cuál será mi nombre? ¿Ocaso? ¿Cuál será mi nombre, Acacia? ¿Cuál será mi nombre, Casio?
—¡Qué enigma entrambasaguas! Hablando de aguas, tengo que ir al mingitorio o meadero, que de ambas maneras debe y puede decirse.
—Estás escusado.
Comenzó de nuevo a bajar el Pico Turquino que era su banqueta, pero no terminó el movimiento. Se volvió a mí y silbó un chasquido largo y creí que llamaba otro trago, pero vi que se llevaba el índice horizontal a los labios verticales. ¿O fue al revés?
—Ssssssss. 33-33.
—¿Otra cábala?
Ahora me diría que una y una son dos y también once y que once por dos son veintidós y por tres treinta y tres y treinta y tres y treinta y tres son sesenta y seis, que es un número perfecto. Arseniostradamus. Pero volvió el ruido, insistente.
—Sssss. 33-33. Un chivato. Es-I-em.
Miré, no vi a nadie. Manía perseCuétoria. Sí, había un camarero que cambiado de ropa salía a la calle, a los canales, de civil.
—Es un cameriere veneziano.
—33-33. Está disfrazado. Son del carajo. Estudian en la Gestapo y en el Berliner Ensemble. Magos del disfraz y la doblés. De madre.
Me reí.
—No, mi viejo. Mejor que sea una cábala porque no hay nadie del SIM.
—SSS. Disimula.
—SS mejor. Schützstaffel.
—Disimula disimula.
—¿Cómo? Mejor me camuflo. Camaleón puro.
—Déjame a mí. Soy el rey del disimulo. Actor at large. ¿Tú sabes que si yo fuera Stendhal sería leído hacia 1966? Es mi año de suerte.
¿Qué dije? Ahora comenzaba a explicarme cómo mil novecientos sesenta y seis, pero cóño se demora mucho en el baño. Voy, fui a buscarlo. Estaba mirándose al espejo, cosa que hace a menudo. Hasta lo sorprendí mirándose en un vaso. Mi vaso. Menos mal que el espejo es como el baño, público. Este narciso gasta los azogues. Se lo dije. Me citó a Sócrates, que, como Martí, habló de todo. Dice que dijo, Sócrates, que hay que mirarse en los espejos. Si uno va bien, lo comprueba. Si va mal, todavía puede arreglarse. ¿Y si el mal no tiene cura, como el mío? Sócrates no sabe. Cué tampoco. A mí que me registren. Voy a mear. Narciso Cué sigue en su arroyo vertical. Pero, me dice, tú sabes una cosa, no me miro para ver si estoy bien o mal, sino solamente para saber si soy. Si sigo ahí. No sea que haya otra persona dentro de mi piel. Cuida tu piel, le digo, que es tu frontispicio, vulgo fachada. Si soy, si sigo aquí. Sigo aquí. ¿Es un eco, un eCué, Ekué? Margarita hialiana de pétalos mercuriales: lo sé/no lo sé/lo sé/ lo sé. Tú estás ahí le digo. Sí, estoy, me dice. Estoy. Pero ¿soy? En todo caso sí sé que fue yo quien vomita y me señala un rincón del baño. Pero ¿soy yo quien vomitó?, y señala de nuevo. Miro y luego lo miro de arriba abajo. ¿Es, fue él? Está impecable, en todo caso. Implacable diría Bustrófedon si pudiera mirarse al espejo. ¿Y Drácula? ¿Cómo sabe que es, que está, que existe? Los vampiros no se ven en el espejo. ¿Cómo se haría la raya al medio el viejo Bela? Entre estas reflexiones siento náuseas. ¿Puedo vomitar yo? Cué me dice que sí, cualquiera puede, no hay más que tener qué. Voy a uno de lo inodoros que, como siempre, desmiente su nombre. Una vez oriné sobre el hielo en el Floridita, bar famoso de La Habana vieja. Hemingway durmió aquí una mona. Traída de África. O de Chicago. Ahora el negro que limpia el bar del baño ¿o es el baño del bar? El negro que limpia el baraño del Floridita me dice que es para que no haya malolor, que el orine fermenta con la calor. Un hemingweyano, hace femenino lo masculino. Dejo mi huella en el hielo. Miro el blanco y ocre y amarillo recipiente que parece una guitarra y es un arpa cólica. Sonora con los vientos. No vomito. Me meto el dedo. No vomito tampoco. Me meto el dedo. No puedo vomitar. Saco el dedo. ¿Será que no tengo qué vomitar? Náusea sartriana, seguro. Metafísica, meatufísica. Salgo. Me miro al espejo. ¿Soy yo quien me mira a través del espejo? ¿O es mi alter ego? Walter Ego. ¿Será Alicio Garcitoral en el País de las Villas a Mar? ¿Qué diría de estas muecas Alice Faye? Alice in Yonderland. Alice in underlandia. Aliciing in Vomitland.
—¿Tú sabes lo que te pasa? —le pregunto a Arsenio Cuévas, que quiere salir del baño y no encuentra el hueco propicio.
—¿Qué cosa?
—Que estás cansado de crecer y descrecer y de subir y bajar y correr y de que dondequiera, por todas partes anden esos conejos dando órdenes.
—¿Qué conejos?
Comenzó a buscar por entre mis pies.
—Los conejos. Los conejos que hablan y miran el reloj y organizan y mandan en todo. Los conejos de este tiempo.
—Es muy temprano para el delirium tremens y muy tarde para los dioses. Silvestre, coño. No más juegos.
—No, te lo digo en serio.
—¿Y cómo tú lo sabes?
—Me lo dijo Alicia.
—Adela.
—Alicia. Ésta es otra.
Pero Buster Cué es casi un genio de la última palabra. Me señala la puerta, que por fin encontró sin ayuda. Hay un corazón de enamorados arañado en la madera. Con flechita, iniciales (G/M) y todo.
—Un anuncio de la General Motors —le digo, tratando de sacar primero.
—No —dice él tirando certero desde la cadera—. Amor en el lugar de las heces.