IX

¿El espacio está en el espacio? Arsenio Cué parecía querer demostrarlo y que me contradijera citando a Holmes era una prueba tanto como que ahora corriera por el Malecón en dirección contraria o, como un péndulo, en el otro momento del vaivén. Iba concentrado en el manejo y ya que el paisaje no estaba interrumpido por su perfil histriónico, miraba yo el cielo refulgente y las nubes distantes y bajas y engañosamente sólidas, como islas irreales, y el mar que se extendía un poco más allá de la ventanilla y el muro. De nuevo pasó la Chorrera, como la señal de irse en una función continua, pero Cué no entró al túnel sino que lo bordeó y subió hasta Veintitrés y junto al semáforo allá arriba se detuvo y apretó el botón para bajar la capota, que se movió como un cielo de utilería. Me acordé del cine Verdún. Seguimos y el aire nos envolvía y oprimía y detenía: era el único límite de esta nueva libertad. Desde el puente, el Almendares con sus orillas de árboles tupidos y los muelles de madera y el reverbero del sol en la corriente fangosa, parecía un río descrito por Conrad. Bajamos por Mendoza y a poco torcimos a la derecha y seguimos por la Avenida del Río. Una vez más vimos el letrero que decía No tiren piedras ay mujeres y niños y Cué habló del Lorca impensado que lo pintó, como de aquel otro de la Vía Blanca, el aviso de Solamente para Gancedo, que quería decir que no se podía doblar sino para coger la calle Gancedo y Cué decía que era una exclusiva más del industrial del mismo nombre o en el Biltmore en que otro cartel advertía, NO CORRA, cuide la vida de nuestros niños y él quería sustituir una noche la palabra niños por BU-GAS o ante el anuncio en la carretera de Cantarranas, Deliciosos moros sabrosos negros, Entre queriendo anunciar frijoles negros y el arroz con frijoles apodado en La Habana moros y cristianos, que dijo que era una invitación expresa a André Gide —que pronunciaba André Yi hasta que le pregunté quién era ese distinguido novelista chino. Hablamos de letreros como aquel de la playa, surrealista, que precisaba Prohibido caballos en la arena. ¿Synge en Guanabo? O el humor impensado de Alfredo T. Quílez cuando ordenó que en las paredes de los talleres de la revista Carteles no se pusiera el tradicional No Carteles, que sustituyó por No Pasquines. O el enigmático No tiren perros en la cerca de una quinta de la Calle Línea, que solamente explicaba el poco conocido hecho de que allí vivía una millonaria que dedicó su casona a asilo de perros y la gente que quería deshacerse de cachorros indeseables los arrojaban por encima de la verja— aérea y súbita acogida a sagrado. O cuando Cué quiso escribir sobre el anuncio del bar El Recodo Hay perros la palabra ¡Cuidado!, o apellidar el múltiple Se admiten proposiciones de los solares yermos en venta con un preciso Deshonestas. Fue él mismo quien recordó esa última ratio leída por alguien en México, que advertía a los cargadores de materiales que no podían parquear sus camiones, de esta manera: SE PROHIBE A LOS MATERIALISTAS ESTACIONARSE EN LO ABSOLUTO. Arsenio Cué siempre previsible y siempre sorprendente y renovado. Como el mar.

Salimos a Séptima y atravesamos la Quinta Avenida (Cué la llamaba la quinta venida) y cogimos por Primera: él me regalaba otra calle San Lázaro y volví a ver el mar, esta vez a retazos por entre villas californianas y balcones voladores y quintas para una familia y hoteles y el teatro Blanquita (el Muy Ilustre Senador Viriato Solaún y Zulueta quería tener el teatro más grande del mundo y preguntó. ¿Cuál ahora es el más grande? Radio-City, le dijeron, con seis mil lunetas: el Blanquita tiene veinte asientos más) y balnearios privados y públicos y solares (Se admiten prop) donde la yerba llegaba hasta los arrecifes, y al terminar la calle, torcimos hacia la Quinta Avenida, bajando por toda Tercera a coger la avenida junto al túnel y al surgir a esta calle hortense, al pasear a cien kilómetros por hora por entre jardines vertiginosos, supe por qué corría Arsenio Cué.

No quería devorar los kilómetros como se dice (y es curioso que tantas cosas entren en Cuba por la boca y no solamente nos comamos el espacio, sino que comerse una mujer es acostarse con ella y comebolas y comemierda es sinónimo de idiota y comerse un cable es pasar hambre, necesidades y comecandela es un guapo de oficio y comer de la mano de alguien es dejarse domesticar por ese adversario y cuando alguien hace algo bien o alguna cosa extraordinaria, se dice que se la comió), sino que estaba recorriendo la palabra kilómetro y pensé que su intención era pareja a mi pretensión de recordarlo todo o a la tentación de Códac deseando que todas las mujeres tuvieran una sola vagina (aunque él no dijera exactamente vagina) o de Eribó erigiéndose en el sonido que camina o el difunto Bustrófedon que quiso ser el lenguaje. Éramos totalitarios: queríamos la sabiduría total, la felicidad, ser inmortales al unir el fin con el principio. Pero Cué se equivocaba (todos nos equivocamos, todos menos, quizás, Bustrófedon que ahora podía ser inmortal), porque si el tiempo es irreversible, el espacio es irrecorrible y además, infinito. Fue por eso que pude preguntarle:

—¿A dónde vamos?

—No sé —me dijo—. Elige tú que canto yo.

—No tengo la menor idea.

—¿Qué te parece la playa de Marianao?

Me alegré. Por un momento pensé que iba a decir el Mariel. Un día de estos nos vamos a topar con el dragón azul o con el tigre blanco o con la tortuga negra. Cué tendrá también su Última Thule. ¿No lo dije? Frenamos violentamente en la Calle Doce porque pusieron la luz roja. Tuve que agarrarme fuerte.

—«El aire hace al águila», Goethe —dijo Cué—. «El semáforo crea el freno», I. Myself.