—Es una interpretación del mito de Lot a la luz de las ciencias actuales. O de sus peligros —le digo y al mismo tiempo que lo digo me doy cuenta de lo pedante que resulto.
—Es posible. En todo caso ya ves que ni a mí ni a mi subconsciente ni a mis miedos atávicos nos gusta el mar. Ni el mar ni la naturaleza ni los abismos estelares. Creo, como dice Holmes, que los espacios concentrados ayudan a la concentración del pensamiento.
—Boecio es su celda. La consolación por la claustrosofía.
—No eso, porque podías hablar de los jardines de la Academia y de Platón, y joderme. Pero sí que jamás he visto un laboratorio al aire libre.
Pienso terminar mis días en un cubículo de la biblioteca nacional, por supuesto.
—Leyendo de Pitágoras a Madame Blavatsky.
—No. Interpretando sueños y descifrando charadas y apuntando terminales. —¿Qué dirá de esto Eliphas Levy?
Salimos por fin al Malecón y vi cómo las nubes se alejaban de la ciudad para formar una muralla blanca y gris y a veces rosa entre el mar y el horizonte. Cué iba embalado.
—¿Tú sabes que la literatura cubana no se ocupa del mar? Y eso que estamos condenados a lo que Sartre llamaría la isleñitud.
—No me extraña. ¿No has visto a Maceo ecuestre, pero de grupas vuelto al ponto y a sus ondas? Y la gente que se sienta en el muro hace lo que yo en el sueño y dan la espalda al mar, ensimismados en este paisaje de asfalto y hormigón y autos que pasan.
—Pero lo curioso es que el propio Martí dijera que quería más al arroyo de la sierra que al mar.
—¿Y tú vas a remediar esa anomalía retórica?
—No sé. Pero algún día escribiré sobre el mar.
—Coño. Lo bueno es que no sabes ni nadar.
—Eso qué tiene que ver. Entonces el único poeta posible es Esther Williams.
—¿Ves? Empiezas a entender mi relación con los números —me dijo.
Busqué por los portales alejados/negros/aireados de los alrededores del edificio Carreño, más allá del Torreón de San Lázaro, en el acastillado hotel donde la Mercedez Bens, en los bajos, vendía todas las posibilidades del viaje que emocionarían a Cué, y en los altos, Mary Tornes tenía su famoso burdel de gente rica, donde había que pedir cita por teléfono y antes identificarse como cliente y en el que se ofrecía las posibilidades del amor según las posiciones y que me emocionaban sin tentarme demasiado y donde un día conocí una muchacha manca y bella y muda por su oficio casi eterno, y seguí buscando ahora ya en los portales donde el sol deja una sombra placable y llegando al garaje MiTío encontré mi venganza, la némesis de Arsenio Cué: un billetero que desplegaba en una pancarta multicolor y vertical los números de la lotería, mientras con la otra mano mostraba los billetes y pregonaba todas las posibilidades de la dicha en una voz que no oíamos. Se lo señalé y le dije:
—Triste fin para una filosofía.