Sueño de Arsenio Cué:
Estoy sentado en el Malecón y miro al mar. Estoy sentado en el muro hacia la calle, pero miro al mar aunque le dé la espalda. Estoy sentado en el Malecón y veo el mar. (Las repeticiones son del sueño, la extrañeza también). No hay sol o no hay demasiado sol. En todo caso hay buen sol. Me siento bien. No estoy solo, es evidente. A mi lado hay una mujer que tendría una cara de gran belleza si solamente pudiera verla. Parece que está conmigo, que es mi compañera. Al menos no hay tensión ni deseo sino la placidez que da la compañía de una mujer que fue muy bella o muy deseada y ya no lo es. Ella debe estar vestida de noche, pero no me asombro. Tampoco pienso que es una excéntrica. El Malecón no está junto al mar ya más: nos separa una larga playa blanca. Hay gente que coge sol. Otra gente nada o rema sobre la arena. Algunos niños juegan en una plancha de cemento blanco, radiante, cercana al muro. Ahora el sol es fuerte, muy fuerte, demasiado fuerte y todos nos sentimos violentados, aplastados, quemados por este sol repentino. Algo avisa de un peligro o hay un aviso incierto que se transforma enseguida en una realidad: la playa —y no sólo la arena blanca sino el mar que ya no es azul, sino blanco, no sólo la tierra, el agua también, se levantan— se repliega y sube sobre ella misma. El sol es tan fuerte que el vestido negro de mi compañera comienza a arder y su cara invisible es blanca y negra y ceniza de un golpe. Me tiro del muro hacia la playa o hacia lo que era la playa y que es ahora una pradera de cenizas y echo a correr, sin acordarme de mi compañía, olvidando por el miedo no solamente mi cariño, también el placer de tenerla. Todos corremos, menos ella, que se queda ardiendo tranquila en el muro. Corremos corremos corremos corremos corremos corremos hacia la playa que es ahora, ya, una enorme sombrilla. Salvarse consiste en llegar a la sombra. Corremos todavía (hay un niño que se cae y otro que se sienta en el suelo, ¿fatigado?, pero no tienen importancia ni para su madre que sigue corriendo, aunque mira atrás un momento en la carrera) y casi llegamos a la sombrilla de blanca arena y blanco mar y ahora de blanco cielo. Cuando veo que la sombra de la sombrilla se borra con una luz blanca, es el momento en que distingo también que la columna no tiene la forma de una sombrilla sino de un hongo, que no es una protección contra la luz asesina, que es ella misma la luz. En el sueño este momento parece demasiado tarde o no tener ya importancia. Sigo corriendo.