Subimos, para variar, por San Lázaro. No me gusta esta calle. Es una calle falsa, quiero decir que a primera vista, al comenzar, parece la calle de una ciudad como París o Madrid o Barcelona y luego se revela mediocre, profundamente provinciana y al llegar al parque Maceo se expande en una de las avenidas más desoladas y feas de La Habana. Implacable al sol, oscura y hostil en la noche, sus únicos puntos de reposo son el Prado y la Beneficencia y la escalinata de la universidad. Hay una cosa, sí, que me gusta de San Lázaro y es, en las primeras cuadras, la sorpresa del mar. Atravesando La Habana en automóvil en dirección al Vedado y si uno tiene la dicha de ser un pasajero, no hay más que seguir la cadencia de las cuadras, voltear la cabeza y ver a la derecha, fugaz, una bocacalle, un pedazo de muro y al fondo, el mar. La sorpresa es dialéctica: hay sorpresa, no debe haber sorpresa y el mar sin sorprenderme me asalta finalmente. Un poco como BachVivaldi-Bach para Cué hace poco. Siempre, además, queda la duda o la esperanza en que el muro del Malecón sube, se hace más alto por el capricho de diversos ministros de obras públicas, y ya no se ve el mar y hay que adivinarlo por el cielo, que es su espejo.
—¿Qué buscas? —me preguntó Cué.
—El mar.
—¿Qué?
—El mar, chico, siempre recomenzado.
—Perdón, creí que era Mar-got.
—No he visto una sola mujer que valga la pena. Solamente el mar vale la pena ahora.
Nos reímos. Es evidente que teníamos nuestras claves del alba y del ocaso. Luego Cué, con su memoria de actor, seguiría un rosario (musitado como un rosario) de citas, que declamaría todo el viaje.
«Pero ahora, mientras agosto como un pájaro lánguido y repleto aleteaba lentamente a través del pálido verano hacia la luna de decadencia y de muerte…».
¿No lo dije?
«… eran más grandes y malvados».
Era Faulkner y él se burlaba de mi veneración. Una revancha.
—Pero, viejo, qué manera de hablar de los mosquitos. Un poco más y dice que son vampiros abiertos día y noche.
Me reí. No, me sonreí.
—¿Qué quieres? —le dije—. Es su primera novela.
—¿Sí? No me digas. ¿Qué tal si te cito algo más cercano? ¿El villorrio por ejemplo? «Ocurrió en el otoño que precedió al invierno a partir del cual las gentes, al envejecer, contarían el tiempo y fecharían los acontecimientos».
—Pero esa traducción es abominable y tú lo sabes. Fíjate…
—Mira, mi viejo, tú sí sabes mejor que yo que…
—… además que está hablando de un suceso tan dramático, trágico como…
—… Faulkner traduce más bien que el carajo y que en inglés resultaría peor.
—Faulkner, chico, es un poeta, como Shakespeare, otro mundo y es imposible leerlo como quien espulga. También Shakespeare tiene sus Frases Célebres, como diría Radio-Reloj.
—Me lo vas a decir a mí —dijo Cué—. No se me olvidó todavía la escena, no por repetida me pareció más coherente, la escena en la tumba de la desdichada Ofelia (interpretada por Minín Bujones) en que el vehemente Hamlex Bayer salta a la tumba, que se convierte por momentos en una versión seca de la fosa de Mindanao, y regaña al contrito Laertes porque ¡no sabe rogar!, a lo que el dolorido hermanísimo, un servidor, respondo justamente cogiendo por el cuello al petulante príncipe y sin embargo Amletto puede atinar a decir (en la traducción de Astrana Marín), «Os ruego que quitéis vuestros dedos de mi cuello». Así tan tranquilo.
—¿Eso qué prueba?
—Nada. No trato de probar nada. Estamos conversando, ¿no? ¿O es que crees que soy un fiscal isabelino?
Bajó el parasol y sacó del bolsillo sus espejuelos negros que usaba día y noche y noche y día se quitaba y ponía, alternativamente, para exhibir sus ojos expresivos, su fotogénica mirada y luego cubrir mirada y ojos con un manto de oscura modestia.
«And the blessed sun himself a fair hot wench in flame coloured taffeta».
—Debías ser tú quien citara. ¿O se dice cítara?
—¿Por qué?
Son las palabras de un príncipe como tú a un bufón como yo, que es, además, mejor consejero que tú y yo juntos.
—Habla claro.
«Marry, then, sweet wag, when thou art king, let not us that are squires of the night’s body be called thieves of the day’s beauty…». —Falstaff, ése, que es un gran tipo, coño. El otro era el Príncipe Hal. Enrique Cuarto, acto primero, escena dos.
Cué tenía una estupenda (o estúpida) memoria para las citas, pero su inglés escapaba del acento antillano para caer en un dejo levemente hindú. Pensé en Joseph Schildkraut, el gurú de Llegaron las Lluvias.
—¿Por qué tú no escribes? —le pregunté de pronto.
—¿Por qué no te preguntas mejor por qué no traduzco?
—No. Creo que podrías escribir. Si quisieras.
—Yo también lo pensé en un tiempo —dijo y se calló. Me señaló a la calle y luego dijo:
—Mira.
—¿Qué cosa?
—Ese letrero —apuntó más precisamente (con el dedo) y aminoró la marcha.
Era una valla de OP que decía Plan de obras del Presidente Batista, 1957-1966. ¡Ése es El Hombre! Lo leí en alta voz.
—Plan de Obras del Presidente Batista mil novecientos cincuenta y siete mil novecientos sesenta y seis. Ése es el hombre. ¿Bueno y qué?
—Los números, viejo.
—Ya. Sí. Hay dos fechas. ¿Qué más?
—Las dos cifras suman veintidós que es el día que yo nací y mi nombre y mis dos apellidos completos suman veintidós —decía veintidós y no ventidós como otro cubano cualquiera—. El último número, el sesenta y seis, también es un número perfecto. Como el mío.
—¿Corolario?
—Que mientras más conozco las letras más quiero los números.
—Ah coño —dije yo y pensé, Al carajo, otro tigre con rayas infinitas, pero dije—: Un cabalista.
—Elixir pitagórico, que es muy bueno para el espasmo literario. O pasmo, como dirían en nuestro lejano Oriente.
—¿Tú crees verdaderamente en los números?
—Es casi en lo único que creo. Dos y dos serán siempre cuatro y el día que sean cinco es hora de echarse a correr. —¿Pero no tuviste siempre problemas con las matemáticas?
—Eso no son los números, sino la utilización de los números. Un poco como la lotería, que es la explotación de los números. El teorema de Pitágoras es menos importante que sus consejos de no comer habas o no matar un gallo blanco o no llevar la imagen de Dios en un anillo o no apagar el fuego con la espada. Y otras tres cosas a cual más decisivas: No comer corazón, no volver a la patria quien se ausentase de ella y no mear de cara al sol.
Me reí y la calle se abrió al Parque Maceo y la Beneficencia. Pero no a causa de mi risa. Cué soltó el timón y extendió los brazos y gritó:
—Thalassa! ¡Thalassa!
Hizo una broma más y tarareando el vals Sobre las olas, dio tres vueltas al parque Maceo.
—¡Míralo, míralo, Ajenofonte! —dijo.
—¿A ti no te gusta el mar?
—¿Quieres que te cuente un sueño?
No esperó que yo dijera que sí.