—Sí, viejito —Cué hablaba todavía— porque si estuvieras, si hubieras estado enamorado no recordarías nada, no podrías recordar siquiera si los labios eran finos o gordos o largos. O recordarías la boca pero no podrías recordar los ojos y si recordabas su color no recordarías la forma y lo que nunca, nunca, nunca podrías hacer es recordar pelo y frente y ojos y labios y barbilla y piernas y pies calzados y un parque. Nunca. Porque no sería verdad o no estuviste enamorado. Escoge tú.
Ya me estaba cansando de este dealer del recuerdo. ¿Por qué tenía que escoger? Recordé el final del Tesoro de la Sierra Madre,
Sombrero-Dorado Bedoya: Mi Subteniente, ¿me deja coger mi sombrero?
Subteniente: Recójalo.
(Se oyen en off voces de Preparen Apunten ¡Fuego!, y una descarga). Oye si estuvieras enamorado de veras intentarías, te matarías tratando nada más que de recordar Su voz… la voz, y no podrías o verías delante de tus ojos sus ojos suspendidos en el ectoplasma del recuerdo —«ectoplasma del recuerdo», eso lo dice también Eribó. ¿Quién lo habrá inventado? ¿Cué? ¿Sese Eribó? ¿Edgar Allan Kardec?— y no verías otra cosa que las pupilas que te miran y el resto, créeme, sería literatura. O verías acercarse aquella boca y sentirías el beso, pero no verías la boca ni sentirías el beso sino que se te interpondría, se atravesaría como un referí la nariz, pero no la nariz de aquella vez, sino otra nariz, aquella de la vez que ella estaba de perfil o la vez que la viste por primera vez (continúa).
Seguía hablando y yo estaba ahora en mi costumbre de mirar a un lado y otro de la cara de la persona que me habla y miré por encima de su cabeza y vi detrás de los cocoteros y por sobre La Cabaña una mediterránea bandada de palomas que era más bien un espejismo, una ilusión óptica, moscas blancas de los ojos —y el cielo no es un techo tranquilo sino un cielorraso violento, un espejo que devuelve la luz blanca del sol en un azul quemante y metálico y cegador, una luminosidad implacable que corre como azogue por debajo del azul puro, inocente de cielo de Bellini. Si me gustara la prosopopeya (Bustrófedon me llamaría Prosopopeye el Marino) diría que es un cielo cruel— y respondería al idiota de Gorky que dijo que reía el mar. No, el mar, no ríe. El mar nos rodea, el mar nos envuelve y finalmente el mar nos lava los bordes y nos aplana y nos gasta como a los guijarros de la costa y nos sobrevive, indiferente, como el resto del cosmos, cuando somos arena, polvo de Quevedo. Es la única cosa eterna que hay sobre la tierra y a pesar de su eternidad lo podemos medir, como el tiempo. El mar es otro tiempo o el tiempo visible, otro reloj. El mar y el cielo son las dos ampollas de un reloj de agua: eso es lo que es: una clepsidra eterna, metafísica. Del mar, del Malecón salía ahora el ferry y entraba en el estrecho canal del puerto, casi navegaba contra el tránsito, por la calle, y vi claro su nombre, Phaon, y del mar del tiempo llegaba la voz educada para el aire de Arsenio Cué que decía:
—y no la ves a Ella, sino que ves pedazos de Ella.
Y pensé en Celia Margarita Mena, en las mujeres de Landrú, en cualquier descuartizada famosa. Cuando terminó, sin aliento, le dije:
—Chico, tiene razón Códac, el Fotógrafo de las Estrellas. En cada actor hay escondido una actriz.
Entendió la alusión, sabía que yo no lo acusaba de afeminado ni nada, sino que conocía en parte o todo su secreto y se calló la boca. Puso una cara tan seria que lo lamenté y maldije mi costumbre de decirle a la gente las cosas mejores en los peores momentos o las cosas peores en los mejores momentos. Mi arte de ser oportuno. Regresó a la bebida y ni siquiera me dijo, Coño contigo no se puede hablar, sino que se quedó callado mirando el líquido amarillo que hacía amarillo al vaso y que por el color y el olor y el sabor debía ser cerveza, cerveza caliente por el tiempo y la tarde y el recuerdo. Llamó al camarero.
—Otras dos bien frías, maestro.
Miré su cara y vi todavía el fulgor que debió tener Kalikrates o Leo cuando encontró a Aisa y supo que ella era Ella. Es decir, She.
—Discúlpame, chico —le dije y lo sentí así, al decirlo.
—No importa —dijo él—. Aunque cometí fornicación, eso fue en otro lugar y además, la tipa está muerta —se sonrió, Marlowe (Christopher, no Philip) o la cultura nos salvaron. Recordé una vez que la incultura o la cultura perdió a una mujer. Era Shelley Winters que le dijo a Ronald Colman en El Abrazo de la Muerte, «Apaga la luz» cuando iba a acostarse con él y el viejo Ronaldo, el pobre, tan muerto como está ya, que estaba loco en esa película a fuerza de repetir el papel de Otelo en el Broadway del cine y que no sabía qué cosa era el teatro y qué cosa la vida, éste, Colman, le dio al chucho y dijo, «apagaré la luz y pagaré la luz. Pero si ésta puedo encenderla gracias a Westinghouse y a Edison enseguida, ¿con qué fuego prometeico?» y le fue arriba a la infeliz y emputecida Shelley y la estranguló de esta suerte (What the hell are you doing you are a sex maniac or what oughh oughhh), ella más inocente que Desdémona todavía, porque no conocía ni a Otelo ni a Yago ni a Shakespeare porque era una ignorante camarera, y eso la mató. De la literatura considerada como un crimen perfecto.