Aquella espalda (esta espalda porque la veo ahí o, en el decir de la gente, la tengo ahí como si la estuviera viendo), esa/esta espalda, aquellesta espalda de la mujer, de la muchacha que fue el amor fugaz, inútil —ano volverá?— no creo creo que vuelva. No hace falta. Volverán otras, pero aquel momento (la espalda descubierta por el escote negro, el vestido de satén de noche, pegado al cuerpo y abierto abajo como la bata de una bailarina española, de una rumbera, las piernas perfectas de tobillos que no acababan nunca y enteramente inolvidables, el traje descotado al frente y el cuello largo que todavía se continuaba entre sus senos, y su cara y su pelo rubio/lacio/suelto, y la sonrisa de tímida picardía en los labios gruesos que fumaban lentamente y hablaban y reían a carcajadas a veces para mostrar en la boca grande los dientes también grandes y parejos y casi comestibles, y sus ojos sus ojos sus ojos siempre indescriptibles, imposibles de describir aquella noche y la/su mirada como otra carcajada: la mirada eterna) no volverá y es eso exactamente lo que hacen preciosos momento y recuerdo. Esta imagen me asalta ahora con violencia, casi sin provocación y pienso que mejor que la memoria involuntaria para atrapar el tiempo perdido, es la memoria violenta, incoercible, que no necesita ni madelenitas en el té ni fragancias del pasado ni un tropezón idéntico a sí mismo, sino que viene abrupta, alevosa y nocturna y nos fractura la ventana del presente con un recuerdo ladrón. No deja de ser singular que este recuerdo dé vértigo: esa sensación de caída inminente, ese viaje brusco, inseguro, esa aproximación de dos planos por la posible caída violenta (los planos reales por una caída física, vertical y el plano de la realidad y el del recuerdo por la horizontal caída imaginaria) permite saber que el tiempo, como el espacio, tiene también su ley de gravedad. Quiero casar a Proust con Isaac Newton.