Será una lástima que Bustrófedon no vino con nosotros, porque íbamos por el Malecón, a sesenta, a ochenta, a cien por hora, viniendo del Almendares, ese Ganges del indio occidental, como decía Cué, y a la izquierda estaba el doble horizonte del muro y de la raya azul, plegada, que es la cicatriz de la división de las aguas. Era una lástima que Bustrófedon no vendrá con nosotros para ver cuando lo permita el horizonte de hormigón y sol las divisiones del mar, las franjas verde azul añil morado negro del mar mechadas sin que las pueda separar el cuchillo de Pym. Es una lástima que Bustrófedon no viene con nosotros, con Arsenio Cué y conmigo esta tarde por el Malecón, en el carro de Cué que se desliza como un travelling del castillito de La Chorrera a los frontones del Vedado Ténis, el continuo Malecón ahora y siempre a la izquierda, hasta que demos la vuelta (que siempre damos), y a la derecha el hotel Riviera que es un estuche cuadrado con un jabón de baño azul al lado: el huevo veteado del roc: el domo de placer del salón de juego, y la gasolinera frente a la rotonda a veces asesina: esa estación de servicio que es un oasis de luz en las noches del negro y desierto Malecón, y al fondo el mar siempre y por sobre todo, el cielo embellecedor, que es otro domo veteado: el huevo del roc del universo, un infinito jabón azul.
Viajar con Cué es hablar, pensar, asociar como Cué y ahora que él está callado aprovecho para mirar y viendo el mar, mirando cómo el ferry de Miami avanza hacia el canal de la bahía navegando por el filo del muro, equivocado de mar, saliendo de entre nubes horizontales formando una natural nube atómica, un hongo potable que se tragará la salada, sedienta corriente del Golfo, viendo cómo el sol de la tarde descubre pepitas en cada una de las ventanas de los treinta pisos del Focsa y al convertir en El Dorado a esa mole obscena no hace más que poner empastes de oro en la enorme muela habitada, mirando con ese placer único que produce acercarse a una velocidad uniforme y constante a un punto dado, que es el secreto del cine, oyendo ahora una melodía que puede ser el acompañamiento musical, música de fondo y la voz de actor de Cué completa la ilusión al tiempo que la hace trizas.
—¿Qué te parece Bach a sesenta? —me dice.
—¿Cómo? —le digo.
—Bach, Juan Sebastián, el barroco marido fornicante de la reveladora Ana Magdalena, el padre contrapuntístico de su armonioso hijo Carl Friedrich Emmanuel, el ciego de Bonn, el sordo de Lepanto, el manco maravilloso, el autor de ese manual de todo preso espiritual, El Arte de la Fuga —me dice—. ¿Qué diría el viejo Bacho si supiera que su música viaja por el Malecón de La Habana, en el trópico, a sesenta y cinco kilómetros por hora? ¿Qué le daría más miedo? ¿Qué sería pavoroso para él? ¿El tempo a que viaja sonando el bajo continuo? ¿O el espacio, la distancia hasta donde llegaron sus ondas sonoras organizadas?
—No sé. No había pensado —y de veras que nunca lo pensé, ni antes ni ahora.
—Yo sí —me dice—. He pensado que esa música, que ese sutil concierto grueso —y deja un espacio vacío de sus frases dramáticas pedantes para que lo llene la música— fue creado para oírse en Weimar, en el sigloXVII, en un palacio alemán, en la sala de música, barroca, a la luz de candelabros, en una quietud no sólo física sino también histórica: una música para la eternidad, es decir, para la corte ducal.
El Malecón pasaba por debajo del auto hecho un plano de asfalto, a los lados en forma de casas picadas por el salitre y el muro inacabable y arriba por los cielos nublados y parte nublados y el sol que bajaba incoerciblemente, como Ícaro, hacia el mar. (¿Por qué este mimetismo? Siempre termino siendo lo que los otros: díganme cómo hablo y les diré quién soy, que es como decir con quién ando). Oía a Bach ahora por los intersticios de la explicación y pensé en los juegos verbales que hubiera hecho Bustrófedon de estar vivo: Bach, Bachata, Bachanal, Baches (que había en el pavimento, rompiendo el continuo espacial del Malecón), Bachillerato, Bacharat, Bacaciones y oírlo hacer un diccionario con una sola palabra.
—Bach —dice Cué— que fumaba tabaco y bebía café y fornicaba como cualquier habanero, pasea ahora con nosotros. Tú sabes que escribió una cantata al café —¿me preguntaba?— y otra al tabaco, al que hizo un poema que me sé: «Siempre que cojo mi tabaco y lo enciendo / y fumo para dejar pasar el tiempo / mis pensamientos, cuando me siento y tiro, / vienen a parar en una visión triste y gris y tenue: / eso prueba que me meto / muy bien dentro del humo» —dejó de citar, de recitar—. ¿Qué te parece el Viejo? Es casi un punto guajiro. ¡Carajo! – Hizo un silencio para oír, para hacerme oír—. Oye ese ripieno inmediato, Silvestre viejo, haciéndose cubano por este Malecón y que sigue siendo Bach sin ser Bach precisamente. ¿Cómo lo explicarían los fisicos? ¿La velocidad puede ser un calderón constante? ¿Qué diría de esto Albert Schweitzer?
¿Hablando en swahili?, pensé yo.
Cué manejaba y al mismo tiempo tarareaba la música con la cabeza y con las manos avanzando un forte con el puño cerrado y siguiendo un pianissimo con la mano abierta y hacia abajo, bajando una escalera musical invisible, imaginaria, y parecía un maestro de sordomudos traduciendo un discurso. Me acordé de Belinda y casi me pareció Lew Ayres, en su cara el más honesto de los clichés dramáticos, conversando en silencio con Jayne Wyman frente a la admiración o a la ignorancia, de todas formas mudas, de Charles Bickford y Agnes Moorehead.
—¿No puedes oír cómo el viejo Bach juega en la tonalidad en re, cómo construye sus imitaciones, cómo hace las variaciones imprevisiblemente pero donde el tema lo permite y lo sugiere y no antes, nunca después, y a pesar de ello logra sorprender? ¿No te parece un esclavo con toda la libertad? Ah, viejito, es mejor que Offenbach, te lo juro, porque está here, hier, ici, aquí en esta tristeza habanera y no en una alegría parisién.
Cué tenía esa obsesión del tiempo. Quiero decir que buscaba el tiempo en el espacio y no otra cosa que una búsqueda eran nuestros viajes continuos, interminables, un solo viaje infinito por el Malecón, como ahora, pero a cualquier hora del día y de la noche, recorriendo el paisaje cariado de las casas viejas, las que están entre el parque Maceo y la Punta, que terminaron por convertirse en lo mismo que el hombre robó al mar para hacer el Malecón: otra barrera de arrecifes, recibiendo el salitre siempre y rocío marino cuando hay viento y olas en los días en que el mar salta sobre la calle y pega en las casas buscando la costa que le arrebataron, creándola, haciéndose otra orilla, y después los parques en que empieza ahora el túnel y donde los cocoteros y los almendros falsos y las uvas caletas no borran del todo el aire de solar de chivos que el sol consigue al quemar la yerba y tostar el verde en un amarillo pajizo y el demasiado polvo haciendo otras paredes con la luz, y después los bares del puerto: New Pastores, Two Brothers, Don Quixote, el bar donde los marineros griegos bailan cogidos por los brazos mientras las putas se ríen y la iglesia de San Francisco, del convento, enfrentada a la Lonja y a la Aduana, señalando los diferentes tiempos históricos, las distintas dominaciones talladas en esta plaza que en la época y en los grabados de la Toma de la GuanHábana por los ingleses parecía una maravilla veneciana y los bares que repiten la entrada a la salida de la alameda de Paula y recuerdan que los muelles comienzan o terminan los paseos del mar, en La Habana, y luego siguiendo la curva suave de la bahía íbamos a cada rato hasta Guanabacoa y Regla, a los bares, mirando a la ciudad del otro lado del puerto como desde el extranjero, en el México o en el bar Piloto, sobre pilotes, en el agua, oyendo y viendo el vaporetto que hace el viaje cada media hora, y luego regresábamos por todo el Malecón hasta la Quinta Avenida y la Playa de Marianao, cuando no seguíamos al Mariel o nos hundíamos en el túnel de la bahía y aparecíamos en Matanzas a comer y luego a Varadero a jugar para volver a medianoche, de madrugada a La Habana: hablando siempre y siempre contando chismes y haciendo chistes y siempre y también filosofando o estetizando o moralizando, siempre: la cuestión era hacer ver como que no trabajábamos porque en La Habana, Cuba, ésa es la única manera de ser gente bien, que es lo que Cué y yo querríamos haber sido, queríamos ser, tratábamos de ser —y siempre teníamos tiempo para hablar del tiempo—. Cuando Cué hablaba del tiempo y del espacio y recorría todo aquel espacio en todo nuestro tiempo pensé que era para divertirnos y ahora lo sé: era así: era para hacer una cosa diversa, otra cosa, y mientras corríamos por el espacio conseguía eludir lo que siempre evitó, creo, que era recorrer otro espacio fuera del tiempo —o más claro—, recordar. Lo opuesto a mí, porque me gusta acordarme de las cosas más que vivirlas o vivir las cosas sabiendo que nunca se pierden porque puedo evocarlas debe haber tiempo Ésta es la cosa que es en el presente lo más perturbador y si existe el tiempo que es en el presente lo más perturbador es la cosa que hace al presente lo más perturbador puedo vivirlas de nuevo al recordarlas y sería bueno que el verbo grabar (un disco, una cinta) fuera el mismo que en inglés, recordar también, porque eso es lo que es, que es lo opuesto de lo que es Arsenio Cué. Ahora hablaba de Bach, de Offenbach y quizás de Ludwig Feuerbach (del barroco como el arte del préstamo digno, de reconciliarse con el austríaco y alegre parisino porque dijo que en la floresta de la música él sabía que nunca será un ruiseñor, de alabar al hegeliano tardío que aplicó el concepto de alienación a la creación de los dioses), pero eso no era recordar, sino lo contrario. Es decir, memorizar.
—¿Te das cuenta, mi viejo? Este tipo fue una suma y parece una multiplicación. Bach al cuadrado.
En ese momento (sí, justo en ese momento) se hizo el silencio universal: en el carro y en el radio y en Cué, y era que la música terminó. Habló el locutor que se parecía mucho a Cué, en la voz.
«Acaban de escuchar, señoras y señores, el Concerto Grosso en Re Mayor, opus once número tres, de Antonio Vivaldi. (Pausa). Violín: Isaac Stern, viola: Alexander Schneider…».
Solté una carcajada y creo que Arsenio también.
—Chico —le dije— la cultura en el trópico. ¿Te das cuenta, mi viejo? —le dije, imitando su voz, pero haciéndola más pedante que amiga. No me miró, dijo:
—En el fondo, yo tenía razón. Bach se pasó toda su vida robándole cosas a Vivaldi, y no sólo a Vivaldi —quería salvarse por la erudición: lo vi venir—: Sino a Marcello —dijo, nítidamente, Marchel-lo— y a Manfredini y Veracini y hasta Evaristo Felice Dall-Abaco. Por eso hablé de suma.
—Debías haber dicho resta, sustracción, ¿no?
Se rió. Lo bueno que Cué tenía el sentido del humor más desarrollado que el del ridículo Hemos presentado en nuestro espacio Grandes Partituras un programa dedicado Apagó el radio.
—Pero tienes razón —le dije, contemporizando. Soy el Cid Contemporizador—. Bach es el padre de la música, como se dice, por la ley, pero Vivaldi le hace un guiño a Ana Magdalena de vez en cuando.
—Viva Vivaldi —dijo Cué, riendo.
—Si Bustrófedon estuviera en esta máquina del tiempo ya hubiera dicho Vibachldi o Vivach Vivaldi o Bivaldi y seguiría hasta la noche.
—Entonces, ¿qué te parece Vivaldi a sesenta?
—Que bajaste la velocidad.
—Albinoni a ochenta, Frescobaldi a cien, Cimarosa a cincuenta, Monteverdi a cientoveinte, Gesualdo a lo que dé el motor —hizo una pausa más exaltada que refrescante y siguió—: No importa, lo que yo dije sigue valiendo y pienso en lo que será Palestrina oído en un jet.
—Un milagro de la acústica —dije yo.