Ahora que llueve, ahora que este aguacero me hace ver la ciudad desde los ventanales del periódico como si estuviera perdida en el humo, ahora que la ciudad está envuelta en esta niebla vertical, ahora que está lloviendo recuerdo a La Estrella, porque la lluvia borra la ciudad pero no puede borrar el recuerdo y recuerdo el apogeo de La Estrella como recuerdo cuando se apagó y dónde y cómo. Ahora no voy por los naicluses, como decía La Estrella, porque quitaron la censura y me pasaron de la página de espectáculos a la de actualidad política y me paso la vida retratando detenidos y bombas y petardos y muertos que dejan por ahí para escarmiento, como si los muertos pudieran detener otro tiempo que no sea el suyo, y hago guardia de nuevo pero es una guardia triste.
Dejé de ver a La Estrella un tiempo, no sé cuánto y no supe de ella hasta que vi el anuncio en el periódico de que iba a debutar en la pista del Capri y ni siquiera sé hoy cómo dio ese salto de calidad su cantidad de humanidad. Alguien me dijo que un empresario americano la oyó en Las Vegas o en el Bar Celeste o por la esquina de O y 23, y la contrató, no sé, lo cierto es que estaba su nombre en el anuncio y lo leí dos veces porque no lo creí y cuando me convencí me alegré de veras: de manera que La Estrella por fin llegó dije y me asustó que su eterna seguridad se mostrara un augurio porque siempre me asusta esa gente que hacen de su destino una convicción personal y al mismo tiempo que niegan la suerte y la casualidad y el mismo destino, tienen un sentimiento de certeza, una creencia en sí mismos tan honda que no puede ser otra cosa que predestinación y ahora la veía no solamente como un fenómeno físico sino como un monstruo metafísico: La Estrella era el Lutero de la música cubana y siempre estuvo en lo firme, como si ella que no sabía leer ni escribir tuviera en la música sus sagradas escrituras pautadas.
Me escapé del periódico esa noche para ir al estreno. Me habían contado que estaba nerviosa por los ensayos y aunque al principio fue puntual había dejado de ir a uno o dos ensayos importantes y la multaron y por poco la sacan del programa y si no lo hicieron fue por el dinero que habían gastado en ella y también que rechazó la orquesta, pero sucede que no se fijó cuando le leyeron el contrato que estaba bien claro que debía aceptar todas las exigencias de la empresa y había una cláusula especial en donde se mencionaba el uso de partituras y arreglos, pero ella no conocía la primera palabra y la segunda se le pasó, seguro, porque debajo, junto a la firma de los dueños del hotel y del empresario, estaba una equis gigante que era su firma de puño y cruz, así que tenía que cantar con orquesta. Esto me lo contó Eribó que es bongosero del Capri y que iba a tocar con ella y me lo contó porque sabía mi interés en La Estrella y porque vino al periódico a darme explicaciones y atenuar mi disgusto con él por motivo de un gesto suyo que por poco me cuesta que no sólo no contara yo el cuento de La Estrella sino el cuento a secas. Iba del Hilton al Pigal y atravesaba la calle Ene cuando debajo de los pinos que hay junto al parqueo, allí frente al rascacielos del Retiro Médico vi a Eribó que conversaba con uno de los americanos que tocan en el Saint John y me acerqué. Era el pianista y no conversaban sino que discutían y cuando los saludé vi que el americano tenía una cara extraña y Eribó me llevó para un lado y me preguntó, ¿tú hablas inglés?, y yo dije, Un poco, sí, y él me dijo, Mira, aquí mi amigo tiene un problema y me llevó al americano y en aquella situación rara me presentó y en inglés le dijo al pianista que yo me iba a ocupar de él y se viró para mí y me dijo, Tú tienes carro, preguntándome, y dije que sí, que tenía carro y me dijo, Hazme el favor, búscale un médico, y le dije, Para qué, y me dijo, Un médico que le ponga una inyección porque este hombre tiene un dolor terrible y no se puede sentar a tocar así y tiene que tocar en media hora, y miré al americano y la cara que tenía era de dolor de veras y pregunté, ¿qué tiene?, y me dijo Eribó Nada, un dolor, por favor, ocúpate de él que es buena gente, hazme ese favor, que yo me tengo que ir a tocar, porque el primer show está al acabarse, y se viró para el americano y le explicó y me dijo, Hasta luego, tú, y se fue.
Íbamos en la máquina buscando yo un médico no por las calles sino en la mente, porque encontrar un médico que quiera ponerle una inyección a un adicto a la heroína no es fácil de día, mucho menos de noche y cada vez que cogíamos un bache o atravesamos una calle el americano gemía y una vez gritó. Traté de que me dijera qué tenía y pudo explicarme que tenía algo en el ano y primero pensé que sería otro degenerado y luego me dijo que no eran más que hemorroides y le dije de llevarlo a una casa de socorros, a Emergencias que no estaba tan lejos, pero él insistía en que no necesitaba más que una inyección calmante y quedaría como nuevo y se retorcía en el asiento y lloraba y como yo había visto El hombre del brazo de oro no tenía la menor duda de dónde le dolía. Entonces recordé que en el edificio Paseo vivía un médico que era amigo mío y fui y lo desperté. Estaba asustado porque pensó que era un herido en un atentado, un terrorista al que le estalló una bomba o tal vez un perseguido por el Sim, pero le dije que yo no me metía en nada, que no me interesaba la política y que lo más cerca que había visto a un revolucionario era a la distancia focal de dos metros cincuenta y me dijo que estaba bien, que lo llevara a su consulta, que él iría detrás y me dio la dirección. Llegué a la consulta con el hombre desmayado y tuve la suerte de que el policía de posta llegara en el momento en que trataba de despertarlo para hacerlo pasar a la casa y sentarlo en el portal a esperar al médico. El policía se acercó y me preguntó que qué pasaba y le dije quién era el pianista y que era mi amigo y que tenía un dolor. Me preguntó qué tenía y le dije que almorranas y el policía repitió, Almorranas, y yo le dije, Sí, almorranas, pero entonces lo encontró más raro que yo lo había encontrado y me dijo, No será éste uno de esa gente, me dijo haciendo una seña peligrosa y le dije, No, qué va, él es un músico, y entonces mi pasajero se despertó y le dije al policía que lo llevaba para dentro y a él le dije que tratara de caminar bien porque este policía que tenía al lado estaba sospechando y el policía entendió algo, porque insistió en acompañarnos y todavía recuerdo la verja de hierro que chirrió al entrar nosotros en el silencio del patio de la casa y la luna que daba en la palma enana del jardín y los sillones de mimbre fríos y el extraño grupo que hacíamos sentados en aquella terraza del Vedado, en la madrugada, un americano y un policía y yo. Entonces llegó el médico y cuando vio al policía al encender las luces del portal y nos vio a nosotros allí, el pianista medio desmayado y yo bien asustado puso la cara que debió tener Cristo al sentir los labios de Judas y ver por sobre su hombro los esbirros romanos. Entramos y el policía entró con nosotros y el médico acostó al pianista en una mesa y me mandó a esperar en la sala, pero el policía insistió en estar presente y debe haber inspeccionado el ano con ojo vigilante porque salía satisfecho cuando el médico me llamó y me dijo: Este hombre está mal, y vi que estaba dormido y me dijo, Ahora le di una inyección, pero tiene una hemorroides estrangulada y hay que operarlo enseguida, y yo fui el asombrado porque después de todo tuve suerte: jugué un billete jugado y me saqué. Le expliqué quién era bien y cómo lo encontré y me dijo que me fuera, que él se lo llevaría a su clínica que no estaba lejos y se ocuparía de todo y salió a despedirme a la calle y le di las gracias y también al policía que siguió su posta.
En el Capri había la misma gente que siempre, quizás un poco más lleno porque era viernes y día de estreno, pero conseguí una buena mesa. Fui con Irenita que quería siempre visitar la fama aunque fuera por el camino del odio y nos sentamos y esperamos el momento estelar en que La Estrella subiría al zenit musical que era el escenario y me entretuve mirando alrededor y viendo las mujeres vestidas de raso y los hombres que tenían cara de usar calzoncillos y las viejas que debían volverse locas por un ramo de flores de nylon. Hubo un redoble de tambores y el locutor tuvo el gusto de presentar a la selecta concurrencia el descubrimiento del siglo, la cantante cubana más genial después de Rita Montaner, la única cantante del mundo capaz de compararse a las grandes entre las grandes de la canción internacional como Ella Fitzgerald y Katyna Ranieri y Libertad Lamarque, que es una ensalada para todos los gustos, pero buena para indigestarse. Se apagaron las luces y un reflector antiaéreo hizo un hoyo blanco contra el telón malva del fondo y por entre sus pliegues una mano morcilluda buscó la hendija de la entrada y detrás de ella salió un muslo con la forma de un brazo y al final del brazo llegaba La Estrella con un prieto micrófono de solapa en la mano que se perdía como un dedo de metal entre sus dedos de grasa y salió entera por fin: cantando Noche de ronda y mientras avanzaba se veía una mesita redonda y negra y chiquita con una sillita al lado y La Estrella caminaba hacia aquella sugerencia de café cantante dando traspiés en un vestido largo y plateado y traía su pelo de negra convertido en un peinado que la Pompadour encontraría excesivo y llegó y se sentó y por poco silla y mesa y La Estrella van a dar todos al suelo, pero siguió cantando como si nada, ahogando la orquesta, recuperando a veces sus sonidos de antes y llenando con su voz increíble todo aquel gran salón y por un momento me olvidé de su maquillaje extraño, de su cara que se veía no ya fea sino grotesca allá arriba: morada, con los grandes labios pintados de rojo escarlata y las mismas cejas depiladas y pintadas rectas y finas que la oscuridad de Las Vegas siempre disimuló. Pensé que Alex Bayer debía estar gozando dos veces en aquel gran momento y me quedé hasta que terminó, por solidaridad y curiosidad y pena. Por supuesto no gustó aunque había una claque que aplaudía a rabiar y pensé que eran mitad amigos de ella y la otra mitad la pandilla del hotel y gente pagada o que entraba gratis.
Cuando se acabó el show fuimos a saludarla y, por supuesto, no dejó entrar a la Irenita en su camerino que tenía una gran estrella afuera pintada de plata y con los bordes embarrados de cola: lo sé muy bien porque me la aprendí de memoria mientras esperaba que La Estrella me recibiera el último. Entré y tenía el camerino lleno de flores y de esa mariconería de los cinco continentes y los siete mares que es la clientela del San Michel y dos mulaticos que la peinaban y acomodaban su ropa. La saludé y le dije lo mucho que me gustó y lo bien que estaba y me tendió una mano, la izquierda, como si fuera la mano del papa y se la estreché y me sonrió de lado y no dijo nada, nada, nada: ni una palabra, sino sonreír su risa ladeada y mirarse al espejo y exigir de sus mucamos una atención exquisita con gestos de una vanidad que era, como su voz, como sus manos, como ella, simplemente monstruosa. Salí del camerino lo mejor que pude diciéndole que vendría otro día, otra noche a verla cuando no estuviera tan cansada y tan nerviosa y me sonrió su sonrisa ladeada como un punto final. Sé que terminó en el Capri y que luego fue al Saint John cantando, acompañada por una guitarra solamente, donde su éxito fue grande de veras y que grabó un disco porque lo compré y lo oí y que después se fue a San Juan y a Caracas y a Ciudad México y que dondequiera hablaban de su voz. Fue a México contra la voluntad de su médico particular que le dijo que la altura sería de efectos desastrosos para su corazón y a pesar de todo fue y estuvo allá arriba hasta que se comió una gran cena una noche y por la mañana tenía una indigestión y llamó un médico y la indigestión se convirtió en un ataque cardíaco y estuvo tres días en cámara de oxígeno y al cuarto día se murió y luego hubo un litigio entre los empresarios mexicanos y sus colegas cubanos por el costo del transporte para traerla a enterrar a Cuba y querían embarcarla como carga general y de la compañía de aviación dijeron que un sarcófago no era carga general sino transporte extraordinario y entonces quisieron meterla en una caja con hielo seco y traerla como se llevan las langostas a Miami y sus fieles mucamos protestaron airados por este último ultraje y finalmente la dejaron en México y allá está enterrada. No sé si todo este último lío es cierto o es falso, lo que sí es verdad es que ella está muerta y que dentro de poco nadie la recordará y estaba viva cuando la conocí y ahora de aquel monstruo humano, de aquella vitalidad enorme, de aquella personalidad única no queda más que un esqueleto igual a todos los cientos, miles, millones de esqueletos falsos y verdaderos que hay en ese país poblado de esqueletos que es México, después que los gusanos se dieron el banquete de la vida con las trescientas cincuenta libras que ella les dejó de herencia y que es verdad que ella se fue al olvido, que es como decir al carajo y no queda de ella más que un disco mediocre con una portada de un mal gusto obsceno en donde la mujer más fea del mundo, en colores, con los ojos cerrados y la enorme boca abierta entre labios de hígado tiene su mano muy cerca sosteniendo el tubo del micrófono, y aunque los que la conocimos sabemos que no es ella, que definitivamente ésa no es La Estrella y que la buena voz de la pésima grabación no es su voz preciosa, eso es todo lo que queda y dentro de seis meses o un año, cuando pasen los chistes de relajo sobre la foto y su boca y el pene de metal: en dos años ella estará olvidada y eso es lo más terrible, porque la única cosa por que siento un odio mortal es el olvido.
Pero ni siquiera yo puedo hacer nada, porque la vida sigue. Hace poco, antes de que me trasladaran, fui por Las Vegas que está abierto de nuevo y sigue con su show y su chowcito y la misma gente de siempre sigue yendo todas las noches y las madrugadas y hasta las mañanas y estaban cantando allí dos muchachas, nuevas, dos negritas lindas que cantan sin acompañamiento y pensé en La Estrella y su revolución musical y en esta continuación de su estilo que es algo que dura más que una persona y que una voz, y ellas que se llaman Las Capellas cantan muy bien y tienen éxito, y salí con ellas y con este crítico amigo mío, Rine Leal, y las llevamos a su casa y por el camino, en la misma esquina de Aguadulce, cuando paré en la luz roja, vimos un muchacho que tocaba la guitarra y se veía que era un guajirito, un pobre muchacho que le gustaba la música y quería hacerla él mismo y Rine me hizo parquear y bajarnos bajo la llovizna de mayo y meternos en el bar-bodega donde estaba el muchacho y le presenté a Las Ca-pellas y le dije al músico que ellas se volvían locas por la música y cantaban pero bajo la ducha y que no se atrevían a cantar con música y el muchacho de la guitarra, muy humilde, muy ingenuo y muy bueno dijo, Prueben, prueben y no tengan pena que yo las acompaño y si se equivocan las sigo y las alcanzo, y repitió, Vamos, prueben, prueben, y Las Capellas cantaron con él y él las seguía lo mejor que podía y creo que las dos bellas cantantes negras nunca cantaron mejor y Rineleal y yo aplaudimos y el dependiente y el dueño y una gente más que estaba por allí aplaudieron también y nos fuimos corriendo debajo de la llovizna que ya era aguacero y el muchachito de la guitarra nos siguió con su voz, No tengan pena que ustedes son muy buenas y van a llegar lejos si quieren y nos metimos en mi máquina y llegamos hasta la casa de ellas y nos quedamos allí dentro del carro esperando que escampara y cuando paró de llover seguíamos hablando y riéndonos hasta que se hizo un silencio íntimo en el carro y oímos, bien claro, fuera, unos golpes en alguna puerta y Las Ca-pellas pensaron que era su madre que llamaba la atención, pero se extrañaron porque su madre es Muy chévere, dijo una de ellas y volvimos a oír el toque y nos quedamos quietos y se volvió a oír y nos bajamos y ellas entraron en su casa y su madre estaba durmiendo y no vivía más nadie en la casa y todo el barrio estaba durmiendo a esa hora y nos extrañarnos y Las Capellas empezaron a hablar de muertos y aparecidos y Rine hizo unos cuantos juegos malabares con los bustrofantasmas y yo dije que me iba porque me tenía que acostar temprano y volvimos Rine y yo de regreso a La Habana y pensé en La Estrella y no dije nada, pero al llegar al centro, a La Rampa, nos bajamos a tomar café y encontramos a Irenita y una amiga sin nombre que salían del Escondite de Hernando y las invitamos a ir a Las Vegas donde no había show ni chowcito ni nada ya, solamente el tocadiscos y estuvimos allí como media hora tomando y hablando y riéndonos y oyendo discos y después, casi amaneciendo, nos las llevamos para un hotel de la playa.
Décima
Doctor, de nuevo no puedo comer carne. No es como antes, que veía en cada bisté una vaca que vi una vez que no quería entrar al matadero en mi pueblo y se aferraba con las patas a la tierra y clavaba los tarros en la puerta del matadero y se resistió tanto, que finalmente el matarife salió y le clavó la puntilla allí en la calle y la sangre corría por la cañada como el agua cuando llovía. No, y la cocinera tiene órdenes de freírme la carne hasta que esté negra. Pero, sabe lo que pasa, es que la masco, la masco, la masco y la masco y la masco más todavía y no la puedo tragar. Simplemente no me pasa. ¿Usted sabía, doctor, que cuando yo era señorita y salía con un muchacho tenía que ir con el estómago vacío, porque si no vomitaba?