Alejo Carpentier
Debe leerse en el tiempo que dura la audición de Pavane pour une infante défuncte, a treinta y tres revoluciones por minuto.
I
L’importanza del mio compito non me impede di fare molti sbagli… el anciano se detuvo en aquella frase truncada con regüeldos de mortificaciones, mientras pensaba: «Tengo un santo horror a los diálogos» y lo traducía mentalmente al francés para ver qué tal sonaba, y esbozó en su exterior venerable, venerado, venerando una sonrisa a modo de rictus en regaliz, quizás porque por la ventana, abierta, con los batientes en escuadra al marco, las contraventanas recién pintadas, las persianas cerradas, el peinazo superior visible a través del cortinaje velado en leves muselinas venidas de Amberes, las bisagras doradas, las guías del mismo amarillento color broncíneo, las bocasde-lobo contrastadas en su asombrosa blancura, maderijas, fallebas y batientes de nuez también blanqueados al aceite de linazas y el poyo amplio, cuajado de macetas, tiestos o potes con tierra en que habían sembrado martagones o mirabeles, pero no vio las flores delante ni detrás del resplandor albo y era que no estaban plantadas sobre el alféizar sino en la solana de rojos ladrillos, fuera de la rayada protección del sobradillo, al resistero, como se empeñaba en decir Atanasia, la azafata de populacheros decires, por la oquedad luminosa entraban melodías inesperadas y dulzonas. La música venía de más lejos que del gramófono que regurgitaba aires de la tierra natal con sabor a melisma, no pífanos ni laúdes ni dulcímeres, viguelas, sistros, virginales, rabeles, chirimías, cítaras o salterios, sino una balalaika rasgueada para extraerle sonoridades de theremín, a la manera de Kiev, «Kievskii Theremina», que llegó desde el recuerdo de las campañas de Ucrania. «Tengo un santo horror a los diálogos», dijo, en francés, pensando cómo sonaría en inglés. El hombre, el más joven de los dos, porque había un hombre joven y otro viejo y por fuerza de relativos uno tenía que ser más joven que el otro y era éste que lo miraba, reía ahora en forzadas explosiones de contento, la frase dicha con alusiones de cita. El viejo, porque si había un viejo y eran dos los hombres en aquella recámara alfombrada en afelpados tejidos de Irkhuz, uno de ellos debía ser el más viejo, por gravitación de años y remembranzas, y era éste que miraba hacia atrás y un tanto arriba, viendo al otro en escorzo con la enorme boca abierta de su discipulario factótum en la auris sectio visual, notó, mientras anotaba, mentalmente, labios (dos), paladar, pilares posteriores, úvula, faringe, amígdalas (o sus nichos, porque habían sido extraídas en púber tonsiloctomía), roja lengua política y dientes (apenas treinta y dos), dientes propiamente dichos en inferior maxilar y en el superior, incisivos, caninos, premolares, molares y muelas de cordura y como seguía riendo, ya sin motivo otro que no fueran sicofancias de aláter, envueltos en la humedad ambiente vio velo de paladar, rafe, úvula (de nuevo), laringe, pilar anterior de velo, otra vez la lengua (¿o era otra?), nichos amigdalinos y pilar posterior de velo, y odontológica-mente fatigado volvióse al libro. El joven, porque éste era el más joven de los dos hombres que miraban la opus magna que el maestro odioso y odiado sostenía en sus manos, registró en sus retinas resentidas guardas, cajo, tapa, tejuelo, cantonera, lomo, lomera, nervios, florón, estampaciones de rótulo, cabezadas, forro de tela, forro de papel, cosido de pliegos o cuadernillos, corte de cabeza, corte de pie, corte de delante, ilustración, margen de cabeza, margen exterior, boca, sobrecubierta, faja, y paseó leve ojeada sobre los textos. Ahora se desentendía de artes encuadernatorias, de referencias bibliográficas, de nomenclaturas librescas para sentir por debajo de la trinchera impermeable, que llevaba convenientemente cerrada a pesar de los aires de canícula tropical que soplaran en la altiplanicie, y sobre americana bien cortada pudo tantear con codo y antebrazo destral punzante, bien afilado a extremo de corto mango de teca blanca y pulimentada. Miró del libro a la noble cabeza encanecida y pensó que debería perforar cuero cabelludo, hueso occipital y atravesar membranas meníngeas (a, duramáter; b, aracnoide; c, piamáter) para hendir cerebro, traspasar cerebelo y quizás llegar a médulas oblongas, pues todo dependía de la fuerza inicial, momentum capaz de alterar su inercia homicida. «Tengo un santo horror a los diálogos», dijo otra vez el anciano, en ruso ahora, pero pensando cómo sonaría en alemán. Fue esta frase en ritornello lo que le movió a golpear.
II
Arrojó el cigarrillo hecho con papel de maíz porque supo inexplicablemente a polentas de infancia, a majaretes postreros, a tayuyos prandiales y santiagueros y vio cómo cayó el blanquecino, súbito proyectil junto a la verja artesanal forjada en hierros verticales, crasos, poliédricos, que trenzaban en lo alto del varal primores barrocos entre de-les simétricos, trazos de caligramas y orlas fileteadas al azar. La cancela era un rastrillo accionado por manivelas, garruchas, cables, muelles, torniquetes, pernos, poleas, cremalleras, ejes, pasos de rosca, catalinas, engranes, muescas, y, al final, la mano ocasional del cancerbero de turno, al que bastó la consigna simple y recordable que recitara él con su voz abaritonada:
Queste parole di colore oscuro
vid’io scritte al sommo d’una porta;
per ch’io: «Maestro il senso lor m’e duro».
y se felicitó por la espléndida pronunciación italiana que se escapaba de sus labios como un treno gregoriano, melopeo, pero la sonrisa en que confluyó su dantesca terza rima murió no bien oyó la respuesta del portero, que lenitivo entonaba cantos avernales en perfecto toscano arcaizante:
«Qui si convien lasciare ogni sospetto;
ogni viltá convien che qui sia morta
Noi Siam venutti al loco ov’io t’ho detto
che tu vendrai le gen ti dolorose,
c’hanno perdutto il ben de lo’nteletto».
Ahora deseó solamente que primitivos y ocultos mecanismos alzantes terminaran de levar la puerta ferrumbrosa de aguzadas puntas que se clavaban en base de cemento premonitoriamente armado. Caminó por senderos bífidos de grava costeña bordeados de volcánico pedruzco y miró hacia el imponente chateu-fort que tenía ya encima. Vio fachadas que mezclaban en delirio los estilos, en que Bramante y Vitrubio disputaban primacías a Herrera y Churriguera y donde muestras de plateresco temprano se fundían en alardes de barroco tardío y si el frontón parecía triangular clásico, griego o aguzado era un juego adivinatorio ocioso, ya que el remate del pórtico no era en modo alguno triangulado, y en partes del cornisamento, entre cortinas y arquitrabes, notó frisos y en las alas diestra y siniestra había arcos formeros sosteniendo bóvedas catalanas que parecían criptas vacías, aunque algunas impostas revelaban utilidades al menos estetizantes, pero le preocupara mucho que el intradós hiciera de la dovela provocadora de imprevisibles meditaciones. Fue la ménsula superior, con su membrecía saliente y voladiza que padecía molduras en demasía, el elemento que le hizo reparar en suntuoso modillón dibujado con primores de rococó. Pero ¿a qué las tres ojivas notablemente asimétricas: equilateral una, sobrealzada la otra y morisca la tercera? ¿Querría decir que las molduras convexas cuyo perfil es un cuarto de círculo, eran óvalos? ¿No serían pivotes de venideras digresiones? Extraños y tal vez paradójicos modos de construir un frontis, porque el esgucio en lugar de ser la moldura cóncava que todos conocemos a golpe de ojo, reconocible por su perfil a manera de cuarto de círculo, se esfuminaba en los bordes y al llegar al capitel adoptaba excentricidades circulares y daba lugar a un cierto desatino formal al bajar por la columna que de pronto la façade se enfermó de columnas de todo orden: jónicas, corintias, dóricas, doricojónicas, salomónicas, tebanas y entre capiteles y plintos se extendían, curiosamente, fustes o cañas, y nuestro visitante se asombró de ver plintos entre basa y cornisa inferior, cerca del pedestal y no entre friso y arquitrabe, como le dijeron que procedían a levantar arquitectos y maestros de obras de estas tierras exóticas. La clave, cosa rara, se la dio la clave en piedra de capellanías y fue entonces que supo que estaba bien encaminado, que no se engañaba, pues aquí estaban los esperados astrágalos pupurinos, arquitrabes de pórfido y apófiges estriados en chartreuse y magenta. Éste era el lugar de la cita con su destino histórico y sintió que en vez de plasma sanguíneo corría hidrargirio por la circulación periférica y menor. Llegó a la entrada con dentículos que cubrían, superfluos, colgadizo de cretona y cordoncillos con pretensiones de marquesina, y decidió llamar. Antes miró la puerta memorable que no necesitaba la inscripción de, «Per me si va ne la cittá dolente… lasciate, etc».
III
Curiosa puerta, casi se dijo, mientras miraba montante que era clásico bastidor, pero hecho de cuarzo, feldespato y mica, elementos que, reunidos, sabía que componen el granito, y hoja de consistencias que de no haber sido de acero habría pensado que eran de hierro, con placa protectora de limpieza en el lugar que debía ocupar el ojo de la cerradura, aunque el picaporte, de bronce, estaba justo donde debía estar: sobre el bastidor, partiendo paneles inferiores y superiores y señalando a uno de los tres goznes, también dorados. No tocó. ¿Para qué? De hacerlo habría tenido que portar férrea manopla.
Abrieron, seguramente accionando ojos mágicos o fotoeléctricas células y entró, pasando sobre el umbral y bajo el dintel sin dificultad ni asombro. Pero no bien el pesado portalón cerróse a sus espaldas, sintió miedo y trató de buscar apoyo entre las jambas y al sentir que su espalda resbalaba contra ataires de acero fundido en Akron, Ohio, se recostó al derrame. Lo que tenía ante sus ojos era indecible. Desde la calle toda la mansión tenía aires de castillo, fuerte o casamata visible por la ausencia de triglifos y me-topas sobre convexidades de equinos en friso aparentemente dórico, porque el sofito no sobresalía en invertidos escalones reglamentarios, porque algunos trozos de enrejado eran murallines levantados en jardinel, porque había salidizos reforzados en escuadra, y no solamente por tamañas irregularidades capaces de destruir cualquier orden, sino porque advirtió atalayas, saeteras, resaltos, poternas que simulaban postigos, portas de poca o ninguna ventilación, merlones a manera de parapetos sobre el paramento acorazando tejados y azoteas desde la mediacaña, y dentro del patio fortísimos estribos y contrafuertes protegían la solidez del muro no lejos de la inocencia enjaretada con misterios de celosías de una glorieta recóndita y, rodeándola, floridos jazmines del cabo en tresbolillo, y arriba, en el techo, el encachado disimulaba arpilleras y barbacanas por el tromp-l’oeil de la terminación de emplentas, mientras almenas asirio-románicas simulaban arbotantes góticos y entre ajimeces de ventanas y lucernas y alféizares evidentemente excesivos emergían un día naranjeros trabucos, cañoncillos pedreros, anacrónicas cureñas, tercerolas, y de acroteras, gárgolas e hipogrifos bien pudo surgir la temerosa asimetría de atinado franc-tireur. Por todo ello pensó que estaba entre camaradas: gente armada. Pero, ahora, aquí dentro era cauchemar de decoradores ebrios. Cierto que ya comenzaba la pesadilla en el ala izquierda del patio, donde, para hacer pendant con recoleto gazebo, había añejo templo monóptero y por intercolumnios, a través de éustilos delicados del pórtico, entre pilastras mudas, se podía ver cipo evidentemente dedicado a funerarios ritos. Pero, esto, eso… ¿Sería mejor batir el aire o, aun, tomar las de Villadiego? Imposible, pues la puerta cerraba herméticamente y protegíanla pestillos, picaportes, pasadores, trancas, barras, aldabas, candados y alamudes de visible resistencia a empujón súbito o hercúleo y además, no conseguiría otra cosa que manchar hombros y mangas del imper con que protegía acerada alcotana presumiblemente justiciera o asesina, según pareceres de exégetas y detractores.
A su mente vinieron ahora recuerdos de haber olvidado en la anotación minuciosa arquitrabes floridos, embasamientos de granito sobre zócalos de piedra picada y mediciones a ojo de dimensiones (¡maldito verso!) de la fachada. Volvió a la realidad mirando embaldosados que hacían azulejos de grecas verdes sobre mosaico blanco, y enfrentó con decisión sus dudas avanzando hacia archivoltas de figuras helicoidales apoyadas en impostas de sillares estriados. Esto era peccata minuta comparado a lo que vendría después, cuando abrió ojos a salón que era vestíbulo, ámbito y laberinto a la vez, en la profusión de arcos de medio punto, de herradura, trilabados, conopiales, lanceolados, mitrales, escarzanos y adintelados, en muda promiscuidad con estípites neoclásicos, entrepaños art nouveau, enjutas internas, formeros que soportaban supuestas bóvedas vaídas e intradoses pintados en cada color del espectro y algunos más, como delirante fucsia que hacía juego en complementarios colorines de ornamentos denticulares, perlados, de guirnaldas, grecados, anillados, de entredós, acanalados, de malla y enzarzados, y debajo, filete de acajú que separaba frisos inferiores o zócalos que los naturales del país se empeñaban en llamar cenefa, éstos empapelados en seda malva. Al fondo, junto a monumental escalera y como presidiendo aquel caos formal, erguido, con un brazo tan lívido como su barbilla en punta, mongoloide, levitón, zapatos o corbata de plastrón, todavía elocuente o al menos, gesticulante, sobre una peana, estaba Vladimir Ulitch Ulianoff o su facsímil marmóreo a quien una inscripción, también en mármol, bajo la efigie epónima, identificaba, en caracteres cirílicos, como Lenine. Mirando cristaleras, contando escalones de mármol jaspeado, bajando con ojos anotadores, pasamanos de igual caliza, perdido entre volutas, espirales, curvas, adornos foliados y tirantes verticales de la obra de herrería de barandas y balconcillos, se quedó dormido, no sin antes haberse acercado en pasmo perpetuo a un sillón asombrosamente Marcel Breuer, en que se hundió en alivio.
IV
Despertólo ruido de pasos sobre embaldosado y entrevió, a través de mallas de sueños y pestañas, los que creyó borceguíes, luego adelantó hasta pensar en huaraches y ahora vio que eran zapatos corrientes, compuestos de suela, forro, plantilla, vira, cambrillón llamado cambrera en el país, tacón, talón, pala y lengüeta, también conocida como oreja o guataca en estos andurriales americanos. Sobre ellos caminaba un hombre envuelto en ropas que tenían color de viejas tintas. Junto a éste iba otro hombre y vio cómo, uno de ellos, tenía un cuello largo en que adivinó: hueso hioide, membrana tirohioidea, cartílago de tiroides, editorial Ramón Sopena, membrana cricoestiroidea, cartílago cricoides y tráquea, y como miraba hacia él con su ojo único (otro llevábalo cubierto con tapaojos a manera de la princesa de boli o de Vicente Nau el Olonés) y supo que lo miraba un ojo solo pero también ese conjunto funcional de: córnea, iris, coroide, cristalino, esclerótica, nervio óptico y retina, y ya en la retina: arteria temporal superior, esclerótica, arteria nasal superior, arteria nasal inferior, papila del nervio óptico, arteria temporal interior y mácula lútea, y por esta última mancha amarilla supo que el otro, al menos, lo veía en dos dimensiones, pero en color.
De su pareja, no vio más que una oreja y aunque la rima impensada molestárale en grado sumo, enumeró, para disipar sinsabores, partes de lo visible, que eran hélix, antehélix, caracol, lóbulo, trago y antitrago, pabellón que seguramente cubría canal embarrado de cerumen, vestíbulo, tímpano, yunque y martillo, oído externo, medio y laberinto. Uno de ellos lo saludó con la mano y él no supo cuál (hombre o mano) fue, pero sí que dábanle bienvenidas no solamente mano y hombre, sino: muñeca, eminencia hipotenaria, palma, meñique, anular, medio, índice, pulgar y eminencia ternaria, sin hablar de tarso, metatarso y dedos, huesos diversos (¡mierda!), tendones, músculos y dermis protectora. Levantó su mano devolviendo saludos y cuando terminó el gesto volteóla palma arriba y vio rayas y zonas de lógica, instinto, voluntad, inteligencia, misticismo, Júpiter, Saturno, Apolo, Mercurio, de la fortuna, del corazón, de la salud, Marte, de la cabeza, Luna, de la Vida y Venus, y preguntóse si tendría suerte o no y al mismo tiempo si rojas manchas localizadas junto al Mons Veneris serían herpes o hematomas.
Oyó que hablaban los sicarios sobre cruzada taracea de diversos temas bélicos a que ponían membretes palabras sueltas y altas, y no pudo evitar su viejo hábito analítico de hacer cuadro sinóptico de cada cosa de este mundo. Así cuando oyó rifle pensó en cañón, mira, abrazadera, caja, guardamano, cargador, cerrojo, gatillo, guardamonte, alzaculata; bala, supo que podían ser de plomo, acero, incendiarias, trazadoras (Arm.), perforantes, explosivas y de caza y siempre tenían envoltura de latón, núcleo de plomo, nitro y fulminante; granada, recordó espiga de palanca de disparo, seguro, anilla del seguro, cuerpo de tapón en aleación de plomo, detonador y palanca de disparo y ni una sola vez vino a su mente la idea de hacer blanco o diana posibles. Siguieron ellos su camino y volvió a quedarse solo, no por mucho tiempo, porque pronto acompañáralo zumbido de intrusivo y aborigen insecto, en el que distinguió: cabeza, ojos facetados, patas (primer par), protórax, patas (segundo par), aguijón, abdomen, metatórax, noto (¿o notó?), ala inferior, ala superior y patas (tercer par). ¿Sería una avispa? Sintió poseer transparencias de ánimo, que su miedo se viera metafórico y sus intenciones fueran reveladas, simple y llanamente, por inhibiciones. De ahí a inferir que un intrusivo, himenóptero produjera tamaña desazón por develaciones magnas, no había más que un paso y no un paso perdido, porque próxima zancada los llevaría a asociar los diurnos terrores con perversas intenciones semblables y sabrían que era una suerte de ikneumón, esa avispa que en las selvas del Orinoco busca afanosa a su araña, para clavarle en la nuca mortal aguijón. ¿O sería abeja obrera, reina o zángano? Para distraerse de pavores últimos y posibles desvelos miró al extremo otro del salón, donde observó banderas, pero mucho antes de saber si eran o no las iniciales y ortodoxas banderas del partido vio que estaban divididas, como todas, en gaza, vaina, paño, punto de bigorrilla, orillo, varón, empalomaduras, orillo (el otro), costura y rabiza, y como no era la identada del corneta ni gallardete ni pavés y sí cuadrada, supo que sería la Venerada, aunque no encontrara hoces ni martillos cruzados sobre el fondo que ahora vio azul y no rojo. ¿Sufriría males de Dalton? Para probar lo cierto o incierto del aserto (¡de nuevo esas rimas anacolutas!) miró a cuatro escudos diestros y siniestros que parecían guardar las banderas y antes de saber que uno era español, otro francés, otro polaco y otro suizo, vio las diferentes divisiones: cantón diestro del jefe, jefe, cantón siniestro del jefe, flanco diestro, corazón (o abismo), flanco siniestro, cantón diestro de la punta, punta, sitio de honor y se quedó mirando el ombligo (del escudo, de los cuatro, cuatro ombligos distintos y un solo ombligo verdadero) para luego anotar oro, platas, gules, azures, sinoples, m, púrpuras, sables, piedras, que servían de fondo o distinción a: robles, sotueres, árboles fustados, cornetas enguichadas, bandas engoladas, coronas enfiladas, enclavados, danchados, acuartelados, catenados, burelados, bordurados, acolados, verados, ajedrezados, losanges, rumbos, potenzados, partidos, orlas, bordes y pumas y águilas y culebras rampantes.
Avanzaba hacia ellos para particularizar diferencias, cuando vino ujier, edecán o amanuense a decirle que podía subir, que el Maestro (éstos fueron sus mismos decires) lo recibía, que lo estaba esperando ya —y bien pudo añadir que la paciencia es el preámbulo de la impaciencia, en sus dichos de nación: el que espera desespera, porque vio (y anotó) el gesto pertinaz o impertinente. Dio un cuarto de vuelta exacto sobre uno de los lises inscritos en la circunferencia del mosaico central y se encaminó, con simulados andares de discípulo, hacia los cuarteles del hereticus maximus. Subía la escalinata escalón por escalón, deteniéndose a observar que sobre la barandilla, como tope, estaba el pasamanos y que las vetas mechadas de pizarra en el mármol ambarino coincidían con las mechas que veteaban de pizarra el mármol, también ambarino, de la escalera, aunque pisara el rojo alfombrín de fieltro y no los escalones marmóreos, sobre el que hacían hermoso contraste pasadores y broncíneas charnelas. En el descansillo superior izquierdo enfrentó una armadura del Quattrocento, completa con casco de visera, gola, hombrera, brazal, cordera, faldón, cuja, rodillera, canillera, greba, tarja (o escudo), peto y alabarda con hoja toledana transversada sobre moharra de encino. Pero si prestó poca atención a la coraza adornada con bajorrelieves forjados o a la hombrera acanalada, sí quiso saber si el casco era yelmo entero o solamente morrión con gola extendida hacia arriba, y se acercó a la armadura, casi (la pared impidió la completación) le dio la vuelta y vio al acercarse, que la dicha gola era más bien ancha babera o bacinete con pérforos a modo de hendijos en el visor y concluyó que era almete y no yelmo— y al engancharse en su impermeable la alabarda recordó que debía subir de una vez y enfrentar a su enemigo, y en tales decisiones estaba cuando lo sorprendió el rosetón de la vidriera en el rellano. Pero reunió fuerzas para rechazar su atracción foliada y acabó de remontar la escalera. Arriba, llegó a la entrada que distinguía sobrepuerta de labradas tallas coloniales y vio que la puerta y con ella bastidores (o montantes), paneles, bastidor, ataires y sobreumbral eran de roble de España y aunque no había placa protectora sí había cerradura y picaporte, ambos de señalado bronce y pernos de idéntica aleación, y pasó la mano histórica por molduras en saliente, antes de hacer un puño marxista con ella y llamar con nervudos, nerviosos nudillos.
V-LV
(Después de pasar revista y subsiguiente inventario a la habitación y todos sus enseres y pertenencias, Jacques Mornard muestra a Lev Davidovich Trotsky las «octavillas discipularias», como dice Alejo Carpentier, y con el Maes tro entretenido en la lectura, logra extraer la azuela asesina no sin antes enumerar cada una de las individualidades anatómicas, sartoriales, idiosincráticas, personales y políticas del muerto grande, porque el magnicida (o el autor) padece lo que se conoce en preceptiva francesa como Syndrome d’Honoré).